lunes, 7 de julio de 2014

El Arte de Amar, parte 9


La Práctica del Amor.-

 ¿Puede aprenderse algo acerca de la práctica de un arte, excepto ejerciéndolo?. Amar es una experiencia personal que sólo podemos tener por y para nosotros mismos. Lo que un examen de la práctica del amor puede hacer, es considerar las premisas del arte de amar, los enfoques, por así decirlo, de la cuestión, y la práctica de esas premisas y esos enfoques. Los pasos hacia la meta sólo puede darlos uno mismo.

La práctica de cualquier arte tiene ciertos requisitos generales, independientes por completo de que el arte en cuestión sea la carpintería, la medicina o el arte de amar. En primer lugar, la práctica de un arte requiere disciplina. Nunca haré nada bien si no lo hago de una manera disciplinada. Más aún, el problema no consiste únicamente en la disciplina relativa a la práctica de un arte particular (digamos practicar todos los días durante cierto número de horas), sino en la disciplina de toda la vida. Como puede comprobarse, el hombre moderno es excesivamente indisciplinado fuera de la esfera del trabajo. Cuando no trabaja quiere estar ocioso, haraganear, relajarse. Tal deseo de ociosidad constituye, en gran parte, una reacción contra la rutinización de la vida. Por otro lado, en la batalla contra el autoritarismo, ha llegado a desconfiar de toda disciplina. Pero sin una disciplina racional auto-impuesta, la vida se torna caótica y carece de concentración.

La concentración, es también  condición indispensable. No obstante, en nuestra cultura, la concentración es aún más rara que la autodisciplina. Se hacen muchas cosas a la vez: se lee, se escucha la radio, se habla, se fuma, se come, se bebe. Somos consumidores con la boca siempre abierta, ansiosos y dispuestos a tragarlo todo: películas, bebidas, conocimiento. Esa falta de concentración se manifiesta claramente en nuestra dificultad para estar a solas con nosotros mismos. Quedarse sentado, sin hablar, fumar, leer o beber, es imposible para la mayoría de la gente.

Un tercer factor es la paciencia. Si aspiramos a obtener resultados rápidos, nunca aprenderemos un arte. Para el hombre moderno, sin embargo, es tan difícil practicar la paciencia como la disciplina y la concentración. Todo nuestro sistema industrial alienta precisamente lo contrario, la rapidez. Naturalmente, hay para ello importantes razones económicas, pero entonces, encontramos a los valores humanos supeditados a los económicos. Lo que es bueno para las máquinas, debe serlo para el hombre-así dice la lógica-. El hombre moderno piensa que pierde algo  -tiempo-  cuando no actúa con rapidez; sin embargo, no sabe qué hacer con el tiempo que gana- salvo matarlo.

 Otra condición para aprender cualquier arte es una preocupación suprema por el dominio del arte. Si el arte no es algo de suprema importancia, el aprendiz jamás lo dominará.
Un último punto debe señalarse. No se empieza por aprender el arte directamente, sino en forma indirecta, por así decirlo. Un aprendiz de carpintería comienza aprendiendo a cepillar la madera; un aprendiz del arte de tocar el piano comienza por practicar escalas; un aprendiz del arte Zen de la ballestería empieza haciendo ejercicios respiratorios. En lo que respecta al arte de amar, ello significa que quien aspire a convertirse en un maestro debe comenzar por practicar la disciplina, la concentración y la paciencia a través de todas las fases de su vida.

¿Cómo se practica la disciplina? Levantarse a una hora regular, dedicar un tiempo al día a actividades tales como meditar, leer, escuchar música, caminar; no permitirnos, al menos dentro de ciertos límites, actividades escapistas, como novelas policiales, ( o telenovelas), no comer ni beber demasiado, son normas evidentes y rudimentarias. Sin embargo, es esencial que la disciplina no se practique como regla impuesta desde afuera, sino que se convierta en una expresión de la propia voluntad. Lo que es bueno para el hombre -para su cuerpo y para su alma -también debe ser agradable, aunque al comienzo haya que superar algunas resistencias.

La concentración es más difícil de practicar en nuestra cultura. El paso más importante para llegar a concentrarse es aprender a estar solo con uno mismo, sin leer, escuchar radio, beber o fumar. Ser capaz de concentrarse significa poder estar solo con uno mismo. Si estoy ligado a otra persona porque no puedo pararme sobre mis propios pies, ella puede ser algo así como un salvavidas, pero no hay amor en tal relación. Paradójicamente, la capacidad de estar solo es la condición indispensable para la capacidad de amar. Sería útil practicar unos pocos ejercicios simples, como “limpiar la mente”; seguir la propia respiración; tratar de lograr una sensación de “yo”;  =“mi mismo”, como centro de mis poderes, como creador de mi mundo. Habría que realizar tales ejercicios de concentración por lo menos todas las mañanas durante veinte minutos ( y si es posible más tiempo) y todas las noches antes de acostarse. Además de esos ejercicios, hay que aprender a concentrarse en todo lo que uno hace, sea escuchar música, leer un libro, hablar con una persona, contemplar un paisaje. En ese momento, la actividad debe ser lo único que cuenta. Aprender a concentrarse requiere evitar, en la medida posible, las conversaciones triviales, esto es, la conversación que no es genuina; así como la malas compañías Pero no siempre es posible evitar tales compañías, ni tampoco es necesario. Si uno reacciona en forma directa y humanamente descubrirá con frecuencia que esa gente modifica su conducta, con la ayuda de la sorpresa producida por el choque de lo inesperado.

Concentrarse en la relación con otros significa fundamentalmente poder escuchar. La mayoría de la gente oye a los demás y  aún da consejos, sin escuchar realmente. No toman en serio las palabras de la otra persona, y tampoco les importan demasiado sus propias respuestas. Resultado de ello: la conversación los cansa. Encuéntranse bajo la ilusión de que se sentirían aun mas cansados si escucharan con concentración. Pero lo cierto es lo contrario. Cualquier actividad, realizada en forma concentrada, tiene un efecto estimulante (aunque luego aparezca un cansancio natural y benéfico); cualquier actividad no concentrada, en cambio, causa somnolencia.

Estar concentrado significa vivir plenamente en el presente, en el aquí y el ahora. El comienzo de la práctica de la concentración es difícil; se tiene la impresión de que jamás se logrará. Ello implica la necesidad de tener paciencia. Para tener una idea de lo que es la paciencia, basta con observar a un niño que aprende a caminar. Se cae, vuelve a caer, una y otra vez, y sin embargo, sigue ensayando, mejorando, hasta que un día camina.

Es imposible aprender a concentrarse sin hacerse sensible a uno mismo. ¿Qué significa eso?. Si habláramos de ser sensible a una máquina, no habría dificultad para explicarlo. Cualquiera que, por ejemplo, maneja un automóvil, es sensible a él. Advierte hasta un pequeño ruido inusual. Si consideramos la situación de ser sensible a otro ser humano, encontramos el ejemplo más obvio en la sensibilidad y correspondencia de una madre para con su hijo. Ella nota ciertos cambios, antes de que el niño los manifieste abiertamente. Similarmente, cabe ser sensible con respecto a uno mismo. Tener conciencia, por ejemplo, de una sensación de cansancio o depresión, y en vez de entregarse a ella, preguntarse “¿Qué ocurre?” ¿Por qué estoy deprimido?. Lo mismo sucede al observar que uno está irritado o enojado, o con tendencias a los ensueños u otras actividades escapistas. Estar atentos a nuestra voz interior.

Tener sensibilidad para los procesos mentales es difícil, porque mucha gente no ha conocido nunca a alguien que funcione óptimamente. Se toma el funcionamiento psíquico de los padres o parientes como norma, y, mientras no difieran de ésta, se sienten normales y no tienen interés en observar nada. Mucha gente jamás a conocido a una persona amante, o a una persona con integridad, valor o concentración.
Si bien impartimos conocimiento, estamos descuidando la enseñanza más importante para el desarrollo humano: la que sólo puede impartirse por la simple presencia de una persona madura y amante. En épocas anteriores a nuestra cultura, el hombre más valorado era el que poseía cualidades espirituales sobresalientes. La función del maestro consistía en transmitir ciertas actitudes humanas, además de la información. En la actualidad, los hombres propuestos para la admiración y la emulación son cualquier cosa menos arquetipos de cualidades espirituales.
Si no logramos mantener viva una visión de la vida madura, entonces estamos frente a la probabilidad de que nuestra tradición cultural se derrumbe.

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