viernes, 9 de mayo de 2014

Las bases biológicas de la fe y la realidad, parte 8


La espiritualidad del cuerpo

El cerebro humano es único en el mundo animal. La capacidad del hombre para razonar y pensar en abstracto aún nos impone respeto. Parecería lógico, pues, que el hombre identificara su mente con Dios. El conocimiento fue tan importante para el desarrollo de la civilización, que parecía justificado negarle al cuerpo la igualdad con la mente. Ahora empezamos a descubrir que fue un grave error. El hombre es el único animal perfectamente equilibrado cuando está erecto, debido al desarrollo de los glúteos; de manera que las ventajas que se derivaron de ésta postura hay que acreditárselas, al menos en parte, al trasero. La mano del hombre no sólo se distingue por su pulgar oponible, sino que su sensibilidad y flexibilidad son también sorprendentes. Cuando vemos tocar a un buen pianista da la impresión de que sus manos tienen vida propia.

Hoy estamos viendo cómo surge un nuevo respeto hacia el cuerpo, alejándonos poco a poco de la vieja dicotomía que veía a la mente y al cuerpo como entidades separadas y diferentes. Los Griegos decían: una mente sana en un cuerpo sano. Por esa misma razón, a una mente embotada le acompañará un cuerpo embotado, mientras que a una mente animada le acompañará un cuerpo animado. La espiritualidad de una persona no es una cuestión únicamente de la mente sino de todo su ser. El sentimiento de espiritualidad, como cualquier otro sentimiento, es un fenómeno corporal.

No obstante, tenemos que reconocer que ideas y sentimientos no siempre coinciden, que mente y cuerpo no siempre van juntos en un nivel superficial. Una persona puede comprometer su mente consciente en una actividad sin involucrar a su cuerpo. Como también puede ejecutar un movimiento corporal sin que la mente consciente se de cuenta de ello. Sabemos que la mente consciente puede actuar directamente sobre el cuerpo y que el cuerpo puede influir en la mente. La reconciliación de estas dos versiones de la relación mente-cuerpo, la dualidad superficial la unidad subyacente, la consiguió Reich a través de un concepto dialéctico que explica tanto la antítesis como la unidad en todo fenómeno psicosomático. El siguiente diagrama muestra esta reconciliación:


En la superficie, la psique y el soma actúan el uno sobre el otro. Sin embargo, en un nivel más profundo, no hay ni psique ni soma, sino solamente un organismo unitario que en su núcleo tiene una fuente de energía biológica. El flujo de esta energía o excitación carga a ambos, psique y soma, cada uno a su manera. El soma responde a la excitación con alguna actividad o movimiento; la psique responde creando imágenes que pueden ser conscientes o inconscientes.
Es fácil ver lo que le sucedería a un individuo que no estuviera en contacto con los procesos energéticos de su cuerpo: dejaría de percatarse de la conexión entre el núcleo de su ser y la superficie. Representaré ese corte como un bloque situado en el punto donde diverge la corriente de excitación.



El bloque separa y aísla la esfera psíquica de la somática. El bloqueo crea una escisión en la unidad de la personalidad. Separa los fenómenos superficiales de sus raíces en las profundidades del organismo. Y en términos de experiencia, aísla al hombre del niño que fue otrora; es decir, coloca una barrera entre el presente y el pasado.

Esta escisión no se puede superar por el sólo conocimiento de los procesos energéticos del cuerpo. El conocimiento en sí mismo, es un fenómeno superficial que pertenece a la esfera del ego. Hay que sentir el flujo y notar el discurrir de la excitación dentro del cuerpo. Para conseguirlo hay que abandonar el rígido control del ego, de forma que las profundas sensaciones del cuerpo puedan llegar a la superficie. Todo esto parece más fácil de lo que es, porque ese control está ahí precisamente para evitar que eso ocurra. Ni el neurótico ni el esquizoide están preparados para dejar que la vida entre en funciones; le asustan enormemente las consecuencias en concreto, la sensación de desamparo que supone el abandonar el poder y el control.

Para abandonarse hay que tener fe, pero la fe es precisamente de lo que carecen estas personas. Ante la ausencia de fe hay que controlar. Recordemos que todo adulto a pasado antes por una fase de desamparo en su niñez y primera infancia. Si no se hubiera abusado de ese desamparo y si su supervivencia no hubiera estado amenazada, no habrían tenido que montar esa especie de control de ego que impide a la persona sentir las profundidades de su ser. Ahora bien, el vivir sólo en la superficie carece relativamente de significado, por lo cual todo el mundo quiere abrirse camino a través de la barrera. Si no encuentran otro camino, utilizarán el alcohol o las drogas para restablecer algún contacto, aunque sea momentáneo, con su ser interno.

Además del miedo a la indefensión hay otros temores que fortifican la barrera. La gente tiene miedo a sentir la profundidad de su tristeza, que en muchos casos roza la desesperación. Tienen miedo de su rabia reprimida y del pánico y el terror que han suprimido también. Estas emociones, agazapadas detrás de la barrera, acechan como demonios, y nos aterra enfrentarnos a ellas. El objeto de la terapia es ayudar al paciente a enfrentarse a estos terrores desconocidos y a darse cuenta de que no son tan amenazadores como parecen. En realidad siguen contemplándolos con ojos de niño.

Abandonar el control del ego significa ceder al cuerpo en su aspecto involuntario, significa dejar que el cuerpo tome las riendas. Pero eso es lo que el paciente es incapaz de hacer. Siente que el cuerpo le va a traicionar. No confía ni tiene fe en él, teme que si el cuerpo toma las riendas, mostrará su debilidad, demolerá sus ilusiones, revelará su tristeza y ventilará su furia. Y en efecto, eso es lo que hará; destruir las fachadas que la gente levanta para esconder su verdadero yo ante sí mismos y ante el mundo. Pero también abrirá una nueva profundidad a la existencia y añadirá una nueva riqueza a la vida al lado de la cual la riqueza mundana es una mera bagatela.
Esta riqueza es una plenitud de espíritu que sólo el cuerpo puede ofrecer. Este pensamiento es nuevo, pues estamos acostumbrados a pensar que el espíritu está separado del cuerpo. 

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