martes, 2 de octubre de 2018

Psicoanálisis de la Sociedad Contemporánea, parte 10


CAPITULO VIII
Caminos hacia la Salud Mental (continuación)

Estrechamente relacionado con este problema está el de la ayuda económica de los países industrializados a las regiones del mundo menos desarrolladas económicamente. Resulta del todo claro que ha terminado el tiempo de la explotación colonial, que las diferentes partes del mundo están ahora tan próximas entre sí como lo estaban hace cien años las regiones de un continente, y que para la parte más rica del mundo la paz depende del progreso económico de la parte más pobre. En el mundo occidental no pueden coexistir, a la larga, la paz y la libertad con el hambre y las enfermedades en África y en China. La reducción del consumo innecesario en los países industrializados es un deber, si quieren ayudar a los países no industrializados, y deben querer ayudarlos si desean la paz.
Examinemos algunos hechos. Según H. Brown, un programa de fomento mundial que  cubriera cincuenta años aumentaría la producción industrial hasta tal punto, que todos los hombres podrían recibir alimentación suficiente y conduciría a una industrialización de las regiones ahora poco desarrolladas, análoga a la del Japón antes de la guerra. El desembolso anual de los Estados Unidos para realizar ese programa ascendería a unos cuatro o cinco mil millones de dólares durante los primeros treinta años, y después a menos. Cuando comparamos esto con nuestro ingreso nacional — dice el autor —, con nuestro presupuesto federal actual, con los fondos que se emplean en armamento y con el costo de los salarios de guerra, aquella cantidad no parece excesiva. Cuando la comparamos con las ganancias potenciales que pueden resultar de un programa desarrollado con éxito, aún parece menor. Y cuando comparamos ese costo con el de la inacción y con las consecuencias de mantener el statu quo, es verdaderamente insignificante.

El problema anterior no es sino una parte del problema más general relativo a la medida en que se les puede permitir a los intereses de un capital invertible provechosamente manipular las necesidades públicas de un modo nocivo e insano. Los ejemplos más obvios son nuestra industria cinematográfica, la industria de los libros cómicos y las páginas de crímenes de nuestros periódicos. Para ganar todo lo más posible, se estimulan artificialmente los instintos más bajos y se envenena el alma del público.
En una sociedad en que el único objetivo sea el desenvolvimiento del hombre y en que las necesidades materiales estén subordinadas a las necesidades espirituales, no será difícil encontrar medios legales y económicos para conseguir los cambios necesarios.

Por lo que respecta a la situación económica del ciudadano individual, la idea de la igualdad del ingreso no ha sido nunca un postulado socialista y no es, por muchas razones, ni práctica ni deseable. Lo necesario es un ingreso que sirva de base a una existencia humana digna. Por lo que afecta a las desigualdades de ingreso, parece que no deben rebasar el punto en que las diferencias en el ingreso conducen a diferencias en la experiencia de la vida. El individuo con un ingreso de millones, que puede satisfacer cualquier capricho sin ni siquiera detenerse a pensarlo, siente la vida de un modo distinto al hombre que, para satisfacer un deseo costoso, tiene que sacrificar otro. El individuo que no puede viajar nunca más allá del término de su población, que no puede permitirse nunca ningún lujo (es decir, algo que no sea necesario), también siente la vida de un modo diferente a su vecino, que puede hacerlo. Pero aun con ciertas diferencias de ingreso, la experiencia básica de la vida puede ser la misma, siempre que dichas diferencias no pasen de cierto límite. Lo que importa no es tanto un ingreso mayor o menor como tal, sino el punto en que las diferencias cuantitativas de ingreso se convierten en diferencias cualitativas de experiencia de la vida.

Todo individuo sólo puede obrar como agente libre y responsable si se suprime uno de los principales motivos de la actual falta de libertad: la amenaza económica del hambre, que obliga a las gentes a aceptar condiciones de trabajo que de otro modo no aceptarían. No habrá libertad mientras el propietario de capital pueda imponer su voluntad al hombre que no posee otra cosa que su vida, porque este último, no teniendo capital, no tiene más trabajo que el que le ofrece el capitalista.
Si nadie fuera obligado nunca más a aceptar el trabajo para no morirse de hambre, el trabajo tendría que ser suficientemente interesante y atractivo para inducir a uno a aceptarlo. La libertad de contratación sólo es posible si ambas partes son libres para aceptar o rechazar el contrato, y no es éste el caso en el actual régimen capitalista.
Tampoco debiera olvidarse que en un sistema que restablece  para todo el mundo el interés por la vida y por el trabajo, la productividad del trabajador individual estaría muy por encima de la que se registra hoy como resultado de unos pocos cambios favorables en la situación de trabajo; además, serían considerablemente menores nuestros gastos ocasionados por la delincuencia y por las enfermedades mentales o psicosomáticas.

LA TRANSFORMACIÓN POLÍTICA

En un capítulo anterior procuré demostrar que la democracia no puede funcionar en una sociedad enajenada, y que el modo como está organizada nuestra democracia contribuye al proceso general de enajenación. Si democracia quiere decir que el individuo expresa sus convicciones y hace valer su voluntad, la premisa es que ese individuo tiene convicciones y tiene una voluntad. Pero los hechos dicen que el individuo moderno enajenado tiene opiniones y prejuicios, pero no convicciones, que tiene preferencias y aversiones, pero no voluntad. Sus opiniones y prejuicios, sus preferencias y aversiones, son manipulados, lo mismo que lo son sus gustos, por poderosas maquinarias de propaganda, las cuales podrían no ser eficaces, si el individuo no estuviera ya condicionado para esas influencias por la publicidad y por todo su modo enajenado de vivir.

También es bastante mal informado el elector ordinario. Aunque lee regularmente su periódico, la totalidad del mundo está tan enajenada de él, que nada tiene verdadero sentido ni verdadera significación. Lee que se están gastando miles de millones de dólares, que se están matando millones de hombres: cifras, abstracciones, que no se interpretan de ningún modo en un cuadro concreto y significativo del mundo. Todo es irreal, ilimitado, impersonal. Los hechos son otros tantos ítem de un libro de notas, como las piezas de un rompecabezas, no son elementos de los que dependen su vida y la vida de sus hijos.
El elector expresa simplemente sus preferencias entre dos candidatos que compiten por su voto. Se encuentra ante varias máquinas políticas, ante una burocracia política que fluctúa entre la buena voluntad favorable a lo mejor para el país, y el interés profesional de mantenerse en el poder o de volver a él. Esta burocracia política, como necesita votos, se ve obligada, naturalmente, a prestar atención hasta cierto punto a la voluntad del elector. Mas, aparte de la influencia restrictiva o impulsora que el electorado tiene sobre las decisiones de la burocracia política, y que es una influencia más indirecta que directa, es poco lo que puede hacer el ciudadano individual para participar en la adopción de decisiones. Una vez que ha depositado su voto, ha abdicado su voluntad política en su representante, quien la ejercita de acuerdo con la mezcla de responsabilidad y de interés profesional egoísta que lo caracteriza, y el ciudadano individual puede hacer muy poco, salvo votar en las elecciones siguientes, lo que le ofrece una oportunidad para mantener a su representante en el poder o para echar a la calle a los granujas. El proceso de la votación en las grandes democracias toma cada vez más el carácter de un plebiscito en el que el elector no puede hacer mucho más que registrar su acuerdo o su desacuerdo con los poderosos mecanismos políticos, a uno de los cuales entregará su voluntad política.

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