martes, 23 de abril de 2019

Amor versus Disciplina


Amor versus Disciplina


El amor no se puede separar de la libertad y el placer. Nadie ama de verdad si limita en la persona amada la libertad de ser, para expresarse y para actuar por sí mismo. Si queremos a alguien, lo queremos ver feliz y alegre, no desgraciado y sufriendo. Otro punto importante es que las acciones amorosas vengan dictadas por el corazón, no por la cabeza.

Es difícil ver la manera de combinar amor y disciplina. La disciplina está tan metida en nuestra vida y en nuestro pensamiento que no podemos ver sus peligros. La civilización occidental iguala obediencia y deber con amor. Quien bien te quiere te hará llorar, se dice comúnmente. Por otra parte, ve al placer como pecado, mientras que el trabajo y la productividad son virtudes cardinales. De igual manera, considera el cuerpo como un aspecto inferior de la naturaleza humana.

Mi argumento principal en contra de la disciplina en el hogar se funda en la relación que se impone entre padres e hijos.  Cuando un padre se arroga el derecho de castigar, se coloca en el lugar del juez. El hecho de juzgar destruye una relación basada en el amor. El amor exige comprensión, el juzgar requiere omnisciencia.

¿El niño es igual a sus padres? En sabiduría, madurez y responsabilidad, por supuesto que no. Pero sí en el sentido de que sus sentimientos son tan importantes como los de los adultos. Lo característico de una relación amorosa es que la persona amada sea tan importante para nosotros como nosotros lo somos para ella. Si el sentimiento de igualdad no está presente, la relación se convierte en la de amo y sirviente.

Otra relación que ha degenerado hacia un status de inferior y superior es la que se da entre profesor y alumno. Educar por definición, significa conducir o guiar a alguien. Un profesor debería conducir a sus alumnos por el camino del aprendizaje y del conocimiento, no empujarlos con amenazas y castigos.
Como no tenemos verdadera fe en nuestro sistema, nos valemos de una fórmula de premios y castigos para motivar la conducta. No hay que pensar mucho para comprender por qué nuestros estudiantes odian casi universalmente la escuela.

No hace falta llevar las escuelas como instituciones penales. Cualquier niño que sea libre está ansioso de aprender lo que le interesa. El sistema de premios y castigos es innecesario. Además, este nuevo procedimiento restablece la relación natural entre profesor y estudiante, como iguales y amigos, en la aventura conjunta del aprendizaje.

La gran decepción en el juego que practican los padres con los hijos es el pretender que pueden amar y ser objetivos, implicarse y desligarse al mismo tiempo. Tal pretensión les permite negar sus sentimientos cuando resulte inconveniente admitirlos. Así, por ejemplo,  se puede acusar al niño de rebelde aun cuando sus acciones sean una respuesta a la hostilidad de sus padres, o pueden ser sordos e inflexibles ante un niño llorando a favor de la disciplina y la coherencia. Negarán placer al niño por envidia (a ellos se lo negaron de niños) y se enorgullecerán de no mimarlo.

Los padres se enganchan con este juego, porque muchos creen realmente que hacen lo mejor por el niño. Pero pensar que el administrar un castigo doloroso al niño tendrá un efecto positivo sobre su personalidad, es una forma de engañarse. Producirá temor, lo cual puede hacer que el niño sea mas sumiso, pero no mas amoroso. Los padres fueron también niños y seguramente víctimas de esa manipulación. ¿Por qué lo han olvidado?
 Para contestar, tenemos que averiguar lo que pasa con el niño sometido a este tratamiento.

Los niños no pueden escoger entre aceptar y rechazar los engaños que utilizan sus padres; no son agentes independientes, el amor y la aprobación de los padres es una cuestión de vida o muerte para ellos. La mayoría de los niños pasarán por  una época de rebeldía. Desgraciadamente, sus esfuerzos sólo sirven para alienar mas a sus padres, que acaban viendo al niño como un loco, un monstruo o un salvaje. Se le fuerza a ceder, lo que significa que finalmente aceptará la idea de que uno debe merecer el amor y debe ganarse el placer. Acabarán creyendo que no son queridos porque no lo han merecido.

 El niño que toma la decisión de seguir el juego, ha hecho un mal negocio; pues tendrá que reprimir sus sentimientos negativos y hostiles. Forzado a dejar de un lado sus derechos innatos, haga lo que haga no puede ganar.
Los padres que juegan a este juego piden lo imposible. Su motivación inconsciente es transferir al niño la culpa por no ser unos padres amorosos. Y el niño acepta la culpabilidad con el fin de alimentar la ilusión de que el amor de los padres sigue siendo asequible.

Toda persona depresiva está atrapada en los cuernos de un dilema. Una parte de él mismo le dice: Lucha, sigue, es tu única oportunidad. La otra: Abandona, no tienes nada que hacer.

Lo contrario de la disciplina no es la permisividad. Un padre permisivo es un padre confuso que tiene dudas sobre el uso de la disciplina, pero no sabe con que reemplazarla. Se verá sometido a prueba y desafiado por el niño, que tiene que saber exactamente dónde se encuentra.

La permisividad no es el equivalente del amor. Un niño educado en un hogar permisivo puede estar tan falto de amor como el del hogar autoritario, y aun podrá tener mayores dificultades para jugarlo, ya que las reglas son vagas y confusas. Al no encontrar por ningún lado la fe que necesita para vivir se deprimirá.
El problema con la permisividad es que no es una actividad positiva sino negativa. El padre o el profesor permisivo, han rechazado la tesis de la disciplina estricta, pero no la han reemplazado por una moral interior que les proporcione la seguridad y el orden necesarios para una verdadera libertad. El padre permisivo está tan confuso con él mismo como lo está en sus relaciones con sus hijos. Y así no es de extrañar que se le venga el mundo encima.

Ni la permisividad ni la disciplina rígida son la respuesta a los tiempos difíciles que corren. La autodisciplina debe reemplazar a una disciplina autoritaria ya obsoleta. Esto está en la línea de la autoconciencia y de la autoexpresión, que necesariamente incluyen conceptos de autodominio y autocontrol.
El padre que se ejercita en la autodisciplina moverá a su hijo a adquirir la misma función, permitiéndole que tome mayor responsabilidad por la satisfacción de sus necesidades. El concepto que subyace aquí es el de autorregulación, que empieza en la primerísima infancia con lo que se llama alimentación por demanda.
El niño que aprende a regularse a sí mismo tendrá fe en su propio cuerpo y en sus funciones y se convertirá en una persona autodirigida y capaz de autodisciplina.

La autorregulación difiere de la permisividad en aspectos importantes. No representa un abandono de la responsabilidad de los padres. Los padres que creen en la autorregulación tienen la responsabilidad de estar allí siempre que el niño los necesite. La autorregulación acepta al niño como es, un organismo animal nuevo, y le permite ser único.

La autorregulación no significa que los padres se abstengan de dar algunas reglas o poner algunos límites a las acciones del niño. Si no fuera así, sería el caos. Un niño espera de sus padres guía y dirección. Pero las reglas no deben ser rígidas ni los límites inflexibles, ya que su finalidad es aumentar la seguridad del niño y no negar su voluntad. Y por encima de todo, no pueden ser arbitrarias; deben guardar relación directa con la forma de vivir de los padres; es decir, los padres deberían vivir según las mismas reglas básicas que imponen a sus hijos. No puede ser que haya unas reglas para los padres, que tienen el poder, y otras para los hijos, que no lo tienen.

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