martes, 2 de agosto de 2016

El Gozo, parte 10

Capítulo 3 (continuación):

Todos los bebes reaccionan ante cualquier tipo de desazón llorando, y se estima que este es un modo de llamar a la madre para que ella elimine la causa de la desazón. Las crías de todos los mamíferos llaman a sus madres cuando sienten desazón, aunque el llanto de la cría humana es algo mas que un pedido de ayuda.
Como sonido y sentimiento están tan íntimamente ligados, hemos aprendido a controlar nuestra voz a fin de que no muestre nuestros sentimientos. Podemos hablar en un tono liso y chato, carente de emocionalidad, que niega todo sentimiento, o bien podemos alzar la voz (volverla mas aguda) para ocultar el hecho de que nos sentimos “bajoneados”. Esta regulación de la voz se ejerce en gran medida a través del control respiratorio. Si respiramos libre y plenamente, nuestra voz reflejara en modo natural nuestros sentimientos; si lo hacemos en forma superficial, nos quedamos solo en aquel nivel de nuestros sentimientos donde podemos controlar con la conciencia la calidad de la expresión vocal. Un modo de conseguir que un paciente se contacte con sus sentimientos mas profundos es pedirle que profundice su respiración.

La técnica que yo utilizo es muy simple. El paciente se recuesta sobre la banqueta bioenergética respirando normalmente. Luego le pido que emita un sonido y lo sostenga lo mas posible. Algunos emiten un sonido breve pero fuerte; esto puede indicar que les gustaría abrir más su voz, pero no lo logran. Otros emiten un sonido suave, que implica que no se sienten con derecho a expresarse cabalmente. En ambos casos, el sujeto no abandona su control. Luego sugiero que se empeñen en alargar el sonido, para lo cual tienen que forzar la espiración. Al hacerlo, su control empieza a quebrarse. Hacia el final del sonido uno escucha el principio de un llanto, un lamento o una nota de agonía. Al forzar el sonido, las vibraciones alcanzan zonas mas profundas del cuerpo. Cuando llegan a la pelvis, se oye y ve que el paciente está a punto de llorar. Si se repite la experiencia varias veces alentando al paciente a que preste atención al tono del sonido que emite, a menudo se logra inducir el llanto.

Llorar es aceptar nuestra naturaleza humana, o sea, el hecho de que hemos sido expulsados del Paraíso terrenal y vivimos con la conciencia del dolor, la lucha y el sufrimiento; pero al parecer no tendríamos derecho alguno a quejarnos, pues por haber comido el fruto del árbol del conocimiento, somos como dioses, capaces de distinguir lo correcto de lo incorrecto, el bien del mal. Ese conocimiento es nuestra cruz, la conciencia de sí que nos despoja de nuestra espontaneidad e inocencia; pero llevamos la cruz con orgullo porque nos hace sentir que somos especiales, que únicamente nosotros somos los hijos de Dios, por más que hayamos sido nosotros los que violamos su primer mandato. El hombre adquirió además otros conocimientos que ahora le han dado el poder de destruir la Tierra, su autentico Jardín del Edén.

La autoconciencia del hombre es a la vez su maldición y su gloria. Es una maldición porque lo priva del gozo, de la alegría de la dichosa ignorancia; es su gloria porque le brinda el saber de que el gozo es un éxtasis. Un animal experimenta dolor y placer, tristeza y alegría, pero no tiene conocimiento alguno de estos estados suyos. Conocer el gozo es conocer el pesar, aun cuando éste no sea inmediato en la vida de cada cual. Es conocer que perderemos a nuestros seres queridos y aun nuestra propia vida.
Si negamos este conocimiento, negamos nuestra autentica humanidad y la posibilidad de conocer la alegría; pero ese saber no es cuestión de palabras sino de sentimientos. Saber y sentir que la vida humana tiene un aspecto trágico, que la desdicha es inevitable, permite experimentar un jubilo trascendente. Hemos sido heridos y volveremos a serlo, pero también hemos sido amados y honrados por el hecho de ser plenamente humanos.

Para vivir la vida como un ser humano pleno se requiere la capacidad de llorar profunda y libremente. Si uno lo hace, no siente confusión, desesperación ni tormento. Nuestros sollozos y nuestras lagrimas nos limpian y renuevan nuestro espíritu para que podamos volver a disfrutar. William James escribió: “Ha caído el muro de piedra dentro de él, se ha quebrado la dureza de su corazón. (...) ¡Sobre todo si lloramos!, pues entonces es como si nuestras lagrimas irrumpieran a través de un dique antiquísimo, lavándonos y dejándonos con el corazón tierno, abiertos a cualquier rumbo mas noble”

Pero llorar no produce milagros; un solo llanto no puede cambiarnos tanto. La cuestión es ser capaz de llorar con facilidad y libertad.
Tanto la tristeza como la alegría derivan de sensaciones en el vientre. En el capitulo anterior señalamos que el reflejo del orgasmo se presenta cuando la onda respiratoria fluye libremente hacia la pelvis. En esta entrega al cuerpo hay una sensación de libertad y entusiasmo que genera el sentimiento de alegría. Si se bloquea dicha onda, de modo tal que no llega a la pelvis, se provoca el temor de entregarse a la excitación sexual. Este temor y la correspondiente perdida de libertad dan origen al sentimiento de tristeza. Si la tristeza puede expresarse mediante el llanto, se libera la tensión, se restablece la libertad y la completud y se recobra un buen sentimiento corporal.

Si el llanto y la risa se asemejan por sus pautas energéticas y convulsivas, ¿no podremos curarnos gracias a ellos, como lo hizo Norman Cousins? Ambas acciones tienen un efecto catártico por cuanto contribuyen a liberar un estado de tensión; pero la risa no es eficaz para liberar al sujeto de su tristeza o desesperación suprimidas, y resulta vana en tal sentido. Quizá lo saque temporalmente de su tristeza, pero al dejar de reír volverá a recaer en ella.
Para una persona es mucho mas sencillo reír que llorar. Ya en una edad temprana uno aprende que si se ríe, atrae a la gente, y en cambio si llora la ahuyenta. “Ríe y el mundo reirá contigo, llora y te quedaras solo”, reza un antiguo adagio. Muchos tienen dificultades en responder al llanto ajeno porque roza su propia tristeza y dolor, que se empeñan en negar. Pero los amigos que solo son amigos en las buenas no resultan confiables. Un verdadero amigo es aquel capaz de compartir nuestro dolor, y si puede hacerlo es porque ha aceptado su propio dolor y pesar.

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