jueves, 18 de octubre de 2018

Psicoanálisis de la Sociedad Contemporánea, parte 12


CAPÍTULO VIII
Caminos hacia la salud mental

La transformación política (continuación)

 El arte colectivo es un arte compartido: permite al hombre sentirse identificado con los demás de un modo significativo, rico, productivo. No es una ocupación individual de ratos libres, añadida a la vida, es una parte integrante de la vida.
Corresponde a una necesidad humana fundamental, y si esa necesidad no se satisface, el hombre se siente tan inseguro y angustiado como si no se realizara la necesidad de una concepción mental significativa del mundo. Para salir de la orientación receptiva y entrar en la productiva, el hombre debe relacionarse con el mundo artísticamente, y no sólo filosófica o científicamente.
Si una cultura no ofrece esa realización, la persona corriente no se desarrolla más allá de su orientación receptiva o mercantil.

¿Dónde estamos nosotros? Los rituales religiosos tienen poca importancia. Somos una cultura de consumidores. Absorbemos las películas, los reportajes de crímenes, los licores, las diversiones. No hay una participación activa productiva, una experiencia común unificadora, una realización significativa de respuestas importantes a la vida. ¿Qué esperamos de nuestra generación joven? ¿Qué pueden hacer cuando no tienen oportunidades para desarrollar actividades artísticas significativas, compartidas? ¿Qué otra cosa pueden hacer sino refugiarse en la bebida, en los sueños del cine, en el delito, la neurosis y la locura?
¿De qué sirve no tener casi analfabetos, tener la educación superior más amplia que haya existido en cualquier tiempo, si no tenemos una expresión colectiva de la totalidad de nuestras personalidades, ni un arte ni un ritual comunes? Indudablemente, una aldea relativamente primitiva en que todavía hay verdaderas fiestas, expresiones artísticas comunes compartidas, y en que nadie sabe leer, está más adelantada culturalmente y más sana mentalmente que nuestra cultura de enseñanza pública, de lectura de periódicos y de escuchar la radio.

No puede levantarse ninguna sociedad sana sobre la mezcla de conocimientos meramente intelectuales y una ausencia casi total de experiencia artística compartida, de Universidad y fútbol, de historias de crímenes y fiestas del Cuatro de Julio, intercalando, por buena medida, el día de las madres y el de los padres y los de Navidad. Al estudiar cómo podemos formar una sociedad sana, debemos reconocer que la necesidad de crear un arte y un ritual colectivos sobre bases no clericales es, por lo menos, tan importante como el alfabetismo y la enseñanza superior. La transformación de una sociedad atomística en una sociedad comunitaria depende de que se cree de nuevo la oportunidad para las gentes de cantar juntas, de pasear, danzar y admirar juntas: juntas, y no como individuos de una muchedumbre solitaria, para decirlo en los sucintos términos de Riesman.

En general, nuestro ritual moderno está empobrecido y no satisface la necesidad humana de arte y ritual colectivos, ni aun en el sentido más remoto, ni por su calidad ni por su importancia cuantitativa en la vida.
¿Qué haremos? ¿Podemos inventar rituales. ¿Puede crearse artificialmente arte colectivo? ¡Naturalmente que no! Pero una vez que se reconozca su necesidad, una vez que se empiece a cultivarlos, las semillas germinarán, y aparecerán personas bien dotadas que añadirán formas nuevas a las viejas, y se manifestarán talentos nuevos, que hubieran permanecido desconocidos sin esta nueva orientación.

El arte colectivo empezará con los juegos de los niños en el kindergarten y proseguirá en la escuela y en la vida subsiguiente. Tendremos danzas, coros, teatro, música y bandas en común, que no reemplazarán por completo a los deportes contemporáneos, pero los reducirán al papel de una de las muchas actividades desinteresadas.
También aquí, lo mismo que en la organización industrial y política, el factor decisivo es la descentralización: grupos concretos en que las personas se relacionen directamente, y participación activa y responsable. En la fábrica, en la escuela, en los pequeños grupos de discusiones políticas, en la aldea, pueden crearse formas diversas de actividades artísticas comunes; pueden
ser estimuladas cuanto sea necesario por la ayuda y las sugestiones de corporaciones artísticas centrales, pero de ningún modo alimentadas por éstas. Al mismo tiempo, las técnicas modernas de la televisión y de la radio brindan posibilidades maravillosas para llevar a grandes auditorios la música y la literatura mejores. No es necesario decir que no puede confiarse a empresas de negocios ofrecer esas posibilidades, sino que deben incorporarse a nuestros recursos educativos, que no son una fuente de utilidades para nadie.

Quizás se arguya que la idea de un renacimiento en gran escala del ritual y el arte colectivos es una idea romántica, que se acomoda a una época de artesanía, y no a una época de producción mecánica. Si esta objeción fuera exacta, también tendríamos que resignamos nosotros a que nuestra manera de vivir no tardará en destruirse a sí misma, por su falta de equilibrio y de salud mental. Pero, en realidad, la objeción no tiene mas fuerza que las que se hicieron a la "posibilidad" de los ferrocarriles y de máquinas de volar más pesadas que el aire. No hay en ella más que un punto válido: el modo en que estamos atomizados, enajenados, sin el menor sentido de comunidad, no nos permitirá crear formas nuevas de arte y ritual colectivos.

Pero eso es precisamente lo que yo he venido señalando constantemente. No puede separarse el cambio de nuestra organización industrial y política del de la estructura de nuestra vida educativa y cultural. Ningún intento serio de cambio y reconstrucción tendrá éxito si no se emprende en todas esas esferas simultáneamente.

¿Puede hablarse de transformación espiritual de la sociedad sin mencionar la religión? Evidentemente, las enseñanzas de las grandes religiones monoteístas propugnan los objetivos humanísticos que informan también la orientación productiva. Los fines del cristianismo y del judaísmo son los de la dignidad del hombre como objetivo y fin en sí mismo, del amor fraternal, de la razón y de la supremacía de los valores espirituales sobre los materiales. Esos fines éticos se relacionan con ciertas concepciones de Dios en que los creyentes de las diferentes religiones discrepan entre sí, y que son inaceptables para millones de hombres. Pero fue un error de los incrédulos enfocar sus ataques sobre la idea de Dios; su verdadero objetivo debió consistir en exigir a los creyentes que tomaran en serio su religión, y en especial el concepto de Dios; esto significaría la práctica verdadera del espíritu del amor fraterno, de la verdad y de la justicia y, en consecuencia, sería la crítica más radical de la sociedad presente.

Pero mientras no podemos decir lo que es Dios, podemos afirmar lo que no es. ¿No es hora de dejar de discutir sobre Dios y de unirse, por el contrario, para desenmascarar las formas contemporáneas de idolatría? Hoy no es Baal y Astarté, sino la deificación del estado y de la fuerza en los países totalitarios, y la deificación de la máquina y del éxito en nuestra propia cultura; es la invasora enajenación que amenaza a las cualidades espirituales del hombre. Seamos creyentes o no, creamos en la necesidad de una religión nueva o en la continuidad de la tradición judeo-cristiana, en la medida en que nos interesemos en  la esencia y no por la corteza, por la experiencia y no por la palabra, por el hombre y no por la institución, podemos unimos en una firme negación de la idolatría y encontrar quizá en esta negación más elementos de una fe común que en cualesquiera aseveraciones acerca de Dios. Seguramente encontraremos más humildad y más amor fraterno.

Esto sigue siendo cierto aunque se crea, como creo yo, que los conceptos teísticos están llamados a desaparecer en el desenvolvimiento futuro de la humanidad. En realidad, para quienes ven en las religiones monoteístas sólo una de las estaciones de la evolución de la especie humana, no es ninguna insensatez creer que aparecerá una nueva religión en un término de pocos siglos, religión que corresponda al desarrollo de la especie humana; la característica más importante de esa religión será su carácter universalista, correspondiente a la unificación de la humanidad que se está operando en esta época; comprenderá todas las enseñanzas humanistas comunes a todas las grandes religiones de Oriente y Occidente; sus doctrinas no contradecirán  las nociones racionales que la humanidad posee hoy, y dará más importancia a la práctica de la vida que a las creencias doctrinales.

Esa religión creará nuevos rituales y nuevas formas artísticas de expresión, conducentes al espíritu de reverencia para la vida y a la solidaridad de los hombres. Es evidente que la religión no puede inventarse. Tomará existencia con la aparición de un nuevo gran maestro, lo mismo que aparecieron en siglos pasados, cuando los tiempos ya estaban maduros. Entretanto, quienes creen en Dios expresarían su fe viviéndolo, y quienes no creen, viviendo según los preceptos del amor y la justicia y esperando.

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