martes, 30 de abril de 2019

¿Qué es la fe?


¿Qué es la fe?

Si los padres confían en su forma de vida, y esa forma de vida está basada en la fe, sus reglas y límites reflejarán esa confianza. Esto no lleva a preguntarnos ¿Qué es la fe?
Todo acto basado en la fe es una manifestación de amor. Una madre o un padre amoroso no es ni permisivo ni disciplinario; el calificativo que mas le cuadra es el de comprensivo. Comprende la necesidad que tienen el niño de un amor y una aceptación incondicional. Comprende también que no es una cuestión de palabras sino de sentimientos expresados en acciones.
Una madre amorosa es quién se da, quién da su tiempo, su atención, su interés. Para saber cuánto quiere una madre a su hijo, sólo es necesario saber el tiempo que le dedica y cuanto placer le da a su hijo. El placer que siente una madre con su hijo es exactamente igual al que siente el hijo por su madre. El amor está basado en un placer compartido. El placer de una persona aumenta el placer de la otra, hasta que el sentimiento entre ambos es de alegría.

Los padres amorosos quieren ver a su hijo feliz. Quieren que disfrute de la vida. Esta actitud y los sentimientos que la acompañan, dan al niño fe en la vida: primero fe en sus padres, después fe en él mismo y por último, fe en el mundo. Los padres pueden hacer esto por un hijo si ellos mismos tienen fe. Pero poca gente la tiene, nuestra civilización la margina. Hablamos del amor pero veneramosancia el poder.

La importancia de la fe

 ¿Qué importancia tiene la fe? ¿Puede el hombre vivir sin ella? Esta cuestión merece una atención seria, ya que la supervivencia del hombre no está garantizada y su vida no está libre de la desesperación. ¿Qué es la fe? Como todas las palabras, puede usarse con ligereza. Es muy fácil decir: Debes tener fe, como se podría decir tienes que amar. Pero un momento de reflexión basta para darse cuenta de que ni las palabras ni las afirmaciones pueden añadir estas cualidades esenciales a la vida de una persona.

El sentimiento de fe es el sentimiento de la vida fluyendo en el cuerpo de un extremo a otro, desde el centro a la periferia y vuelta de nuevo. El individuo se siente como una unidad, como un continuo. Los diferentes aspectos  de su personalidad están integrados.

Existe una conexión íntima entre la enfermedad y la pérdida de fe. Estamos asistiendo a un aumento en la incidencia de la depresión por un lado y la correspondiente desilusión y pérdida de fe por el otro. La persecución frenética de la diversión y la demanda continua de estimulantes apoyan esta observación.
Vemos un deterioro constante de los valores morales, un debilitamiento progresivo de los lazos religiosos y comunitarios que ligan el bienestar de un hombre con el del otro, una disminución de la espiritualidad junto con un aumento del énfasis en el dinero y en el poder. ¿A dónde va este mundo?. La opinión general diría que estamos viviendo tiempos depresivos, y realmente es así.

Son depresivos, no porque sean difíciles, sino porque nuestra fe se ha visto minada progresivamente. La gente ha vivido tiempos más difíciles sin deprimirse.
Cuando se pierde la fe, parece perderse también el deseo y el impulso de alcanzar cosas, de comunicarse y luchar. El individuo siente que no hay nada que alcanzar y adopta una actitud última de ¿Para qué?
Seguir las reglas es un camino seguro; pero no es el camino del placer ni de la fe en la vida.

 Al tratar de comprender la relación del hombre consigo mismo y con su mundo no podemos olvidar el concepto de fe.
La fe pertenece a un orden de experiencia diferente de del conocimiento. Es más profunda que éste, puesto que ha menudo le precede cómo base de acción y continúa afectando el comportamiento incluso cuando su contenido es negado por el conocimiento objetivo. Rezar es un buen ejemplo. Muchos de los que rezan saben que su oración no es capaz de modificar el curso de las cosas; pero el saberlo no los detiene, porque para ellos rezar es una expresión de fe. Sienten que esa expresión tiene un efecto positivo y que gracias a ello son capaces de soportar la carga. Para rezar no es necesario creer en una deidad omnipotente. El poder de la oración se basa en la fe que la persona manifiesta. Se dice que la fe obra milagros, y veremos que existen buenas razones para creerlo.

Un acto de amor también es una expresión de fe. En el acto de amor uno abre el corazón a otro y al mundo. Esta acción, que llena al mundo de una alegría inexplicable, le expone también a un daño profundo. Por consiguiente sólo puede hacerla quien tiene fe en la humanidad del hombre y en toda la naturaleza. La persona que no tiene fe no puede amar.

Si no tuviéramos fe en que nuestro esfuerzo va a ser recompensado, faltaría la motivación para esforzarse. La necesidad no es un incentivo suficiente. Los pacientes depresivos tienen la misma necesidad de funcionar que todo el mundo, pero eso no les mueve. Se han rendido; han perdido la fe y se han resignado a morir.

La íntima conexión entre pérdida de fe y muerte aparece clara en situaciones de crisis. En asuntos de vida o muerte la fuerza de la fe puede ser el factor decisivo que empuje a un hombre a sobrevivir allí donde otros mueren.
Una prueba de fe realmente extraordinaria fueron los campos de concentración en la Alemania nazi. Para los que parecía un milagro sobrevivir a aquel horror. Pero el caso es que muchos sobrevivieron, entre ellos Victor Frankl, un psiquiatra austriaco. La observación de sus compañeros le condujo a la conclusión de que los únicos que sobrevivían eran las personas para las que la vida tenía algún significado. Aquellos a los que les faltaba esa convicción se abandonaban y morían. Les faltaba la voluntad de seguir luchando ante la tortura, la crueldad, traiciones, privaciones y degradaciones.

La fe de una persona es la expresión de su vitalidad interior como ser viviente, igual que su vitalidad es una medida de su fe en la vida; ambas incumben a procesos biológicos dentro del organismo.
La fe es la fuerza que sostiene la vida, tanto en el individuo como en la sociedad, y la que la mantiene en movimiento. Es, por tanto, la fuerza que une al hombre con su futuro. Cuando se tiene fe, se puede albergar confianza en el futuro, aún en periodos en los que los sueños o esperanzas no parece que vayan a cumplirse. Y sin embargo, no es el vínculo a un futuro personal lo que es esencial en la fe. Muchas personas han sacrificado su futuro individual en aras de su fe, que han preferido morir antes que renunciar a ella. Lo cual sólo puede indicar que para ellos la supervivencia sin fe no valía la pena.

El poder frente a la fe

¿Cómo puede ser que la fe tenga un valor mayor que la vida? Esta aparente contradicción sólo puede resolverse si aceptamos la idea de que lo que está en juego no es la vida individual. Una persona puede decidirse a sacrificar su vida en aras de otras vidas o de la humanidad. Si tenemos fe, es la vida en general la que nos parece valiosa. Si perdemos el sentido de que cualquier vida es valiosa, renegamos de nuestra humanidad, con el inevitable resultado de que nuestra propia vida se vuelva vacía y falta de sentido.

Ahora bien, en nombre de la fe (religiosa, nacional o política) los hombres han hecho la guerra, han destruido vidas y violado la naturaleza. Este extraño comportamiento requiere una explicación, que debemos buscar en la propia naturaleza de la fe. El hecho es que la fe tiene un aspecto dual, uno consciente y otro inconsciente. El aspecto consciente está conceptualizado en una serie de creencias o dogmas. El inconsciente es un sentimiento de confianza o fe en la vida, que subyace al dogma y que infunde vitalidad y sentido a la imagen. Ajena a esta relación, la gente ve al dogma como la fuente de su fe y se sienten impulsados a apoyarlo contra todo aquello que cuestione su validez. A los que defienden otra creencia se les considera como infieles y menos humanos. Tal actitud parece que para algunos es motivo suficiente para destruir a otros.

Pero aunque las diferencias de fe se pueden utilizar como justificación y racionalización para guerras y conquistas, la motivación real hay que buscarla en la lucha por el poder.
El hombre necesita seguridad, y cree encontrarla en el poder; a mayor poder, mayor sensación de seguridad.
La gente que pone su confianza en el poder nunca parece tener el suficiente para estar absolutamente seguro. El motivo es que la seguridad tal no existe, y nuestro poder sobre la naturaleza y sobre nuestros propios cuerpos está estrictamente limitado. La confianza en que el poder garantiza la seguridad es una ilusión que mina la verdadera fe en la vida y conduce inevitablemente a la destrucción.

Además de que nunca es suficiente el poder que se puede conseguir, existe también la posibilidad de perderlo. A diferencia de la fe, el poder es una fuerza impersonal y no una parte del ser de la persona, por lo cual es susceptible de que se lo apropie otra persona u otra nación. Como la gente codicia el poder, el hombre que lo posee es envidiado y por tanto no puede descansar seguro, ya que sabe que los demás están intentando o intrigando como arrebatárselo. El poder crea así una extraña contradicción: mientras por un lado parece proveer un grado de seguridad externa, por otro crea un estado de inseguridad tanto a nivel individual como en su relación con los demás.

Las ciudades-estado de los antiguos griegos surgieron de la fe que tenían los griegos en sí mismos y en su destino y que se refleja claramente en su mitología y en las leyendas de Homero. A medida que crecieron, aumento su poder, lo cual les permitió crecer aún más. Pero allí donde la fe une, el poder divide. La lucha de poder entre las grandes ciudades dio como resultado la guerra, destruyendo una fe que anteriormente había unido. Su destino fue ser destruida por un pueblo joven, poseedor de una fe no contaminada por el largo ejercicio del poder.

Un ego inflado, sea personal o nacional, precede y puede ser responsable de la ruptura de la estructura social o de la personalidad individual.
El anhelo de poder limita la experiencia del placer, que proporciona la energía y motivación necesaria para el proceso creativo.
En individuos débiles, las sensación de poder es fácil que infle artificialmente el ego, produciendo una disociación entre el ego y los valores espirituales inherentes al cuerpo; entre éstos están los sentimientos de unidad con el prójimo y con la naturaleza, el placer de la capacidad de respuesta espontánea, que es la base de la actividad creativa, y la fe en uno mismo y en la vida.

Los valores del ego son individualidad, control y conocimiento. A través del conocimiento logramos mayor control y nos volvemos más individuales. Pero cuando estos valores se alían  con el poder y dominan la personalidad, se disocian de los valores espirituales del cuerpo, lo cual transforma una postura sana del ego en otra patológica.

La antítesis entre los valores del ego y los valores del cuerpo no tiene por qué acabar en un antagonismo que escinda la personalidad. En virtud de su relación polar, los dos conjuntos de valores pueden estimular y enriquecer la personalidad. Así, el hombre que es realmente un individuo puede ser agudamente consciente de su hermandad con otros hombres y de su dependencia de la naturaleza y el universo. Su control rebela que es dueño de sí mismo; posee autocontrol y su conocimiento le sirve para reforzar su fe en la vida, no para minarla ni negarla.

A un verdadero individuo, en contacto con su cuerpo y seguro de su fe, se le puede confiar poder. No se le subirá a la cabeza, porque no juega un papel importante en su vida personal. Y la persona que cree en el poder y la gusta, se volverá un demagogo (o semidios) que sólo puede actuar destructivamente, no creativamente.

El mundo se halla actualmente en un punto peligroso y desesperado porque tenemos demasiado poder y muy poca fe.
La violencia y la depresión son dos reacciones al sentimiento de impotencia. Otra es volcarse en las drogas y el alcohol; el consumidor de drogas contrarresta el sentimiento de impotencia a través de sus efectos narcóticos y alucinatorios. Pero ninguno de estos caminos de resultado. La única salvación está en la fe.

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