miércoles, 9 de julio de 2014

El Arte de Amar, parte 10


¿Qué es la Fe?

Veamos ahora las cualidades de particular importancia para la capacidad de amar. De acuerdo con lo dicho sobre la naturaleza del amor, la condición fundamental para el logro del amor es la superación del propio narcisismo. En la orientación narcisista se experimenta como real sólo lo que existe en nuestro interior, mientras que los fenómenos del mundo exterior carecen de realidad de por sí y se experimentan sólo si hay utilidad o peligro para uno mismo. El polo opuesto del narcisismo es la objetividad; es la capacidad de ver a la gente y las cosas tal como son, objetivamente,  y poder separar esa imagen objetiva de la imagen formada por los propios deseos y temores. Para el insano, la única realidad que existe es la que está dentro de él, la de sus temores y deseos. Y resulta que casi todos nosotros tenemos una visión, que está deformada por nuestra orientación narcisista. ¿Cuántos padres experimentan las reacciones del hijo en función de la obediencia, de que los complazca; en lugar de percibir o interesarse por lo que el niño siente? ¿Cuántas esposas piensan que sus maridos son ineficaces o estúpidos porque no responden a la fantasía del espléndido caballero que construyeron en su infancia?

La facultad de pensar objetivamente es la razón; la actitud emocional que corresponde a la razón es la humildad. Ser objetivo, utilizar la propia razón, sólo es posible si se ha alcanzado una actitud de humildad, si se ha emergido de los sueños de omnisciencia y omnipotencia de la infancia.
No puedo ser objetivo con respecto a mi familia, si no puedo serlo con un extraño y viceversa. Si quiero aprender el arte de amar, debo esforzarme por ser objetivo en todas las circunstancias, y hacerme sensible a la situación frente a la que no soy objetivo.

La capacidad de amar depende de la propia capacidad para superar el narcisismo y la fijación incestuosa a la madre y el clan; depende de nuestra capacidad de crecer, de desarrollar una orientación productiva en relación con el mundo y con nosotros mismos. Tal proceso de emergencia, de nacimiento, de despertar, necesita una cualidad como condición necesaria: fe. La práctica del arte de amar requiere la práctica de la fe.

¿Qué es la fe? ¿Es la fe necesariamente una cuestión de creencia en Dios? ¿Está inevitablemente en oposición con la razón ?. Para empezar a comprender el problema de la fe es necesario diferenciar la fe racional de la fe irracional. La fe irracional se refiere a la creencia que se basa en la sumisión a una  autoridad falaz, es claramente, una dependencia. Por el contrario, la fe racional es una convicción arraigada en la propia experiencia mental o afectiva. No es una creencia en algo, es la cualidad de certeza y firmeza que poseen nuestras convicciones.
La historia de la ciencia está llena de ejemplos de fe en la razón y en las visiones de la verdad. Copérnico, Kepler, Galileo y Newton estaban imbuidos de una inconmovible fe en la razón. Por ella Bruno murió quemado y Spinoza sufrió la excomunión. Esta fe está arraigada en la propia experiencia, en la confianza en el propio poder del pensamiento, observación y juicio. Al tiempo que la fe irracional es la aceptación de algo como verdadero sólo porque así lo afirma una autoridad o la mayoría. La fe racional tiene sus raíces en una convicción independiente basada en el propio pensamiento y observación productivos, a pesar de la opinión de la mayoría.

En la esfera de la relaciones humanas, la fe es una cualidad indispensable de cualquier amistad o amor significativos. “Tener fe” en otra persona significa estar seguro de la confianza e inmutabilidad de sus actitudes fundamentales, de la esencia de su personalidad, de su amor.
En igual sentido, tenemos fe en nosotros mismos. Tenemos conciencia de la existencia de un yo, de un núcleo de nuestra personalidad que es inmutable y que persiste a través de nuestra vida, no obstante las circunstancias cambiantes. A menos que tengamos fe en la persistencia de nuestro yo, nuestro sentimiento de identidad se verá amenazado y nos haremos dependientes de otra gente, cuya aprobación se convierte entonces en la base de nuestro sentimiento de identidad. Sólo la persona que tiene fe en sí misma puede ser fiel a los demás, pues sólo ella puede estar segura de que será en el futuro igual a lo que es hoy y, por lo tanto, de que sentirá y actuará como ahora espera hacerlo.

Otro aspecto de la fe en otra persona refiérese a la fe que tenemos en las potencialidades de los otros. Es como la fe que tiene la madre en su hijo recién nacido: en que vivirá, crecerá, caminará y hablará. E igualmente desarrollará otras capacidades como: las de amar, ser feliz, utilizar la razón, y otras más específicas, el talento artístico, por ejemplo. Son las semillas que crecen y se manifiestan si se dan las condiciones apropiadas para su desarrollo, y que pueden ahogarse cuando éstas faltan. Es necesario, por tanto, que la persona de mayor influencia en la vida del niño tenga fe en esas potencialidades. La presencia de dicha fe es lo que determina la diferencia entre educación y manipulación.
La fe en los demás culmina en la fe en la humanidad. Al igual que la fe en el niño; se basa en la idea de que las potencialidades del hombre son tales que, dadas las condiciones apropiadas, podrá construir un orden social gobernado por los principios de igualdad, justicia y amor. El hombre no ha logrado aún construir ese orden, y, por lo tanto, la convicción de que puede hacerlo necesita fe.

Mientras que la fe irracional arraiga en la sumisión a un poder que se considera avasalladoramente poderoso, y en la abdicación del poder y la fuerza propios, la fe racional se basa en la experiencia opuesta. Tenemos fe en una idea porque es el resultado de nuestras propias observaciones y nuestro pensamiento. Tenemos fe en las potencialidades de los demás, en las nuestras y en las de la humanidad, porque, y sólo en esa medida, hemos experimentado el desarrollo de nuestras propias potencialidades, la realidad del crecimiento en nosotros mismos, la fuerza de nuestro propio poder y del amor.
 No hay una fe racional en el poder. Hay una sumisión a él o, por parte de quienes lo tienen, el deseo de conservarlo. Si bien para muchos el poder es la más real de todas las cosas, la historia del hombre ha demostrado que es el más inestable de todos los logros humanos.
Tener fe requiere coraje, la capacidad de correr un riesgo, la disposición a aceptar incluso el dolor y la desilusión. Quien insiste en la seguridad y la tranquilidad como condiciones primarias de la vida no puede tener fe; quien se encierra en un sistema de defensa, se convierte en un prisionero. Ser amado,  y amar, requiere coraje, la valentía de atribuir a ciertos valores fundamental importancia -y de dar el salto y apostar todo a esos valores.

Ese coraje es muy distinto de la valentía a la que se refirió el famoso fanfarrón Mussolini cuando utilizó el lema “vivir peligrosamente”. Su tipo de coraje es el coraje del nihilismo. Está arraigado en una actitud destructiva hacia la vida, en la voluntad de arriesgar la vida porque uno no es capaz de amarla. El coraje de la desesperación es lo contrario del coraje del amor, tal como la fe en el poder es lo opuesto de la fe en la vida.

¿Hay algo que pueda practicarse en relación con la fe y el valor? Indudablemente, la fe puede practicarse en cada momento. Requiere fe criar a un niño; se necesita fe para dormirse, para comenzar cualquier tarea. Quien no la posee, sufre enorme angustia por su hijo, por su insomnio, o por su incapacidad para realizar cualquier trabajo productivo; o es suspicaz, se abstiene de acercarse a nadie, o es hipocondríaco o incapaz de hacer planes a largo plazo. Tomar las dificultades, los reveses y penas de la vida como un desafío cuya superación nos hace más fuertes, y no como un injusto castigo que no tendríamos que recibir nosotros, requiere fe y coraje.

La práctica de la fe y el valor comienza con los pequeños detalles de la vida diaria. El primer paso consiste en observar cuándo y dónde se pierde la fe, analizar las racionalizaciones que se usan para soslayar esa pérdida de fe, reconocer cuándo se actúa cobardemente y cómo se lo racionaliza. Reconocer cómo cada traición a la fe nos debilita, y como la mayor debilidad nos lleva a una nueva traición, y así en adelante, en un círculo vicioso. Entonces reconoceremos también que mientras tememos conscientemente no ser amados, el temor real, aunque habitualmente inconsciente, es el de amar. Amar significa comprometerse sin garantías, entregarse totalmente con la esperanza de producir amor en la persona amada. El amor es un acto de fe, y quien tenga poca fe, también tiene poco amor.

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