lunes, 19 de mayo de 2014

Las bases biológicas de la fe y la realidad, parte 12

Trastornos en la relación madre-hijo

Nadie puede comprender a un niño tan bien como su madre. Antes de su nacimiento formó parte  de su cuerpo, fue alimentado por su sangre y estuvo sujeto a las corrientes y a la carga que fluyen por el cuerpo de la madre. Puede comprender al niño tan bien como comprende a su propio cuerpo. El auténtico problema aparece, sin embargo, cuando una madre no esta en contacto con su propio cuerpo y con sus sentimientos. Si una madre no tiene fe en sus propios sentimientos, no tendrá fe en las respuestas de su hijo, o no teniendo fe en ella misma, no la tendrá para transmitírsela a su hijo.

¿En que momento se rompió esa transmisión de la fe? Antes, la unión entre madre e hijo era inmediata, cuerpo con cuerpo. Dar a luz y alimentar eran actividades sagradas. Su amor por el niño se vertía en la leche con que le amamantaba. De acuerdo con el Dr. Newton, “una relación madre-hijo sin una lactancia agradable es una posición psicofisiológica similar a un matrimonio sin un coito agradable”.

Los peores efectos de la tecnología, el poder , el egoísmo y la objetividad han sido los relativos a los trastornos en la relación normal madre-hijo. A medida que estas fuerzas avanzan, las mujeres se sienten tentadas a abandonar la crianza de los niños.

La mujer que no amamanta debe confiar en los conocimientos de su pediatra para encontrar la receta apropiada. Con este acto ha renunciado a la fe en sí misma. Al transferir su responsabilidad al médico, tendrá que depender de los conocimientos de éste, y no de su innata intuición para criar al niño, lo cual, coloca una barrera entre madre e hijo al inhibir su reacción espontánea y al forzarla considerar si sus acciones son o no apropiadas. Seguir el consejo del médico le dará la ilusión de que sabe lo que hace, pero no sustituirá a la respuesta amorosa, que es una expresión de fe y de compresión.

Nadie conoce cabalmente a un niño ni sabe como criarlo. Lo que sí puede en comprenderle, comprender su deseo de ser aceptado tal como es, amado por el sólo hecho de ser, y respetado como individuo. Podemos comprenderlo porque todos tenemos los mismos deseos. Podemos entender su deseo de ser libre; todos queremos ser libres. Podemos entender su insistencia en autorregularse; a todos nos molesta que nos digan qué tenemos que hacer, que comer, cuando ir al baño, que vestir, y cosas por el estilo. Podemos comprender a un niño cuando comprendemos que nosotros también somos como niños.
El placer que un padre tiene con su hijo comunica al niño el sentimiento de que su existencia es importante para los que le rodean. Y la satisfacción que un hijo tiene con su padre surte el mismo efecto en este último.

A los niños se les debe enseñar los dominios de una cultura si se quiere que se adapten a ella. Pero -y Erikson opina lo mismo- no se puede hacer a expensas de la viveza y sensibilidad del cuerpo.

Las relaciones antitéticas no tienen porque producir conflicto; el conocer no supone automáticamente falta de comprensión; no tiene por qué ser verdad que el poder destruya el placer o que el ego deba negar al cuerpo del papel que le es propio, y no todas las civilizaciones han sido tan nefastas para la naturaleza como la nuestra. Cuando estas fuerzas opuestas se equilibran armoniosamente, más que un antagonismo lo que crean es una polaridad. En una relación polarizada, cada oponente soporta y potencia al contrario. Un ego enraizado en el cuerpo recibe fuerza de éste y a su vez sostiene y aumenta los intereses del cuerpo. La polaridad más evidente en nuestras vidas es consciencia e inconsciencia o vigilia y sueño.Todos sabemos que un buen sueño nocturno permite funcionar bien durante el día, y que un trabajo satisfactorio durante el día facilita el sueño y el placer de dormir.

El precio que pagamos por una civilización altamente tecnificada es la erosión de nuestros recursos naturales y la destrucción de nuestro entorno natural. Análogamente, un exceso de poder disminuye nuestra capacidad de disfrute. Cuando nos convertimos en perseguidores del poder, perdemos de vista el sencillo disfrute de utilizar nuestros cuerpos. El conceder una importancia  excesiva a nuestro ego acaba siempre en una negación del cuerpo y sus valores.

Creo que el equilibrio se ha desplazado perceptiblemente contra las fuerzas naturales de la vida: comprensión, placer, cuerpo, naturaleza y el inconsciente. Buscamos cada vez más información, sin preocuparnos de comprender mejor. La investigación, reducida a la mera recogida de información y manipulación de estadísticas engañosas ha pasado a ser la meta suprema de nuestros programas de educación universitarios. El efecto insidioso de esta obsesión por los datos es una progresiva pérdida de fe en lo natural, capacidad del ser humano para comprenderse a sí mismo, a sus compañeros y a su mundo. No necesitamos estadísticas para saber lo que no funciona, sentimos la infelicidad a nuestro alrededor, olemos la contaminación del aire, vemos la basura y la desintegración de nuestras grandes ciudades. Podemos y debemos confiar en nuestros sentidos para conseguir aclarar la confusión de nuestra existencia.

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