lunes, 2 de septiembre de 2013

Pedagogía del Oprimido, parte 6

Capítulo 3

Esencia del diálogo

Al intentar un adentramiento en el diálogo, como fenómeno humano, se nos revela la palabra: la palabra como algo más que un medio para que éste se produzca. Se impone entonces, buscar sus elementos constitutivos.
Hay en ella dos dimensiones -acción y reflexión- en tal forma solidarias que, sacrificada una de ellas, se resiente inmediatamente la otra.
 No hay palabra verdadera que no sea una unión inquebrantable entre acción y reflexión y, por ende, que no sea praxis. De ahí que decir la palabra verdadera sea transformar el mundo.

La palabra inauténtica, por otro lado, al privarse de la dimensión activa, sacrifica también automáticamente la reflexión, transformándose en palabrería, mero verbalismo. Es una palabra hueca de la cual no se puede esperar la denuncia del mundo, dado que no hay renuncia verdadera sin compromiso de transformación, ni compromiso sin acción.

Si, por el contrario, se hace exclusiva la acción con el sacrificio de la reflexión, la palabra se convierte en activismo. Este, que es acción por la acción, al minimizar la reflexión, niega también la praxis verdadera e imposibilita el diálogo.

Existir humanamente, es “pronunciar” el mundo, es transformarlo. El mundo pronunciado, a su vez, retorna problematizado a los sujetos pronunciantes, exigiendo de ellos un nuevo pronunciamiento.

Los hombres no se hacen en el silencio, sino en la palabra, en el trabajo, en la acción, en la reflexión.

Decir la palabra verdadera; que es trabajo, que es praxis, que es transformar el mundo; no es privilegio de algunos hombres, sino derecho de todos. Precisamente por esto, nadie puede decir la palabra verdadera solo, o decirla para los otros, en un acto de prescripción con el cual quita a los demás el derecho de decirla. Decir la palabra implica un encuentro de los hombres para la transformación del mundo.
El diálogo se impone como el camino mediante el cual los hombres ganan significación en cuanto tales.

Por esto, el diálogo es una exigencia existencial. No puede reducirse a un mero acto de depositar ideas de un sujeto a otro.
Tampoco es discusión guerrera, polémica entre dos sujetos que no aspiran a comprometerse con la pronunciación del mundo ni con la búsqueda de la verdad, sino que están interesados solamente en la imposición de su verdad.

Es así como no hay diálogo si no hay un profundo amor al mundo y a los hombres. No es posible la pronunciación del mundo, que es un acto de creación y recreación, si no existe amor que lo infunda. De ahí que sea, esencialmente, tarea de sujetos y que no pueda verificarse en la relación de dominación. En esta hay sadismo, en quien domina, masoquismo, en los dominados. El amor es un acto de valentía, nunca de temor; el amor es compromiso con los hombres. Dondequiera exista un hombre oprimido, el acto de amor radica en comprometerse con su causa. La causa de su liberación. Este compromiso, por su carácter amoroso, es dialógico.

Como acto de valentía, no puede ser identificado con un sentimentalismo ingenuo; como acto de libertad, no puede ser pretexto para la manipulación, sino que debe generar otros actos de libertad. Si no es así, no es amor.
Los verdaderos revolucionarios reconocen en la revolución un acto de amor, en tanto es un acto creador y humanizador.

“Déjeme decirle, a riesgo de parecer ridículo, que el verdadero revolucionario está guiado por grandes sentimientos de amor. Es imposible pensar en un revolucionario auténtico sin esta cualidad”.  Ernesto Guevara

Si no amo el mundo, si no amo la vida, si no amo a los hombres, no me es posible el diálogo.

No hay, por otro lado, diálogo si no hay humildad. La pronunciación del mundo no puede ser un acto arrogante.
¿Cómo puedo dialogar, si me admito como un hombre diferente, virtuoso por herencia, frente a los otros, meros objetos en quienes no reconozco otros “yo”?
¿Cómo puedo dialogar si me cierro a la contribución de los otros, la cual jamás reconozco y hasta me siento ofendido con ella?

La autosuficiencia es incompatible con el diálogo. Los hombres que carecen de humildad, o aquellos que la pierden, no pueden aproximarse al pueblo. No pueden ser sus compañeros de pronunciación del mundo. Si alguien no es capaz de servirse y saberse tan hombre como los otros, significa que le falta mucho por caminar, para llegar al lugar de encuentro. En este lugar no hay ignorantes absolutos ni sabios absolutos: hay hombres que, en comunicación, buscan saber más.

No hay diálogo, tampoco, si no existe una intensa fe en los hombres. Fe en su poder de hacer y rehacer. De crear y recrear. Fe en su vocación de ser más, que no es un privilegio de algunos elegidos sino derecho de los hombres.

El hombre dialógico tiene fe en los hombres antes de encontrarse frente a frente con ellos. Sabe, igualmente, que ellos pueden, enajenados en una situación concreta, tener el poder de crear disminuido. Esta posibilidad, sin embargo, en vez de matar en el hombre dialógico su fe en los hombres, se presenta ante el, por el contrario, como un desafío al cual debe responder. El poder de hacer y transformar puede renacer. Puede constituirse. No gratuitamente, sino mediante la lucha por la liberación. Con la instauración del trabajo libre y no esclavo, trabajo que otorgue la alegría de vivir.

Sin esta fe en los hombres, el diálogo es una farsa o, en la mejor de las hipótesis, se transforma en manipulación paternalista.

Sería una contradicción si, en tanto amoroso, humilde y lleno de fe, el diálogo no provocase este clima de confianza entre sus sujetos. Evidentemente, no existe esa confianza en la relación antidialógica de la concepción “bancaria” de la educación.

Si la fe en los hombres es un a priori del diálogo, la confianza se instaura en él. La confianza va haciendo que los sujetos dialógicos se vayan sintiendo cada vez más compañeros en su pronunciación del mundo. Decir una cosa y hacer otra, no tomando la palabra en serio, no puede ser estímulo a la confianza.

Hablar de democracia y callar al pueblo es una farsa. Hablar de humanismo y negar a los hombres es una mentira.

Tampoco hay diálogo sin esperanza. La esperanza está en la raíz de la inconclusión de los hombres, a partir de la cual se mueven éstos en permanente búsqueda. Búsqueda que, como ya señalamos, no puede darse en forma aislada, sino en una comunión con los demás hombres, por ello mismo, nada viable en la situación concreta de opresión.

La desesperanza es también una forma de silenciar, de negar el mundo, de huir de él. La deshumanización, que resulta del sistema actual, no puede ser razón para la pérdida de la esperanza, sino que, por el contrario, debe ser motivo de una mayor esperanza, la que conduce a la búsqueda incesante de la instauración de la humanidad negada en la injusticia.

Esperanza que no se manifiesta, sin embargo, en el gesto pasivo de quien cruza los brazos y espera. Me muevo en la esperanza en cuanto lucho y, si lucho con esperanza, espero.

Finalmente, no hay diálogo verdadero si no existe en sus sujetos un pensar verdadero. Pensar que percibe la realidad como un proceso, que la capta en constante devenir y no como algo estático.
Se opone al pensar ingenuo, que ve “el tiempo histórico como un peso”, de lo que resulta que el presente debe ser algo normalizado y bien adaptado. La meta es apegarse a ese espacio garantizado, ajustándose a él y al negar así la temporalidad, se niega a sí mismo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario