martes, 18 de junio de 2013

La Espiritualidad del Cuerpo, parte 10 (final)

Capitulo 12
La mente armónica


La relación de la mente con el cuerpo es compleja. La existencia  misma de la voluntad implica que una persona puede actuar en contra de los deseos de su cuerpo. La voluntad le permite al hombre ser creativo o destructivo, noble o innoble, divino o diabólico. Pero pese a que el hombre ha perdido la armonía desde hace mucho tiempo, no es una criatura perdida. Si esta comprometido con la verdad, la decencia, la dignidad y la sutileza, estará en condiciones de adquirir un alto grado de armonía, salud y espiritualidad.

Ningún niño elige perder su armonía, ni pierde su inocencia por un error de juicio. Lo que sucede es que al niño se le conduce, arrancándolo del estado de gloriosa inocencia, a la adquisición de una conciencia social. En el camino, sus padres y maestros les enseñan que es aceptable y que no lo es. Si las reglas no son impuestas de manera arbitraria o inflexible, no afectan seriamente a la personalidad del niño. La mayoría prefiere vivir y actuar de acuerdo con estas reglas aunque impliquen una pérdida de libertad.

En el nivel animal, la vida se vive con inconsciente integridad. Así también viven y funcionan los niños pequeños. Pero con el acondicionamiento social, el individuo ya no puede basarse en la integridad inconsciente para guiar sus actos. La integridad inconsciente debe ser complementada, en consecuencia, por la integridad consciente, es decir, por principios. Pero los principios que uno adopte para guiar su vida no deben violar la integridad inconsciente de su cuerpo, pues de lo contrario se verá inmerso en serios problemas.

Una persona armoniosa es una persona con principios; su conducta no está gobernada por la conveniencia. Se rige, en cambio, por un código de conducta derivado de un sentido interior de lo que está bien o mal. Elegimos la verdad porque promueve la integración del yo y el cuerpo, de la mente consciente y los impulsos inconscientes.
La capacidad de postergar la gratificación, o su corolario, la capacidad de tolerar el dolor o la frustración, es una función del yo. En el bebé, el yo no se ha desarrollado al punto de funcionar para contener sentimientos e impulsos. Este desarrollo tiene lugar en gran medida entre los tres y los seis años, cuando la personalidad queda fijada en la genitalidad. En el individuo narcisista, este desarrollo se ve interrumpido por el carácter incestuoso en la situación edípica, que lo fuerza a escindirse de su basa genital. Esa escisión, como hemos visto, quiebra la integridad de la personalidad y separa al yo de su base en el cuerpo. La contención se hace difícil, si no imposible, con la consecuencia de que no se pueden establecer principios.

Los principios tienen el efecto de aumentar el placer y la satisfacción en la vida por vía de restringir el impulso de encontrar la satisfacción inmediata. Como hemos visto en el caso del sexo, la satisfacción es mayor cuando todo el cuerpo o toda la persona es sexualmente excitada por otra. Contener la excitación inicial permite que la sensación se profundice. En su punto más profundo, interviene el corazón y la sensación se convierte en un sentimiento de amor. Esto significa que sentir amor por el compañero es esencial para lograr un desahogo orgásmico completo. Lo mismo ocurre con cualquier otra actividad. Sólo si uno pone el corazón al realizarla, la actividad en cuestión le producirá una sensación de total satisfacción y plenitud.

Pero los principios son importantes también en otro aspecto. Considérese el caso de un individuo locamente enamorado de la esposa de su amigo. Si piensa que tener contacto sexual con ella le causaría daño a su amigo, no podrá consumar la relación. El acto sexual en estas circunstancias no le brindaría placer. Bien podrían buscarse razones para justificar ese contacto sexual. Pero una persona con principios actuará de acuerdo con ellos; obrar de otra manera simplemente le haría sentirse mal. Se produciría una escisión en su personalidad, en la que una parte diría que sí y la otra que no. Como hemos visto, esta escisión destruye la integridad de la personalidad.
El gozo sexual sólo está al alcance de quienes están llenos de amor y comparten ese amor con su compañero.

En bioenergética, “integridad” es el término empleado para describir el flujo ininterrumpido de excitación en el cuerpo, de la cabeza a los pies y nuevamente hacia arriba. El principio de integridad se basa en sentirse “de una sola pieza”. Sin esa unidad, una persona no puede sentir la diferencia entre el bien y el mal, aunque pueda conocerla en un nivel consciente.
En algunos individuos, la pérdida de integridad es tan severa que su conducta ya no responde a ningún principio. A estos individuos se les describe en la literatura psiquiátrica. En su forma más extrema, este tipo de personalidad se caracteriza por una falta de conciencia que da lugar a una conducta designada como psicopática o sociopática. El psicótico no puede distinguir la verdad de la falsedad y es capaz de decir una mentira evidente creyendo que es verdad.

El narcisismo es la aflicción más común del hombre moderno. El individuo narcisista vive oculto tras una fachada destinada a procurarle aceptación y admiración, por un lado, y a compensar y negar sus sentimientos internos de inferioridad, inadecuación, tristeza y desolación, por otro.
En una cultura como la nuestra, orientada hacia valores del yo como el poder y el éxito, la mayoría de la gente contiene cierto grado de narcisismo en su personalidad. La verdadera cuestión, por lo tanto, radica en el grado en que uno está en contacto con sus sentimientos esenciales y con su cuerpo. Cuanto más en contacto estamos, más integridad tenemos.

De los comentarios anteriores se desprende que enseñar principios morales en un ámbito educacional resulta poco eficaz. Los principios deben estar basados en sentimientos que no pueden enseñarse. La enseñanza moral, incluso en el hogar, tiene valor tan sólo en la medida en que los propios padres sean ejemplo de estos principios y los apliquen en sus relaciones con los hijos. No podemos enseñar el amor, la honestidad, el respeto, la dignidad o ningún otra virtud por medio de palabras, y no del ejemplo. Y no podemos enseñar la integridad si pasamos por alto el hecho de que es un fenómeno corporal que se manifiesta en el modo de mantenerse de pie, moverse y conducirse.
Ninguna dosis de aleccionamiento hará que la gente que está ciega vea la verdad. Sería más acertado decir que ninguna cualidad de enseñanza bastará para que un individuo pueda sentir la bondad o la maldad de sus actos si su cuerpo carece de integridad debido a que está escindido por determinadas tensiones.

Si una meta fundamental en la vida es ser una persona amable y armoniosa, como creo, entonces ésa debería ser también la meta de nuestros programas educativos, y no la adquisición de conocimientos. El hecho de no vivir de acuerdo con principios éticos elevados implica la pérdida del mayor don que puede ofrecer la vida: la alegría.
Sin integridad, física y psicológica, el individuo no puede conocer el profundo placer y las buenas sensaciones que produce moverse con donaire, ni experimentar el éxtasis espiritual de ser una persona amable. Sin estas cualidades, por más poderoso o rico que sea, el individuo vivirá en una oscura prisión de temor, desconfianza y desamor.

Ninguno de nosotros puede confiar sólo en sus sentimientos, porque no podemos saber si una acción es buena o mala hasta después de haber ocurrido el hecho. Tampoco podemos confiar exclusivamente en la razón, ya que el diablo puede convencer tanto como Dios. La razón y el sentimiento deben unirse en principios que nos guíen en cuanto al modo correcto y sano de conducir nuestra vida.
Los seres humanos podemos emular el amor de Dios por el hombre a través del amor que nos demostramos unos a otros. Muchos místicos religiosos de diferentes creencias han escrito que Dios vive en el corazón humano. Cuando sentimos amor en nuestro corazón, estamos en comunión con Dios. Cuando demostramos ese amor, a menudo logramos conectar con nuestro prójimo. Una sonrisa gentil puede reconfortar el corazón de otra persona como un rayo de sol. Un acto gentil puede estimular el espíritu  y abrir el alma a la belleza de la vida. La persona gentil acepta a los demás, no por obligación sino por amor. Esto no significa que nunca se enfade, sin que su ira es como la de Dios, directa y de breve duración.

El alma es el nombre que le damos al sistema energético humano que anima a todo organismo. Si sentimos odio, el corazón se contrae y el alma se encoge. Si somos amables el corazón se expande y el alma se ensancha. El brillo de una sonrisa amistosa proviene de un corazón pleno de buenos sentimientos. No se puede ser amable y compulsivo al mismo tiempo. Una persona amable es lo bastante paciente como para establecer un vínculo sincero y cálido con todos aquellos con quienes tiene contacto.

La persona amable también tiene conciencia de la existencia de algo más grande y más poderoso que ella misma. Un orden superior. Sin esa fuerza, ¿qué existe que pueda frenar la egolatría y la codicia del hombre, que lo llevan a ver la Tierra y sus habitantes como cosas a ser explotadas en provecho de los deseos propios y las satisfacciones personales? Al entregarse a su codicia, el hombre destruye la tierra misma de la que depende su propia existencia.

La depresión se ha vuelto endémica, y muchos individuos han sentido la necesidad de recurrir a drogas de uno u otro tipo para seguir adelante.
En Occidente, la vida se ha secularizado en forma creciente. Lo sagrado se ha reducido hasta convertirse en un mero conjunto de creencias y símbolos. Y aún sostienen un considerable poder sobre las vidas de algunas personas. Las creencias y los símbolos son procesos mentales que no toman en cuenta al cuerpo. Desde la perspectiva del mundo occidental, el cuerpo cae en la categoría de lo seglar, lo profano y lo material. Ello refuerza la escisión entre mente y cuerpo, a la que ha señalado como un factor determinante de la angustia emocional del hombre.

Mi intención en este libro, ha sido mostrar que el cuerpo no es tan sólo un objeto material, fácil de comprender en términos puramente físicos. No, el cuerpo no es un vehículo del espíritu sino que es el espíritu hecho carne.
En mi opinión, es la mente, centrada en el conocimiento y la razón, la que es seglar, y el cuerpo el que es sagrado. Por muy bien que creamos explicar el funcionamiento del cuerpo, en la base de ese funcionamiento está el misterio del amor.

He descrito al organismo viviente como un estado de excitación contenida, y su corazón como centro. Esa excitación se eleva y rebasa la frontera del organismo cunado uno está enamorado, y en ese momento uno siente su conexión con el universo. El amor es el verdadero sentimiento espiritual. Confío en que la mayoría de mis lectores haya experimentado este sentimiento alguna vez en su vida. ¿Pero por qué sólo alguna vez? La sorprendente respuesta es que no nos amamos lo suficiente a nosotros mismos. Amarse a uno mismo no significa auto adoración, la cual equivale al narcisismo, un estado que carece de la excitación del amor. Amarse a uno mismo , es amar la vida y todas las cosas vivientes. Uno no puede amar plenamente a otro a menos que se ame a sí mismo. Sin amor por uno mismo, uno toma, pero no da nada.

Con amor por nosotros mismos, podemos alcanzar las tres formas de armonía que una vez definió Aldous Huxley: La armonía animal, es decir, la integridad mantenida por el pleno y libre flujo de excitación en el cuerpo; la armonía humana, por la vía de vivir según el principio “Se franco contigo mismo” y de extender este principio a nuestro prójimo a través de una conducta bondadosa, y armonía espiritual, por medio de la conexión con un orden superior. Sólo a través de la integración de la personalidad en estos tres niveles podemos alcanzar la trascendencia que denominamos “el estado de armonía”: en verdad, la espiritualidad del cuerpo.

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