miércoles, 15 de febrero de 2017

El Gozo, parte 35


Capítulo 11 (continuación)

El amor y la pasión sexual son aspectos de la identidad del hombre con lo universal. Si esa identidad forma parte de la naturaleza del hombre, ¿por qué es tan difícil entregarse? Ya describí los temores que impiden o bloquean esa entrega, pero como son temores universales que existen en nuestra cultura, debemos reconocer que se relacionan directamente con ella. Lo que sucede en la familia refleja actitudes y valores culturales y, a menos que reconozcamos la naturaleza distorsionada de esos valores, no podremos evitar que este efecto nos destruya a nosotros y a nuestros hijos.

La cultura se fue desarrollando a medida que el hombre fue saliendo del estado puramente animal y se transformó en individuo con conciencia de sí. Ese movimiento ascendente que lo llevo de la posición en cuatro patas que tienen todos los otros mamíferos a la postura erguida elevó al hombre por sobre los otros animales y, en su mente, también por sobre la naturaleza. Podía observar los procesos de la naturaleza con objetividad y aprender algunas de las leyes que gobernaban su acción y, al hacerlo, empezó a adquirir control sobre la naturaleza y, por extensión, sobre su propia naturaleza. Desarrollo un ego, una fuerza con autoconciencia y autodirección que le permitió dominar a las otras criaturas, lo cual lo llevo a pensar que era diferente, y sin duda lo era, y que era especial, aunque en realidad no lo era.

Este desarrollo fue posible gracias a una etapa evolutiva que permitió que el hombre adquiriera un cuerpo más altamente cargado y una mayor variedad de movimientos físicos, sobre todo en las manos y en el rostro, incluido el aparato vocal. Puede hacer más cosas y tiene más formas de expresarse que cualquier otro animal. En este aspecto el hombre es superior a los animales, pero no especial. Nace igual que los otros animales y muere como ellos. Tiene sentimientos más sutiles, pero los animales también sienten. Ha prosperado y logrado mucho más en su breve estadía en la tierra, aunque su progreso en dirección ascendente lo ha apartado de su base en la tierra y en la naturaleza, y sus actividades se han vuelto destructivas para él y para la naturaleza.

Si bien hemos aceptado bastante el efecto destructivo que tiene nuestra cultura sobre la naturaleza, no estamos dispuestos a reconocer el efecto destructivo que tiene sobre la personalidad humana. Lo vemos en el maltrato de niños, en la violencia desenfrenada, la depresión, la adicción y la actuación sexual, pero creemos que podemos controlar y remediar la situación si tenemos la voluntad de hacerlo.

Mi tesis es que la voluntad es impotente para cambiar ésta situación, porque la voluntad es parte del problema. Obtuvimos poder y estamos obsesionados con él. Nuestra cultura está manejada literal y psicológicamente por el poder. Si no existiera el poder, nuestra civilización llegaría a su fin pero, a medida que aumenta el poder, nos obliga a movernos cada vez mas rápido en todas nuestras actividades hasta llegar a un punto en el que estamos perdiendo el control de nuestras vidas. Nuestros cuerpos no pueden seguir el ritmo de las actividades que se le exigen, lo que constituye la base del estrés. Si nos relajamos durante algunos minutos es solo con el propósito de correr más rápido los minutos siguientes. Nos obligan a mantener el ritmo, nos obligan a triunfar, en realidad nos están obligando a salir de nuestro cuerpo. Hace más de cincuenta años que empecé a estudiar la condición humana y en el transcurso he notado un deterioro en los cuerpos de mis pacientes. Están menos energizados, menos integrados y menos atractivos que los de los pacientes que veía antes. Las enfermedades fronterizas son prácticamente las alteraciones dominantes. El antiguo paciente histérico sobre el que escribió Freud casi no se ve. El paciente histérico no podía manejar sus sentimientos; el individuo esquizoide no tiene demasiados sentimientos. En la actualidad, la mayoría de las personas están disociadas de sus cuerpos y viven en gran medida en la cabeza o en el ego. Vivimos en una cultura egotista o narcisista donde al cuerpo se lo ve como un objeto y a la mente como al poder superior que controla.

En el contexto del proceso terapéutico el poder y la voluntad son las fuerzas negativas que impiden la curación. El poder está en la mente del terapeuta, puesto que él se considera el agente que puede producir en el paciente los cambios deseados. Si bien tiene conciencia de que no puede cambiar al paciente, su conocimiento sobre la psicología que subyace en la angustia del paciente puede brindarle una sensación de poder si, al igual que la mayoría de los individuos de su cultura, es narcisista y necesita el poder para reforzar la imagen de sí mismo. Ejercita ese poder  juzgando y controlando el material analítico. De una u otra forma, puede aprobar o desaprobar lo que dice y hace el paciente y, como es el guía que debe conducir al paciente por el submundo, efectivamente tiene ese poder, al igual que todos los padres. Si un terapeuta niega este poder, está fuera de contacto con las realidades de la vida. La cuestión es si reconoce y acepta que tiene poder y no permite que se le suba a la cabeza.

Si lo que estamos buscando es pasión, satisfacción sexual y alegría, no podemos hacer que suceda, de la misma manera que no podemos hacer que la vida suceda mediante nuestra voluntad y nuestro intento.
La curación es una función natural del cuerpo. Cuando nos cortamos con algo, ¿acaso nuestro cuerpo no se sana espontáneamente? Los seres vivos no habrían sobrevivido si no hubieran tenido la capacidad innata de sanar sus heridas y enfermedades. Como médicos, podemos contribuir al proceso natural de curación, pero no podemos sanar. Si esto es así, ¿por qué no sanamos nuestras alteraciones emocionales, ya que representan heridas en el cuerpo y en la mente? La respuesta a esta pregunta es que no permitimos que tenga lugar la curación. La bloqueamos consciente e inconscientemente por temor, como vimos en los capítulos anteriores. No podemos eliminar el temor con un acto de voluntad deliberado. Todo lo que podemos hacer es suprimirlo para no tenerle miedo al miedo, pero, en consecuencia, suprimimos las actividades vitales del cuerpo, incluido el proceso de la curación natural y espontánea. La única forma en que el cuerpo puede recuperar su plena vitalidad y energía, su salud natural y su pasión es a través de la entrega del control del ego.

La entrega al cuerpo y sus sentimientos puede parecemos una derrota y es una derrota en el caso del ego que busca dominar. Sin embargo, solo la derrota nos permite liberarnos de la competencia desenfrenada de la vida moderna, y sentir la pasión y la alegría que brinda la libertad. No obstante, este objetivo no se logra fácilmente. Cargamos con el conocimiento de lo que está bien y lo que está mal, y con una autoconciencia que limita nuestra espontaneidad. Además, como ya señalé, el viaje de autodescubrimiento no termina nunca. Sin embargo, la terapia es una cuestión practica. No podemos ni deberíamos hacer terapia toda la vida. La terapia no debería durar más de seis años, ya que ese es el tiempo que le lleva al niño adquirir la independencia suficiente para dejar su casa e ir a la escuela.

Al terminar la terapia bioenergética, el paciente debería contar con la comprensión y las técnicas que le permitan continuar el proceso de autoconciencia, autoexpresión y autoposesión. Debería comprender la conexión entre el cuerpo y la mente, y saber que su tensión crónica guarda relación con los conflictos emocionales no resueltos originados en la niñez. Estos conflictos siguen presentes si persisten las tensiones en el cuerpo. Por lo tanto, el paciente trabajará con su cuerpo para reducirlas e incluso para eliminarlas, lo que significa que los ejercicios bioenergéticos básicos formarán parte de su rutina para el cuidado de la salud. Yo los practico casi todas las mañanas, con la misma frecuencia con la que me lavo los dientes, y ya hace más de treinta años que los practico. Son ejercicios físicos centrados en la respiración, la vibración y el hecho de soltarse.

Para el ejercicio de respiración utilizo la banqueta bioenergética. Me acuesto sobre ella entre tres y cinco minutos y dejo que mi respiración se vuelva más profunda. Para ayudar a que esto ocurra, también utilizo la voz haciendo y sosteniendo un sonido fuerte pero fácil y sin esfuerzo. En general, se busca producir un sollozo. Una vez que empiezo a llorar, mi respiración se vuelve más fácil y profunda. Para mi es importante llorar porque siempre me resistí al llanto por las mismas razones que todos se resisten a él. He sido una persona decidida que trataba de elevarse por sobre sus problemas. Aunque eso no resultó, no tuve ni la capacidad ni la voluntad para rendirme. El hecho de llorar es una rendición, lo que implica un fracaso. Sin embargo, de eso se trata la terapia: de rendirse, y a través de los años aprendí que cada vez que me rindo en algún área de mi vida, obtengo libertad. No obstante, mi carácter neurótico está tan profundamente arraigado en mi personalidad que el proceso es continuo: cada vez me rindo un poquito.

El llanto cumple otra función similar en mi vida. Me mantiene en contacto con mi tristeza, la tristeza de los años en los que no era libre de ser fiel a mí mismo y la tristeza de que nunca más recuperaré el estado de inocencia que me proporcionaría la alegría pura o lo que se denomina dicha. A diferencia de los animales, vivimos con el conocimiento de la lucha, el sufrimiento y la muerte. Ese es el lado trágico de la condición humana pero, el otro lado es la capacidad de experimentar la gloria de la vida en una forma en que ningún animal puede hacerlo. En términos religiosos se la denomina la gloria del Señor. Yo considero que las dos expresiones son sinónimos. Esa gloria puede apreciarse en la belleza de una flor, de un niño o de una mujer, y en la majestuosidad de una montaña, de un árbol o de un hombre. La experiencia de esa gloria es una exaltación que encuentra su expresión en las creaciones artísticas del hombre, sobre todo en la música. Mi filosofía se basa en la tesis de que no podemos separar los dos lados sin destruir el todo. No podemos experimentar la gloria si no somos capaces de aceptar el aspecto trágico de la vida. No hay gloria si negamos la realidad o nos escapamos de ella. Necesito llorar para retener mi humanidad.

No solo lloro por mí, sino también por mis pacientes y toda la humanidad. Cuando veo la lucha y el dolor de mis pacientes, a menudo se me llenan los ojos de lagrimas. Después, cuando liberan el dolor llorando y abandonan la lucha, veo sus ojos y rostros encendidos, y mi corazón se regocija por ellos. Sin embargo, solo puedo sentir esta alegría si yo también estoy preparado para abandonar la lucha, y esa es la razón por la que necesito llorar.

Otro ejercicio que practico desde que cree la terapia bioenergética es el ejercicio de enraizamiento. Después de trabajar en la banqueta para hacer que mi respiración sea más profunda, invierto la posición agachándome hacia adelante y tocando el suelo con los dedos. Este ejercicio está descrito e ilustrado en el capitulo 2. Al mantenerme en esta posición, generalmente las piernas vibran a medida que fluyen por ellas ondas de excitación. La vibración no solo aumenta la profundidad de mi respiración sino que también me conecta más plenamente con el suelo, lo que implica estar conectado con la realidad del propio cuerpo. Somos criaturas de la tierra vivificadas por el espíritu del universo. Nuestra humanidad depende de esta conexión con la tierra; cuando la perdemos nos volvemos destructivos. Perdemos de vista la identidad con otras personas y otras criaturas, puesto que negamos nuestro origen común. Nos replegamos dentro de nuestras cabezas, dentro de un mundo creado por nosotros mismos donde nos consideramos especiales, omnipotentes e inmortales.
En este mundo aéreo no hay sentimientos de tristeza o alegría, de dolor o de gloria; no hay sentimientos reales, solo sentimentalismo.

Yo, al igual que otros individuos modernos, he sido demasiado egotista, demasiado narcisista. Fue necesario que descendiera de mi posición superior, que había construido para negar la humillación que me hicieron sentir de niño. Desde la cumbre de mi plataforma elevada, tenia miedo de caer o de fracasar, puesto que mi identidad estaba atada a mi superioridad. Por fortuna, retenía alguna identificación con mi cuerpo, lo que hizo que me diera cuenta de que cualquier alegría que esperara encontrar, la encontraría en el reino del cuerpo con su sexualidad. El descenso a la tierra fue para mi un proceso largo y difícil, pero cuando finalmente sentí mis pies conectados con el suelo fue una experiencia de gozo.

Cuando vivimos pendientes de sobrevivir, le damos sentido al comportamiento y a los objetos que favorecen la supervivencia, como el hecho de ser bueno, fuerte, poderoso, etc. Dado que la búsqueda de sentido forma parte de la naturaleza humana, los individuos orientados hacia el gozo encuentran sentido en las actitudes y comportamientos que favorecen el gozo. Así, yo le confiero sentido a actitudes tales como la dignidad, la veracidad y la sensibilidad. Mi propósito es actuar de tal manera que me sienta orgulloso de mí mismo y evitar toda acción que me haga sentir avergonzado o culpable. La dignidad proviene del sentimiento de poder mantener la cabeza erguida y mirar a alguien directo a los ojos. La veracidad es una virtud, pero también una expresión de respeto hacia la propia integridad. Cuando uno dice una mentira, la personalidad está dividida. El cuerpo sabe la verdad que las palabras niegan. Esta división es una condición dolorosa y solo se justifica cuando decir la verdad pondría en peligro la vida o la integridad. Muchas personas mienten sin sentir ningún dolor, lo que denota que no están en contacto con sus cuerpos y son insensibles a sus sentimientos.

Es necesario que seamos sensibles a los demás pero también a nosotros mismos. Si no somos sensibles a nosotros mismos, no podemos ser sensibles a los demás. El problema es que las personas insensibles no son conscientes de su falta de sensibilidad. No me refiero al hecho de estar alerta, que es un estado de mayor tensión. La sensibilidad es la capacidad de apreciar los finos matices de la expresión asociados con la vida tanto humana como no humana. Esta sensibilidad depende de una paz interior proveniente de una falta de lucha o de esfuerzo. Estos son los valores que confieren verdadero sentido a la vida, puesto que son las cualidades que promueven el gozo.

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