martes, 26 de marzo de 2019

Una epidemia de Depresión


Una epidemia de depresión     

La depresión será una epidemia en las próximas décadas. Hay una incidencia creciente de reacciones depresivas entre los jóvenes, cuando antes era “considerada como una enfermedad emocional de la madurez y tercera edad”,como resultado de la acumulación de pérdidas y decepciones. Se relaciona este fenómeno con el colapso de la ética protestante, con su énfasis en la propiedad, la productividad y el poder y con la ausencia de una filosofía de valores que atraiga a los jóvenes. Se cree también que las aspiraciones de los jóvenes son excesivas, quieren demasiado, y la consiguiente decepción al ver los resultados abona el terreno donde florece la depresión.
Pero la decepción de no lograr algo no es la condición que predispone a la depresión, aunque puede ser la causa desencadenante. Una persona con fe puede tolerar la decepción; el individuo sin fe es vulnerable.

La familia y el hogar eran valores equivalentes en generaciones pasadas. El hogar familiar ha representado siempre la seguridad, la estabilidad, y cierta sensación de pertenencia. Era un refugio contra las presiones del mundo y un lugar de abrigo. Un lugar donde la corriente de la vida fluía relativamente calma y suave.
El conceder una importancia excesiva a la individualidad, especialmente a los aspectos relacionados con el ego, es el factor responsable de la incapacidad de la familia moderna para dar a los niños la estabilidad y seguridad que necesitan.

De los factores que han influido en la destrucción de la familia, el más importante es el coche, cuyo efecto es difícil de valorar en su justa medida. El automóvil rompió la antigua familia y los grupos comunitarios y promovió la familia nuclear: dos padres con sus hijos, sin abuelos ni familiares. La familia nuclear es una unidad aislada, no sólo en el espacio sino también en el tiempo. Vive exclusivamente en términos de su propia existencia.
La enorme inversión de energía y de tiempo en los aspectos materiales de la vida doméstica dejan a menudo poco tiempo y energía para los aspectos más humanos. Hay tanto que comprar y tanto que trabajar para amueblar una casa moderna, que el hogar pierde su carácter de retiro y se torna, en cambio, parte del mundo exterior.

El carácter de retiro se ve aminorado también por la intromisión del mundo a través de la radio y la televisión. Ambos constituyen una estimulación de las funciones del ego y obligan al individuo a enfrentarse mentalmente con el estrés y los conflictos que le transmiten. El hogar moderno raramente es un lugar para una vida tranquila y feliz. 

La satisfacción del hacer, es la salsa que acompaña al verdadero plato fuerte: la satisfacción del ser. El plato sin salsa puede saciar nuestra hambre; la salsa sola no nos llena, y uno se siente tentado a hacer más cosas, a una actividad mayor y a involucrarse más profundamente en el mundo. La exigencia de nuestra época es que tenemos que hacer más cosas, una exigencia que ignora la simple verdad de que sólo siendo plenamente lo que uno es se puede llenar la propia existencia.
La filosofía del hacer es insidiosa y perniciosa. Es insidiosa porque está basada en los términos racionales de “hay que hacer lo más que se pueda”. Y es una filosofía perniciosa porque se les aplica a los niños antes incluso de poder saborear el placer de ser ellos mismos, seres libres e inocentes que pueden jugar a sus anchas bajo la protección del hogar y de sus padres.

No son sólo las aspiraciones de los jóvenes las que abonan el terreno de su posterior enfermedad, sino también las expectativas y las exigencias de los padres. Se espera de ellos que crezcan rápido, que sean pronto independientes, que sean razonables, responsables y que sean adultos cooperativos cuando todavía son niños.
Y las exigencias aumentan a medida que el niño crece. Se espera de él que trabaje en la escuela al tope de sus posibilidades, que consiga reconocimiento y, si es posible, que sobresalga en alguna actividad. La mente del niño, todavía tierna, se ve expuesta muy pronto al mundo y a sus crisis.

Dice un viejo proverbio que un árbol nunca es más fuerte que sus raíces. Un buen jardinero retrasa el crecimiento de un árbol para dar impulso al desarrollo de su sistema de raíces. Nosotros hacemos justo lo contrario con nuestro hijos. Los estimulamos en exceso para que crezcan rápido pero no damos el apoyo y alimento que fortalecerían sus raíces. Empujamos a nuestro hijos como nos empujamos a nosotros mismos, sin darnos cuenta de que forzándolos a crecer y a hacer cosas, minamos su fe y su seguridad.

La sobreestimulación

Los problemas causados por la sobreestimulación en niños y adultos creo que no han tenido la atención que merece. A una persona se le sobreestimula cuando el número y la clase de impresiones que recibe del mundo exterior excede de su capacidad para responder completamente a ellas.
El  efecto es que se mantiene en un estado de excitación o carga de energía del que no puede fácilmente bajar, o relajarse. Se queda “colgado” y su capacidad de descargar la excitación en el placer se reduce. Se siente frustrado, se vuelve irritable e inquieto, lo cual lo lleva a buscar mayor estimulación con la intención de superar ese estado desagradable y evadirse. Se crea así una espiral viciosa que lanza a la persona cada vez más arriba, con efectos letales sobre su comportamiento, que le pueden llevar a las drogas -prescritas o ilegales- o al alcohol para amortiguar su sensibilidad y disminuir su frustración.

 La sobreestimulación aleja a la persona de su cuerpo porque perturba su armonía y ritmos interiores. Como consecuencia, hay una incapacidad de estar tranquilamente sentado sin hacer nada o de estar a solas; en otras palabras, estar en sí mismo. Puede observarse a la gente en continua actividad. Los maridos no tienen tiempo para sus mujeres, las madres no tienen tiempo para sus hijos, y los amigos no tienen tiempo los unos para los otros. El lema es “deprisa, deprisa, no pararse”, y al final la mayoría de la gente no tiene tiempo ni para respirar.

Inexorablemente, el fenómeno de la sobreestimulación se nos ha metido de  súbito en casa, a través de la radio y la televisión, a través de miles de cosas; juguetes, latas de bebidas, comidas preparadas y toda suerte de artilugios caseros que se introducen constantemente para variar la rutina.
Es bien sabido que los anuncios promueven o crean “deseos” que a menudo no tienen ninguna relación con las necesidades personales. Pero para mí, el daño real lo ha perpetrado la economía tecnológica, que iguala el vivir bien con las cosas materiales.

Los niños son más fácilmente sobreestimulados que los adultos, porque su sensibilidad está más a flor de piel y su capacidad de tolerancia es menor. Un niño demasiado mimado con juguetes no parará  de pedir otros nuevos. Si se le da permiso de ver la televisión, querrá verla todo el tiempo. Si se le permite estar levantado hasta tarde, será difícil mandarle a la cama.
Pero a un niño también le sobreestimula el tener al lado unos padres inquietos e hiperactivos. Una madre en estado de tensión se la transfiere a su hijo. Desgraciadamente, los padres piensan que cuanta más actividad desarrolle el niño, más pronto aprenderá y crecerá. La intensidad de este impulso inconsciente hacia “arriba”, hacia la cabeza, el ego y el dominio es alarmante. Estar “abajo”, tranquilo, con tiempo para sentir y para pensar, es una forma de vida casi desconocida.

Todos los pacientes depresivos que he tratado eran personas que habían perdido su infancia. Habían abandonado la posición infantil en un intento de aliviar a sus padres de la carga que suponía cuidarle, madurando rápidamente en un esfuerzo por conseguir la aprobación y aceptación al cumplir las expectativas de sus padres. Se habían convertido -o al menos habían intentado convertirse- en dinámicos y triunfadores, para darse cuenta finalmente que este triunfo no tendría sentido y que lo habían conseguido a expensas de su ser; al final, incapaces de ser e incapaces de hacer, caían en la depresión.

La depresión sobrevendrá a cualquier persona a la que le falte la fe en sí misma y que deba compensarlo haciendo cosas, ya sea para conseguir una ambición personal o para corregir una injusticia social. Así, el hombre de negocios exitoso es tan vulnerable a la depresión como el militante que busca dar la vuelta al sistema.
Más allá del sistema, lo que está en juego es un modo de vida en el que el individuo se ve a sí mismo como parte de un orden más amplio y alcanza su individualidad al sentirse que pertenece y participa en él. Esto contrasta con una individualidad basada en el ego y en su imagen, que enfatiza en demasía el yo a expensas de las relaciones personales con las grandes fuerzas de la vida que han hecho posible su existencia y continúan ayudándole frente a su avaricia y glotonería.   

La muerte de Dios

A medida que los pueblos ganan conocimiento y poder, su creencia y respeto por las deidades declina. Las situaciones que antes requerían la intercesión divina ya no la necesitan. Mucha gente continúa rezando, pero muy poca cree que Dios interviene directamente en los asuntos humanos. El punto de vista sofisticado es que rezar ayuda a la persona que reza a sentirse mejor, aunque tiene poco o ningún impacto en el curso de los acontecimientos humanos.

A medida que el poder humano aumentó, disminuyó el de Dios. Hemos depositado nuestra confianza en el poder de la razón de la mente humana. El hombre moderno parece creer que con un conocimiento y poder suficiente puede alcanzar la omnipotencia.

El orgullo cae antes de la caída, y hoy estamos siendo testigos del principio de la caída. Nos estamos dando cuenta que el poder y la potencia es un arma de dos filos, que tiene aspectos constructivos y destructivos. Nos estamos dando cuenta de que el hombre no puede alterar a voluntad el delicado equilibrio ecológico de la naturaleza sin pagar un precio. Parece claro que cuanta más potencia producimos mayor contaminación creamos. La obsesión por la potencia puede crear una espiral descendente que puede acabar con un desastre para la raza humana.

Si queremos invertir este proceso, debemos entender primero cómo llegó el hombre a este dilema. ¿En qué momento perdió su fe? ¿Cuándo y cómo se adjudicó el derecho de controlar la vida? Son preguntas importantes que, desgraciadamente, no puedo intentar contestar aquí.
Lo que si me gustaría examinar es el papel que ha jugado el psicoanálisis en este desarrollo. Por un lado, nos proporcionó los medios para descubrir las fuerzas que se esconden detrás de la fachada de la racionalización y de la conducta social aceptada. Freud nos demostró que el organismo busca el placer a través de la satisfacción de sus pulsiones, y cuando estas pulsiones entran en conflicto con la realidad de la situación social son reprimidas o sublimadas.

La represión de un impulso conduce a un conflicto interno que lastra la personalidad. El impulso se vuelve contra uno mismo, y la energía del impulso se utiliza para bloquea su expresión. En la sublimación, sin embargo, la energía del impulso se supone que se canaliza en un modo aceptable de liberación que no sólo evita los conflictos, sino que además se convierte en una expresión creativa que nutre el proceso cultural.

El psicoanálisis decía ser la ciencia de lo irracional o inconsciente, porque reconocía claramente que el inconsciente ejerce una influencia fuertemente determinante en la conciencia y en la conducta. Pero Freud entendía que existe un conflicto irreconciliable entre estas dos fuerzas, racionalidad e irracionalidad, o entre los aspectos concientes e inconscientes de la condición humana y también creía que parte de este conflicto podía resolverse con la técnica analítica, cuya finalidad era hacer consciente el inconsciente.
Desde este punto de vista, lo irracional del hombre se ve sólo en sus aspectos negativos; inmaduros, egoístas, destructivos y hostiles.
 
El fallo de la técnica psicoanalítica fue que no profundizó lo suficiente. Trabajó exclusivamente con la mente, olvidándose del corazón y del cuerpo. Comenzando con la premisa de que no se debe confiar en el ello, Freud acaba diciendo: “Donde estaba el ello pongamos el yo”. Dada su prevención contra lo irracional, el psicoanálisis no puede llegar a otra conclusión que la de que el niño es una criatura amoral, pecadora y pervertida a la que hay que educar para que se convierta en ser civilizado.

Entonces, si a la racionalidad se le da un valor positivo, a la irracionalidad se le debe asignar un valor negativo. Si el razonamiento y la lógica son formas superiores de funcionamiento, la sensibilidad emocional es una forma inferior. Si el funcionamiento mental es el modo superior de ser, el funcionamiento corporal es un modo inferior. Tales juicios no son exclusivos del psicoanálisis; impregnan la civilización occidental.

Aunque hay que reconocer las contribuciones que ha hecho el psicoanálisis para comprender la condición humana, debemos darnos cuenta también de sus efectos negativos. Ha tendido a aumentar la escisión entre el ego y el cuerpo o entre civilización y naturaleza al insistir en el antagonismo entre estos dos aspectos polares de la vida e ignorar su unidad. Tiende a alimentar la ilusión de que la mente es el aspecto más importante en el funcionamiento humano. En la práctica, esto conduce a concentrarse y enfrascarse en palabras e imágenes mentales, en detrimento de las formas no verbales de expresión. Un sistema de intelectualizaciones que ha perdido su conexión esencial con la naturaleza animal del hombre. El psicoanálisis tiene un fuerte sesgo contra el sentimiento, contra el cuerpo y contra el concepto de fe.

Freud también se cegó a los importantes hallazgos de Carl Jung y principalmente al descubrimiento de Johann Bachofen de que el matriarcado y las sociedades matriarcales han precedido en todas partes al establecimiento de la sociedad patriarcal. En esas civilizaciones, frustración, represión y neurosis eran desconocidas, pero no excluían la religión ni las deidades. Adoraban Diosas, figuras maternas o de la tierra.

Erich Fromm hace una interesante comparación entre el principio matriarcal y el patriarcal. El principio matriarcal es el del amor incondicional, igualdad natural, énfasis en los vínculos de la sangre y la tierra, compasión y clemencia; el principio patriarcal es el del amor condicionado, estructura jerárquica, pensamiento abstracto, leyes hechas por los hombres, el estado y la justicia. En último análisis, la clemencia y la justicia representan respectivamente esos dos principios.

Estos dos principios también se pueden equiparar al ego y al cuerpo respectivamente, o a la razón y al sentimiento. En su extensión natural, el principio patriarcal representa al ego, la razón, la creencia y la cultura, mientras que el principio matriarcal representa el cuerpo, el sentimiento, la fe y la naturaleza. Es verdad que el principio patriarcal está hoy en estado de crisis. Se ha hipertrofiado en manos de la ciencia y la tecnología y está a punto de quebrar; pero hasta que esto ocurra y se restablezca el principio del matriarcado en el lugar que le corresponde cómo valor igual y polar, se puede  anticipar que la depresión será endémica en nuestra civilización.

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