lunes, 31 de marzo de 2014

Encuentro con la Sombra, parte 56


43. ASUMIR EL YO
ENAJENADO
Nathaniel Branden

Es psicólogo y ejerce en la ciudad de Los Angeles. Entre sus libros cabe destacar The Disowned Yo; Honoring the Yo; How to Raise Your Yo-Esteem y The Psychology qf Romantic Love.

¿Cómo puede una persona desconectarse de tal manera de su propia experiencia emocional que llegue a ser incapaz de sentir el significado de las cosas?
Comencemos diciendo que la mayoría de los padres enseñan a sus hijos a reprimir los sentimientos. Veamos algunos ejemplos: cuando un niño tropieza y se queja su padre suele reprenderle ásperamente con el argumento de que «los hombres no lloran»; cuando una niña odia a su hermano o siente rechazo por algún pariente mayor su madre suele decirle: “Odiar es algo terrible. En realidad tú no sientes odio»; cuando un niño entra corriendo en casa, pletórico de entusiasmo y alegría, suele encontrarse con un padre enojado que le recrimina con acritud: «¿Qué te ocurre? ¿Por qué haces tanto ruido?» Los padres emocionalmente distantes e inhibidos suelen criar hijos igualmente distantes e inhibidos. Y ello no sólo a consecuencia de sus
manifestaciones verbales abiertas sino también mediante el ejemplo tácito que les ofrecen ya que con su propia conducta están enseñando a su hijo lo que es «correcto», «apropiado», «socialmente aceptable», etcétera.

En especial, resulta particularmente nefasta la influencia de aquellos padres que tratan de inculcar a sus hijos una determinada enseñanza religiosa porque suelen inducirles conceptos tan erróneos y perniciosos como que hay «malos pensamientos», «malas emociones», etcétera, imbuyéndoles así de un miedo moral hacia su propia vida interior.
De este modo, un niño puede verse abocado a concluir que sus sentimientos son potencialmente peligrosos que, en ocasiones, es aconsejable negarlos y, en fin, que de un modo u otro, debe «controlarlos».
Pero para «controlar» sus sentimientos el niño debe enajenarlos, es decir, dejar de experimentarlos. Las emociones son experiencias psicosomáticas, experiencias que se manifiestan simultáneamente a nivel mental y a nivel físico y, por tanto, el intento de «controlar» las emociones también debe tener lugar a esos dos niveles. En consecuencia, en el nivel psicológico el niño deja de reconocer -es decir, deja de ser consciente de los sentimientos indeseables separando su conciencia de ellos mientras que en el nivel físico, por su parte, debe tensar muscularmente su cuerpo para anestesiarlo parcialmente e insensibilizarse con respecto a sus propios estados internos (como ocurre, por ejemplo, en el caso de los niños que tensan los músculos de su rostro y de su pecho para contener su respiración y tratar de ignorar y reprimir, de ese modo, el daño que siente). Es innecesario decir que este proceso no parte de una decisión consciente y calculada sino que se origina en una determinación subconsciente. Ello no impide, sin embargo, que de ese modo el niño inicie el proceso de enajenación mediante el cual aprende a negar sus sentimientos, invalidar sus juicios y valoraciones, rechazar su propia experiencia y despojarse de determinados aspectos de su personalidad. Debemos señalar, no obstante, que no nos estamos refiriendo aquí al aprendizaje de la regulación racional de nuestro comportamiento -que constituye un tema completamente diferente- sino tan sólo a la censura y negación de la experiencia interna. Hecha esta salvedad podemos seguir con la historia del desarrollo de la represión emocional.

Los primeros años de la vida de la mayoría de los niños encierran muchas experiencias terribles y dolorosas.
Quizás sus padres nunca atiendan a su necesidad de ser tocado, abrazado y acariciado; tal vez le griten constantemente o bien se griten entre sí; quizás utilicen deliberadamente el miedo y la culpabilidad como una forma de control; es posible que oscilen entre la sobreprotección y negligencia; quizás le mientan o se burlen de él; puede que se muestren negligentes o indiferentes; quizás le critiquen y le reprendan de continuo; tal vez le desconcierten con normas confusas y contradictorias; es posible que le abrumen con expectativas y exigencias que no tienen en cuenta sus aptitudes, necesidades e intereses; quizás, en fin, le sometan a malos tratos físicos o descalifiquen todos sus esfuerzos por expresar su espontaneidad y su asertividad.
El niño carece del adecuado conocimiento intelectual necesario para reconocer sus necesidades o comprender la conducta de sus padres. Pero lo cierto es que, en ocasiones, el miedo y el sufrimiento pueden desbordarle e incapacitarle. En consecuencia, cuando el contacto con sus emociones deviene intolerable si el niño quiere sobrevivir se ve abocado inexorablemente a protegerse desconectándose de sus emociones. Para ello debe negar sus sentimientos y congelar en su cuerpo -mediante la tensión muscular y fisiológica- todo el miedo y el sufrimiento que no puede experimentar, expresar y descargar. De ese modo, sin embargo, se inicia una pauta de conducta que tenderá a repetirse cada vez que se sienta amenazado por algún sentimiento que no desee experimentar.

Pero la represión no se limita tan sólo a los sentimientos negativos sino que se va generalizando progresivamente hasta llegar a comprometer a toda la vida emocional. La represión de las emociones se rige por el mismo principio que la anestesia quirúrgica, el bloqueo de la sensibilidad, un bloqueo que no sólo anula la capacidad de sentir dolor sino que también elimina la capacidad de experimentar placer.
Debemos reconocer, sin embargo, que la represión emocional es una cuestión de grado y que, por tanto, es más profunda y completa en unos individuos que en otros. Lo cierto, en cualquier caso, es que la represión reduce tanto nuestra capacidad de experimentar placer como nuestra capacidad de experimentar dolor.
No resultará difícil, por tanto, admitir que todos los seres humanos arrastran el peso de una enorme cantidad de sufrimiento inconsciente sin descargar, un sufrimiento que no se origina solamente en el presente sino que se remonta a los primeros años de nuestra vida.

Una tarde estaba hablando con unos colegas sobre este tema cuando un joven psiquiatra me dijo que creía que estaba exagerando la magnitud del problema. Le pedí, entonces, que participara en una demostración. Se trataba de una persona inteligente aunque algo tímida ya que hablaba en voz muy queda, casi con reticencia, como si dudara de que los presentes estuviéramos realmente interesados en conocer su opinión. Respondió que no tenía ningún inconveniente en colaborar pero me advirtió también que si pretendía examinar su infancia quizás no fuera un buen sujeto para mi experimento. En su opinión, aunque mi tesis fuera correcta a nivel general, me dijo que tal vez convendría buscar otro voluntario ya que temía que me llevara la lamentable sorpresa de ver mis expectativas frustradas porque sus padres siempre se habían mostrado muy receptivos a sus necesidades y había tenido la suerte de gozar de una niñez extraordinariamente dichosa. A pesar de todo, sin embargo, le invité a proseguir.
Le expliqué entonces que íbamos a realizar un ejercicio que había diseñado para trabajar en terapia con mis clientes. Le pedí que se sentara cómodamente en la silla, apoyara los brazos, cerrara los ojos y relajara su
cuerpo.

«Ahora -continué- quiero que imagines la siguiente escena: Estás agonizando en la cama de un hospital.
Tienes tu edad actual. No padeces ningún dolor físico pero eres muy consciente, sin embargo, de que dentro de muy pocas horas tu vida habrá concluido. Imagina que tu madre se halla de pie al borde de tu cama.
Observa su rostro. ¡Hay tantas cosas por decir!  Date cuenta de todo lo que habéis callado, de todo lo que jamás os habéis dicho, de todos los pensamientos y sentimientos que nunca habéis compartido. Esta es la
mejor ocasión de tu vida para comprender a tu madre y para que ella escuche lo que tengas que decirle.
¡Háblale! ¡Díselo!».
A medida que hablaba las manos del joven iban crispándose, su rostro enrojeció y podía percibirse claramente la tensión muscular de su frente y el anillo muscular que rodeaba sus ojos con el que parecía tratar de reprimir el llanto. Cuando por fin habló su voz sonaba más infantil que antes. Entonces dijo entre gemidos: «¿Por qué no me escuchas? ¿Por qué no me escuchas nunca cuando te hablo?»
En ese momento interrumpí el trabajo porque no quise invadir su intimidad aunque era evidente que tenía muchas cosas más que decir. No era el momento de hacer psicoterapia ni tampoco me había invitado a ello pero hubiera sido muy interesante señalarle la posible relación existente entre la frustración de su necesidad infantil de ser escuchado y su carácter cauteloso y reservado. Al cabo de un rato abrió los ojos, sacudió la cabeza con expresión atónita y un tanto azorada y me dirigió una mirada de aprobación.

Señalemos, de paso, que el desarrollo completo de esta técnica exige la confrontación imaginaria con ambo padres. A ello se le añade, en ocasiones, la necesidad de imaginar la presencia de una madre o de un padre ideal -distintos a los padres reales- y preguntarle lo que uno desee, lo cual puede resultar muy útil para que las personas establezcan contacto con las necesidades frustradas de su infancia, aquellas que fueron negadas y reprimidas. Por lo general, el ejercicio se realiza acostado sobre el suelo porque parece demostrado que en esa posición de indefensión física las defensas psicológicas también tienden a debilitarse.
Volviendo al caso del joven psiquiatra que acabamos de mencionar quisiera llamar la atención sobre el hecho de que en ningún momento he creído que mintiera sobre su niñez ya que no me cabe la menor duda de que cuando hablaba de su feliz infancia era totalmente sincero. Pero también es cierto que, al reprimir el sufrimiento de su infancia, también se estaba despojando de algunas de sus necesidades legítimas, de sentimientos importantes, es decir, que estaba enajenándose de una parte de sí mismo. Es muy posible que esa situación no sólo fuera la responsable de su menoscabo emocional sino también de su relativo deterioro intelectual ya que cualquier intento para tratar de relacionar su presente con su pasado, o de comprender la reticencia de su personalidad hubiera sido distorsionada por juicios equivocados, los cuales, a su vez, dificultan necesariamente sus relaciones personales actuales.

Cuando una persona reprime los recuerdos, las valoraciones, los sentimientos, las frustraciones, los anhelos y las necesidades de su infancia, se está cerrando, al mismo tiempo, el acceso a datos cruciales. En esas condiciones, cuando intenta pensar sobre su vida y sus problemas se ve obligado a debatirse en la oscuridad porque ha perdido ciertos ítems claves. Por otra parte, la necesidad de proyectar su represión, de mantener sus defensas, contribuye también a mantener su mente a salvo de las irrupciones «peligrosas» de pensamientos que pudieran fomentar o reactivar el temido material sumergido. En esta situación es inevitable la presencia de mecanismos de defensa tales como la distorsión y la racionalización.
A veces los clientes muestran una considerable resistencia a entrar completamente en este ejercicio. Sin embargo, la resistencia concreta que presenta un determinado cliente puede resultar muy ilustrativa a este
respecto.
Recuerdo cierta ocasión en que me invitaron a presentar esta técnica en una sesión de terapia grupal dirigida por un colega. Al comienzo la mujer con quien estaba trabajando se dirigió a su padre con una voz impersonal y distante y parecía bastante ajena al significado emocional de sus palabras.
Sin embargo, a medida en que iba haciéndole preguntas tales como «¿Qué siente una niña de cinco años cuando su padre la maltrata de ese modo?» sus defensas comenzaron a disolverse y se zambullía cada vez más profundamente en sus emociones hasta que rompió a llorar con el rostro embargado por el dolor y el sufrimiento. Sin embargo, en el momento en que parecía estar a punto de entregarse por completo se asustó de lo que estaba experimentando, retornó bruscamente al tono impersonal y dijo, como reprochándose a sí misma: «Es inútil que te culpe, tú no puedes ayudarme, tú tienes tus propios problemas y no sabes cómo manejar a los niños». Cuando le aclaré que no se trataba de «culpar» a nadie, que lo único que nos interesaba era saber lo que había sucedido y lo que ella sentía al respecto, se sintió nuevamente segura y volvió a establecer contacto con sus emociones. Entonces volvió a hablar de lo que había ocurrido y de lo que ella había sentido. Pero siempre que parecía estar a punto de estallar de rabia se activaba algún mecanismo de censura, reaparecía la voz impersonal y daba «excusas» para justificar el trato que había recibido. Era evidente que todavía no se hallaba en condiciones de renunciar a todas sus defensas.

El hecho de permitirse experimentar plenamente todo su odio resultaba insoportablemente peligroso y la hubiera hecho sentirse culpable de albergar esa rabia contra sus padres. Por otra parte, es muy posible que temiera que si sus padres hubieran conocido sus sentimientos los hubiera perdido para siempre. Por último, si se hubiera permitido experimentar plenamente sus emociones hubiera debido también afrontar todo el sufrimiento y frustración que esconden, cosa que no parecía estar dispuesta a afrontar. Para ello no sólo hay que estar dispuesto a soportar el dolor y el sufrimiento sino que también hay que asumir la soledad, la cruda realidad de que la niña pequeña que una vez fue, no tuvo -y ya no tendrá jamás- los padres que necesitaba y
hubiera deseado.

Recuerdo otro caso en el que uno de mis clientes comenzó a hacer gala de una elocuencia de la que hasta ese momento parecía carecer. El hecho ocurrió un mes después de que mi cliente -un hombre de unos veinticinco años- entrara en terapia de grupo. Se trataba de una de las personas más tensas y bloqueadas físicamente con las que había trabajado. Se lamentaba de su total incapacidad para sentir y saber lo que quería de la vida, que ignoraba hacia donde debía encaminar sus pasos. Me dijo que no podía llorar. Comenzó hablando, con una voz tímida y suave, del miedo que tenía a la frialdad y severidad de su padre. Entonces le insinué que, en ocasiones, los niños también podían odiar a un padre que les tratara con crueldad. En ese momento, todo su cuerpo se estremeció y gritó: «¡No quiero hablar de eso!» «¿Qué ocurriría -le pregunté- si le hablaras de tu enojo?» Las lágrimas rodaron entonces espontáneamente por sus mejillas y chilló: «¡Le tengo miedo! ¡Tengo miedo de lo que podría hacerme! ¡Me mataría!»
Su padre había fallecido veinte años atrás, cuando mi cliente tendría unos seis años de edad.
En las semanas siguientes no le pedí que volviera a repetir este ejercicio y me limité a dejarle que observara el trabajo que realizábamos con el resto del grupo. Sin embargo, cada vez que veía que uno de sus compañeros afrontaba las experiencias traumáticas de su infancia nuestro sujeto prorrumpía en llantos. Poco a poco fue recordando su infancia y comenzó a hablar de ella con cierta implicación emocional. A medida que transcurría el tiempo podía apreciarse que sus tensiones musculares iban desapareciendo, que su cuerpo se relajaba y que iba recuperando lentamente su capacidad de sentir. De esta manera, en la medida en la que se permitía experimentar sus necesidades y frustraciones -previamente enajenadas- fue descubriendo en su interior deseos, respuestas y aspiraciones ignoradas hasta que, al cabo de unos meses, renació en él el interés - largamente reprimido hasta entonces- de dedicarse a una determinada profesión.

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