miércoles, 18 de diciembre de 2013

Encuentro con la Sombra, parte 20


13. LA ANATOMÍA DEL MAL
John C. Pierrakos

Investiguemos ahora el concepto del mal enfocándolo desde su opuesto, el bien. El ser humano sano siente que la bondad de la vida consiste en la unidad entre su realidad, su energía y su conciencia. No hace mucho tiempo que un músico que acudió a mi consulta me dijo que cuando estaba conectado con lo más profundo de su ser los movimientos de su organismo fluían espontáneamente, como si fueran ellos solos los que estuvieran tocando el instrumento. En ese caso, los movimientos son libres y coordinados y el sonido resultante es verdaderamente hermoso. Cuando el hombre está sano su vida es un continuo proceso creativo. Entonces se siente inundado de sentimientos de unidad y amor por todos los seres humanos.

Esta unidad consiste en la toma de conciencia de no ser diferente de los demás, en el deseo de ayudarles, de identificarnos con ellos, de sentir que todo lo que les ocurre también nos está sucediendo a nosotros mismos. La persona sana gobierna positivamente su vida y se siente satisfecho consigo mismo.
En ese estado la enfermedad y el mal están casi completamente ausentes.

El principal rasgo distintivo de la enfermedad, por el contrario, consiste en la distorsión de la realidad -la distorsión de la realidad corporal, de la realidad emocional y de la realidad de la verdadera naturaleza de los demás y de sus acciones. El mal, entonces, constituye una distorsión de hechos que, en sí mismos, son naturales pero la persona enferma no percibe sus propias distorsiones sino que siente que la enfermedad procede del exterior. El enfermo suele considerar que sus problemas están causados por factores externos.
Una persona que está atravesando un estado psicótico, por ejemplo, considera que el mundo es hostil. Se sienta en una silla, mira las paredes y dice: «ellas son las responsables. Quieren matarme, quieren envenenarme». De este modo renuncia totalmente a su propia responsabilidad por su vida y sus acciones.
Una persona sana, en cambio, es muy capaz de hacer exactamente todo lo contrario.

¿Qué sucede en una persona enferma? De algún modo su conciencia y sus energías se modifican. Su conciencia, por decirlo así, ha alterado el funcionamiento de su mente, lo cual, a su vez, distorsiona el movimiento natural de la vida y altera todas sus manifestaciones. Es por ello que su pensamiento se restringe y que sus sentimientos se expresan mediante el odio, la crueldad, el miedo y el terror.
El concepto reichiano de coraza arrojó mucha luz sobre el funcionamiento de la enfermedad. Según Reich, la persona acorazada se aísla de la naturaleza y levanta todo tipo de barreras contra los impulsos vitales que brotan de su propio cuerpo. De este modo, el cuerpo acorazado se tensa y se insensibiliza parcial o totalmente a los sentimientos y a las sensaciones provenientes del interior. Entonces la persona se convierte en un sujeto ambivalente y tibio, alguien que odia sin siquiera saberlo.

Reich creía que toda entidad, todo ser humano, tiene un núcleo, un corazón, en el que se origina el movimiento pulsátil de la vida. En la persona relativamente libre ese movimiento pulsatorio puede alcanzar fácilmente la periferia sin perturbaciones y entonces el sujeto se expresa, se mueve, siente, respira y vibra naturalmente. En la persona acorazada, en cambio, entre el núcleo y la periferia parece existir una especie de línea Maginot. En este último caso, cuando los impulsos vitales chocan con las fortificaciones de la coraza la persona se aterroriza y no piensa más que en suprimirlos porque teme que si lograran emerger a la superficie correría el peligro de ser aniquilado. Para él las sensaciones -especialmente las sensaciones sexuales- son terribles, sucias y malas. De este modo, cuando los impulsos agresivos que surgen de ese núcleo golpean la coraza el individuo tiembla de miedo y, en el caso de que consigan atravesar esa especie de línea Maginot, está completamente aterrado porque no puede aceptar sus sensaciones, porque no puede tolerar el movimiento y la vida que brotan de su interior, porque no puede soportar el dulce ronroneo de la emoción, el vibrante latido del amor y, consecuentemente, reacciona en contra de la vida, en contra de los demás y en contra de sí mismo. Este sujeto no llega a darse cuenta de que lo verdaderamente aborrecible y odioso es su coraza corporal, ese estancamiento que le aleja del núcleo mismo de la vida. La coraza escinde al ser humano y separa a la mente del cuerpo, al cuerpo de las emociones y a las emociones del espíritu.

La coraza puede terminar convirtiendo a un ser humano en un místico que ignora que Dios está su interior.
Para él Dios es alguien que está «fuera» y, consecuentemente, se dice: «Si rezo me purificaré y de ese modo resolveré todos mis problemas». Pero esto es imposible porque quien pretende dedicarse a lo espiritual sin haber trabajado sus facetas negativas -sus defensas y sus resistencias egoicas- quizás consiga volar alto como Ícaro pero cuando se aproxime al ardiente sol se desplomará pesadamente de nuevo en el mar -en el mar de la vida- donde terminará ahogándose. Sólo podemos acceder a la creatividad y al espíritu después de haber trabajado para superar los obstáculos que nos presenta la vida.

Por otra parte, la coraza corporal puede transformar a la persona en un monstruo de crueldad. En tal caso el individuo se aterroriza porque cree que si percibiera sus verdaderos sentimientos podría perecer aniquilado.
¿Qué puede hacer un ser humano acorazado para eliminar todas estas barreras? Según Reich, no sólo hay que reconocer nuestros aspectos racionales sino que también hay que aceptar aquellos otros que no lo son
tanto. Nuestra irracionalidad es algo muy importante. Deberemos, pues, admitirla, conocerla y expresarla.
En ella también está presente el flujo del río de la vida. Si nos aislamos totalmente de lo irracional nos convertimos en alguien pedante y mortecino. Esto no significa, sin embargo, que nuestra conducta deba ser siempre irracional sino tan sólo que debemos aceptar la irracionalidad, tomar conciencia de la energía que hemos investido en ella, desactivarla y comprender cuáles son los obstáculos que hemos erigido para impedir el flujo vital que genera esa irracionalidad. Reich también afirmaba que debemos expandir las fronteras de nuestro pensamiento y abandonar la visión dual que concibe al mundo como una antítesis entre Dios y el diablo.
El mal no es algo intrínsecamente diferente de la energía y de la conciencia. El mal es una creación del psiquismo humano y sólo se manifiesta dentro de los límites de ese dominio.

¿Pero qué significa el mal con respecto a la energía y a la conciencia? En términos energéticos podríamos decir que constituye una forma de enlentecimiento, una disminución de la frecuencia, una especie de condensación. La persona se siente pesada, atada, inmovilizada. Cuando sentimos odio, muerte o cualquier otra cosa negativa nos sentimos muy pesados. En el caso contrario nos sentimos vibrantes y pletóricos de energía.
Por otra parte, cuanto menor es la frecuencia del movimiento mayor la distorsión de la conciencia y viceversa. Cuanto más pesados y negativos estamos menor es nuestra creatividad, nuestra sensibilidad y nuestra comprensión hasta que llega un momento en el que se detiene el movimiento y nos quedamos estancados en la cabeza. Entonces todo movimiento se bloquea y todo pierde importancia. La religión y el resto de sistemas morales organizados ha calificado a las actitudes negativas -el odio, la desilusión y el
resentimiento, por ejemplo- como simple maldad. Desde esta perspectiva la religión considera que esos estados y sus manifestaciones conductuales son el simple resultado de una conciencia distorsionada.

La Biblia recoge una afirmación de Jesús que, a mi juicio, es muy importante. Hablando a sus discípulos dijo: «No os resistáis al mal» (Mateo 5,39). Pareciera que la misma resistencia fuera el mal ya que cuando no existe resistencia alguna la energía no encuentra obstáculos a su paso y fluye pero cuando aparece alguna resistencia el movimiento disminuye, regresa y se detiene. La resistencia sofoca las emociones, disminuye el movimiento de la energía y anula los sentimientos.
Del mismo modo que en una dimensión cósmica la conciencia es responsable del flujo energético del universo, en el ámbito de lo humano es la responsable del flujo energético del organismo. Pero «responsable» no quiere decir «culpable». En psiquiatría debemos evitar avergonzar al individuo por sus acciones negativas y sus contenidos inconscientes. Para nosotros se trata más bien de la simple consecuencia de un estado dinámico generado por algo de lo que el individuo no es consciente y, por consiguiente, no puede ser culpado por ello. Cuando la conciencia es negativa la persona se resiste a la verdad.

Ciertas resistencias son conscientes y, en tal caso, la persona elige deliberadamente utilizarlas. Un hombre que se sienta herido por su esposa puede elegir entre abrirse al sentimiento del amor y el perdón o seguir con sus sentimientos negativos y destructivos hacia ella. Pero, aunque muchas de nuestras acciones sean deliberadas otras, en cambio, no lo son y en tal caso el individuo no es responsable de sus acciones.
El mal, entonces, es algo mucho más profundo que lo que nos dicen los códigos morales. El mal es la antivida. La vida, por su parte, es una fuerza dinámica y pulsátil, la vida es energía y conciencia que se manifiesta de muy diversas maneras. El mal sólo existe donde hay resistencia a la vida. La resistencia es, pues, la manifestación de lo que llamamos mal.

Es esta distorsión de la energía y de la conciencia la que origina el mal.

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