jueves, 6 de noviembre de 2014

La Traición al cuerpo, parte 3

La realidad y el cuerpo

La persona experimenta la realidad del mundo sólo a través de su cuerpo. El ambiente externo le impresiona porque tropieza contra su cuerpo y afecta sus sentidos. A su vez, responde a esos estímulos actuando sobre el ambiente. Si el cuerpo carece relativamente de vida, las impresiones y respuestas de la persona disminuyen. Cuanto más vivo está el cuerpo, más vívidamente percibe la persona la realidad y más activamente responde frente a ella.

La vivacidad del cuerpo denota su capacidad de sentir. En ausencia de sentimiento, el cuerpo “muere” en lo que se refiere a su capacidad de impresionarse o de responder a situaciones. La persona emocionalmente muerta se vuelca hacia adentro, y comienza a reemplazar el sentimiento y la acción con pensamientos y fantasías. Se puede decir que compensa la pérdida de realidad con imágenes.
Su exagerada actividad mental sustituye lo que debería ser el contacto con el mundo real, y puede crearle una falsa impresión de vivacidad. Tanta actividad mental provoca mortandad emocional que se manifiesta físicamente. Su cuerpo tiene un aspecto de “muerto” o carente de vida.

Cuando ponemos demasiado acento en el papel de la imagen nos enceguecemos a la realidad de lo que es la vida y los sentimientos del cuerpo.
Es el cuerpo el que se derrite de amor, se paraliza de miedo, tiembla de indignación y busca la calidez del contacto. Basada en la realidad del sentimiento corporal, la identidad posee substancia y estructura. Quitada de esa realidad, la identidad se convierte en un artefacto social, un esqueleto sin carne. Entonces, cuando la persona pierde contacto con su físico, se desdibuja la realidad.

La vivacidad de un cuerpo es una función de su metabolismo y motilidad. El metabolismo provee la energía que se traduce en movimiento. Así, toda disminución de la motilidad del cuerpo afecta su metabolismo. Esto es debido a que la motilidad produce un efecto directo sobre la respiración. Por regla general, cuanto más uno se mueve, más respira. Cuando se reduce la motilidad, disminuye la inspiración de oxigeno, y los fuegos metabólicos arden con menos intensidad.
Un cuerpo activo se caracteriza por su espontaneidad y su respiración plena, fácil.

El niño conoce la íntima relación que existe entre respiración, movimiento y sensación, pero el adulto en general no la toma en cuenta. Los chicos aprenden  que conteniendo la respiración se interrumpen ciertas sensaciones y sentimientos desagradables. Tensan el vientre e inmovilizan el diafragma para reducir la ansiedad. Se quedan acostados sin moverse para no sentir miedo. “Aíslan” su cuerpo para no sentir dolor. En pocas palabras, cuando la realidad se les vuelve intolerable, se encierran en un mundo de imágenes, donde su ego los compensa por la falta de sensación corporal brindándoles una vida de fantasía más activa.
El adulto, cuya conducta se rige por la imagen, ha reprimido el recuerdo de las experiencias que lo obligaron a “aislar” su cuerpo y abandonar la realidad.

La formación de la imagen es una función del ego. El ego, según Sigmund Freud, es primero un ego corporal. Sin embargo, a medida que se desarrolla (y en la sociedad actual), se va convirtiendo en opuesto al cuerpo; es decir, que establece valores en aparente oposición a los del cuerpo.
En el plano físico, el individuo es un animal egoísta, orientado hacia el placer y la satisfacción de sus necesidades. En el plano del ego, es un ser racional y creativo, una criatura social cuyas actividades se dirigen a alcanzar el poder y transformar su entorno.
Normalmente, el ego y el cuerpo forman un equipo de trabajo muy unido. En la persona sana, el ego funciona para aumentar el principio del placer del cuerpo. En la persona que padece trastornos emocionales, el ego domina al cuerpo y establece que sus valores son superiores a los del cuerpo, con lo cual lo que hace es dividir la unidad del organismo, transformar el equipo de trabajo en un conflicto abierto.

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