martes, 23 de octubre de 2018

¿Qué es lo que nos hace falta?, parte 1


¿Qué es lo que nos falta?
El ser humano se halla a medio camino entre los Dioses y las bestias

Plotino 

Carl Sagan (1934-1996), este  brillante científico norteamericano,  comparte, en el primer capítulo de su libro Los Dragones del Edén, una reflexión  concerniente a El calendario Cósmico. Ahí, comprime los quince mil millones de años que se supone tiene el Universo (al menos a partir del Big Bang) al intervalo de  un año. De tal forma que, cada mil millones de años correspondería a 24 días de este imaginario calendario, y un segundo, a 475 vueltas de la Tierra alrededor del  Sol. En base a esta escala temporal, tendremos que la historia de nuestra especie ocupa solo los últimos segundos del 31 de Diciembre. Esta visión debe inclinarnos forzosamente a la humildad.
Así, sorprende que: la aparición de la Tierra no surja sino hasta los primeros días de Septiembre; que los dinosaurios aparezcan en Nochebuena; que las flores no broten sino hasta el 28 de diciembre y que el ser humano no haga acto de presencia sino hasta las 22:30 de la víspera del Año Nuevo. La historia escrita ocupa solo los últimos diez segundos del 31 de diciembre.
Sin embargo, a pesar del poco tiempo que tenemos en las estrellas, es indudable que lo que acontezca en este planeta a partir de ahora, tendrá responsabilidad en nosotros.

Nos hallamos ante una disyuntiva y en una fase de inestable tregua... con esporádicas escaramuzas y raros combates. Cualquier sugerencia de cambio se acoge con miedo. Sin embargo, llega un momento en que es preciso que las sociedades cambien.
La resistencia al cambio, se debe en gran medida a grupos que tienen intereses creados en el status quo. Las personas que tienen privilegios por  ocupar el pináculo de la jerarquía se niegan a ceder. Pero, por otro lado, tenemos que reconocer que somos una especie apenas naciente y que nos falta mucho camino por  recorrer. El siguiente paso evolutivo debe de ser aprendido. Tenemos la responsabilidad de nuestra propia educación. Tomemos consciencia del compromiso que adquirimos al representar millones de años de lenta y continua evolución.

 Hoy en día, cada vez que abrimos un periódico o vemos la TV, tropezamos cara a cara con los aspectos más tenebrosos de la naturaleza humana. Los mensajes emitidos por los medios de difusión de masas a toda nuestra aldea global electrónica evidencian de continuo las secuelas más lamentables de la inconsciencia humana.
Nuestra época nos ha forzado a ser testigos de este dantesco espectáculo. No hay modo de eludir el espantoso y sombrío fantasma conjurado por la corrupción política, el desastre ecológico y los criminales de cuello blanco. Nuestro apetito interno de totalidad nos exige hacer frente a la conflictiva hipocresía que se extiende por doquier.

De este modo, mientras que muchos individuos y grupos viven los aspectos socialmente más benignos de la existencia, otros, en cambio, padecen sus facetas más desagradables y terminan convirtiéndose en el objeto de las proyecciones grupales negativas de sombra colectiva (véase si no, fenómenos tales como la caza de brujas, el racismo o el proceso de creación de enemigos, por ejemplo).

Sólo disponemos de una forma de protegernos de la maldad humana representada por la fuerza inconsciente de las masas: desarrollar nuestra conciencia individual. Si desperdiciamos esta oportunidad para aprender o fracasamos en actualizar lo que nos enseña el espectáculo de la conducta humana, perderemos nuestra capacidad de cambiarnos a nosotros mismos y, consecuentemente, de cambiar también al mundo.
En 1959 Jung dijo: Es inminente un gran cambio en nuestra actitud psicológica. El único peligro que existe reside en el mismo ser humano. Nosotros somos el único peligro pero lamentablemente somos inconscientes de ello.

La evolución espiritual

 Erich Fromm escribr en el Arte de Amar: Hasta donde se tiene conocimiento, el desarrollo de la raza humana se caracteriza por la emergencia del hombre de la naturaleza, de la madre, de los lazos de la sangre y el suelo. En el comienzo de la historia humana, si bien el hombre se encuentra expulsado de la unidad original con la naturaleza, aún se aferra todavía a esos lazos primarios. Muchas  religiones primitivas son manifestaciones de esa etapa evolutiva. Un animal se transforma en un tótem; se usan máscaras de animales en los actos religiosos o en la guerra. En la etapa siguiente, cuando la habilidad humana alcanza la del artesano o el artista, cuando el hombre no depende ya exclusivamente de los dones de la naturaleza, el hombre transforma el producto de su propia mano en un dios. Es la etapa de la adoración de ídolos hechos de arcilla, plata u oro.

En una etapa ulterior, el hombre da a sus dioses la forma de seres humanos. Esto sucede cuando el hombre se ha tornado más consciente de sí mismo, y se descubre como el bien supremo en su mundo. En esta fase de un dios antropomórfico, encontramos una evolución de dos dimensiones. Una se refiere a la naturaleza femenina o masculina de los dioses, la otra al grado de madurez alcanzado por el hombre, y que se refleja en la naturaleza de sus dioses y la naturaleza de su amor a ellos.
Hablemos en primer término del paso de las religiones matriarcales a las patriarcales. En la fase matriarcal, el ser superior es la madre. Es la diosa, y asimismo la autoridad en la familia y la sociedad. Para comprender la esencia de la religión matriarcal basta recordar lo dicho sobre la esencia del amor materno. Es incondicional, omniprotector y envolvente. Su presencia da a la persona amada la sensación de dicha; su ausencia produce un sentimiento de abandono y profunda desesperación. El amor materno se basa en le igualdad, ya que una madre ama a todos sus hijos por igual. Todos los hombres son iguales puesto que todos son hijos de una madre, porque todos son hijos de la Madre Tierra.

En la siguiente etapa patriarcal, la madre pierde su posición suprema y el padre se convierte en el ser supremo, tanto en la religión como en la sociedad. La naturaleza del amor del padre le hace tener exigencias, establecer principios y leyes, y a que el amor al hijo dependa de la obediencia de éste a sus demandas. (El desarrollo de la sociedad patriarcal es paralelo al desarrollo de la propiedad privada). Así, la igualdad de los hermanos se transforma en competencia. Sin embargo, puesto que es imposible arrancar del corazón humano el anhelo de amor materno, no es sorprendente que la figura de la madre amante perdure. En la religión católica, por ejemplo, la Iglesia y la Virgen simbolizan a la Madre.
 Así pues, el carácter del amor a Dios, depende de la respectiva gravitación de los aspectos matriarcales y patriarcales en la religión. Sin embargo, dicha diferencia es sólo uno de los factores que determinan la naturaleza de ese amor; el otro factor es el grado de madurez alcanzado por el individuo.

Al comienzo de la religión patriarcal, encontramos a un Dios despótico, celoso, que considera que el hombre que ha creado es de su propiedad, es la fase en la que Dios decide destruir la raza humana mediante el diluvio. Pero al mismo tiempo comienza una nueva etapa; Dios hace un pacto con Noé, por el cual le promete no volver a destruir la raza humana, un pacto en el que compromete su propio sentido de justicia. Pero le evolución va más allá, tiende a que Dios deje de ser la figura de un padre y se convierta en el símbolo de sus principios, los de justicia, verdad y amor. En ese desarrollo, Dios deja de ser una persona, un hombre, un padre; se convierte en el símbolo del principio de unidad detrás de todas las cosas, de la visión de la flor que crecerá de la semilla espiritual que alberga el hombre en su interior. Dios no puede tener un nombre. ¿Cómo puede tenerlo si no es una persona ni una cosa?. Dios se convierte en el Uno sin nombre; Dios se torna verdad, amor, justicia. Dios es yo, en la medida en que soy humano. La persona verdaderamente religiosa, no ama a Dios como un niño a su padre o a su madre; ha adquirido la humildad necesaria para percibir sus limitaciones, hasta el punto de saber que no sabe nada acerca de Dios. Dios se convierte para ella en un símbolo del reino del mundo espiritual, del amor, la verdad, la justicia.

En todas las religiones, existe el supuesto de la realidad del reino espiritual, que trasciende al hombre, que da significado y validez a los poderes espirituales del hombre y a sus esfuerzos por alcanzar el nacimiento interior.
El reino del amor, la razón y la justicia existe como una realidad únicamente porque el hombre ha podido desenvolver esos poderes en sí mismo a través del proceso de evolución. En tal concepción, el hombre está completamente solo, salvo en la medida en que ayuda a otro.

Otra dimensión del amor a Dios que conviene analizar, es la diferencia fundamental en la actitud religiosa entre Oriente (China e India) y Occidente.
Para Oriente, el amor a Dios no es el conocimiento de Dios mediante el pensamiento, ni el pensamiento del propio amor a Dios, sino el acto de experimentar la unidad con Dios. Por lo tanto, lo más importante es la forma correcta de vivir. La finalidad fundamental de las religiones orientales no es la creencia correcta, sino la acción correcta. Tal actitud llevó a la tolerancia por un lado, y a dar más importancia al hombre en transformación que al desarrollo del dogma, y de la ciencia. La tarea religiosa del hombre no consiste en pensar bien, sino en obrar bien, y en llegar a ser uno con lo Uno en el acto de la meditación concentrada.

En lo que toca a la corriente principal del pensamiento occidental, cabe afirmar lo contrario. Puesto que se espera encontrar la verdad fundamental en el pensamiento correcto, se otorga especial importancia al pensar, aunque también se valora la acción correcta. Tal actitud condujo a la formación de dogmas, y a la intolerancia frente al no creyente o hereje. Así, la persona que creía en Dios --aunque no viviera a Dios-- sentíase superior a los que vivían a Dios, pero no creían en él.

Podemos volver ahora a un importante paralelo entre el amor a los padres y el amor a Dios. Al comienzo, el niño está ligado a la madre como fuente de toda su existencia. Luego se vuelca hacia el padre como nuevo centro de sus afectos. En la etapa de plena madurez, se ha liberado de las personas de la madre y el padre como poderes, ha establecido en sí mismo los principios materno y paterno. Se ha convertido en su propio padre y madre; es  padre y madre. En la historia de la raza humana observamos idéntico desarrollo desde el comienzo del amor a Dios como la desamparada relación con una Diosa madre, a través de la obediencia a un Dios paternal, hasta una etapa madura en la que Dios deja de ser un poder exterior, en la que el hombre ha incorporado en sí mismo los principios de amor y justicia, en la que se ha hecho uno con Dios.
De tales consideraciones se deduce que el amor a Dios no puede separarse del amor a los padres. Si una persona no emerge de la relación incestuosa con la madre, el clan, la nación, si mantiene su dependencia infantil de un padre que castiga y recompensa, o de cualquier otra autoridad, no puede desarrollar un amor maduro a Dios; su religión corresponde entonces, a la primera fase, en la que se experimenta a Dios como a una madre protectora o un padre que castiga y recompensa.

Así también, cada individuo conserva en sí mismo, en su inconsciente, todas las etapas desde la de infante desvalido en adelante. La cuestión es hasta que punto se ha desarrollado. Una cosa es segura: la naturaleza de su amor a Dios corresponde a la naturaleza de su amor al hombre.
El amor al hombre, además, si bien directamente arraigado en sus relaciones con su familia, está determinado, en última instancia, por la estructura de la sociedad en que vive. Si la estructura social es de sumisión a la autoridad, su concepto de Dios será infantil y estará muy alejado del concepto maduro.


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