viernes, 21 de marzo de 2014

Encuentro con la Sombra, parte 52


40. CÓMO APRENDER
A RELACIONARNOS
CON EL MAL
Liliane Frey-Rohn

Decana de la escuela de analistas de Zurich, Suiza, fue íntima colaboradora de Jung y es autora de numerosos textos sobre el tema del mal. Entre otros, ha escrito los siguientes libros: Friedrich Nietzsche: A Psichologycal Interpretation of His Life and Work y From Freud to Jung: A Comparative Study of the
Psychology of the Unconscious.

Cuando un ser humano se enfrenta al mal es posible que se manifiesten sus virtudes más elevadas. Pero, aunque sea posible transformar la maldad en bondad, no debemos olvidar, no obstante, que se trata tan sólo de una posibilidad. El problema fundamental de cualquier psicología del mal consiste en aprender a relacionarnos con ese adversario -con este oponente numinoso y peligroso- que se oculta en las profundidades nuestro psiquismo sin que termine destruyéndonos.

Podríamos, por ejemplo, trazar un círculo alrededor del mal y afirmar que debe ser sublimado o reprimido o, como sugería Nietzsche, podríamos aliarnos a él -a la otra cara de la moral- y tratar de actualizar en nuestra
experiencia la ciega voluntad de vivir. Ambas tentativas, no obstante, apuntan hacia objetivos claramente diferentes. El psicólogo que emplea el primer método pretende neutralizar el mal reconciliando al individuo con la moral colectiva o poniendo límites a sus propios deseos. En sus últimos escritos, Freud destacó el efecto curativo de una «educación para la realidad» y del adiestramiento del intelecto, e intentó alcanzar ambos objetivos fortaleciendo al Logos ante los poderes de Ananke (el ominoso destino). Nietzsche, por su
parte, a diferencia de la actitud pesimista de Freud, asumió la postura representada por el segundo de los métodos mencionados y defendió la afirmación dionisíaca del mundo, el amor fati , y proclamó las virtudes del superhombre y del infrahombre. Ambas posturas, sin embargo, son unilaterales y terminan conduciendo a una disociación entre la bondad consciente y la maldad inconsciente ya que, como intentaremos demostrar,
tanto «la bondad excesiva» -que fortalece la maldad interna- como «la falta de moral» terminan provocando una disociación entre el bien y el mal.

Quisiera resaltar a este respecto que William James llegó a la conclusión de que la salud espiritual constituye un elemento fundamental para que la personalidad humana alcance una totalidad armónica. Pero la personalidad religiosa estable no descansa en la perfección moral sino en la aceptación de nuestras actitudes reprimidas. Para James, el secreto de la conquista del bien y el mal consiste en la aceptación incondicional de los dictados de nuestro Yo inconsciente. En este sentido, si bien no desestimó el riesgo de quedar a merced de la voz interna -ya que jamás podremos estar seguros de si se trata de una voz divina o diabolica- mantuvo que el único camino de salvación consiste en la entrega del individuo a la dimensión transpersonal e inconsciente.

No obstante, como señala Jung, la relación con el mal constituye una empresa individual que sólo podemos describir muy vagamente. La experiencia nos demuestra de continuo que el individuo no tiene ninguna
garantía de poder superar este reto ni tampoco existe ningún criterio objetivo para saber lo que es «correcto» en cada situación ya que la experiencia de la sombra arquetípica nos enfrenta a lo absolutamente «desconocido» y, por consiguiente, nos expone a peligros imprevisibles. Se trata de un acontecimiento similar al de experimentar en todo su esplendor la misma imagen de Dios -la bondad y la maldad absolutas- una experiencia que puede transformar por completo la personalidad de un ser humano (tanto su ego como su sombra).

Llegar a un acuerdo con el inconsciente siempre entraña el riesgo de conceder demasiada credibilidad al Diablo. No olvidemos que el hecho de enfrentarnos con un arquetipo puede llevarnos al error y a la corrupción con la misma frecuencia que a la guía y la verdad. No debemos equiparar de golpe los mensajes del inconsciente con la voz de Dios y siempre es necesario cuestionar si los mensajes provienen de Dios o del Diablo. Debemos, pues, tener bien presente que este encuentro con el inconsciente puede contribuir tanto a disgregar nuestra personalidad como a guiarnos por el camino de la sabiduría. Por consiguiente, la fe ciega y la entrega a los poderes del inconsciente no es más satisfactoria que la obstinada resistencia a lo «desconocido» porque la confianza desmedida puede ser una actitud ingenua e infantil y la resistencia crítica puede ser una medida de autoprotección. Con ello estamos diciendo que el problema de la «dosis» no sólo es importante en el ejercicio de la medicina sino que también afecta al campo de la psicología.

Todo depende, a fin de cuentas, de «cómo» nos relacionemos con el adversario. Una aproximación demasiado estrecha a lo numinoso -sin importar que se nos aparezca como bueno o malo- acarrea inevitablemente el peligro de inflación del ego y de vernos desbordados por los poderes de la luz o de la oscuridad.
El Elixir del Diablo de E. T. A. Hofmann nos muestra claramente el peligro de ser superados por lo demoníaco. En esta novela E. T. A. Hofmann describe la forma en que el monje Medardus es poseído por «la personalidad maná» de San Antonio y termina siendo víctima del Anticristo. Embriagado por su propia
elocuencia y seducido por el deseo de poder, Medardus cae en la tentación de tomar un trago del elixir del Diablo. Tras beber la pócima, Medardus descubre el secreto de la eterna juventud pero, al mismo tiempo, cae presa del poder del Diablo. Su anhelo de amor y las cosas de este mundo le cegaron y arrastraron a la destrucción y como resultado de este escarceo con el lado oscuro de su personalidad su alma terminó escindiéndose en dos entidades autónomas: el alma corporal y el alma espiritual. Hofmann prosigue su relato
exponiendo lo que él denomina «doble», es decir, aquella parte del alma que si bien se halla disociada del ego sigue siendo, sin embargo, su más inseparable compañera. Igualmente persuasivo es el método que propone para reunir de nuevo las dos partes disociadas del alma. Para ello, Medardus comienza regresando nuevamente a la soledad del monasterio. Allí, la penitencia, la comprensión y el arrepentimiento clarifican las tinieblas de sus sentidos y, por vez primera, alcanza la paz y se libera de sus compulsivos impulsos comprendiendo que la naturaleza de la bondad moral depende del mal. Esta relativización del bien y el mal - que depende de la aceptación de su violento adversario- también supuso un cambio en su conciencia cristiana.

El alma corporal sólo logra entender muy lentamente lo que el alma espiritual sabe desde siempre, de modo que el problema surge nuevamente con renovado brío. Medardus, como Fausto, sólo puede hallar la tan ansiada reconciliación entre el espíritu y la naturaleza -que se experimenta como el esplendor puro del amor eterno- en esa zona crepuscular que se halla entre la vida y la muerte.

Quisiera ahora prestar atención a uno de los problemas más importantes que pueden aparecer en nuestra relación con la sombra -sea individual o arquetípica-. Como Jung subrayaba con frecuencia, la sombra «es el problema moral por excelencia», una realidad que nos obliga a realizar un esfuerzo supremo de conciencia.
La estabilidad de la vida individual y colectiva dependen, en gran medida, de nuestra toma de conciencia de la sombra. Ser consciente del mal supone estar cuidadosamente atentos a lo que hacemos y a lo que nos ocurre.
En uno de los evangelios apócrifos, Jesús se dirige a un judío que estaba trabajando en sábado diciéndole:
«Bendito seas si sabes lo que estás haciendo pero si lo ignoras estás transgrediendo la ley y tu actividad será maldita».
Tomar conciencia de la sombra parece una tarea relativamente sencilla pero, en realidad, constituye un reto moral extraordinariamente difícil de llevar a cabo. Para ello, debemos comenzar tomando conciencia de nuestra maldad individual, es decir, de aquellos valores negativos que el ego ha rechazado, y de nuestras aspiraciones conscientes al bien. En otras palabras, debemos hacer conscientes nuestros conflictos inconscientes, lo cual significa 1) sustituir nuestra visión moral previa -basada en la tradición- por la reflexión
subjetiva, 2) aceptar que los derechos de los demás son tan legítimos como los del ego y 3) conceder el mismo valor a los derechos del instinto que a los de la razón.

La toma de conciencia de nuestros conflictos siempre se experimenta como un enfrentamiento entre impulsos irreconciliables, como una especie de guerra civil interna. El conflicto consciente entre el bien y el mal se convierte en una disociación inconsciente. En consecuencia, la regulación instintiva inconsciente es suplementada por el control consciente. De este modo, llegamos a ser capaces a reconocer con más exactitud las consecuencias de nuestras acciones sobre los demás, a estimar las proyecciones de nuestra sombra y, quizás, incluso, a disiparlas. Finalmente, nos vemos obligados a revisar nuestras opiniones sobre el bien y sobre el mal y comprender que el secreto para lograr un mayor ajuste con la realidad suele depender de nuestra capacidad para renunciar a «nuestro deseo de ser buenos» y de aceptar que la maldad también tiene derecho a vivir. Como señala Jung «las desventajas del bien menor» son equilibradas con «las ventajas del mal menor».?

Contrariamente a la opinión generalizada de que la conciencia de la sombra atrae y acentúa el mal frecuentemente nos encontramos con que ocurre exactamente lo contrario.
El conocimiento de nuestra sombra personal constituye el requisito fundamental de cualquier acción responsable y, consecuentemente, resulta imprescindible para tratar de atenuar la oscuridad moral del mundo.
Lo que estamos diciendo no sólo es aplicable a la sombra personal sino que también es extensible a la sombra colectiva, a la figura arquetípica del adversario que sirve para equilibrar el consenso colectivo de un determinado momento histórico. Así pues, la toma de conciencia de la sombra arquetípica no sólo resulta primordial para la realización del individuo sino que constituye un elemento fundamental para la transformación de los impulsos colectivos de los que depende la conservación de la vida individual y grupal.
El individuo no puede desvincularse por completo de la vida social y la responsabilidad hacia uno mismo siempre implica la responsabilidad hacia la totalidad. Podríamos afirmar incluso que, en la medida que el individuo sea más consciente, la sociedad se beneficiará porque la reconciliación con nuestro adversario arquetípico nos sensibiliza a los problemas de la moral colectiva y nos permite anticiparnos a los nuevos valores emergentes.

Pero no basta con tomar conciencia del conflicto moral porque la relación con la sombra nos obliga a elegir entre dos opuestos mutuamente excluyentes y a reconocerlos en nuestra vida consciente. Para resolver este problema el individuo dispone de tres métodos diferentes: renunciar a un aspecto en favor del otro; abstenerse de los dos o buscar una solución satisfactoria para ambas facetas. Las dos primeras alternativas no precisan mayor discusión, la tercera, por su parte, parece imposible. Si la lógica nos enseña que tertium non datur ¿cómo podemos reconciliar dos opuestos tan dispares como el bien y el mal? La única forma posible de reconciliar los opuestos consiste en «trascenderlos», es decir, en llevar el problema a un nivel superior en el que las contradicciones puedan resolverse. En este sentido, si una persona, por ejemplo, consigue desidentificarse de los opuestos podrá verificar que la misma naturaleza interviene para ayudarle. Todo depende, en última instancia, de nuestra actitud personal. Cuanto más nos liberemos de los principios rígidos e inmutables y cuanto más dispuestos nos hallemos a sacrificar la voluntad del ego, más oportunidades tendremos de vernos conmovidos por algo superior al ego. Entonces experimentaremos una especie de liberación interna, un estado que se halla -por utilizar la expresión nietzscheana- «más allá del bien y del mal».

En términos psicológicos podríamos decir que la renuncia a la voluntad egoica intensifica la energía de nuestro inconsciente y reactiva todos sus símbolos. En términos religiosos diríamos que se trata de una crucifixión -a la que sigue una resurrección- en la que la voluntad del ego se unifica con la voluntad de Dios ya que, desde cierto punto de vista, el sacrificio voluntario es la condición sine qua non de la salvación. Al mismo tiempo también tiene lugar una transformación paralela en los símbolos del bien y del mal en la que el bien pierde algo de su bondad y el mal algo de su maldad. De este modo, en la medida en que crece la «luz» de la conciencia se disipan también las tinieblas que oscurecen el alma. Entonces aparecen nuevos símbolos que expresan la reconciliación de los opuestos como, por ejemplo, los símbolos de la cruz, del Tai-chi-tu y de la Flor de Oro cuya emergencia aporta al individuo una nueva comprensión del conflicto, una neutralización de los opuestos y una transformación de la imagen de Dios que siempre tienen un efecto liberador sobre el alma y que transfigura completamente nuestra personalidad consciente y la personalidad de nuestra sombra.

El mal -ya sea una enfermedad, un desorden externo, la pérdida del sentido de la vida o un impulso inmoral constituye un poderoso factor curativo que nos ayuda a reconciliar nuestra individualidad con el núcleo central de nuestro ser, el Yo, la imagen de la Divinidad. Quien logre esta reconciliación no sólo se abrirá a lo creativo sino que también experimentará la tensión entre los opuestos de un modo nuevo y más positivo, recuperando, al mismo tiempo, su capacidad de decisión y de acción.

Aplícate tu propio bálsamo.
Proclama por doquier tu enfermedad.
Eso te restablecerá.
Cuanto más emplees este tratamiento
más digno y más sabio te harás.
Y recuerda que, si crees que en este momento
no tienes ningún defecto,
te convertirás de inmediato
en el artífice de tu propia desgracia.
RUMI

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