miércoles, 22 de febrero de 2017

El Gozo, parte 36


12. La entrega a Dios

La pasión y el espíritu

La máxima “no solo de pan vive el hombre” es bien conocida, pero esta cultura que se preocupa por las cosas materiales no la toma en serio. A fin de entender esta preocupación, debemos reconocer que deriva de una identificación con el ego y sus valores. El ego valora objetos y actividades que sirven para enaltecer la imagen de un individuo ante los ojos de los demás. La acumulación de bienes responde a este objetivo, al igual que el dinero, el poder, el éxito, la fama y la posición social. Como el ego constituye una parte esencial de la personalidad, a todos nos interesa la imagen y el estatus que tenemos en la comunidad.

 Cuando la búsqueda de los valores del ego se convierte en la actividad dominante de una cultura, surge un problema serio: se dejan de lado o se deprecian otros valores más importantes y profundos que denominamos espirituales, porque no vemos la importancia de esos valores en nuestra vida cotidiana. La oposición entre el materialismo y el espiritualismo es irreconciliable, ya que estos conceptos son incompatibles.

Si utilizamos la expresión valores del ego para describir la búsqueda de objetos materiales, entonces el enaltecimiento de los sentimientos espirituales pertenece al reino de los valores corporales. La antitesis entre el ego y el cuerpo no es más que un reflejo de dos facetas diferentes de la personalidad humana, esenciales para el sano funcionamiento del individuo.

Todo objeto o actividad que promueva los buenos sentimientos del cuerpo pertenece a esta categoría. Por lo tanto, entre los valores corporales se cuentan el amor, la belleza, la verdad, la libertad y la dignidad, para nombrar algunos. Son valores interiores relacionados con nuestro sentido del self, mientras que los valores del ego o materiales derivan de nuestra relación con  el mundo exterior, con los aspectos externos de nuestro ser. Los valores interiores son verdaderos valores espirituales, dado que se relacionan con actividades del espíritu y producen sentimientos fuertes o pasión; en cambio, los valores del ego o materiales no despiertan verdadera pasión en los hombres, aunque muchos intenten alcanzarlos impulsados por una ambición intensa.

Ni el deseo o la ambición de hacerse famoso ni la obsesión de enriquecerse despiertan buenos sentimientos corporales. Podríamos decir que la riqueza nos produce una linda sensación, pero esa sensación se relaciona con la percepción del ego en el sentido de que la riqueza brinda seguridad y poder. En el caso de una persona primitiva, la idea de riqueza no produciría muchos sentimientos, mientras que la dignidad, el honor y el respeto despertarían fuertes sentimientos positivos. La falta de identificación con estos valores constituye la base de los problemas sociales que plagan nuestras sociedades actuales.

Otro valor espiritual del que nuestra cultura carece en gran medida es la identificación y armonía con la naturaleza, con nuestro medio ambiente y los miembros de nuestra comunidad. El individuo primitivo tiene una estrecha relación emocional con su medio ambiente, ya que depende por completo de él para sobrevivir. El hombre moderno, cuya supervivencia también depende de su medio ambiente natural, se ha apartado y disociado del mundo natural identificándose con su ego. Así, aunque cree contar con más seguridad que el hombre primitivo, que se vale de la magia para sentirse más seguro, tiene una profunda inseguridad en un nivel corporal, causada por la perdida de conexión con el self, la tierra y el universo.

El objetivo de toda actividad religiosa es fomentar estos valores interiores, espirituales o corporales, que reflejan los buenos sentimientos derivados de una sensación de armonía y conexión con las fuerzas de la naturaleza y del Universo. Si substituimos estas fuerzas por la palabra “Dios”, podremos apreciar el poder del sentimiento religioso. Cuando estos sentimientos son fuertes, constituyen una pasión que excita el espíritu y lo mantiene altamente cargado. Cuando un individuo siente esa pasión o algún aspecto de ella, como la pasión por la belleza, creo que es imposible que se deprima, sienta ansiedad o compulsión.

En esta época en que se han perdido los valores espirituales o interiores, en que la religión ha perdido su poder para influir sobre los sentimientos o el comportamiento, la depresión y la angustia emocional se han vuelto endémicas. Sin embargo, dudo de que un sistema de credo, religioso o no, sea capaz de substituir el sentimiento de pasión. Este sentimiento surge cuando el individuo entrega sus controles del ego y así libera al cuerpo de su atadura a la voluntad y a los valores del ego. Esta entrega constituye la base de la curación por la fe religiosa, en la cual nos entregamos a Dios.

El problema que presentan algunas practicas de curación por la fe religiosa es que uno no se entrega a Dios sino a un representante de Dios o a una orden doctrinaria que nos exige someternos a una autoridad, algo similar a lo que sucede en el caso de aquellos cultos en los que se entrega el ego al líder y se obtiene así una sensación de libertad y un sentimiento de pasión. La sumisión no constituye una verdadera entrega; el espíritu terminará por rebelarse tarde o temprano contra la pérdida de la libertad para ser fiel al propio self. Creo que la verdadera curación debe proceder del interior del individuo y no de una fuerza externa. Dios desempeña un papel en la autocuración, puesto que la fuerza curativa es el espíritu de Dios que está en nuestro cuerpo y que es, sin duda, el espíritu del individuo: la fuerza vital que mantiene su vida, mueve su cuerpo y crea el sentimiento de alegría.

No obstante, como vimos en capítulos anteriores, la entrega al cuerpo produce un temor a la muerte, el temor a no sobrevivir si renunciamos al control del ego. El paciente carece de fe, porque la fe que tenia de niño en el amor de sus padres fue traicionada y sintió que se moría o se podría morir. Sin embargo, aunque la entrega nos atemorice, es la única manera de sanar las heridas de la niñez. Necesitamos fe para soltarnos o abandonarnos al cuerpo, a la oscuridad del inconsciente, al submundo de nuestro ser, y también necesitamos un guía, una persona en la que tengamos fe porque ya atravesó lo desconocido en su propio proceso de curación, en la búsqueda de Dios dentro de su propio ser. Al mismo tiempo que nos conectamos con el Dios interior, nos conectamos con el Dios exterior, con los procesos cósmicos que dieron origen a la vida y de los que dependen nuestras vidas.

Pese a que nosotros, hombres modernos, poseemos muchos más conocimientos que los hombres primitivos, tenemos la misma necesidad de que nuestra relación con la naturaleza y el universo sea armónica.
Nuestra transformación en seres conscientes denota que hubo un tiempo en el que percibimos esta armonía. Tal vez algunos nos acordemos de la sensación de conexión y armonía que sentimos de niños al experimentar alegría.

Esta creencia de que todos los seres vivos poseen una cualidad divina constituye uno de los principales conceptos de la religión hindú, que postula que la esencia de Brahma es un atributo de todas las criaturas. El hombre primitivo creía que había un  espíritu en todos los seres vivos y no vivos, que debía respetarse.

En los comienzos de la era prehistórica, el hombre vivía plenamente en el mundo natural como un animal más. Era una época de inocencia y también de libertad. Para la mitología era una época paradisíaca porque los ojos eran brillosos y los corazones rebosaban de gozo.
Este tipo de vida contrasta claramente con la moderna, en la que los placeres verdaderos son pocos y la alegría es minima o no existe. Habría que ser ciego para no ver esta realidad en los rostros y los cuerpos de las personas que vemos en la calle u otros lugares públicos. La mayoría de las veces, los rostros están rígidos y contraídos, las mandíbulas tienen aspecto torvo, los ojos se ven opacos, temerosos o fríos, etc. Esto es evidente pese a las mascaras que utilizan las personas para esconder su dolor y tristeza. Los cuerpos están congelados o desarticulados, obesos o raquíticos, rígidos o derrumbados. Si bien existen varias excepciones, la belleza real no es frecuente y la verdadera gracia no existe. Es una escena trágica.

Nos hemos transformado en una cultura materialista dominada por la actividad económica, cuyo único objetivo es el aumento del poder y la producción de objetos. El hecho de que el poder y los objetos que pertenecen al mundo exterior se conviertan en el centro de atención hace que se debiliten los valores del mundo interior, tales como la dignidad, la belleza y la gracia. Creo que la perdida de los valores morales y espirituales guarda una relación directa con el aumento de la riqueza. Se  dice que es mas fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un hombre rico entre al reino de los cielos. Sin embargo, ese reino es el reino de Dios sobre la tierra, donde el gozo es posible. Por desgracia, el hombre fue expulsado de este reino que era el Jardín del Edén por desobedecer el mandato de Dios de no comer el fruto prohibido del árbol de la sabiduría. Al adquirir conocimiento se transformo en un Homo sapiens y así pasó de un estado puramente animal a la condición humana. Este fue el primer paso hacia la transformación del hombre en una criatura civilizada, y necesitó mucho tiempo. Las etapas siguientes fueron mas rápidas. Entre la edad de piedra y la de bronce transcurrieron de cuatro a cinco mil años; entre la edad de bronce y la de hierro hubo un periodo de menos de dos mil años. El ritmo de la civilización se fue acelerando a medida que el hombre aumento sus conocimientos, y ese aumento trajo aparejado un desarrollo de la concepción de la naturaleza divina.

La idea de un Dios todopoderoso, de sexo masculino, Dios padre, es relativamente reciente y se limita a las religiones de la civilización occidental. En la primera religión, el animismo, se rendía culto a todos los espíritus de la naturaleza. El politeísmo representaba el culto a dioses y diosas, cada uno asociado con aspectos específicos de la vida humana. La ascensión a la supremacía por parte de un único dios masculino se asociaba con la ascensión al poder por parte de un soberano masculino, el rey todopoderoso, al que se lo consideraba descendiente o representante del dios. El dios o los dioses ya no residían en la tierra. Primero se mudaron a la cima de una montaña — el monte Olimpo — habitado por los dioses griegos, y luego el Dios supremo fue trasladado a algún lugar remoto del cielo inaccesible para los mortales.

Este proceso de separar lo divino de lo secular represento una desmistificación progresiva de la naturaleza y del cuerpo. Se consideraba que la tierra era una masa de materia que, al ser activada por la energía del sol, era capaz de producir plantas.
Luego el hombre aprendió a controlar este fenómeno natural mediante la agricultura, lo cual le proporcionó una fuente confiable de alimentación. Más tarde, con la introducción de las máquinas y los fertilizantes químicos, su poder para cultivar pareció ilimitado. Todos conocemos esta historia, pero también nos hemos dado cuenta de que este proceso encierra un peligro. Estamos aprendiendo que interferimos con el equilibrio ecológico propio de la naturaleza en perjuicio nuestro. Sin embargo, hicimos lo mismo con nuestro cuerpo; lo redujimos a procesos bioquímicos y así le robamos su naturaleza divina. Como señaló Jung, el hombre moderno de la cultura occidental ha perdido su alma.

Podría alegarse que el crecimiento de la civilización ha sido el logro más grande del hombre, su mayor gloria. Por un lado, estoy de acuerdo pero por otro disiento. Se identifica a la civilización con la vida de las ciudades, pero si bien las grandes ciudades actuales son la gloria del hombre, también son su vergüenza. Casi ninguna esta libre de la contaminación del aire, de la hiperactividad del transito, del ruido, la violencia y la suciedad. Existen algunos rincones de tranquila belleza pero están desbordados por la fealdad de la publicidad moderna que expresa su obsesión con los bienes materiales y el sexo.

El objeto sagrado se transforma en una cosa y el proceso sagrado se convierte en una operación mecánica. Este ha pasado a ser el destino del cuerpo humano y su sexualidad en el siglo veinte. El acto sexual, que es la comunión de dos individuos que participan en la danza sagrada de la vida, se ha convertido para muchos en la ejecución de un acto y un viaje del ego.

Al reducir la vida, el amor y el sexo a procesos fisiológicos, se deja de lado el aspecto emocional del cuerpo: es decir, las actividades que hacen que la vida, el amor y el sexo sean expresiones del espíritu del cuerpo.

En la filosofía y la religión orientales no se establece una separación o disociación entre Dios y la naturaleza, ni entre el espíritu y el cuerpo. Los chinos creen que todos los procesos de la naturaleza y del cosmos están gobernados por la interacción de dos principios o fuerzas: el Ying y el Yang que, cuando están en equilibrio, garantizan el bienestar del individuo.
El pensamiento oriental se basa en la que el hombre no es dueño de su vida, que está sujeto a fuerzas que no puede controlar, fuerzas que pueden incluirse en los términos destino o karma. En cambio, para el pensamiento científico occidental, el poder potencial del hombre para controlar la vida es ilimitado.

La cultura occidental nos alienta a pelear, a luchar, a creer que la voluntad todo lo puede. La voluntad cumple una función muy valiosa en la vida cuando se la utiliza en forma adecuada. Sin embargo, debe utilizarse en situaciones de emergencia en las que se necesita realizar un esfuerzo tremendo para sobrevivir. La función de mantener el control y no entrar en pánico corresponde al control del ego. Si perdemos la cabeza en una situación peligrosa, estamos arriesgando la vida. Para atacar a un enemigo que nos acecha necesitamos voluntad porque la tendencia del cuerpo es escapar. A la luz de esta consideración, la voluntad es una fuerza positiva, pero en las situaciones en las que no hay peligro y la actividad debería ser placentera no tiene lugar y se transforma en una fuerza negativa. Imagínense utilizar la voluntad para disfrutar una relación sexual! Como señale en este libro, el gozo depende de la entrega de la voluntad y del ego.

Esta entrega del ego le permite a la persona volverse hacia adentro y oír la voz de Dios. La meditación, según se la practica en las religiones orientales, es un medio que le permite al individuo aislarse del ruido del mundo exterior y así poder oír su voz interior, la voz del Dios que tiene adentro.
A tal fin, debemos cortar el flujo de pensamientos, denominado el fluir de la conciencia, que surge a partir de la constante estimulación del prosencéfalo producida por la tensión muscular subliminal y cesa cuando entramos en un estado de profunda relajación corporal, en el que respiramos a fondo y con plenitud. En efecto, al entrar en este estado hemos renunciado al control inconsciente que se asocia con un estado interno de alerta. En nuestro cuerpo reina una sensación de paz interior. La consciencia no se apagó; estamos totalmente conscientes, pero la conciencia no está enfocada. No estamos en una actitud inconsciente de defensa ante un peligro.
Yo estuve en ese estado y considero que es una experiencia hermosa. Se asemeja al sentimiento de gozo; podría decirse que es un sentimiento de gozo moderado. 

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