martes, 17 de septiembre de 2013

Pedagogía del Oprimido, parte 12

Capítulo IV

La antidialogicidad y la dialogicidad

Los hombres son seres de la praxis. Son seres del quehacer, y por ello diferentes de los animales, que son seres del mero hacer. Los hombres, como seres del quehacer “emergen” del mundo y objetivándolo pueden conocerlo y transformarlo con su trabajo.

Siendo transformación del mundo, todo hacer en el quehacer debe tener, necesariamente, una teoría que lo ilumine. El quehacer es teoría y práctica. Es reflexión y acción.

La transformación de las estructuras no puede tener en el liderazgo a los hombres del quehacer y en las masas oprimidas hombres reducidos al mero hacer.
El verdadero compromiso con ellos, que implica la transformación de la realidad en que se encuentran oprimidos, es su liberación.

El liderazgo no puede tomar a los oprimidos como simples ejecutores de sus determinaciones, como meros activistas a quienes se les niegue la reflexión sobre su propia acción.
Si el liderazgo niega la praxis verdadera a los oprimidos, niega consecuentemente la suya.

Para dominar, el dominador no tiene otro camino sino negar a las masas populares la praxis verdadera. Negarles el derecho a decir su palabra. De pensar correctamente. Las masas populares no deben “admirar” el mundo auténticamente; no pueden denunciarlo, cuestionarlo, transformarlo para lograr su humanización, sino adaptarse a la realidad que sirve al dominador.

Se impone, entonces, la dialogicidad entre el liderazgo revolucionario y las masas oprimidas, para que, durante el proceso de búsqueda de su liberación, reconozcan en la revolución el camino de la superación verdadera de la contradicción en que se encuentran.

La verdadera revolución debe instaurar, tarde o temprano, el diálogo valeroso con las masas. Su legitimidad radica en el diálogo con ellas, y no en el engaño y en la mentira.
La verdadera revolución no puede temer a las masas, a su expresividad, a su participación efectiva en el poder. No puede negarlas. No puede dejar de rendirles cuentas.
Nuestra convicción es aquella que dice que cuanto más pronto se inicie el diálogo, más revolucionario será.

No todos tenemos el valor necesario para enfrentarnos a este encuentro, y nos endurecemos en el desencuentro, a través del cual transformamos a los otros en meros objetos. Matamos la vida en lugar de alimentarnos de ella. En vez de buscarlo, huimos de ella.

Una auténtica revolución pretende transformar la realidad que propicia un estado de cosas que se caracteriza por mantener a los hombres en una condición deshumanizante.
Esta transformación no puede ser hecha por los que viven de dicha realidad, sino por los oprimidos, y con un liderazgo lúcido.

La transformación de la realidad no puede verificarse sin la profundización de la conciencia de los oprimidos en la acción revolucionaria.
Es precisamente cuando a las grandes mayorías se les prohíbe el derecho a participar como sujetos de la historia cuando se encuentran dominadas y alienadas.

Seremos verdaderamente críticos si vivimos la plenitud de la praxis. Vale decir: si nuestra acción entraña una reflexión crítica que, organizando cada vez más el pensamiento, nos lleve a superar un conocimiento estrictamente  ingenuo de la realidad.

Si el liderazgo revolucionario les niega a las masas el pensamiento crítico, se restringe a sí mismo en su pensamiento, o más propiamente dicho, en el hecho de pensar correctamente. Así, el liderazgo no puede pensar sin las masas, ni para ellas, sino con ellas.

El único modo correcto de pensar, desde el punto de vista de la dominación, es evitar que las masas piensen, vale decir: no pensar con ellas.
En todas las épocas los dominadores fueron siempre así, jamás permitieron a las masas pensar correctamente.
La clase opresora, al no poder pensar con las masas oprimidas, no puede permitir que estas piensen.

En tanto, en el proceso opresor, las élites viven de la “muerte en vida” de los oprimidos, autentificándose sólo en la relación vertical entre ellas; en el proceso revolucionario sólo existe un camino para la autentificación del liderazgo que emerge: “morir para renacer en a través de los oprimidos”.
Los hombres se liberan en comunión.

¿Puede tener algo mayor importancia que convivir con los oprimidos, con los desarrapados del mundo, con los “condenados de la tierra”?
El liderazgo revolucionario debe encontrar en esto no sólo su razón de ser, sino la razón de una sana alegría.
Si las élites opresoras se fecundan necrófilamente en el aplastamiento de los oprimidos, el liderazgo revolucionario sólo puede fecundarse a través de la comunión  con ellos.

El humanismo científico revolucionario no puede, en nombre de la revolución, tener el los oprimidos objetos pasivos útiles para un análisis cuyas conclusiones  prescriptivas deben seguir.
El liderazgo revolucionario científico-humanista, no puede absolutizar la ignorancia de las masas. No puede creer en ese mito.
Lo que debe hacer el liderazgo revolucionario es problematizar a los oprimidos, no sólo en éste, sino en todos los mitos utilizados por las élites opresoras para oprimir más y más.

Hay quienes piensan, quizás con buenas intenciones pero de forma equivocada, que por ser lento el proceso dialógico -lo cual no es verdad- se debe hacer la revolución sin comunicación, o sólo a través de los “comunicados”, para desarrollar posteriormente un amplio esfuerzo educativo. Agregan a esto que no es posible desarrollar un esfuerzo de educación liberadora antes de acceder al poder.

Existen algunos puntos fundamentales que es necesario analizar en las afirmaciones de quienes piensan de este modo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario