lunes, 5 de mayo de 2014

Las bases biológicas de la fe y la realidad, parte 6




10. La fe en la vida

El animismo

Animismo, tal como lo define el diccionario, es “la creencia en que todos los objetos poseen una vida o vitalidad natural o están dotados de almas que moran en ellos”. El término se usa “para designar la forma más primitiva de religión”, la del hombre de la Edad de Piedra. Prefiero usar el término “espíritu” antes que el de “alma”, porque los pueblos primitivos hablaban de espíritus. Este espíritu o fuerza se creía que moraba en ambas naturalezas, la animada y la inanimada, tanto en los seres vivientes como en las rocas, herramientas, ríos, montañas y lugares. En esta visión, se reservaba un lugar especial para el espíritu de los muertos, que formaban parte de la comunidad viviente.

La importancia del animismo para lo que aquí nos ocupa es que representaba una forma de vida basada en la fe y en el respeto a la naturaleza. El hombre primitivo sentía que formaba parte de las fuerzas naturales igual que ellas formaban parte de su propio ser. Por lo tanto, no podía actuar destructivamente contra la naturaleza sin ser al mismo tiempo autodestructivo. Por ejemplo, no podía talar un árbol sin hacer un gesto para apaciguar el espíritu del árbol.
Laurens Van Der Post, hizo una visita a los bosquimanos de Africa, un pueblo que vive prácticamente en la Edad de Piedra. A pesar de sus precarias condiciones, encontró en ellos alegría y encanto, sensibilidad, imaginación y sabiduría. Escribe: “Se regían por un sentido natural de la disciplina y de la proporción, curiosamente adaptado a la dura realidad del desierto“.

El hombre de la edad de piedra era en cierto modo como un niño. Vivía en términos de su cuerpo, estaba profundamente inmerso en el presente y era muy sensible a todos los matices del sentimiento. Su ego estaba aún identificado con su cuerpo y sus sentimientos.  
¿Somos nosotros más realistas que el hombre de la Edad de Piedra? La realidad estaba limitada a los hombres de la edad de piedra porque no conocía las leyes de causa-efecto que gobiernan la interacción de los objetos materiales. De la misma forma, está limitada para nosotros cuando ignoramos la acción de fuerzas que no obedecen a estas leyes. Las emociones, por ejemplo, son una de esas fuerzas. Todo el mundo sabe que las emociones y los estados de ánimo son contagiosos. Una persona deprimida, deprime a las demás sin haber hecho nada para producir ese efecto. En presencia de una persona feliz, nos sentimos alegres.

Mucha gente comparte la creencia de que el elevar el nivel de vida es la solución a esa infelicidad personal que es tan común. Para una mentalidad primitiva, la importancia que concedemos a los bienes materiales y riquezas sería considerado como poco realista.

Las culturas de la Edad de Piedra fueron paulatinamente reemplazadas. El hombre logró incrementar gradualmente su poder sobre la naturaleza y sobre sus congéneres. El aspecto más significativo de este cambio fue el gradual desplazamiento desde el pensamiento subjetivo al objetivo. Para ser objetivo, el hombre tenía que elevarse por encima del nivel de participación mística y convertirse en observador de los acontecimientos. Desde esa posición, podía desarrollar el concepto y función de la voluntad.
Cuanto más se separaba el hombre de la naturaleza y se convertía en la especie dominante de la tierra, más centraba todo sentimiento espiritual en sí mismo. No negaba su propia espiritualidad, pero negaba cualquier espiritualidad a otros aspectos de la naturaleza.
Las grandes religiones occidentales que surgieron de este desarrollo representan a un Dios cuyo principal interés son los asuntos humanos. Sólo reconocen al hombre como poseedor de alma, lo cual equivale a asignarlo una posición única en el mundo.
El doble orden que surge de esta visión es la contraposición de lo espiritual contra lo material. Todo aquello a lo que se niega la espiritualidad se convierte en un orden inferior de cosas.

A pesar de todo, la persona religiosa no se ha olvidado de su relación con el mundo. El animismo no está del todo muerto, se ha transformado en la devoción al gran espíritu que impregna todas las cosas. La persona religiosa cree que el espíritu que le mueve es el que mueve al mundo.
Puesto que Dios es la providencia, la persona religiosa tiene fe, pero en este esquema hay también lugar para la voluntad del hombre. Esto crea un dilema: ¿Qué hacer cuando la voluntad personal entra en conflicto con la voluntad de Dios? Este problema nunca se le presentó al hombre de la Edad de Piedra. Para el hombre religioso se convirtió en una prueba de su espiritualidad.

El poder y el conocimiento del hombre se han incrementado enormemente. Pero en esa misma medida ha ido distanciándose cada vez más del orden natural. Escudriño los cielos descubriendo que Dios no estaba allí. Estudió su mente a través del psicoanálisis y no encontró huella de su supuesta espiritualidad. Nunca se le ocurrió mirar a su cuerpo en busca de ella, porque éste había sido reducido a un objeto material junto con el resto del orden natural. ¿A que conclusión podía llegar el hombre actual sino a la de que Dios había muerto? Fue una conclusión de la que se alegró, porque le liberaba del conflicto de voluntades y ahora la suya sería la suprema.

Desgraciadamente, el poder no distingue entre el bien y el mal y la voluntad sólo ve el “sí mismo”. Si el criterio de bien y mal reside en el hombre, entonces, para todos los fines prácticos, estamos sujetos al juicio de los hombres que ostentan el poder, ya que el suyo es el único criterio que cuenta.
Al depositar nuestra confianza en el conocimiento y en el poder, hemos traicionado nuestra fe. No tenemos fe en que apoyarnos. Podemos hablar de amor, pero el amor es un sentimiento que pertenece a la esfera del cuerpo, y en nuestra carrera por conseguir el poder y el control hemos perdido el contacto con nuestros cuerpos.

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