lunes, 28 de abril de 2014

Las bases biológicas de la fe y la realidad, parte 3

El poder frente a la fe

¿Cómo puede ser que la fe tenga un valor mayor que la vida? Esta aparente contradicción sólo puede resolverse si aceptamos la idea de que lo que está en juego no es la vida individual. Una persona puede decidirse a sacrificar su vida en aras de otras vidas o de la humanidad. Si tenemos fe, es la vida en general la que nos parece valiosa. Si perdemos el sentido de que cualquier vida es valiosa, renegamos de nuestra humanidad, con el inevitable resultado de que nuestra propia vida se vuelva vacía y falta de sentido.

Ahora bien, en nombre de la fe (religiosa, nacional o política) los hombres han hecho la guerra, han destruido vidas y violado la naturaleza. Este extraño comportamiento requiere una explicación, que debemos buscar en la propia naturaleza de la fe. El hecho es que la fe tiene un aspecto dual, uno consciente y otro inconsciente. El aspecto consciente está conceptualizado en una serie de creencias o dogmas. El inconsciente es un sentimiento de confianza o fe en la vida, que subyace al dogma y que infunde vitalidad y sentido a la imagen. Ajena a esta relación, la gente ve al dogma como la fuente de su fe y se sienten impulsados a apoyarlo contra todo aquello que cuestione su validez. A los que defienden otra creencia se les considera como infieles y menos humanos. Tal actitud parece que para algunos es motivo suficiente para destruir a otros.

Pero aunque las diferencias de fe se pueden utilizar como justificación y racionalización para guerras y conquistas, la motivación real hay que buscarla en la lucha por el poder.
El hombre necesita seguridad, y cree encontrarla en el poder; a mayor poder, mayor sensación de seguridad.
La gente que pone su confianza en el poder nunca parece tener el suficiente para estar absolutamente seguro. El motivo es que la seguridad tal no existe, y nuestro poder sobre la naturaleza y sobre nuestros propios cuerpos está estrictamente limitado. La confianza en que el poder garantiza la seguridad es una ilusión que mina la verdadera fe en la vida y conduce inevitablemente a la destrucción.

Además de que nunca es suficiente el poder que se puede conseguir, existe también la posibilidad de perderlo. A diferencia de la fe, el poder es una fuerza impersonal y no una parte del ser de la persona, por lo cual es susceptible de que se lo apropie otra persona u otra nación. Como la gente codicia el poder, el hombre que lo posee es envidiado y por tanto no puede descansar seguro, ya que sabe que los demás están intentando o intrigando como arrebatárselo. El poder crea así una extraña contradicción: mientras por un lado parece proveer un grado de seguridad externa, por otro crea un estado de inseguridad tanto a nivel individual como en su relación con los demás.

Las ciudades-estado de los antiguos griegos surgieron de la fe que tenían los griegos en sí mismos y en su destino y que se refleja claramente en su mitología y en las leyendas de Homero. A medida que crecieron, aumento su poder, lo cual les permitió crecer aún más. Pero allí donde la fe une, el poder divide. La lucha de poder entre las grandes ciudades dio como resultado la guerra, destruyendo una fe que anteriormente había unido. Su destino fue ser destruida por un pueblo joven, poseedor de una fe no contaminada por el largo ejercicio del poder.

Un ego inflado, sea personal o nacional, precede y puede ser responsable de la ruptura de la estructura social o de la personalidad individual.
El anhelo de poder limita la experiencia del placer, que “proporciona la energía y motivación necesaria para el proceso creativo“.
En individuos débiles, las sensación de poder es fácil que infle artificialmente el ego, produciendo una disociación entre el ego y los valores espirituales inherentes al cuerpo; entre éstos están los sentimientos de unidad con el prójimo y con la naturaleza, el placer de la capacidad de respuesta espontánea, que es la base de la actividad creativa, y la fe en uno mismo y en la vida.

Los valores del ego son individualidad, control y conocimiento. A través del conocimiento logramos mayor control y nos volvemos más individuales. Pero cuando estos valores se alían  con el poder y dominan la personalidad, se disocian de los valores espirituales del cuerpo, lo cual transforma una postura sana del ego en otra patológica.

La antítesis entre los valores del ego y los valores del cuerpo no tiene por qué acabar en un antagonismo que escinda la personalidad. En virtud de su relación polar, los dos conjuntos de valores pueden estimular y enriquecer la personalidad. Así, el hombre que es realmente un individuo puede ser agudamente consciente de su hermandad con otros hombres y de su dependencia de la naturaleza y el universo. Su control rebela que es dueño de sí mismo; posee autocontrol y su conocimiento le sirve para reforzar su fe en la vida, no para minarla ni negarla.

A un verdadero individuo, en contacto con su cuerpo y seguro de su fe, se le puede confiar poder. No se le subirá a la cabeza, porque no juega un papel importante en su vida personal. Y la persona que cree en el poder y la gusta, se volverá un demagogo (o semidios) que sólo puede actuar destructivamente, no creativamente.

El mundo se halla actualmente en un punto peligroso y desesperado porque tenemos demasiado poder y muy poca fe.
La violencia y la depresión son dos reacciones al sentimiento de impotencia. Otra es volcarse en las drogas y el alcohol; el consumidor de drogas contrarresta el sentimiento de impotencia a través de sus efectos narcóticos y alucinatorios. Pero ninguno de estos caminos de resultado. La única salvación está en la fe.

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