lunes, 31 de marzo de 2014

Encuentro con la Sombra, parte 56


43. ASUMIR EL YO
ENAJENADO
Nathaniel Branden

Es psicólogo y ejerce en la ciudad de Los Angeles. Entre sus libros cabe destacar The Disowned Yo; Honoring the Yo; How to Raise Your Yo-Esteem y The Psychology qf Romantic Love.

¿Cómo puede una persona desconectarse de tal manera de su propia experiencia emocional que llegue a ser incapaz de sentir el significado de las cosas?
Comencemos diciendo que la mayoría de los padres enseñan a sus hijos a reprimir los sentimientos. Veamos algunos ejemplos: cuando un niño tropieza y se queja su padre suele reprenderle ásperamente con el argumento de que «los hombres no lloran»; cuando una niña odia a su hermano o siente rechazo por algún pariente mayor su madre suele decirle: “Odiar es algo terrible. En realidad tú no sientes odio»; cuando un niño entra corriendo en casa, pletórico de entusiasmo y alegría, suele encontrarse con un padre enojado que le recrimina con acritud: «¿Qué te ocurre? ¿Por qué haces tanto ruido?» Los padres emocionalmente distantes e inhibidos suelen criar hijos igualmente distantes e inhibidos. Y ello no sólo a consecuencia de sus
manifestaciones verbales abiertas sino también mediante el ejemplo tácito que les ofrecen ya que con su propia conducta están enseñando a su hijo lo que es «correcto», «apropiado», «socialmente aceptable», etcétera.

En especial, resulta particularmente nefasta la influencia de aquellos padres que tratan de inculcar a sus hijos una determinada enseñanza religiosa porque suelen inducirles conceptos tan erróneos y perniciosos como que hay «malos pensamientos», «malas emociones», etcétera, imbuyéndoles así de un miedo moral hacia su propia vida interior.
De este modo, un niño puede verse abocado a concluir que sus sentimientos son potencialmente peligrosos que, en ocasiones, es aconsejable negarlos y, en fin, que de un modo u otro, debe «controlarlos».
Pero para «controlar» sus sentimientos el niño debe enajenarlos, es decir, dejar de experimentarlos. Las emociones son experiencias psicosomáticas, experiencias que se manifiestan simultáneamente a nivel mental y a nivel físico y, por tanto, el intento de «controlar» las emociones también debe tener lugar a esos dos niveles. En consecuencia, en el nivel psicológico el niño deja de reconocer -es decir, deja de ser consciente de los sentimientos indeseables separando su conciencia de ellos mientras que en el nivel físico, por su parte, debe tensar muscularmente su cuerpo para anestesiarlo parcialmente e insensibilizarse con respecto a sus propios estados internos (como ocurre, por ejemplo, en el caso de los niños que tensan los músculos de su rostro y de su pecho para contener su respiración y tratar de ignorar y reprimir, de ese modo, el daño que siente). Es innecesario decir que este proceso no parte de una decisión consciente y calculada sino que se origina en una determinación subconsciente. Ello no impide, sin embargo, que de ese modo el niño inicie el proceso de enajenación mediante el cual aprende a negar sus sentimientos, invalidar sus juicios y valoraciones, rechazar su propia experiencia y despojarse de determinados aspectos de su personalidad. Debemos señalar, no obstante, que no nos estamos refiriendo aquí al aprendizaje de la regulación racional de nuestro comportamiento -que constituye un tema completamente diferente- sino tan sólo a la censura y negación de la experiencia interna. Hecha esta salvedad podemos seguir con la historia del desarrollo de la represión emocional.

Los primeros años de la vida de la mayoría de los niños encierran muchas experiencias terribles y dolorosas.
Quizás sus padres nunca atiendan a su necesidad de ser tocado, abrazado y acariciado; tal vez le griten constantemente o bien se griten entre sí; quizás utilicen deliberadamente el miedo y la culpabilidad como una forma de control; es posible que oscilen entre la sobreprotección y negligencia; quizás le mientan o se burlen de él; puede que se muestren negligentes o indiferentes; quizás le critiquen y le reprendan de continuo; tal vez le desconcierten con normas confusas y contradictorias; es posible que le abrumen con expectativas y exigencias que no tienen en cuenta sus aptitudes, necesidades e intereses; quizás, en fin, le sometan a malos tratos físicos o descalifiquen todos sus esfuerzos por expresar su espontaneidad y su asertividad.
El niño carece del adecuado conocimiento intelectual necesario para reconocer sus necesidades o comprender la conducta de sus padres. Pero lo cierto es que, en ocasiones, el miedo y el sufrimiento pueden desbordarle e incapacitarle. En consecuencia, cuando el contacto con sus emociones deviene intolerable si el niño quiere sobrevivir se ve abocado inexorablemente a protegerse desconectándose de sus emociones. Para ello debe negar sus sentimientos y congelar en su cuerpo -mediante la tensión muscular y fisiológica- todo el miedo y el sufrimiento que no puede experimentar, expresar y descargar. De ese modo, sin embargo, se inicia una pauta de conducta que tenderá a repetirse cada vez que se sienta amenazado por algún sentimiento que no desee experimentar.

Pero la represión no se limita tan sólo a los sentimientos negativos sino que se va generalizando progresivamente hasta llegar a comprometer a toda la vida emocional. La represión de las emociones se rige por el mismo principio que la anestesia quirúrgica, el bloqueo de la sensibilidad, un bloqueo que no sólo anula la capacidad de sentir dolor sino que también elimina la capacidad de experimentar placer.
Debemos reconocer, sin embargo, que la represión emocional es una cuestión de grado y que, por tanto, es más profunda y completa en unos individuos que en otros. Lo cierto, en cualquier caso, es que la represión reduce tanto nuestra capacidad de experimentar placer como nuestra capacidad de experimentar dolor.
No resultará difícil, por tanto, admitir que todos los seres humanos arrastran el peso de una enorme cantidad de sufrimiento inconsciente sin descargar, un sufrimiento que no se origina solamente en el presente sino que se remonta a los primeros años de nuestra vida.

Una tarde estaba hablando con unos colegas sobre este tema cuando un joven psiquiatra me dijo que creía que estaba exagerando la magnitud del problema. Le pedí, entonces, que participara en una demostración. Se trataba de una persona inteligente aunque algo tímida ya que hablaba en voz muy queda, casi con reticencia, como si dudara de que los presentes estuviéramos realmente interesados en conocer su opinión. Respondió que no tenía ningún inconveniente en colaborar pero me advirtió también que si pretendía examinar su infancia quizás no fuera un buen sujeto para mi experimento. En su opinión, aunque mi tesis fuera correcta a nivel general, me dijo que tal vez convendría buscar otro voluntario ya que temía que me llevara la lamentable sorpresa de ver mis expectativas frustradas porque sus padres siempre se habían mostrado muy receptivos a sus necesidades y había tenido la suerte de gozar de una niñez extraordinariamente dichosa. A pesar de todo, sin embargo, le invité a proseguir.
Le expliqué entonces que íbamos a realizar un ejercicio que había diseñado para trabajar en terapia con mis clientes. Le pedí que se sentara cómodamente en la silla, apoyara los brazos, cerrara los ojos y relajara su
cuerpo.

«Ahora -continué- quiero que imagines la siguiente escena: Estás agonizando en la cama de un hospital.
Tienes tu edad actual. No padeces ningún dolor físico pero eres muy consciente, sin embargo, de que dentro de muy pocas horas tu vida habrá concluido. Imagina que tu madre se halla de pie al borde de tu cama.
Observa su rostro. ¡Hay tantas cosas por decir!  Date cuenta de todo lo que habéis callado, de todo lo que jamás os habéis dicho, de todos los pensamientos y sentimientos que nunca habéis compartido. Esta es la
mejor ocasión de tu vida para comprender a tu madre y para que ella escuche lo que tengas que decirle.
¡Háblale! ¡Díselo!».
A medida que hablaba las manos del joven iban crispándose, su rostro enrojeció y podía percibirse claramente la tensión muscular de su frente y el anillo muscular que rodeaba sus ojos con el que parecía tratar de reprimir el llanto. Cuando por fin habló su voz sonaba más infantil que antes. Entonces dijo entre gemidos: «¿Por qué no me escuchas? ¿Por qué no me escuchas nunca cuando te hablo?»
En ese momento interrumpí el trabajo porque no quise invadir su intimidad aunque era evidente que tenía muchas cosas más que decir. No era el momento de hacer psicoterapia ni tampoco me había invitado a ello pero hubiera sido muy interesante señalarle la posible relación existente entre la frustración de su necesidad infantil de ser escuchado y su carácter cauteloso y reservado. Al cabo de un rato abrió los ojos, sacudió la cabeza con expresión atónita y un tanto azorada y me dirigió una mirada de aprobación.

Señalemos, de paso, que el desarrollo completo de esta técnica exige la confrontación imaginaria con ambo padres. A ello se le añade, en ocasiones, la necesidad de imaginar la presencia de una madre o de un padre ideal -distintos a los padres reales- y preguntarle lo que uno desee, lo cual puede resultar muy útil para que las personas establezcan contacto con las necesidades frustradas de su infancia, aquellas que fueron negadas y reprimidas. Por lo general, el ejercicio se realiza acostado sobre el suelo porque parece demostrado que en esa posición de indefensión física las defensas psicológicas también tienden a debilitarse.
Volviendo al caso del joven psiquiatra que acabamos de mencionar quisiera llamar la atención sobre el hecho de que en ningún momento he creído que mintiera sobre su niñez ya que no me cabe la menor duda de que cuando hablaba de su feliz infancia era totalmente sincero. Pero también es cierto que, al reprimir el sufrimiento de su infancia, también se estaba despojando de algunas de sus necesidades legítimas, de sentimientos importantes, es decir, que estaba enajenándose de una parte de sí mismo. Es muy posible que esa situación no sólo fuera la responsable de su menoscabo emocional sino también de su relativo deterioro intelectual ya que cualquier intento para tratar de relacionar su presente con su pasado, o de comprender la reticencia de su personalidad hubiera sido distorsionada por juicios equivocados, los cuales, a su vez, dificultan necesariamente sus relaciones personales actuales.

Cuando una persona reprime los recuerdos, las valoraciones, los sentimientos, las frustraciones, los anhelos y las necesidades de su infancia, se está cerrando, al mismo tiempo, el acceso a datos cruciales. En esas condiciones, cuando intenta pensar sobre su vida y sus problemas se ve obligado a debatirse en la oscuridad porque ha perdido ciertos ítems claves. Por otra parte, la necesidad de proyectar su represión, de mantener sus defensas, contribuye también a mantener su mente a salvo de las irrupciones «peligrosas» de pensamientos que pudieran fomentar o reactivar el temido material sumergido. En esta situación es inevitable la presencia de mecanismos de defensa tales como la distorsión y la racionalización.
A veces los clientes muestran una considerable resistencia a entrar completamente en este ejercicio. Sin embargo, la resistencia concreta que presenta un determinado cliente puede resultar muy ilustrativa a este
respecto.
Recuerdo cierta ocasión en que me invitaron a presentar esta técnica en una sesión de terapia grupal dirigida por un colega. Al comienzo la mujer con quien estaba trabajando se dirigió a su padre con una voz impersonal y distante y parecía bastante ajena al significado emocional de sus palabras.
Sin embargo, a medida en que iba haciéndole preguntas tales como «¿Qué siente una niña de cinco años cuando su padre la maltrata de ese modo?» sus defensas comenzaron a disolverse y se zambullía cada vez más profundamente en sus emociones hasta que rompió a llorar con el rostro embargado por el dolor y el sufrimiento. Sin embargo, en el momento en que parecía estar a punto de entregarse por completo se asustó de lo que estaba experimentando, retornó bruscamente al tono impersonal y dijo, como reprochándose a sí misma: «Es inútil que te culpe, tú no puedes ayudarme, tú tienes tus propios problemas y no sabes cómo manejar a los niños». Cuando le aclaré que no se trataba de «culpar» a nadie, que lo único que nos interesaba era saber lo que había sucedido y lo que ella sentía al respecto, se sintió nuevamente segura y volvió a establecer contacto con sus emociones. Entonces volvió a hablar de lo que había ocurrido y de lo que ella había sentido. Pero siempre que parecía estar a punto de estallar de rabia se activaba algún mecanismo de censura, reaparecía la voz impersonal y daba «excusas» para justificar el trato que había recibido. Era evidente que todavía no se hallaba en condiciones de renunciar a todas sus defensas.

El hecho de permitirse experimentar plenamente todo su odio resultaba insoportablemente peligroso y la hubiera hecho sentirse culpable de albergar esa rabia contra sus padres. Por otra parte, es muy posible que temiera que si sus padres hubieran conocido sus sentimientos los hubiera perdido para siempre. Por último, si se hubiera permitido experimentar plenamente sus emociones hubiera debido también afrontar todo el sufrimiento y frustración que esconden, cosa que no parecía estar dispuesta a afrontar. Para ello no sólo hay que estar dispuesto a soportar el dolor y el sufrimiento sino que también hay que asumir la soledad, la cruda realidad de que la niña pequeña que una vez fue, no tuvo -y ya no tendrá jamás- los padres que necesitaba y
hubiera deseado.

Recuerdo otro caso en el que uno de mis clientes comenzó a hacer gala de una elocuencia de la que hasta ese momento parecía carecer. El hecho ocurrió un mes después de que mi cliente -un hombre de unos veinticinco años- entrara en terapia de grupo. Se trataba de una de las personas más tensas y bloqueadas físicamente con las que había trabajado. Se lamentaba de su total incapacidad para sentir y saber lo que quería de la vida, que ignoraba hacia donde debía encaminar sus pasos. Me dijo que no podía llorar. Comenzó hablando, con una voz tímida y suave, del miedo que tenía a la frialdad y severidad de su padre. Entonces le insinué que, en ocasiones, los niños también podían odiar a un padre que les tratara con crueldad. En ese momento, todo su cuerpo se estremeció y gritó: «¡No quiero hablar de eso!» «¿Qué ocurriría -le pregunté- si le hablaras de tu enojo?» Las lágrimas rodaron entonces espontáneamente por sus mejillas y chilló: «¡Le tengo miedo! ¡Tengo miedo de lo que podría hacerme! ¡Me mataría!»
Su padre había fallecido veinte años atrás, cuando mi cliente tendría unos seis años de edad.
En las semanas siguientes no le pedí que volviera a repetir este ejercicio y me limité a dejarle que observara el trabajo que realizábamos con el resto del grupo. Sin embargo, cada vez que veía que uno de sus compañeros afrontaba las experiencias traumáticas de su infancia nuestro sujeto prorrumpía en llantos. Poco a poco fue recordando su infancia y comenzó a hablar de ella con cierta implicación emocional. A medida que transcurría el tiempo podía apreciarse que sus tensiones musculares iban desapareciendo, que su cuerpo se relajaba y que iba recuperando lentamente su capacidad de sentir. De esta manera, en la medida en la que se permitía experimentar sus necesidades y frustraciones -previamente enajenadas- fue descubriendo en su interior deseos, respuestas y aspiraciones ignoradas hasta que, al cabo de unos meses, renació en él el interés - largamente reprimido hasta entonces- de dedicarse a una determinada profesión.

viernes, 28 de marzo de 2014

Encuentro con la Sombra, parte 55

42. EL PROCESO DE
DIGESTIÓN DE LA SOMBRA
Robert Bly

Conocido ensayista, traductor y poeta que ha recibido el Premio Nacional de Poesía por su libro The Light Around the Body. Entre sus numerosas obras cabe destacar: Loving a Woman in Two Worlds; News of the Universe: Poems of Twofold Conciousness; A Little Book on the Human Shadow y Iron John: A Book About of Men. Afin cado en Minnesota, Bly suele escribir sobre mitología masculina y dirige seminarios para hombres a lo largo y ancho de todo EE.UU.

Pero ¿qué pasos hay que seguir en la práctica para recuperar una proyección, es decir, para llegar a asimilar nuestra sombra?
Para ello resulta muy interesante tratar de romper nuestros hábitos, agudizar nuestra sensibilidad olfativa, gustativa, táctil y auditiva en la vida cotidiana, visitar tribus primitivas, hacer música, modelar con barro, tocar el tambor, permanecer aislados durante un mes o considerarnos a nosotros mismos como criminales.
Una mujer, por ejemplo, podría intentar desempeñar temporalmente el papel de patriarca y ver si le agrada.
Un hombre, por su parte, podría tratar de actuar como una bruja en ciertos momentos del día -contando cuentos de hadas o riendo como una bruja, por ejemplo- para ver lo que siente.
Cuando un hombre siente que una mujer le ha seducido podría dirigirse hacia ella, saludarla cordialmente y decirle: «Quiero que me devuelvas lo que es mío. Dámelo». Ella, entonces, quizás sonría y puede que se lo devuelva o puede que no. Si lo hace el hombre podría pedirle perdón, girarse hacia la izquierda, mirar a la pared y hacer como que se lo come. Una mujer, por su parte, podría pedirle a su madre que le devolviera a su bruja -porque las madres suelen seducir a sus hijas para conservar su poder sobre ellas. También podría dirigirse hacia su padre y decirle, por ejemplo: «Tú tienes a mi gigante. Quiero que me lo devuelvas» o dirigirse a su ex-marido (o a su marido) o a un viejo profesor diciéndoles: «Tienes a mi patriarca negativo. Quiero que me lo devuelvas». Este tipo de juegos resulta muy beneficioso aunque la persona que supuestamente posee el gigante o el enano haya muerto.

Hay muchas formas de asimilar la sombra, recuperar nuestras proyecciones y disminuir el tamaño del saco que todos llevamos con nosotros. Todos conocemos cientos de ellas. Aquí sólo mencionaré que el uso de un lenguaje escrupuloso -de un lenguaje apropiado que tenga un fundamento físico- parece ser uno de los métodos más fructíferos para recuperar la substancia de nuestra sombra, una substancia que hemos exteriorizado mucho más allá de nuestro psiquismo y que hemos terminado diseminando por todo el mundo.
El lenguaje constituye una especie de red y, si lo utilizamos adecuadamente, podremos atrapar con él las proyecciones que hemos ido esparciendo por todas partes. Debemos utilizar activamente esas redes. Si queremos recuperar a nuestra bruja deberemos escribir sobre ella; si queremos recuperar a nuestro guía espiritual no bastará con que nos sometamos pasivamente a la guía de otra persona sino que deberemos escribir activamente sobre él. Como ilustran perfectamente Isaac Bashevis Singer y Shakespeare el lenguaje contiene la substancia de la sombra de todos nuestros ancestros. Si en un determinado momento el lenguaje no resulta adecuado quizás puedan serlo, por ejemplo, la pintura o la escultura. Cuando pintamos a la bruja conscientemente pronto descubriremos la morada en la que habita. Así, el quinto estadio implica actividad, imaginación, cazar, pedir... «Reclama siempre lo que quieras».

Quienes permanecen pasivos con respecto a sus proyecciones están contribuyendo, lo quieran o no, a aumentar el riesgo de una guerra nuclear, porque cualquier fragmento de energía con el que no nos relacionamos activamente mediante el lenguaje o mediante el arte permanece flotando sobre la atmósfera de los Estados Unidos y Reagan -que posee un gran aspirador para absorber toda esa energía- podría utilizarla.
Con esto no quiero hacerte sentir culpable por no llevar un diario personal o por no ejercer alguna actividad creativa sino tan sólo subrayo que este tipo de actividades contribuyen al desarrollo del mundo. ¿Recordáis lo que decía Blake?: «Nadie que no sea artista puede ser cristiano». Con ello quería decir que quienes se niegan a participar activamente en su propia vida y a utilizar el lenguaje, la pintura, la escultura, la música o el dibujo no son seres humanos sino gusanos disfrazados de cristianos. El mismo Blake utilizó tres disciplinas diferentes para comunicarse con la substancia de su sombra: la pintura, la música y la literatura, ilustrando y poniendo música a sus propios poemas. De este modo, no dejaba a su alrededor ningún tipo de energía
dispersa que los políticos pudieran proyectar sobre otros países. Es por ello que una de las actividades fundamentales de todo norteamericano consiste en trabajar y asimilar individualmente su propia sombra para asegurarse de que los políticos no la utilicen en contra de Rusia, China o Sudamérica.

miércoles, 26 de marzo de 2014

Encuentro con la Sombra, parte 54


41. ASUMIR LA
RESPONSABILIDAD DE
NUESTRA PROPIA SOMBRA
Ken Wilber

Probablemente el más famoso de los filósofos transpersonales de la actualidad, es un prolífico escritor, autor, entre otros, de Conciencia sin Fronteras; El Espectro de la Conciencia ; El proyecto Atman; Los tres ojos del conocimiento; Cuestiones Cuánticas (todos Ed. Kairós); Up from Eden y Grace and Grit: Spirituality and Healing in the History of Treya Killam-Wilber.

Al igual que sucede con la proyección de emociones negativas también es muy común en nuestra sociedad la proyección de cualidades negativas ya que equiparamos erróneamente «negativo» con «indeseable». Pero, de ese modo, en lugar de aceptar e integrar nuestros rasgos negativos no hacemos más que alienarlos y proyectarlos viéndolos entonces en cualquiera menos en nosotros mismos. A pesar de todo, sin embargo, esas cualidades no desaparecen sino que siguen perteneciéndonos. Veamos un ejemplo.
En un grupo de diez amigas nueve de ellas quieren a Jill, pero Betty, la décima, no puede soportarla porque, según dice, es una remilgada y ella detesta la mojigatería. Por ello intenta convencer a sus amigas de la supuesta mojigatería de Jill pero nadie parece estar de acuerdo con ella, lo cual la enfurece todavía más.
Quizás resulte evidente que la única razón por la que Betty odia a Jill sea su propia tendencia inconsciente a la mojigatería proyectada sobre Jill. De esta manera, un conflicto que originalmente tiene lugar entre Betty y Betty termina convirtiéndose en una disputa entre Betty y Jill. Jill, por supuesto, nada tiene que ver con ese conflicto y su único papel en esta escena se limita a actuar como espejo involuntario del desprecio que Betty siente hacia sí misma.

Todos tenemos puntos ciegos, tendencias que simplemente nos negamos a admitir como propias, rasgos que rehusamos aceptar y que, por consiguiente, vertemos hacia el exterior, blandiendo toda nuestra cólera e indignación puritana para luchar contra ellos cegados por un idealismo que nos impide reconocer que la batalla es interna y que el enemigo está mucho más cerca de lo que nos imaginamos. Lo único que necesitamos para integrar esas facetas es concedernos a nosotros mismos la misma amabilidad y comprensión que dispensamos a nuestros amigos. Como afirmaba elocuentemente Jung: “La aceptación de uno mismo es la esencia del problema moral y el epítome de cualquier comprensión global de la vida“. Dar de comer a los hambrientos, perdonar los agravios y amar a nuestros enemigos en nombre de Cristo son, sin duda, grandes virtudes. Lo que hago al último de mis hermanos se lo hago también a Cristo. Pero ¿qué sucede cuando descubro que el más insignificante de todos ellos, el más miserable de los mendigos, el más procaz de los pecadores, el verdadero enemigo, se hallan en mi interior y que soy yo mismo quien necesita de la limosna de mi propia amistad, que yo soy el enemigo que debe ser amado?

Las consecuencias de esta situación tienen siempre una doble vertiente. En primer lugar, llegamos a creer que carecemos por completo de las cualidades que proyectamos, cualidades que, por consiguiente, permanecen fuera de nuestro alcance y no podemos actuar sobre ellas, utilizarlas ni satisfacerlas en modo alguno, lo cual nos provoca una tensión y una frustración crónica. En segundo lugar, vemos esas cualidades en nuestro entorno asumiendo proporciones aterradoras hasta el punto de que terminamos flagelándonos con nuestra propia energía.
En el nivel egoico la proyección es fácilmente identificable. Cuando una persona, o una cosa, nos informa, lo más probable es que no estemos proyectando; si, por el contrario, nos afecta es muy plausible que estemos
siendo víctimas de nuestras propias proyecciones. Es perfectamente posible, por ejemplo, que Jill fuera una remilgada pero ¿sería ésa una razón suficiente para que Betty la odiara? Evidentemente no. Betty no sólo recibía información de que Jill era una remilgada sino que además se sentía fuertemente afectada por la mojigatería de Jill, un signo inequívoco de que su odio por ella no era más que el desprecio -proyectado o extravertido que sentía hacia sí misma.

De modo similar, cuando Jack duda entre limpiar o no el garaje y su esposa se interesa por lo que está haciendo su reacción es exagerada. En el caso de que realmente no hubiera deseado limpiar el garaje, si ese impulso no hubiera sido realmente suyo, se hubiera limitado a responder que había cambiado de opinión. Sin embargo, Jack no hizo eso sino que se indignó con ella, «¡Qué desfachatez. Quería obligarme a limpiar el garaje!» Jack había proyectado su propio deseo y lo experimentaba como apremio, de modo que la inocente pregunta de su esposa no le informó sino que le afectó profundamente y se sintió injustamente presionado. Y ésta es una diferencia fundamental: lo que vemos en los demás es más o menos correcto si se limita a facilitarnos información pero si nos produce un fuerte impacto emocional no hay la menor duda de que se trata de una proyección. De este modo, tanto si estamos excesivamente ligados emocionalmente a alguien -o a algo- como si lo eludimos u odiamos, estamos abrazando o luchando respectivamente con la sombra, un signo inequívoco de que el dualismo -represión-proyección cuaternaria ha tenido lugar.

Desmantelar una proyección implica «descender» por el espectro de conciencia (desde el nivel de la sombra hasta el nivel egoico) y cuando nos re-apropiamos de aquellos aspectos que anteriormente habíamos alienado ampliamos nuestra área de identificación. Para ello, el primer paso, el paso preliminar, consiste siempre en comprender que lo que consideramos que el entorno nos hace de manera mecánica no es más que lo que nos estamos haciendo a nosotros mismos. Nosotros somos los únicos responsables.
Por consiguiente, si siento ansiedad probablemente alegaré que soy una víctima indefensa de la tensión, que la gente o las situaciones son las causantes de mi ansiedad. El primer paso consiste en ser plenamente consciente de la ansiedad, establecer contacto con ella, temblar, estremecerme, tener dificultades para respirar -sentirla realmente, aceptarla y expresarla - comprender que yo soy el único responsable, que estoy tenso, que al bloquear la excitación la experimento como angustia. Yo soy el único causante de mi propia ansiedad. La angustia no es un asunto que se desarrolle entre yo y el medio ambiente sino que tiene lugar exclusivamente en mi interior. Este cambio de actitud supone que, en lugar de alienar mi excitación, en vez de desvincularme de ella y protestar por ser una víctima, he asumido la responsabilidad de lo que estoy haciendo conmigo mismo.

Si el primer paso en el proceso de «curación» de las proyecciones de la sombra es el de asumir la responsabilidad de dichas proyecciones, el segundo consiste en invertir el sentido de la proyección y hacer amablemente a los demás lo que hasta entonces nos habíamos estado haciendo despiadadamente a nosotros mismos. Si lo hacemos así, la afirmación previa de que «el mundo me rechaza» se transforma en «¡en este momento rechazo todo el condenado mundo!»; «mis padres quieren que estudie» se convierte en «quiero estudiar»; «mi pobre madre me necesita» deviene «necesito estar cerca de ella»; «tengo miedo de quedarme sólo» se traduce como «malditas las ganas que tengo hoy de ver a nadie» y «la gente siempre me critica» pasa a ser «no paro de criticar a todo el mundo».

En breve volveremos a estos dos pasos esenciales, la responsabilidad y la inversión pero, por el momento, baste con señalar que, en todos los casos de proyección de la sombra, estamos distorsionando «neuróticamente» nuestra autoimagen para hacerla aceptable. De esta manera, todas aquellas facetas de nuestra autoimagen, de nuestro ego, que no coinciden con lo que superficialmente creemos que nos interesa, todos aquellos aspectos incompatibles con las bandas filosóficas, todos aquellos rasgos que hemos alienado en momentos de estres, impasse o doble vínculo, constituyen ahora aspectos enajenados de nuestro propio potencial. Como resultado de todo ello, nuestra identidad va reduciéndose progresivamente hasta llegar a ser tan sólo una pequeña fracción de nuestro ego, la distorsionada y empobrecida persona y, al mismo tiempo, nos condenamos eternamente a sentirnos acosados de continuo por nuestra propia sombra, a la que ahora negamos la menor atención consciente. No obstante, la sombra siempre tiene algo que decir y pugna por abrirse paso hacia la conciencia en forma de ansiedad, culpa, miedo y depresión. La sombra deviene síntoma y se aferra a nosotros como un vampiro a su presa.

Metafóricamente hablando, podríamos decir que hemos escindido la concordia discors del psiquismo en numerosas polaridades, contrarios y opuestos (a los que nos referimos grupalmente como dualismo cuaternario) y terminamos dividiendo al psiquismo en la persona y la sombra. En cada uno de estos casos nos identificamos sólo con «medio» aspecto de la dualidad y desterramos al otro aspecto, a menudo rechazado, al tenebroso mundo de la sombra. De esta manera, la sombra se convierte precisamente en lo opuesto de la persona que consciente y deliberadamente creemos ser.
Así pues, si queremos -a modo de experimento personal- saber cómo ve el mundo nuestra sombra, no tenemos más que asumir exactamente lo opuesto de lo que conscientemente deseemos, queramos, sintamos, necesitemos, intentemos o creamos. De ese modo, podremos establecer contacto consciente con nuestros opuestos, expresarlos, representarlos y, por último, recuperarlos. Después de todo, la sombra siempre tiene algo que decir y o bien nos apropiamos de ella o ella se apropia de nosotros. Si algo hemos aprendido en cada uno de los ejemplos que hemos ofrecido en este capítulo es que o bien tratamos sensatamente de ser conscientes de nuestros opuestos o nos veremos obligados a tomar conciencia de ellos.
Ahora bien, utilizar los opuestos, ser consciente y, finalmente, re-apropiamos de ellos no significa necesariamente actuar según sus dictados. Casi todo el mundo teme enfrentarse a sus opuestos por miedo a que le dominen y, sin embargo, lo que ocurre es exactamente lo contrario: sólo cuando la sombra permanece inconsciente terminamos sometidos a sus dictados aunque éstos vayan en contra de nuestra voluntad.

Para tomar cualquier decisión o elección válida debemos ser plenamente conscientes de ambos aspectos, de ambos opuestos, porque si una de las dos alternativas permanece inconsciente nuestra decisión será necesariamente inadecuada. Como lo demuestra claramente este ejemplo y el resto de los presentados en este capítulo, en cualquier área de la vida psíquica debemos afrontar nuestros opuestos y re-apropiamos de ellos, lo cual no significa necesariamente actuar según sus dictados sino simplemente ser consciente de ellos.
A medida que vamos afrontando nuestros propios opuestos cada vez resulta más evidente -y esto es algo que no nos cansaremos de repetir- que, dado que la sombra es una faceta realmente integrante del ego, todos los «síntomas» y molestias que ésta parece infligimos son, en realidad, síntomas y molestias que nos estamos infligiendo a nosotros mismos por más que protestemos conscientemente de lo contrario. Todo sucede como si de un modo deliberado nos estuviéramos pellizcando dolorosamente a nosotros mismos y pretendiéramos, al mismo tiempo, que no es así. En este nivel, cualquier síntoma -culpa, miedo, ansiedad, depresión- es la consecuencia
directa de los pellizcos «mentales» que, de un modo u otro, nos estamos dando, lo cual significa ineludiblemente -por más increíble que pueda parecernos- que ¡deseamos que el doloroso síntoma en cuestión -cualquiera sea éste- desaparezca y permanezca al mismo tiempo!

Así pues, el primer opuesto al que podemos intentar enfrentarnos es el deseo oculto de mantener los síntomas, el deseo inconsciente de pellizcarnos a nosotros mismos. Señalemos, además, que cuanto más ridículo le parezca esto a un determinado individuo menos en contacto se hallará éste con su propia sombra, con esa parte de sí mismo que es la responsable de los pellizcos.
Por consiguiente, no tiene el menor sentido preguntarnos cómo puedo desembarazarme de esos síntomas porque ¡eso supondría que no soy yo quien lo está haciendo! Lo mismo ocurre si me pregunto «¿cómo puedo dejar de pellizcarme?» Mientras sigamos preocupados por dejar de pellizcarnos, mientras persistamos en intentar dejar de hacerlo es obvio que no nos habremos dado cuenta de que somos nosotros mismos quienes nos estamos pellizcando. De ese modo, no hacemos sino mantener, o incluso aumentar, el dolor. ¡Si realmente nos diéramos cuenta de que nos estamos pellizcando a nosotros mismos no nos preguntaríamos cómo dejar de hacerlo sino que simplemente dejaríamos de hacerlo de inmediato! En otras palabras, la razón por la que el síntoma no desaparece es precisamente el hecho de que estamos tratando de hacerlo desaparecer. Por este motivo Perls afirmaba que cuanto más luchamos contra un síntoma más empeora éste. El cambio deliberado nunca funciona porque excluye a la sombra.

¡No se trata de desembarazarnos de ningún síntoma sino más bien de intentar exagerarlo deliberada y conscientemente, de tratar de experimentarlo plenamente! Si estamos deprimidos procuremos deprimirnos todavía más; si estamos tensos aumentemos la tensión; si nos sentimos culpables exageremos el sentimiento de culpa. ¡Hagámoslo literalmente así! Si intentamos hacer esto reconoceremos a la sombra y por vez primera, nos solidarizaremos con ella y, por consiguiente, pasaremos a hacer conscientemente lo que hasta entonces sólo habíamos hecho de un modo inconsciente. Cuando, de un modo activo y deliberado, ponemos todo nuestro empeño en intentar reproducir nuestros síntomas estaremos reunificando realmente nuestra persona y nuestra sombra.
Entonces tomaremos contacto con nuestros opuestos y nos pondremos de su parte y, en resumen, redescubriremos nuestra sombra.
Si exageramos, de modo deliberado y consciente, cualquier síntoma presente hasta llegar a darnos cuenta de que eso es lo que siempre hemos hecho estaremos, por primera vez, en situación de dejar de hacerlo. Al igual que Max, en nuestro ejemplo anterior, sólo pudo dejar de tensarse libremente después de tomar clara conciencia de que era él quien se estaba tensando. Si somos libres para provocarnos más culpabilidad entonces nos percataremos espontáneamente de que también podemos hacer algo por sentirnos menos culpables. Si somos libres para deprimirnos también lo somos para no hacerlo. Mi padre tenía un remedio infalible para curar instantáneamente el hipo sacando un billete de veinte dólares y pidiendo a cambio que la víctima hipara sólo una vez más. Admitir la ansiedad es dejar de sentirse ansioso y el modo más fácil de «dis-tensar» a una persona es invitarla a que se tense todo lo que pueda. En todos los casos, la adhesión consciente a un determinado síntoma nos libera de él.

La desaparición de los síntomas es algo que no debe preocuparnos ya que los síntomas desaparecerán sin que nos preocupemos por él. Si intentamos exagerar los opuestos sólo para desembarazarnos de un síntoma estaremos condenados al fracaso. En otras palabras, no se trata de intentar exagerar un síntoma sin entusiasmo y verificar ansiosamente si ya ha desaparecido. Si se escucha diciendo «Bien, he intentado que el síntoma empeorase pero todavía no ha desaparecido» es que no ha llegado siquiera a conectar con la sombra y se ha limitado a pronunciar una especie de conjuro intentando aplacar a los dioses y a los demonios. Nuestra propuesta, por el contrario, consiste en transformarnos deliberada y completamente en esos demonios hasta tal punto que toda nuestra atención consciente esté ocupada en producir y mantener nuestros propios síntomas.
Pero cuando tomo contacto con mis síntomas e intento identificarme deliberadamente con ellos debo recordar que, si esos síntomas tienen un núcleo emocional, se trata de una forma visible de la sombra que no sólo contiene la cualidad opuesta sino también el sentido contrario. Si, por ejemplo, me siento profundamente afectado y ofendido «a causa» de lo que cierto individuo me ha dicho, lo primero que debo hacer es darme cuenta de que yo soy el artífice de lo que me está ocurriendo, de que literalmente estoy torturándome a mí mismo. Sólo después de asumir la responsabilidad de mis propias emociones estaré en condiciones de invertir el sentido de la proyección y de ver que, aunque conscientemente abrigue buenas intenciones hacia esa persona, el sentimiento de sentirme dañado oculta, precisamente, mi deseo de dañarle.

Así pues, «me siento herido por tal persona» debe traducirse como «tengo ganas de dañarla». Esto no significa que tenga que golpearle (aunque, desde luego, también pueda descargar ese impulso aporreando una almohada) sino que para integrarla basta con ser consciente de mi cólera. Mi síntoma, el dolor, no sólo refleja la cualidad opuesta sino también el sentido opuesto. Por consiguiente, tendré que asumir la responsabilidad tanto de mi cólera (que es la cualidad opuesta de mi afecto consciente hacia el individuo en cuestión) como del hecho de que la cólera parte de mí y se dirige hacia él (que es precisamente el sentido opuesto al que soy consciente).
Así pues, en el caso de la proyección de una emoción primero deberemos darnos cuenta de que lo que nosotros pensamos que el exterior nos está haciendo es, en realidad, lo que nos estamos haciendo a nosotros mismos, que literalmente nos estamos atormentando a nosotros mismos y, a continuación, deberemos comprender que ése es nuestro deseo solapado de atormentar a los demás. «Nuestro deseo de atormentar a otros» puede ser, según los casos, el deseo de amarlos, de odiarlos, de tocarlos, de ponerles nerviosos, de poseerlos, de mirarlos, de matarlos, de abrazarlos, de estrujarlos, de atraer su atención, de rechazarlos, de dar, de someterlos, de jugar con ellos, de dominarlos, de engañarlos, de ensalzarlos, etc.

El segundo paso, la inversión, es esencial. Si la emoción no se descarga completamente en la dirección correcta no tardaremos en volver rápidamente al antiguo hábito de dirigirla contra nosotros mismos. Cada vez que establezcamos contacto con una emoción, como por ejemplo el odio, cada vez que comencemos a dirigir el odio hacia nosotros mismos, invirtamos su sentido ¡Dirijámoslo hacia el exterior! La alternativa es pellizcar o ser pellizcado, mirar o ser mirado, rechazar o ser rechazado.
Eliminar una proyección es algo más simple -aunque no necesariamente muy fácil- cuando se trata de cualidades, rasgos o ideas proyectadas porque éstas no tienen un sentido, por lo menos un sentido tan pronunciado como sucede con las emociones. Los rasgos positivos o negativos, tales como la sabiduría, el valor, la malicia, la avaricia, etcétera, parecen ser relativamente mucho más estáticos. En este caso sólo deberemos preocupamos de la cualidad no de la dirección. Obviamente cuando estas cualidades se proyectan, podemos reaccionar ante ellas de un modo emocionalmente violento -y entonces podemos incluso proyectar esas emociones reactivas y reaccionar ante ellas entrando en una especie de espiral vertiginosa de proyecciones. Además, también puede suceder que sólo se proyecten aquellas cualidades o ideas que estén cargadas emocionalmente. Sea como fuere, si consideramos a las cualidades proyectadas en sí mismas podemos re-integrar gran parte de ellas.

Los rasgos proyectados, al igual que las emociones proyectadas, son también cualidades que «vemos» en los demás y que no sólo nos informan sino que también nos afectan profundamente. Normalmente se trata de cualidades que creemos que poseen los demás, precisamente aquellas cualidades que más aborrecemos, las cualidades que más violentamente condenamos. Poco importa que vituperemos contra los aspectos más tenebrosos de nuestro corazón con la esperanza de exorcizarlos. A veces las cualidades proyectadas son algunas de nuestras propias virtudes y entonces solemos colgarnos de aquellas personas a las que se las atribuimos y nos convertimos en una especie de guardaespaldas que intenta monopolizar febrilmente a la persona elegida. En este caso nuestra inquietud procede, por supuesto, del intenso deseo de mantenernos próximos a ciertos aspectos de nosotros mismos.

En última instancia, hay proyecciones para todos los gustos. Las cualidades proyectadas -como las emociones proyectadas - siempre son las opuestas de aquellas que conscientemente creemos poseer, pero, a diferencia de ellas, los rasgos no tienen un sentido y su integración es más sencilla. En el primer paso, exagerar nuestros opuestos, tendremos que darnos cuenta de que lo que amamos o aborrecemos de los demás no son más que cualidades de nuestra propia sombra. No se trata de algo que ocurra en nuestra relación con los demás sino la relación que sostenemos con nosotros mismos. Al exagerar nuestros opuestos entramos en contacto con la sombra y, cuando comprendamos que somos nosotros mismos quienes nos estamos pellizcando dejaremos inmediatamente de hacerlo. Los rasgos proyectados carecen de sentido y, por ello, su integración no requiere el segundo paso de la inversión.
De este modo, exagerando nuestros opuestos y concediendo un espacio a la sombra terminaremos ampliando nuestra identidad y asumiendo también nuestra responsabilidad por todos los aspectos de nuestro psiquismo, no sólo por nuestra empobrecida persona. De este modo «rellenamos y salvamos» el abismo existente entre la persona y la sombra.

lunes, 24 de marzo de 2014

Encuentro con la Sombra, parte 53


DÉCIMA PARTE:
RECUPERAR NUESTRO
LADO OSCURO MEDIANTE
LA INTUICIÓN, EL ARTE
Y EL RITUAL 

Si existe una forma de ser mejor consiste en verlo todo del peor modo posible.
THOMAS HARDY

“Quien ha integrado su propia sombra emana calma y se muestra más apenado que airado. Si los antiguos están en lo cierto, la sombra no sólo contiene información sino que también encierra inteligencia y energía. Es por ello que quien ha integrado su propia sombra dispone de más energía e inteligencia que quien no lo ha hecho así.”
ROBERT BLY
Anoche cuando dormía
soñé ¡bendita ilusión!
que una colmena tenía
dentro de mi corazón.
Y las doradas abejas
iban fabricando en él
con las amarguras viejas
blanca cera y dulce miel.
ANTONIO MACHADO

Si permites que lo que está en tu interior se manifieste, eso te salvará. Si no lo haces te destruirá.
JESÚS


INTRODUCCIÓN

No existe ninguna triquiñuela mental, ningún método fácil para integrar nuestro lado oscuro. Para llegar a integrar a la sombra es necesario realizar un esfuerzo laborioso y prolongado, un esfuerzo que exige todo nuestro compromiso y toda nuestra atención y el apoyo afectuoso de otras personas que hayan recorrido ya ese tramo del camino.
Integrar la sombra no significa relegarla a la oscuridad del inconsciente y dedicar todo nuestro empeño a alcanzar la iluminación -como parecen preconizar ciertas tradiciones orientales- ni tampoco supone -como afirman los practicantes de la magia negra y el satanismo- ensombrecer nuestra conciencia y rendirnos a los poderes de la oscuridad.

Para reapropiarnos de nuestra propia sombra debemos, por el contrario, aceptar todo lo que hemos reprimido y, de ese modo, ampliar y profundizar nuestra conciencia. Según la analista Barbara Hannah, Jung decía que nuestra conciencia es como un bote que flota en la superficie del inconsciente: "Cada fragmento de la sombra que recuperamos tiene su propio peso específico, un peso que termina lastrando el barco de nuestra conciencia." Bien podríamos decir, por consiguiente, que el trabajo con la sombra consiste
en estabilizar adecuadamente el lastre de nuestro bote ya que si el lastre es muy ligero nos veremos arrastrados por la corriente y nos alejaremos de la realidad convirtiéndonos, por así decirlo, en una nube inmaterial que flota a la deriva; pero si, por el contrario, la cargamos en exceso, correremos el peligro de zozobrar.

Trabajar con la sombra nos obliga a adoptar otros puntos de vista, a responder a las demandas de la vida con nuestras cualidades menos desarrolladas, con nuestras facetas más instintivas y experimentar, en fin, en carne propia, lo que Jung denominaba la tensión de los opuestos -el bien y el mal, lo correcto y lo erróneo, la luz y la oscuridad.
El trabajo con la sombra nos obliga a iluminar los rincones más oscuros de nuestra mente, allí donde escondemos nuestros secretos más vergonzosos y amordazamos nuestros impulsos más violentos. Para trabajar con la sombra debemos estar dispuestos a examinar sinceramente lo que ocurre con ese amante que nos seduce y a quien idealizamos, con ese individuo que tanto nos exaspera y nos irrita, con ese grupo religioso o étnico que nos aterra o nos cautiva. Trabajar con la sombra supone, en fin, estar dispuestos a iniciar un diálogo interno que puede fomentar nuestra propia aceptación y despertar una compasión real por todos nuestros semejantes.

En una carta escrita en 1937, Jung decía que trabajar con la sombra «no es más que una actitud. Uno debe comenzar aceptando y tomando seriamente en cuenta la existencia de la sombra, luego debe percatarse de sus cualidades y sus intenciones y, por último, debe afrontar la inevitable y laboriosa tarea de negociar con ella».
Hay ciertas situaciones -como la traición de un ser querido, la mentira de un amigo íntimo, el desencanto de alguien a quien admirábamos o la agresión de un extraño, por ejemplo que nos ayudan a dar el primer paso, es decir, a reconocer que la oscuridad subyace en el fondo del corazón de cada ser humano. Lo cierto es que, en cualquiera de los casos, el descubrimiento de la sombra nos despoja de nuestra inocencia.
Si pudiéramos utilizar esas situaciones como un espejo para ver en nuestro interior nos quedaríamos mudos de asombro al descubrir el abismo que existe entre quienes somos y quienes creemos ser. En tal caso no tendríamos más remedio que admitir la profunda verdad de que el amante y el adúltero, el santo y el pecador, conviven en el interior de cada uno de nosotros.

Si comprendemos este punto en profundidad dejaremos de actuar como aquella persona que habiendo perdido la llave de su casa en la oscuridad se obstina, no obstante, en buscarla junto a la farola porque allí hay más luz.
El camino que conduce a la plenitud nos obliga a tomar conciencia, de manera lenta pero implacable, de que la llave se encuentra en la oscuridad y de que no tenemos, por tanto, más remedio que aceptar las cosas que más nos desagradan de nosotros mismos y de los demás.
Al igual que ocurre en el cuento de La Bella y la Bestia, cuando aceptamos nuestras facetas más crueles profundizamos, al mismo tiempo, en nuestros aspectos más positivos. A esto se refería el poeta Rainer Maria Rilke cuando afirmaba que temía que si sus diablos le abandonaban sus ángeles también se escaparían.
Sólo después de haber dado el primer paso (aceptar la existencia de la sombra) podemos iniciar el segundo (descubrir sus cualidades) observando atentamente nuestras reacciones ante los demás y reconociendo que lo que parece negativo no son los demás -o nuestros enemigos- sino un impulso procedente de nuestro interior.

De este modo podremos aprender a re-apropiarnos de nuestras proyecciones y recuperar la energía y el poder que, según Robert Bly, constituyen una parte fundamental de nuestro patrimonio.
En el capítulo 41 de nuestro libro -procedente de El Espectro de la Conciencia- el filósofo transpersonal Ken Wilber se ocupa de estudiar la proyección de nuestras cualidades negativas sobre los demás. De este modo, el núcleo fundamental de "Asumir la Responsabilidad de Nuestra Propia Sombra" nos ayuda a reconocer que «la sombra no es un asunto que tenga lugar entre uno mismo y los demás sino algo que ocurre dentro de cada uno de nosotros».

En el capítulo 42, procedente de A Little Book on the Human Shadow, el poeta Robert Bly sugiere que para poder «asimilar la sombra» no basta con identificarla sino que también debemos poner en marcha toda nuestra creatividad y pedir que los demás nos ayuden a recuperar nuestros rasgos enajenados.
El psicólogo y escritor Nathaniel Branden -que fue quien popularizó el término Yo enajenado- nos relata en "Asumir el Yo Enajenado" el modo en que varios de sus clientes llegaron a tomar conciencia de sus sentimientos infantiles de dolor y de poder.
En "Educar a Nuestra Vergonzosa Voz Interna" -un fragmento de Healing the Shame That Bind Us- el escritor y líder de talleres grupales John Bradshaw investiga la función crítica y avergonzante de la voz interna. Como dice la analista junguiana Gilda Frantz: «Para llegar a integrar el complejo de la sombra debemos mascar nuestra vergüenza una y otra vez como si se tratara de un cartílago».

En "El Aprendizaje de la Imaginación Activa" la analista Barbara Hannah nos ofrece una introducción general al trabajo con la imaginación activa -tal como le fue enseñada por el mismo Jung- que puede mostrar a los lectores una forma práctica de utilizar su energía creativa para integrar su propia sombra.
A continuación siguen dos artículos -especialmente escritos para este libro- en los que la artista de Los Angeles Lin da Jacobson nos enseña a utilizar la visualización para evocar imágenes y esbozar gráficamente la sombra y la psicoterapeuta y novelista Deena Metzger, por su parte, nos propone el ejercicio de escribir sobre los demás como una forma muy reveladora de trabajo con la propia sombra.

Por más esfuerzos que realicemos y por más prolongadas que sean las negociaciones que llevemos a cabo para reapropiarnos de la sombra, el resultado, sin embargo, es incierto. No sabemos de ningún ser humano que haya hecho consciente toda la vergüenza, la avaricia, los celos, la rabia, el racismo y la tendencia a hacer enemigos. No existe ningún ser humano que haya dejado de proyectar sobre los demás sus mezquindades más oscuras o sus aspiraciones más elevadas.
En realidad, el proceso de descubrimiento de la sombra es interminable y cada vez que afrontamos un nuevo miedo, cada vez que aceptamos algo que previamente habíamos rechazado, descubrimos la existencia de un estrato todavía más profundo. Pero en el recoveco más insospechado del camino podemos encontrarnos con que las cualidades que nos parecían más atractivas y luminosas revelan sus facetas más oscuras y aquellas otras que nos resultaban más insoportables se convierten, por el contrario, en algo sumamente interesante.

Así, por ejemplo, cuando una mujer reprime su propia sensualidad percibirá a las mujeres voluptuosas como demasiado llamativas y manipuladoras. Pero esta sensación de extrañeza desaparecerá en el mismo momento en que tome conciencia de su propia sensualidad. Del mismo modo, cuando un hombre que detestaba los negocios por considerarlos demasiado competitivos y codiciosos alcanza el éxito deja de enjuiciar de una manera tan intransigente a sus semejantes. En cada uno de estos casos nuestra identidad se expande hasta llegar a incluir aquellas características que habíamos negado en nosotros mismos y que habíamos terminado desterrando sobre los demás.
El campo de batalla de esta guerra entre opuestos es el mismo corazón del ser humano. Sólo podremos llegar a convertirnos en portadores de la luz cuando seamos capaces de abrazar compasivamente el lado oscuro de la realidad. Cuando nos abrimos a los demás -a los extraños, a los débiles, a los pecadores, a los marginados, cuando simplemente los tenemos en cuenta terminamos transmutándolos y, al actuar así, nos acercamos a la plenitud.

viernes, 21 de marzo de 2014

Encuentro con la Sombra, parte 52


40. CÓMO APRENDER
A RELACIONARNOS
CON EL MAL
Liliane Frey-Rohn

Decana de la escuela de analistas de Zurich, Suiza, fue íntima colaboradora de Jung y es autora de numerosos textos sobre el tema del mal. Entre otros, ha escrito los siguientes libros: Friedrich Nietzsche: A Psichologycal Interpretation of His Life and Work y From Freud to Jung: A Comparative Study of the
Psychology of the Unconscious.

Cuando un ser humano se enfrenta al mal es posible que se manifiesten sus virtudes más elevadas. Pero, aunque sea posible transformar la maldad en bondad, no debemos olvidar, no obstante, que se trata tan sólo de una posibilidad. El problema fundamental de cualquier psicología del mal consiste en aprender a relacionarnos con ese adversario -con este oponente numinoso y peligroso- que se oculta en las profundidades nuestro psiquismo sin que termine destruyéndonos.

Podríamos, por ejemplo, trazar un círculo alrededor del mal y afirmar que debe ser sublimado o reprimido o, como sugería Nietzsche, podríamos aliarnos a él -a la otra cara de la moral- y tratar de actualizar en nuestra
experiencia la ciega voluntad de vivir. Ambas tentativas, no obstante, apuntan hacia objetivos claramente diferentes. El psicólogo que emplea el primer método pretende neutralizar el mal reconciliando al individuo con la moral colectiva o poniendo límites a sus propios deseos. En sus últimos escritos, Freud destacó el efecto curativo de una «educación para la realidad» y del adiestramiento del intelecto, e intentó alcanzar ambos objetivos fortaleciendo al Logos ante los poderes de Ananke (el ominoso destino). Nietzsche, por su
parte, a diferencia de la actitud pesimista de Freud, asumió la postura representada por el segundo de los métodos mencionados y defendió la afirmación dionisíaca del mundo, el amor fati , y proclamó las virtudes del superhombre y del infrahombre. Ambas posturas, sin embargo, son unilaterales y terminan conduciendo a una disociación entre la bondad consciente y la maldad inconsciente ya que, como intentaremos demostrar,
tanto «la bondad excesiva» -que fortalece la maldad interna- como «la falta de moral» terminan provocando una disociación entre el bien y el mal.

Quisiera resaltar a este respecto que William James llegó a la conclusión de que la salud espiritual constituye un elemento fundamental para que la personalidad humana alcance una totalidad armónica. Pero la personalidad religiosa estable no descansa en la perfección moral sino en la aceptación de nuestras actitudes reprimidas. Para James, el secreto de la conquista del bien y el mal consiste en la aceptación incondicional de los dictados de nuestro Yo inconsciente. En este sentido, si bien no desestimó el riesgo de quedar a merced de la voz interna -ya que jamás podremos estar seguros de si se trata de una voz divina o diabolica- mantuvo que el único camino de salvación consiste en la entrega del individuo a la dimensión transpersonal e inconsciente.

No obstante, como señala Jung, la relación con el mal constituye una empresa individual que sólo podemos describir muy vagamente. La experiencia nos demuestra de continuo que el individuo no tiene ninguna
garantía de poder superar este reto ni tampoco existe ningún criterio objetivo para saber lo que es «correcto» en cada situación ya que la experiencia de la sombra arquetípica nos enfrenta a lo absolutamente «desconocido» y, por consiguiente, nos expone a peligros imprevisibles. Se trata de un acontecimiento similar al de experimentar en todo su esplendor la misma imagen de Dios -la bondad y la maldad absolutas- una experiencia que puede transformar por completo la personalidad de un ser humano (tanto su ego como su sombra).

Llegar a un acuerdo con el inconsciente siempre entraña el riesgo de conceder demasiada credibilidad al Diablo. No olvidemos que el hecho de enfrentarnos con un arquetipo puede llevarnos al error y a la corrupción con la misma frecuencia que a la guía y la verdad. No debemos equiparar de golpe los mensajes del inconsciente con la voz de Dios y siempre es necesario cuestionar si los mensajes provienen de Dios o del Diablo. Debemos, pues, tener bien presente que este encuentro con el inconsciente puede contribuir tanto a disgregar nuestra personalidad como a guiarnos por el camino de la sabiduría. Por consiguiente, la fe ciega y la entrega a los poderes del inconsciente no es más satisfactoria que la obstinada resistencia a lo «desconocido» porque la confianza desmedida puede ser una actitud ingenua e infantil y la resistencia crítica puede ser una medida de autoprotección. Con ello estamos diciendo que el problema de la «dosis» no sólo es importante en el ejercicio de la medicina sino que también afecta al campo de la psicología.

Todo depende, a fin de cuentas, de «cómo» nos relacionemos con el adversario. Una aproximación demasiado estrecha a lo numinoso -sin importar que se nos aparezca como bueno o malo- acarrea inevitablemente el peligro de inflación del ego y de vernos desbordados por los poderes de la luz o de la oscuridad.
El Elixir del Diablo de E. T. A. Hofmann nos muestra claramente el peligro de ser superados por lo demoníaco. En esta novela E. T. A. Hofmann describe la forma en que el monje Medardus es poseído por «la personalidad maná» de San Antonio y termina siendo víctima del Anticristo. Embriagado por su propia
elocuencia y seducido por el deseo de poder, Medardus cae en la tentación de tomar un trago del elixir del Diablo. Tras beber la pócima, Medardus descubre el secreto de la eterna juventud pero, al mismo tiempo, cae presa del poder del Diablo. Su anhelo de amor y las cosas de este mundo le cegaron y arrastraron a la destrucción y como resultado de este escarceo con el lado oscuro de su personalidad su alma terminó escindiéndose en dos entidades autónomas: el alma corporal y el alma espiritual. Hofmann prosigue su relato
exponiendo lo que él denomina «doble», es decir, aquella parte del alma que si bien se halla disociada del ego sigue siendo, sin embargo, su más inseparable compañera. Igualmente persuasivo es el método que propone para reunir de nuevo las dos partes disociadas del alma. Para ello, Medardus comienza regresando nuevamente a la soledad del monasterio. Allí, la penitencia, la comprensión y el arrepentimiento clarifican las tinieblas de sus sentidos y, por vez primera, alcanza la paz y se libera de sus compulsivos impulsos comprendiendo que la naturaleza de la bondad moral depende del mal. Esta relativización del bien y el mal - que depende de la aceptación de su violento adversario- también supuso un cambio en su conciencia cristiana.

El alma corporal sólo logra entender muy lentamente lo que el alma espiritual sabe desde siempre, de modo que el problema surge nuevamente con renovado brío. Medardus, como Fausto, sólo puede hallar la tan ansiada reconciliación entre el espíritu y la naturaleza -que se experimenta como el esplendor puro del amor eterno- en esa zona crepuscular que se halla entre la vida y la muerte.

Quisiera ahora prestar atención a uno de los problemas más importantes que pueden aparecer en nuestra relación con la sombra -sea individual o arquetípica-. Como Jung subrayaba con frecuencia, la sombra «es el problema moral por excelencia», una realidad que nos obliga a realizar un esfuerzo supremo de conciencia.
La estabilidad de la vida individual y colectiva dependen, en gran medida, de nuestra toma de conciencia de la sombra. Ser consciente del mal supone estar cuidadosamente atentos a lo que hacemos y a lo que nos ocurre.
En uno de los evangelios apócrifos, Jesús se dirige a un judío que estaba trabajando en sábado diciéndole:
«Bendito seas si sabes lo que estás haciendo pero si lo ignoras estás transgrediendo la ley y tu actividad será maldita».
Tomar conciencia de la sombra parece una tarea relativamente sencilla pero, en realidad, constituye un reto moral extraordinariamente difícil de llevar a cabo. Para ello, debemos comenzar tomando conciencia de nuestra maldad individual, es decir, de aquellos valores negativos que el ego ha rechazado, y de nuestras aspiraciones conscientes al bien. En otras palabras, debemos hacer conscientes nuestros conflictos inconscientes, lo cual significa 1) sustituir nuestra visión moral previa -basada en la tradición- por la reflexión
subjetiva, 2) aceptar que los derechos de los demás son tan legítimos como los del ego y 3) conceder el mismo valor a los derechos del instinto que a los de la razón.

La toma de conciencia de nuestros conflictos siempre se experimenta como un enfrentamiento entre impulsos irreconciliables, como una especie de guerra civil interna. El conflicto consciente entre el bien y el mal se convierte en una disociación inconsciente. En consecuencia, la regulación instintiva inconsciente es suplementada por el control consciente. De este modo, llegamos a ser capaces a reconocer con más exactitud las consecuencias de nuestras acciones sobre los demás, a estimar las proyecciones de nuestra sombra y, quizás, incluso, a disiparlas. Finalmente, nos vemos obligados a revisar nuestras opiniones sobre el bien y sobre el mal y comprender que el secreto para lograr un mayor ajuste con la realidad suele depender de nuestra capacidad para renunciar a «nuestro deseo de ser buenos» y de aceptar que la maldad también tiene derecho a vivir. Como señala Jung «las desventajas del bien menor» son equilibradas con «las ventajas del mal menor».?

Contrariamente a la opinión generalizada de que la conciencia de la sombra atrae y acentúa el mal frecuentemente nos encontramos con que ocurre exactamente lo contrario.
El conocimiento de nuestra sombra personal constituye el requisito fundamental de cualquier acción responsable y, consecuentemente, resulta imprescindible para tratar de atenuar la oscuridad moral del mundo.
Lo que estamos diciendo no sólo es aplicable a la sombra personal sino que también es extensible a la sombra colectiva, a la figura arquetípica del adversario que sirve para equilibrar el consenso colectivo de un determinado momento histórico. Así pues, la toma de conciencia de la sombra arquetípica no sólo resulta primordial para la realización del individuo sino que constituye un elemento fundamental para la transformación de los impulsos colectivos de los que depende la conservación de la vida individual y grupal.
El individuo no puede desvincularse por completo de la vida social y la responsabilidad hacia uno mismo siempre implica la responsabilidad hacia la totalidad. Podríamos afirmar incluso que, en la medida que el individuo sea más consciente, la sociedad se beneficiará porque la reconciliación con nuestro adversario arquetípico nos sensibiliza a los problemas de la moral colectiva y nos permite anticiparnos a los nuevos valores emergentes.

Pero no basta con tomar conciencia del conflicto moral porque la relación con la sombra nos obliga a elegir entre dos opuestos mutuamente excluyentes y a reconocerlos en nuestra vida consciente. Para resolver este problema el individuo dispone de tres métodos diferentes: renunciar a un aspecto en favor del otro; abstenerse de los dos o buscar una solución satisfactoria para ambas facetas. Las dos primeras alternativas no precisan mayor discusión, la tercera, por su parte, parece imposible. Si la lógica nos enseña que tertium non datur ¿cómo podemos reconciliar dos opuestos tan dispares como el bien y el mal? La única forma posible de reconciliar los opuestos consiste en «trascenderlos», es decir, en llevar el problema a un nivel superior en el que las contradicciones puedan resolverse. En este sentido, si una persona, por ejemplo, consigue desidentificarse de los opuestos podrá verificar que la misma naturaleza interviene para ayudarle. Todo depende, en última instancia, de nuestra actitud personal. Cuanto más nos liberemos de los principios rígidos e inmutables y cuanto más dispuestos nos hallemos a sacrificar la voluntad del ego, más oportunidades tendremos de vernos conmovidos por algo superior al ego. Entonces experimentaremos una especie de liberación interna, un estado que se halla -por utilizar la expresión nietzscheana- «más allá del bien y del mal».

En términos psicológicos podríamos decir que la renuncia a la voluntad egoica intensifica la energía de nuestro inconsciente y reactiva todos sus símbolos. En términos religiosos diríamos que se trata de una crucifixión -a la que sigue una resurrección- en la que la voluntad del ego se unifica con la voluntad de Dios ya que, desde cierto punto de vista, el sacrificio voluntario es la condición sine qua non de la salvación. Al mismo tiempo también tiene lugar una transformación paralela en los símbolos del bien y del mal en la que el bien pierde algo de su bondad y el mal algo de su maldad. De este modo, en la medida en que crece la «luz» de la conciencia se disipan también las tinieblas que oscurecen el alma. Entonces aparecen nuevos símbolos que expresan la reconciliación de los opuestos como, por ejemplo, los símbolos de la cruz, del Tai-chi-tu y de la Flor de Oro cuya emergencia aporta al individuo una nueva comprensión del conflicto, una neutralización de los opuestos y una transformación de la imagen de Dios que siempre tienen un efecto liberador sobre el alma y que transfigura completamente nuestra personalidad consciente y la personalidad de nuestra sombra.

El mal -ya sea una enfermedad, un desorden externo, la pérdida del sentido de la vida o un impulso inmoral constituye un poderoso factor curativo que nos ayuda a reconciliar nuestra individualidad con el núcleo central de nuestro ser, el Yo, la imagen de la Divinidad. Quien logre esta reconciliación no sólo se abrirá a lo creativo sino que también experimentará la tensión entre los opuestos de un modo nuevo y más positivo, recuperando, al mismo tiempo, su capacidad de decisión y de acción.

Aplícate tu propio bálsamo.
Proclama por doquier tu enfermedad.
Eso te restablecerá.
Cuanto más emplees este tratamiento
más digno y más sabio te harás.
Y recuerda que, si crees que en este momento
no tienes ningún defecto,
te convertirás de inmediato
en el artífice de tu propia desgracia.
RUMI

miércoles, 19 de marzo de 2014

Encuentro con la Sombra, parte 51


39. A PROPÓSITO DEL
HOMBRE
DE MEDIANA EDAD
Daniel J. Levinson
Profesor de psicología en el Departamento de Psiquiatría y Psicología de la Yale University School of
Medicine, New Haven, Connecticut, autor de The Seasons of a Man's  y coautor de The Authoritarian Personality.

La crisis de la madurez nos obliga a revisar nuestra vida y buscar la forma de conferirle un sentido más profundo. Pero para ello debemos tener en cuenta que la creación y la destrucción constituyen aspectos fundamentales de la vida. A medida que el tiempo discurre vamos tomando conciencia del proceso universal de destrucción que acabará con nuestra existencia y esa misma conciencia nos lleva a afirmar con más vehemencia nuestra propia vida y la de las generaciones venideras. En consecuencia, cada vez sentimos con más intensidad la necesidad de crear. Pero esta creatividad no se limita a «hacer algo» sino que consiste en dar vida, en dar a luz a algo. El espíritu creativo es capaz de infundir vida a una canción, un cuadro, una simple cuchara o un juguete, por ejemplo, y enriquecer, de ese modo, la vida de quienes entren en contacto con él.

La certidumbre de la muerte que acompaña a la crisis de la mediana edad intensifica, pues, los dos aspectos de la polaridad creación/destrucción despertando nuestra creatividad y haciéndonos, al mismo tiempo, tomar
conciencia de la presencia de las fuerzas destructivas en la naturaleza, en la vida y en nosotros mismos.
Quien es capaz de ver, contempla la muerte y la destrucción por doquier. En la misma naturaleza una especie se come a otra y sirve de alimento, a su vez, a una tercera. La evolución geológica de la Tierra supone un proceso continuo de destrucción y transformación. Para construir hay que destruir, para organizar hay que desorganizar.
Nadie alcanza los cuarenta años sin haber experimentado, de algún modo, las dolorosas consecuencias de la destructividad humana. De una manera u otra, los demás (incluyendo las personas más próximas a nosotros) han dañado nuestra autoestima, dificultado nuestro desarrollo, obstaculizado, de una u otra forma, el logro de lo que más deseábamos y, en ocasiones, nosotros mismos hemos sido los causantes del sufrimiento de nuestros semejantes (incluyendo a nuestros seres más queridos).

Esta revisión de la vida que tiene lugar durante la crisis de la madurez nos obliga a reconsiderar el daño real o imaginario que los demás puedan habernos hecho. Quizás sintamos entonces una rabia impotente hacia nuestros padres, nuestra esposa, nuestros maestros, nuestros amigos o nuestros seres más queridos a quienes, a partir de ahora, consideraremos como los causantes de todas nuestras desdichas. Y, lo que es todavía más difícil, deberemos también tomar conciencia de nuestra culpabilidad por haber sido destructivos con los demás y con nosotros mismos. Para ello deberemos preguntamos: ¿En qué medida he renunciado a asumir mi responsabilidad con respecto a mis seres queridos y a empresas que afectaban a otros seres humanos? ¿De qué modo me he traicionado a mí mismo y he desaprovechado las oportunidades de crecimiento que se me han presentado?

Esta toma de conciencia nos lleva a comprender más profundamente el papel que juega la destructividad en nuestra propia vida y en los asuntos humanos en general. La mayor parte de este trabajo, sin embargo, es inconsciente e implica, sobre todo, la reelaboración de los sentimientos y experiencias dolorosas. Hay quienes articulan sus nuevos conocimientos verbalmente, otros, en cambio, lo expresan estéticamente a través de la música, la pintura o la poesía pero la mayoría, no obstante, se limitan a vivir su propia vida. En cualquier caso, sin embargo, nos veremos obligados a reconocer nuestra culpabilidad y nuestro dolor como víctimas y villanos de la interminable historia de la crueldad del hombre consigo mismo. Si el peso de la culpa y el sufrimiento es excesivo seremos incapaces de superarlos y nos veremos obligados a seguir creyendo que la destructividad no existe y, por tanto, nuestra capacidad de crear, amar y afirmar la vida se verá seriamente perjudicada.

También es necesario que reconozcamos y asumamos nuestra propia capacidad destructiva ya que, aunque no alberguemos ningún tipo de hostilidad, nuestras acciones a veces resultan dolorosas para nuestros semejantes.
Como padres, por ejemplo, podemos castigar a nuestros hijos con la mejor de las intenciones y la peor de las consecuencias; nuestra relación amorosa, por su parte, puede enfriarse repentinamente, perder todo sentido y llevamos a cortar la relación a pesar del abandono y la traición que puede experimentar nuestra pareja; nuestra profesión, por su parte, puede obligamos a despedir a personas honradas pero incompetentes, dañando su autoestima y sus aspiraciones. No existe ninguna acción que sea totalmente inofensiva y debemos ser muy conscientes de que, a pesar de querer hacer el bien, necesariamente haremos daño y, en algunos casos, provocaremos más mal que bien.

Pero no resulta fácil admitir que podemos ser destructivos sin quererlo y todavía resulta más difícil aceptar que podemos sentir impulsos destructivos hacia otras personas (incluidos nuestros seres más queridos). Pero hay ocasiones en las que los seres humanos sentimos odio y rechazo, en las que nos gustaría abandonar o atacar a nuestros seres queridos porque nos resultan insoportablemente crueles, despreciables, mezquinos y
dominantes. A veces sentimos amargura y rabia sin saber cuál es su origen ni hacia quién va dirigida. Sea como fuere, sin embargo, deberemos tomar conciencia de que, en ocasiones, tenemos la intención deliberada de causar daño a nuestros seres queridos y de que, en ciertos casos, llevamos esas intenciones a la práctica.
Quienes rondan la cuarentena difieren notablemente en su predisposición a reconocer y asumir su propia destructividad. Hay quienes ni siquiera reconocen que pueden haber dañado a alguien y que rechazan, incluso, haberlo deseado alguna vez; otros, por el contrario, se sienten tan culpables que son incapaces de considerar el problema de una manera desapasionada y distante; otros, en cambio, son relativamente conscientes de la ambivalencia de sus sentimientos y reconocen, por tanto, que pueden sentir amor y odio, al mismo tiempo, por la misma persona. En cualquiera de los casos, sin embargo, el proceso de crecimiento nos conduce a tomar más conciencia de nosotros mismos y asumir cada vez más nuestra propia responsabilidad.

Durante la crisis de la mediana edad aun el más maduro y comprensivo de los hombres tiene mucho que aprender sobre el papel que desempeña la destructividad en sí mismo y en la sociedad. Entonces deberá asumir toda la rabia acumulada contra los demás y contra sí mismo que porta consigo desde la infancia y profundizar en el odio que ha ido acumulando a lo largo de toda su vida, reconocer que esos impulsos destructivos internos coexisten con los impulsos creativos que le sirven para afirmar la vida y descubrir nuevas formas de integrar ambas dimensiones de la existencia.

Pero este aprendizaje no es algo consciente o intelectual que pueda lograrse mediante la simple lectura de unos cuantos libros, la asistencia a unos pocos cursillos o la psicoterapia, aunque todos estos factores, no obstante, son de inestimable ayuda a largo plazo en el proceso de desarrollo. El principal aprendizaje debe tener lugar en las entrañas de nuestra propia vida atravesando períodos de sufrimiento, confusión, rabia contra los demás y contra nosotros mismos y nostalgia por las oportunidades desaprovechadas y los aspectos perdidos de nuestro propio Yo.
Una de las posibles consecuencias de afrontar esta polaridad consiste en el «sentimiento trágico de la vida» que resulta de la comprensión de que los grandes fracasos y adversidades no nos vienen impuestos desde el exterior sino que suelen ser una consecuencia fatal de nuestros propios errores.

Sin embargo, las tragedias no tienen porqué ser necesariamente tristes. En este último caso, los enemigos, las condiciones desfavorables, la mala fortuna o los defectos inesperados del héroe son los causantes de su fracaso, de su muerte o del rechazo de su amada. Las historias trágicas, por su parte, presentan características muy diferentes. En ellas el héroe pone en juego todas sus habilidades y virtudes al servicio de una causa noble pero es derrotado a consecuencia de las enormes dificultades que conlleva la empresa que acomete. Este fracaso del héroe suele tener que ver con un defecto de su carácter que normalmente está relacionado con el pecado de hubris (arrogancia, inflación del ego, omnipotencia) y la destructividad. La nobleza y la ruindad constituyen dos aspectos indisolublemente unidos de la misma moneda. Pero, aunque el héroe no llegue a ver cumplidas sus aspiraciones iniciales, las verdaderas tragedias no supone necesariamente un fracaso porque el héroe siempre termina alcanzando la victoria puesto que aprende a afrontar sus defectos, a aceptarlos como parte de sí mismo y de la humanidad y a experimentar una transformación personal mucho más valiosa que el éxito o el fracaso mundanos.

viernes, 14 de marzo de 2014

Encuentro con la Sombra, parte 50



38. EL TRABAJO CON LOS
SUEÑOS DE LAS MUJERES
Karen Signell
Es una analista junguiana que reside en San Francisco Es autora de Wisdom of the Heart: Working with Women's Dreams.

«¿Quién sabe que el mal anida en el corazón del ser humano? La Sombra lo sabe». Este eslogan, que abría un célebre programa radiofónico de los años cuarenta, The Shadow, tiene algo de cierto. En numerosas ocasiones vislumbramos -ocultos en los oscuros rincones de nuestra mente- misterios que forman parte de la condición humana. Vemos y sentimos cosas que resultan inaceptables socialmente y que no querríamos ver ni sentir. El término sombra hace referencia a todas esas cualidades negativas que desterramos de nuestra conciencia egoica cotidiana por no adecuarse a la imagen consciente que hemos forjado de nosotros mismos.
En la vida cotidiana podemos percibir fugazmente la existencia de la sombra detrás de nuestro rechazo inexplicable hacia ciertos temas y por la presencia de sentimientos difusos de culpabilidad, inseguridad,insatisfacción y malestar. En cualquier momento podemos sentimos embargados por un vago sentimiento de temor, por un inoportuno ataque de risa nerviosa, por un estallido de lágrimas o por una explosión de ira.
En lo que respecta a los sueños, deberíamos vencer nuestra resistencia a recordarlos y comprender sus mensajes.
En cierto modo, ésta es una experiencia desagradable pero también puede convertirse en un acontecimiento terapéutico capaz de restituir nuestra integridad.

El primer sueño que veremos nos muestra la importancia del descubrimiento de nuestra sombra personal porque, al descubrir el lado oscuro de nuestra sombra personal, podemos tomar conciencia de que este lado oscuro puede ayudarnos a tratar mejor tanto a los demás como a nosotros mismos.

Una rata en la ratonera:
Mi cocina apesta. Se trata de una rata que ha quedado atrapada en una ratonera. Todavía está viva y se retuerce. La mato y me deshago de ella. Afronto la situación de algún modo.
Peg, la soñante, se preguntaba: «¿Qué es mi rata: mi sombra?» Las ratas son escurridizas, ladronas y rastreras.
La primera asociación de Peg tenía que ver con el alivio que sentía porque su antiguo novio hubiera cancelado su viaje y no fueran a encontrarse tal como habían planeado. Súbitamente se dio cuenta de que había caído en una trampa ya que, a pesar de estar casada y ser una esposa fiel, inconscientemente había estado planeando tener relaciones sexuales con su amigo. De este modo, Peg descubrió la sombra que lleva a muchas personas a establecer relaciones ambiguas que parecen inocentes y comprensibles cuando se trata de uno mismo pero abominables cuando se trata de tu pareja. El sueño le mostraba así que si engañaba a su marido sería una «sucia rata» y el «olor a rata» no era más que un indicio de la presencia de la sombra.

Los sueños -como las capas de una cebolla- tienen numerosos significados superpuestos. Podríamos preguntarnos, por ejemplo, por qué había que matar a la rata y por qué estaba en la cocina, el centro neurálgico de la comida. Durante un tiempo, Peg había estado aquejada de gripe y es muy posible que el sueño le estuviera indicando que algo no funcionaba bien en su vida cotidiana. ¿Acaso el sueño constituía una metáfora poética de las relaciones de Peg? Lo cierto es que Peg se sentía atrapada en una ratonera y, más pronto o más tarde, debería afrontar el mal trago de poner punto final a sus relaciones. Por otra parte, Peg sabía e ignoraba, al mismo tiempo, que la atracción inconsciente por esa aventura residía en el rechazo y la insatisfacción que le provocaba su marido y las poderosas imágenes del sueño trataban de hacer más precisa la situación.
Aun en el caso de que la sombra nos lleve a tomar conciencia de situaciones desagradables como, por ejemplo, que no somos tan buenos como pensábamos, también libera enormes cantidades de energía que permanecen atrapadas en el inconsciente.
En el siguiente sueño Peg bailaba en una pradera esmaltada de flores. Qué duda cabe de que su trabajo con los sueños -que trataba de hacer más consciente a la sombra contribuyó también a que su gripe remitiera.

Cuando un sueño saca a la luz nuestra sombra o cuando un amigo nos señala un error, nuestro primer impulso es negarlo y defendernos («No soy tan malo»), encogernos de hombros («Yo soy así») o tomar aire y aparentar ser mejores de lo que somos. Sin embargo, todas estas respuestas son equivocadas. No conviene cerrar la puerta a la sombra porque en tal caso merodeará a nuestro alrededor, armará un escándalo y terminará causándonos problemas. Debemos darnos cuenta de la presencia de la sombra, abrirle un espacio en nuestra conciencia, invitarla a comer, tratarla con amabilidad y tomar conciencia de lo que tiene que ofrecernos.

La intensa y prolongada experiencia con nuestra familia, con las luchas de sus miembros reclamando atención y poder, con sus pactos, secretos y resentimientos, afecta profundamente a las expectativas inconscientes que solemos abrigar con respecto a nosotros mismos y a nuestros semejantes. Estas expectativas suelen ser compartidas por toda la familia, lo cual nos permite hablar de la existencia de una «sombra familiar» y de un «inconsciente familiar». Es por ello que algunos de los sentimientos más poderosos de nuestra sombra se manifiestan en la relación que sostenemos con nuestros parientes. Así, por ejemplo, en el seno de la familia nos habituamos a ocupar un determinado estatus -ya sea ventajoso o no- y tendemos inconscientemente a aspirar a ese mismo nivel aprendido en el entorno social en el que nos hallamos inmersos.

Los sueños revelan situaciones y actitudes inconscientes, en especial, aquéllas relacionadas con el orden que ocupamos en la relación familiar: el mayor, el mediano, el pequeño, el hijo único, el gemelo.
El hijo mayor, por ejemplo, suele estar expuesto a padecer celos. El nacimiento de sus hermanos supone para él un cambio radical y arbitrario que le obliga a compartir lo que hasta ese momento había disfrutado únicamente para él. La experiencia de los más pequeños, sin embargo, es muy diferente porque ellos nacieron en un mundo en el que los demás ya existían y no esperan más que una pequeña tajada. Por otra parte, a los hermanos mayores suele obligárseles a reprimir sus sentimientos negativos y a comprender a los pequeños.
Esta es una situación clásica relativa a los celos que suele afectar posteriormente a la vida de la persona.

A veces la sombra se halla tan alejada de la conciencia y resulta tan amenazadora que la puerta no puede abrirse hasta que uno no se encuentre preparado para afrontarla porque, en tal caso, uno podría verse desbordado por el inconsciente y perecer ahogado por la ansiedad arquetípica. En los trabajos de grupo, por ejemplo, una persona puede aprestarse -impulsada por el entusiasmo - a «descubrirlo todo», cuanto más profundo mejor, pero no hay que olvidar que cada persona tiene un grado de vulnerabilidad que no debemos dejar de lado.
Lo más profundo no siempre es lo mejor. Después de todo, las defensas sirven para algo. Si nuestra curiosidad nos lleva a desprendernos de una coraza antes de tiempo podemos dejar nuestras heridas al descubierto. El proceso natural de curación lleva tiempo. Sólo cuando hayamos elaborado otra capa protectora para la herida que se esconde en su profundidad estaremos realmente en condiciones de observar sin peligro.

Veamos, a continuación, el sueño de Carolyn:
Fantasmas:
"Parece que estoy sentada en un cine contemplando una película. La escena transcurre de noche en una playa en la que aparece una niña mala, manchada de sangre, y varios cuerpos acuchillados.
Estoy sentada cerca de una puerta abierta -un servicio- y me levanto apresuradamente a cerrarla. Pero junto a mí hay una mujer joven, llamada Verité, que me ordena que abra nuevamente la puerta. Comenzamos a discutir y tengo que pelear con ella para mantener la puerta cerrada. Luego nos reconciliamos y nos abrazamos.
Escucho una voz que dice: «Estás luchando para guardar el secreto de una mujer». Pronto la playa se llena de gente, parecen muertos, zombis que nos miran amenazadoramente. Les arrojo un líquido espeso que adormece a algunos pero no puedo impedir que otros sigan acercándose peligrosamente. Necesito algo para desembarazarme de ellos."

La primera asociación de Carolyn fue que «la niña mala» era ella. Recordó entonces un sueño que había tenido el mes anterior:
Las Madres no Recuerdan las Cosas Desagradables:
 "Mi madre está mirando una película de terror y esconde su rostro para no ver lo que ocurre mientras dice: «No quiero recordar las cosas desagradables». Pero su hija, mirándola, sabe que su madre sí recuerda. Pareciera como si ambas recordaran vagamente algo terrible que ocurrió en su infancia."
Así es como los niños perciben la proyección de la maldad arquetípica. Cuando una familia mantiene algún secreto inconfesable los niños se sienten culpables. Carolyn decía: «Cada noche, cuando me iba a dormir, me acosaban los fantasmas».
Pero ¿cuál era este secreto? La respuesta se halla en el sueño de los Zombis. La lucha con Verité -la verdad- con la que trataba de mantener la puerta cerrada a un espantoso secreto sobre una mujer, parecía expresar la necesidad inconsciente de Carolyn de seguir creyendo que su madre fue buena y sentirse segura, pero lo que estaba evidenciando, en realidad, era la prohibición materna a hablar de ciertos temas -en este caso, los malos tratos a un niño- para mantener intacto el «inconsciente familiar». Verité luchaba para revelarle una verdad que todavía no estaba en condiciones de escuchar.
¿Cuál puede ser el líquido que adormece? Según Carolyn se trata del alcohol ya que ella, en ocasiones, bebe vino o cerveza para relajarse. Pero, como evidencia claramente el sueño, el líquido sólo disipa momentáneamente los fantasmas del inconsciente que la han atemorizado durante toda su vida. El sueño también nos dice que no todos los fantasmas pueden ser adormecidos, es decir, seguir reprimidos en el inconsciente, ya que la verdad no descansa y los fantasmas seguirán pugnando por salir a la superficie y manifestarse.

En esa época Verité -la verdad- no venció, lo cual demostraba también que Carolyn no se hallaba en condiciones de descubrir más su inconsciente. Años más tarde, tras acopiar fuerzas para afrontar por fin la verdad, Caloryn terminó recordando que su madre la había maltratado físicamente siendo muy pequeña y que su padre había abusado sexualmente de ella a los cuatro años de edad. Es muy probable que por ese motivo hubiera revivido esos incidentes en un estado de trance o disociación -«como si estuviera contemplando una película»- como suelen hacerlo los niños menores de cinco años. Los «zombis» del sueño eran las imágenes de sus padres que Carolyn había conservado de aquella época. Su madre tomaba tranquilizantes y parecía extrañamente ausente, como si fuera un zombi, aunque a veces, no obstante, era víctima de súbitos arrebatos de ira inconsciente en los que llegaba a golpearla. De la misma manera, cuando su padre abusaba de ella no parecía ser él mismo sino alguien extrañamente indiferente y ausente que, muy probablemente, se hallaba también presa de un estado de compulsión inconsciente, quizás una reviviscencia de algún abuso al que también había sido sometido en su infancia.

¿Cómo encajaba este sueño en el presente de Carolyn? ¿Por qué motivo el sueño había aparecido en esta época concreta de su vida? Carolyn temía que el aspecto de su sombra que se negaba a abrir la puerta de los lavabos y acceder a su vida cotidiana fuera su lesbianismo y se sentía muy ansiosa al respecto. Es por ello que Carolyn luchaba contra Verité, porque si permitía que esa verdad saliera a plena luz del día traería consigo el fantasma profundo de una sombra arquetípica mucho más aterradora que había estado proyectando sobre sí misma como una niña maltratada y violada ya que una de sus imágenes más tempranas que tenía de sí misma era la de una «niña mala». No cabe pues la menor duda con respecto al motivo por el cual Carlyn tenía que luchar contra Verité porque de otro modo tendría que aceptarse a sí misma saliendo del lavabo convertida en una lesbiana y porque la desaprobación cultural volvería a abrir sus más profundas heridas personales y arquetípicas.

Carolyn respetó las implicaciones del sueño pero estaba todavía demasiado ansiosa como para poder descubrir la naturaleza exacta de sus viejas heridas y curarlas y aún no tenía la suficiente fortaleza como para poder cambiar su estilo de vida. Para ello necesitaba aprender a diferenciar entre sus miedos personales y los temores arquetípicos. En cierto momento, Carolyn dijo que se sentía obligada a ser abierta pero también agregó que «quienes se creen invulnerables no conocen la crueldad». Necesitaba descender un poco más junto a su vieja «madre buena» que no podía escuchar cosas desagradables, antes de hallarse en condiciones de afrontar la terrible realidad que había vivido en su infancia y asumir las consecuencias sociales que pudieran derivarse de su cambio de valores.

El hecho de abrir la puerta a todos los contenidos negativos de nuestra sombra, por más indignos que puedan parecernos (nuestra rata más repugnante, nuestra rivalidad más agria, nuestros fantasmas familiares y nuestros más íntimos secretos), puede ayudarnos a ablandar nuestro corazón hacia nosotros mismos y hacia nuestros semejantes, a ser más comprensivos con las flaquezas humanas y a ser más cuidadosos para no proyectar nuestra sombra sobre los demás ni sobre nosotros mismos.

miércoles, 12 de marzo de 2014

Encuentro con la Sombra, parte 49


37. LA UTILIDAD
DE LO INÚTIL
Gary Toub

Psicólogo privado y analista junguiano en Denver. Se ha especializado en terapias corporales y en el trabajo con los sueños.

Hace más de dos mil años, el filósofo taoísta Chuang Tzu escribió diversas parábolas encomiando las cualidades de los seres humanos inútiles, feos o deformes -jorobados, tullidos y lunáticos, por ejemplo- y de los árboles retorcidos, nudosos y estériles. Veamos una de esas historias:

Shih, el carpintero, se dirigía hacia el reino de Chi cuando llegó a Chu Yuan y descubrió un roble que servía de lugar de reunión de la población. El árbol se erguía sobre un montículo próximo a la población, sus ramas más bajas -algunas de las cuales eran tan grandes como para poder construir con ellas varias embarcaciones - se hallaban a unos veinte metros de altura, tenía más de veinte metros de diámetro y su copa era tan grande como para dar sombra a un centenar de bueyes. La muchedumbre se congregaba alrededor del árbol como lo hace en la plaza de un mercado. Nuestro carpintero, sin embargo, ni siquiera lo miró cuando pasó por su lado.
Su aprendiz, sin embargo, no cesaba de mirarlo y se dirigió a su maestro, Shih, diciéndole: «Maestro, desde que soy tu alumno jamás había visto un árbol tan hermoso como éste. Pero tú, sin embargo, has pasado a su lado sin echarle siquiera un vistazo».
Shih, el carpintero, replicó: «¡Atiende! Ese árbol es inútil. Si hiciera una barca se hundiría; si construyera ataúdes se pudrirían; si lo aprovechara para hacer herramientas se romperían de inmediato; si hiciera una puerta rezumaría resina; si hiciera vigas las termitas acabarían pronto con ellas. Es una madera inútil que no sirve para nada. Por eso ha podido vivir tanto».
Cuando el carpintero Shih retornó a su casa el roble sagrado se le apareció en sueños y le dijo: «¿Con qué me comparas? ¿Me comparas acaso con árboles útiles como los cerezos, los perales, los naranjos, los limoneros, los pomelos y los demás árboles frutales? A ellos se les maltrata cuando la fruta está madura, se les quiebran las ramas grandes y las pequeñas quedan maltrechas. Su misma utilidad es la que les amarga la vida. Por eso llaman la atención de la gente vulgar y son talados antes de alcanzar la vejez. Así sucede con todo.
Hace mucho tiempo que intento ser inútil y, aún así, en diversas ocasiones casi han conseguido destruirme. Al final, sin embargo, he llegado a ser completamente inútil, lo cual me resulta muy provechoso. ¿Crees que si hubiera servido para algo me hubieran permitido llegar a crecer tanto? Además, tanto tú como yo somos cosas y ¿cómo puede una cosa juzgar a otra? ¿Qué puede saber un hombre inútil y mortal como tú sobre un árbol inútil?»
Shih, el carpintero, despertó y trató de comprender su sueño. Entonces su aprendiz le preguntó: «Si quería ser inútil ¿por qué sirve de santuario a la población?»
Shih, el carpintero, respondió: «¡Calla! Su única intención era no ser dañado por aquéllos que ignoran su inutilidad. Si no se hubiera convertido en un árbol sagrado probablemente hubieran terminado talándolo, por ello se ha protegido de un modo diferente a cómo suelen hacerlo el resto de las cosas. Por tanto, cometeríamos un grave error si juzgáramos a este árbol con criterios ordinarios».

Chuang Tzu nos relata de manera parecida la historia de Shu, el jorobado, quien, a pesar de su cuerpo deforme supo cuidar de sí mismo y llegar a alcanzar una longeva edad. Estas historias ilustran la importancia que los taoístas atribuían a las cosas que parecen no servir para nada, a todo lo que la sociedad y los individuos desdeñan por su inutilidad.
Es más, dichas historias constituyen metáforas que enseñan al sabio a apreciar e incluso a cultivar su propia inutilidad (o sus cualidades más inútiles) para poder llegar a gozar de una vida plena y natural.
En la alquimia, los cuentos de hadas y los sueños del hombre contemporáneo también podemos hallar temas similares. Los alquimistas, por ejemplo, concedían una importancia fundamental a la obtención de la materia prima, a la substancia inicial del proceso de transformación. Esta materia prima, sin embargo, era descrita como veneno, orina o excremento, una materia inútil, despreciable y peligrosa. En los cuentos de hadas, por su parte, lo inútil se halla simbolizado por el loco, un personaje estúpido, indolente, inútil y desdichado que termina convirtiéndose en una especie de héroe. Este tema también aparece en el simbolismo de los sueños del hombre de hoy en día. En el sueño de Carl, por ejemplo, aparece el mismo motivo arquetípico taoísta de la inutilidad que resulta de capital importancia en el proceso de individuación.

Una joven corre frenéticamente por un patio interior tratando de escapar de alguien. Súbitamente resbala y cae aunque logra cogerse a una barandilla en el último momento. Se halla en grave peligro pero, en ese momento, aparece un hombre deformado de aspecto horripilante que, a pesar de su aterradora presencia, la salva del peligro. Luego estoy caminando por el interior de una gran sala donde se celebra un oficio religioso. A un lado, veo una fila de hombres jóvenes elegantes y bien parecidos que permanecen de pie con aire severo. Al otro lado, sin embargo, hay una hilera de personas harapientas y tullidas que se asemejan al hombre de la escena anterior. Sé que debo elegir y, cuando decido unirme al último grupo, todos aplauden celebrando mi elección.

La relatividad de los opuestos

Los cuentos que elogian la inutilidad nos trasmiten dos rasgos fundamentales del pensamiento taoísta: la relatividad de los valores y el principio de polaridad. Este último se representa tradicionalmente mediante la figura del yin y del yang, las laderas oscura y soleada de una montaña, las dos caras de una misma moneda, la oscuridad y la luz, lo útil y lo inútil, los dos polos complementarios e inseparables de la naturaleza. Según Chuang Tzu:

Quienes desean el bien ignorando su contrapartida maligna y quienes aspiran al buen gobierno sin su correlato, el mal gobierno, no comprenden los grandes principios que rigen el universo ni las condiciones a las que está sujeta toda criatura. Del mismo modo, también podríamos hablar de la existencia del cielo sin la de la tierra o del principio negativo sin el positivo, lo cual sería evidentemente absurdo. Si esas personas no se rinden ante la evidencia debe ser porque son locos o bribones.

Los taoístas se dieron cuenta de que no existe ningún concepto ni ningún valor que sea superior o absoluto. Es por ello que, si ser útil es beneficioso, ser inútil, por su parte, no lo es menos. Existe un relato taoísta sobre un granjero a quien se le escapó el caballo que transmite claramente la interrelación existente entre los opuestos:

Cuando su caballo se escapó, su vecino se compadeció de él pero la única respuesta que recibió, fue: «¿Quién sabe lo que es bueno y lo que es malo?» Al día siguiente, el caballo regresó con una manada de caballos salvajes a los que se había unido. En esta ocasión el vecino le felicitó por su inesperada suerte pero la respuesta fue la misma que antes: «¿Quién sabe lo que es bueno y lo que es malo?» También en esta ocasión nuestro granjero acertó porque al día siguiente su hijo se rompió una pierna al tratar de montar uno de los caballos salvajes. El vecino le mostró ahora su condolencia y por tercera vez escuchó la misma respuesta. «¿Quién sabe lo qué es bueno y los que es malo?» y una vez más sus palabras fueron acertadas porque al amanecer llegaron los soldados reclutando gente para el ejército pero su hijo se salvó a causa de su lesión.

Según el Taoísmo, el yin y el yang, la luz y la oscuridad, lo útil y lo inútil, constituyen diferentes aspectos de la misma cosa. Por consiguiente, en el mismo momento en que nos decantamos por uno de ellos reprimimos el otro y alteramos el equilibrio natural. Si aspiramos a la totalidad debemos seguir el camino de la naturaleza y perseguir el difícil objetivo de conciliar los opuestos .
La integración de la sombra

Jung demostró que el psiquismo humano se compone de luz y oscuridad, de una parte masculina y de otra parte femenina y de un interminable número de opuestos fluctuantes que generan un estado de tensión psicológica. Al igual que los taoístas, Jung no pretendía resolver esa tensión mediante la identificación con uno solo de los polos (por ejemplo, tratando exclusivamente de ser productivo) porque sabía perfectamente que sobrevalorar o desarrollar excesivamente un aspecto del psiquismo constituye una peligrosa actitud
unilateral que suele terminar abocando a la enfermedad física, la neurosis o la psicosis. Para Jung, en cambio, nuestra única posibilidad -la condición sine qua non, por otra parte, del proceso de individuación- consiste en sustentar los contrarios que se albergan en nuestro interior.

Una de las formas más fructíferas de integrar los opuestos internos consiste en afrontar conscientemente nuestra sombra, esa parte «oscura» de nuestra personalidad que contiene las características y atributos negativos que más nos «negamos» a aceptar como propios. El hecho de afrontar y reapropiamos de esos atributos constituye un proceso difícil y doloroso porque, aunque la sombra puede contener algunos elementos positivos, normalmente encierra los aspectos más abyectos, primitivos, inadaptados y violentos de nuestra naturaleza que hemos terminado rechazando por motivos morales, estéticos, sociales o culturales.
En la medida en que la sombra es el símbolo de todo lo que es des preciable, inferior o inútil es equiparable a las imágenes taoístas del árbol retorcido y del jorobado porque, como ellos, es aparentemente inútil. Así pues, perfectamente podríamos decir que en el interior de cada uno de nosotros se esconde un Shu jorobado o un árbol retorcido.

Lo erróneo es lo correcto

Además de nuestra tendencia a infravalorar a la sombra, también tendemos a considerar inútiles nuestros problemas físicos y emocionales. Se trate de una simple jaqueca, de un simple malestar digestivo, de una depresión o de un cáncer de mama, nos desagrada lo que no anda bien. Para nosotros, la enfermedad no sirve para nada y, por consiguiente, la consideramos como un obstáculo y tratamos de eliminarla a toda costa.
Esta actitud frente a la enfermedad es consecuencia del reduccionismo causalista del modelo médico occidental que da por supuesto que las enfermedades son perjudiciales e inadecuadas y que una vez que hayamos eliminado su causa el paciente se recuperará. La aplicación indiscriminada de este abordaje que pretende fomentar la curación genera, sin embargo, una actitud fundamentalmente negativa hacia los síntomas y hacia la enfermedad similar a la que sentía el carpintero de la historia de Chuang Tzu con respecto al árbol centenario.

Del mismo modo que ocurría en el caso del jorobado, el lisiado y el árbol retorcido, las parábolas de Chuang Tzu nos proporcionan una nueva perspectiva para sacar partido de nuestra situación y encontrar algo positivo en nuestras dolencias. Desde este punto de vista, lo que parece incorrecto es absolutamente adecuado porque nos proporciona un nuevo sentido que puede servir a algún propósito desconocido.
Según la psicología finalista de Jung nuestros problemas y síntomas contienen elementos positivos de fundamental importancia. Es por ello que Jung proponía que además de tratar nuestras enfermedades de un modo causalista y reductivo debíamos también tratar de encontrar su significado. Según Jung, nuestros síntomas y complejos neuróticos son elaboraciones del inconsciente para impulsarnos hacia el camino de la realización. En su libro, Two Essays on Analytical Psychology, escribió: “Yo mismo he conocido a más de una persona que han encontrado el sentido de su existencia en una neurosis... que le conducía a un modo de vida que desarrollaba sus potencialidades más valiosas“
.
El vínculo existente entre enfermedad y autorrealización ha sido tratado posteriormente por Esther Harding en The Value and Meaning of Depresion (1970), donde demuestra que los estados depresivos constituyen intentos creativos del Yo para que establezcamos una comunicación más profunda con la totalidad. Arnold Mindell, por su parte, llegó a la misma conclusión con respecto a los síntomas somáticos. En un artículo aparecido en la revista Quadrant afirmaba: “Si dejo mis opiniones de lado, cuanto más trabajo con el cuerpo más valoro y simpatizo con una determinada «enfermedad». Cuando una filosofía finalista combinada con una observación exacta reemplace a las terapias causalistas y a los miedos basados en la ignorancia, el cuerpo dejará de parecernos un demonio enfermo e irracional y se nos mostrará como un proceso que posee su propia lógica y sabiduría interna.

Las neurosis y las enfermedades físicas contienen pautas y valores inconscientes fundamentales para el desarrollo de nuestra integridad. Pero para descubrir su sentido es necesario dejar de costado nuestras creencias al respecto y estar de parte de la enfermedad prestando atención a sus síntomas sin tratar de modificarlos. Desde es te punto de vista, lo que está ocurriendo es algo fundamentalmente correcto y es necesario que le prestemos toda nuestra atención.
Mindell compara este trabajo con la obra alquímica que también se inicia con una substancia impura e incompleta que debe ser transformada. Este «cuerpo impuro» -o materia prima - son los dolores, los trastornos y las molestias cotidianas que deben ser transformadas alquímicamente hasta que revelen su verdadero significado. Este proceso consiste en concentrarse en lo que ocurre focalizando en ello toda nuestra atención para amplificarlo. Los ejemplos que brindamos a continuación ilustran la manera práctica de llevar a cabo este trabajo.

La utilidad y la individualidad

Las enseñanzas de Chuang Tzu no sólo nos muestran el valor de la enfermedad sino que también nos enseñan que para desarrollar todo nuestro potencial debemos convertirnos en algo inútil a los ojos del mundo. De otro modo nos veremos obligados a llevar una vida fragmentaria e insatisfactoria despojados de aspectos primordiales de nuestra personalidad. De este modo, Chuang Tzu nos alienta- con su estilo un tanto exagerado- a desarrollar nuestra propia individualidad.
Jung también subrayaba la importancia de vivir nuestra propia vida. El punto fundamental del proceso de individuación consiste en desarrollar nuestra personalidad a pesar de las exigencias a que nos somete la vida colectiva. Jung estaba particularmente interesado en la crisis del individuo inmerso en la sociedad moderna ya que en el mismo momento en que se confunde con la masa su singularidad se ve reducida y distorsionada.
Como señalaba Jolande Jacobi en The Way to Individuation:
“Hay muchas personas que no viven su propia vida y que lo desconocen todo sobre su verdadera naturaleza. Estas personas hacen auténticos esfuerzos para «adaptarse», para no llevar nunca la contraria y cumplir exactamente lo que las opiniones, las normas, las reglas y los convencionalismos del entorno consideran «adecuado». Esas personas son esclavas del «qué dirán»,de «lo que hacen los demás», etcétera.

Este es precisamente el caso cuando intentamos vivir como personas normales y nos casamos, tenemos hijos, aprendemos una profesión, etcétera, normas que son especialmente letales para aquellos cuyas pautas internas se desvían mucho de la norma, como los artistas, los genios y los místicos, por ejemplo.
Cuanto más tratamos de seguir nuestro propio camino más nos molesta la rigidez de las normas y los valores colectivos. Para alcanzar la plenitud debemos liberarnos del poder del psiquismo colectivo y del entorno que
nos rodea y estar dispuestos a parecer inútiles o imbéciles. Como dijo Lao Tzu:

Cuando el sabio oye hablar del Camino
trata de vivir en armonía con él.
Cuando el hombre normal oye hablar del Camino
sólo lo comprende en parte.
Cuando el loco estudia el Camino
se rie de él.
Sin embargo, si el loco no se riera
no sería el Camino.
Por tanto, si buscas el Camino
escucha la risa de los locos.

Lieh Tzu llevó todavía más allá la idea de inutilidad, sugiriendo incluso que debíamos abstenernos de sacrificar un solo pelo en beneficio del mundo ya que sólo de ese modo el mundo puede permanecer en orden, lo cual, por cierto, no deja de ser una exageración porque Lieh Tzu no pretendía que todos abandonáramos el mundo y nos convirtiéramos en ermitaños. El verdadero sabio aspira a seguir su verdadera naturaleza en medio de los asuntos del mundo. Como dijo Chuang Tzu:
“Sólo el hombre perfecto puede trascender los límites de lo humano sin retirarse, no obstante, del mundo; vivir de acuerdo a la humanidad y, sin embargo, no sufrir por ello. El hombre perfecto no aprende nada de las enseñanzas del mundo y conserva su propia independencia.
En otras palabras, debemos aspirar a convertirnos en nosotros mismos y a integrar lo que somos en el mundo“.