martes, 30 de octubre de 2018

¿Qué nos hace falta? parte 2

En busca del hombre nuevo

Es preferible que la  primera competencia sea con uno mismo.  

Estamos aquí, para ayudarnos en nuestro proceso de autodescubrimiento. En nuestro tránsito hacia una convivencia civil pacífica y solidaria. En nuestra conexión con el orden universal, y con la Vida en general.
Así como es necesario el amor a uno mismo para amar a los demás, para el cambio social es necesario el cambio individual.

Nos configuramos a través de un doble proceso: por un lado, la sociedad actúa  sobre nosotros con su educación tanto directa como indirectamente; y por otro lado, comenzamos un proceso de autoeducación, un proceso de conciencia singular.
Desde esta perspectiva, una transformación radical de la sociedad consumista debe estar acompañada de una transformación profunda de las estructuras mentales de los individuos.

Es preciso desarrollar un monumental esfuerzo educativo en el pueblo, para que éste se eduque así mismo, transforme sus valores y relaciones sociales. El camino al comunismo, decía Ernesto Guevara, implica un proceso mucho más complejo que una distribución material de bienes menos desigual; implica la construcción de un hombre nuevo, radicalmente distinto de los hombres y mujeres formados en los marcos morales e ideológicos propios de la sociedad de consumo.
La transformación de las condiciones y de los propios hombres, su conciencia y su moral, deben efectuarse simultáneamente una en relación con la otra; una reforzando la otra, en un proceso de reciprocidad dialéctica.

Para el Che, el elemento movilizador fundamental debe ser de orden ético y no económico-individual, porque solo a través de ese camino se puede arribar al futuro comunista y a la creación del hombre nuevo.
Guevara es atraído no tanto por los problemas estrictamente económicos, sino por la problemática de la liberación del hombre, y del comunismo como resolución de las contradicciones de la enajenación humana. Sabe que sin la intervención conciente y organizada del pueblo, no puede tener lugar una revolución. 

El hombre nuevo, será el sujeto con capacidad de revolucionar el orden social existente y abolir la sociedad de clases; esto es, emancipar a la humanidad y posibilitar su pleno desarrollo consciente.

El Narcisismo, la enfermedad de nuestro tiempo

Los problemas de la personalidad de la gente han cambiado en forma notoria los últimos cuarenta años. Las neurosis de antes, constituidas por culpas, ansiedades, fobias u obsesiones incapacitadoras, comúnmente no se ven hoy en día. En vez de eso, me encuentro con más gente que se queja de depresión; esas personas describen una carencia de respuesta afectiva, un vacío interno, una profunda sensación de frustración y falta de realización. Muchas de esas personas tienen bastante éxito en su trabajo, lo que sugiere un rompimiento entre su desempeño laboral y lo que sienten por dentro. Su desempeño en el plano laboral, sexual y social, parece demasiado eficiente, mecánico y perfecto para ser humano. Funcionan más como máquinas que como personas.

A los narcisistas se les reconoce por su falta de humanidad. No sufren por la tragedia de un mundo amenazado por el quebranto ecológico, no sienten la tragedia de una vida que transcurre en el intento de demostrar su valor ante un mundo indiferente. Cuando la careta de superioridad se rompe y permite que se vuelva consciente el sentimiento de pérdida y tristeza, a veces ya es demasiado tarde. A un dirigente de una gran compañía le dijeron que tenía cáncer en su fase terminal. Ahora que su vida llegaba al término, descubrió cual era su sentido. Antes nunca me fijé en las flores -explicaba- , ni en el brillo del sol, ni en los campos. Me pasé la vida tratando de demostrar a mi padre que había triunfado. El amor no tenía cabida en mi vida. Por primera vez, ya adulto, este hombre pudo llorar y dirigirse a su esposa e hijos en busca de ayuda.

Hay algo de locura en un patrón de conducta que valora el éxito por encima de la necesidad de amar y ser amado. Hay una cierta locura cuando una persona está desconectada de la realidad de su ser -el cuerpo y sus respuestas afectivas- . Y hay también algo de locura en una cultura que contamina el aire, el agua y la tierra, en nombre de un mejor nivel de vida.
Personalmente, considero que la frenética actividad de la gente en las grandes ciudades -para ganar más dinero, obtener más poder, ir a la cabeza- resulta un tanto loca.

Para entender la enfermedad que subyace en el fondo del narcisismo es necesaria una visión más amplia de los problemas de la personalidad. Necesitamos entender qué fuerzas de la cultura provocan el problema y qué factores de la personalidad humana predisponen al narcisismo. Y necesitamos saber ¿qué es ser humano? si queremos evitar ser narcisistas.
El tratamiento con pacientes narcisistas consiste en ayudarlos a entrar en contacto con sus cuerpos, a recuperar las respuestas afectivas que habían suprimido y a volver a tener las características de humanidad que había perdido. Este enfoque supone trabajar para reducir la tensión muscular y la rigidez que bloquean los sentimientos de la persona. Sin embargo, nunca he considerado como lo principal las técnicas específicas que utilizo. La clave de la terapia es la comprensión. Sin comprensión, ningún enfoque o técnica terapéutica tiene sentido ni sirve de nada en un nivel profundo.

Los héroes y los líderes de la paz de nuestro tiempo son aquellos hombres y mujeres que tienen el valor de sumergirse en las tinieblas de su propia personalidad y zambullirse en la oscuridad del psiquismo colectivo en busca de su enemigo interno. La psicología profunda nos ha proporcionado la evidencia incuestionable de que fabricamos al enemigo con las partes negadas de nuestro propio yo. Por tanto, el mandamiento «ama a tu enemigo como a tí mismo» nos señala el camino que conduce al autoconocimiento y a la paz. De hecho, amamos y odiamos a nuestros enemigos en la misma medida que nos amamos y nos odiamos a nosotros mismos. En el rostro del enemigo encontramos pues el espejo en el que contemplar nítidamente nuestro verdadero semblante.

martes, 23 de octubre de 2018

¿Qué es lo que nos hace falta?, parte 1


¿Qué es lo que nos falta?
El ser humano se halla a medio camino entre los Dioses y las bestias

Plotino 

Carl Sagan (1934-1996), este  brillante científico norteamericano,  comparte, en el primer capítulo de su libro Los Dragones del Edén, una reflexión  concerniente a El calendario Cósmico. Ahí, comprime los quince mil millones de años que se supone tiene el Universo (al menos a partir del Big Bang) al intervalo de  un año. De tal forma que, cada mil millones de años correspondería a 24 días de este imaginario calendario, y un segundo, a 475 vueltas de la Tierra alrededor del  Sol. En base a esta escala temporal, tendremos que la historia de nuestra especie ocupa solo los últimos segundos del 31 de Diciembre. Esta visión debe inclinarnos forzosamente a la humildad.
Así, sorprende que: la aparición de la Tierra no surja sino hasta los primeros días de Septiembre; que los dinosaurios aparezcan en Nochebuena; que las flores no broten sino hasta el 28 de diciembre y que el ser humano no haga acto de presencia sino hasta las 22:30 de la víspera del Año Nuevo. La historia escrita ocupa solo los últimos diez segundos del 31 de diciembre.
Sin embargo, a pesar del poco tiempo que tenemos en las estrellas, es indudable que lo que acontezca en este planeta a partir de ahora, tendrá responsabilidad en nosotros.

Nos hallamos ante una disyuntiva y en una fase de inestable tregua... con esporádicas escaramuzas y raros combates. Cualquier sugerencia de cambio se acoge con miedo. Sin embargo, llega un momento en que es preciso que las sociedades cambien.
La resistencia al cambio, se debe en gran medida a grupos que tienen intereses creados en el status quo. Las personas que tienen privilegios por  ocupar el pináculo de la jerarquía se niegan a ceder. Pero, por otro lado, tenemos que reconocer que somos una especie apenas naciente y que nos falta mucho camino por  recorrer. El siguiente paso evolutivo debe de ser aprendido. Tenemos la responsabilidad de nuestra propia educación. Tomemos consciencia del compromiso que adquirimos al representar millones de años de lenta y continua evolución.

 Hoy en día, cada vez que abrimos un periódico o vemos la TV, tropezamos cara a cara con los aspectos más tenebrosos de la naturaleza humana. Los mensajes emitidos por los medios de difusión de masas a toda nuestra aldea global electrónica evidencian de continuo las secuelas más lamentables de la inconsciencia humana.
Nuestra época nos ha forzado a ser testigos de este dantesco espectáculo. No hay modo de eludir el espantoso y sombrío fantasma conjurado por la corrupción política, el desastre ecológico y los criminales de cuello blanco. Nuestro apetito interno de totalidad nos exige hacer frente a la conflictiva hipocresía que se extiende por doquier.

De este modo, mientras que muchos individuos y grupos viven los aspectos socialmente más benignos de la existencia, otros, en cambio, padecen sus facetas más desagradables y terminan convirtiéndose en el objeto de las proyecciones grupales negativas de sombra colectiva (véase si no, fenómenos tales como la caza de brujas, el racismo o el proceso de creación de enemigos, por ejemplo).

Sólo disponemos de una forma de protegernos de la maldad humana representada por la fuerza inconsciente de las masas: desarrollar nuestra conciencia individual. Si desperdiciamos esta oportunidad para aprender o fracasamos en actualizar lo que nos enseña el espectáculo de la conducta humana, perderemos nuestra capacidad de cambiarnos a nosotros mismos y, consecuentemente, de cambiar también al mundo.
En 1959 Jung dijo: Es inminente un gran cambio en nuestra actitud psicológica. El único peligro que existe reside en el mismo ser humano. Nosotros somos el único peligro pero lamentablemente somos inconscientes de ello.

La evolución espiritual

 Erich Fromm escribr en el Arte de Amar: Hasta donde se tiene conocimiento, el desarrollo de la raza humana se caracteriza por la emergencia del hombre de la naturaleza, de la madre, de los lazos de la sangre y el suelo. En el comienzo de la historia humana, si bien el hombre se encuentra expulsado de la unidad original con la naturaleza, aún se aferra todavía a esos lazos primarios. Muchas  religiones primitivas son manifestaciones de esa etapa evolutiva. Un animal se transforma en un tótem; se usan máscaras de animales en los actos religiosos o en la guerra. En la etapa siguiente, cuando la habilidad humana alcanza la del artesano o el artista, cuando el hombre no depende ya exclusivamente de los dones de la naturaleza, el hombre transforma el producto de su propia mano en un dios. Es la etapa de la adoración de ídolos hechos de arcilla, plata u oro.

En una etapa ulterior, el hombre da a sus dioses la forma de seres humanos. Esto sucede cuando el hombre se ha tornado más consciente de sí mismo, y se descubre como el bien supremo en su mundo. En esta fase de un dios antropomórfico, encontramos una evolución de dos dimensiones. Una se refiere a la naturaleza femenina o masculina de los dioses, la otra al grado de madurez alcanzado por el hombre, y que se refleja en la naturaleza de sus dioses y la naturaleza de su amor a ellos.
Hablemos en primer término del paso de las religiones matriarcales a las patriarcales. En la fase matriarcal, el ser superior es la madre. Es la diosa, y asimismo la autoridad en la familia y la sociedad. Para comprender la esencia de la religión matriarcal basta recordar lo dicho sobre la esencia del amor materno. Es incondicional, omniprotector y envolvente. Su presencia da a la persona amada la sensación de dicha; su ausencia produce un sentimiento de abandono y profunda desesperación. El amor materno se basa en le igualdad, ya que una madre ama a todos sus hijos por igual. Todos los hombres son iguales puesto que todos son hijos de una madre, porque todos son hijos de la Madre Tierra.

En la siguiente etapa patriarcal, la madre pierde su posición suprema y el padre se convierte en el ser supremo, tanto en la religión como en la sociedad. La naturaleza del amor del padre le hace tener exigencias, establecer principios y leyes, y a que el amor al hijo dependa de la obediencia de éste a sus demandas. (El desarrollo de la sociedad patriarcal es paralelo al desarrollo de la propiedad privada). Así, la igualdad de los hermanos se transforma en competencia. Sin embargo, puesto que es imposible arrancar del corazón humano el anhelo de amor materno, no es sorprendente que la figura de la madre amante perdure. En la religión católica, por ejemplo, la Iglesia y la Virgen simbolizan a la Madre.
 Así pues, el carácter del amor a Dios, depende de la respectiva gravitación de los aspectos matriarcales y patriarcales en la religión. Sin embargo, dicha diferencia es sólo uno de los factores que determinan la naturaleza de ese amor; el otro factor es el grado de madurez alcanzado por el individuo.

Al comienzo de la religión patriarcal, encontramos a un Dios despótico, celoso, que considera que el hombre que ha creado es de su propiedad, es la fase en la que Dios decide destruir la raza humana mediante el diluvio. Pero al mismo tiempo comienza una nueva etapa; Dios hace un pacto con Noé, por el cual le promete no volver a destruir la raza humana, un pacto en el que compromete su propio sentido de justicia. Pero le evolución va más allá, tiende a que Dios deje de ser la figura de un padre y se convierta en el símbolo de sus principios, los de justicia, verdad y amor. En ese desarrollo, Dios deja de ser una persona, un hombre, un padre; se convierte en el símbolo del principio de unidad detrás de todas las cosas, de la visión de la flor que crecerá de la semilla espiritual que alberga el hombre en su interior. Dios no puede tener un nombre. ¿Cómo puede tenerlo si no es una persona ni una cosa?. Dios se convierte en el Uno sin nombre; Dios se torna verdad, amor, justicia. Dios es yo, en la medida en que soy humano. La persona verdaderamente religiosa, no ama a Dios como un niño a su padre o a su madre; ha adquirido la humildad necesaria para percibir sus limitaciones, hasta el punto de saber que no sabe nada acerca de Dios. Dios se convierte para ella en un símbolo del reino del mundo espiritual, del amor, la verdad, la justicia.

En todas las religiones, existe el supuesto de la realidad del reino espiritual, que trasciende al hombre, que da significado y validez a los poderes espirituales del hombre y a sus esfuerzos por alcanzar el nacimiento interior.
El reino del amor, la razón y la justicia existe como una realidad únicamente porque el hombre ha podido desenvolver esos poderes en sí mismo a través del proceso de evolución. En tal concepción, el hombre está completamente solo, salvo en la medida en que ayuda a otro.

Otra dimensión del amor a Dios que conviene analizar, es la diferencia fundamental en la actitud religiosa entre Oriente (China e India) y Occidente.
Para Oriente, el amor a Dios no es el conocimiento de Dios mediante el pensamiento, ni el pensamiento del propio amor a Dios, sino el acto de experimentar la unidad con Dios. Por lo tanto, lo más importante es la forma correcta de vivir. La finalidad fundamental de las religiones orientales no es la creencia correcta, sino la acción correcta. Tal actitud llevó a la tolerancia por un lado, y a dar más importancia al hombre en transformación que al desarrollo del dogma, y de la ciencia. La tarea religiosa del hombre no consiste en pensar bien, sino en obrar bien, y en llegar a ser uno con lo Uno en el acto de la meditación concentrada.

En lo que toca a la corriente principal del pensamiento occidental, cabe afirmar lo contrario. Puesto que se espera encontrar la verdad fundamental en el pensamiento correcto, se otorga especial importancia al pensar, aunque también se valora la acción correcta. Tal actitud condujo a la formación de dogmas, y a la intolerancia frente al no creyente o hereje. Así, la persona que creía en Dios --aunque no viviera a Dios-- sentíase superior a los que vivían a Dios, pero no creían en él.

Podemos volver ahora a un importante paralelo entre el amor a los padres y el amor a Dios. Al comienzo, el niño está ligado a la madre como fuente de toda su existencia. Luego se vuelca hacia el padre como nuevo centro de sus afectos. En la etapa de plena madurez, se ha liberado de las personas de la madre y el padre como poderes, ha establecido en sí mismo los principios materno y paterno. Se ha convertido en su propio padre y madre; es  padre y madre. En la historia de la raza humana observamos idéntico desarrollo desde el comienzo del amor a Dios como la desamparada relación con una Diosa madre, a través de la obediencia a un Dios paternal, hasta una etapa madura en la que Dios deja de ser un poder exterior, en la que el hombre ha incorporado en sí mismo los principios de amor y justicia, en la que se ha hecho uno con Dios.
De tales consideraciones se deduce que el amor a Dios no puede separarse del amor a los padres. Si una persona no emerge de la relación incestuosa con la madre, el clan, la nación, si mantiene su dependencia infantil de un padre que castiga y recompensa, o de cualquier otra autoridad, no puede desarrollar un amor maduro a Dios; su religión corresponde entonces, a la primera fase, en la que se experimenta a Dios como a una madre protectora o un padre que castiga y recompensa.

Así también, cada individuo conserva en sí mismo, en su inconsciente, todas las etapas desde la de infante desvalido en adelante. La cuestión es hasta que punto se ha desarrollado. Una cosa es segura: la naturaleza de su amor a Dios corresponde a la naturaleza de su amor al hombre.
El amor al hombre, además, si bien directamente arraigado en sus relaciones con su familia, está determinado, en última instancia, por la estructura de la sociedad en que vive. Si la estructura social es de sumisión a la autoridad, su concepto de Dios será infantil y estará muy alejado del concepto maduro.


jueves, 18 de octubre de 2018

Psicoanálisis de la Sociedad Contemporánea, parte 12


CAPÍTULO VIII
Caminos hacia la salud mental

La transformación política (continuación)

 El arte colectivo es un arte compartido: permite al hombre sentirse identificado con los demás de un modo significativo, rico, productivo. No es una ocupación individual de ratos libres, añadida a la vida, es una parte integrante de la vida.
Corresponde a una necesidad humana fundamental, y si esa necesidad no se satisface, el hombre se siente tan inseguro y angustiado como si no se realizara la necesidad de una concepción mental significativa del mundo. Para salir de la orientación receptiva y entrar en la productiva, el hombre debe relacionarse con el mundo artísticamente, y no sólo filosófica o científicamente.
Si una cultura no ofrece esa realización, la persona corriente no se desarrolla más allá de su orientación receptiva o mercantil.

¿Dónde estamos nosotros? Los rituales religiosos tienen poca importancia. Somos una cultura de consumidores. Absorbemos las películas, los reportajes de crímenes, los licores, las diversiones. No hay una participación activa productiva, una experiencia común unificadora, una realización significativa de respuestas importantes a la vida. ¿Qué esperamos de nuestra generación joven? ¿Qué pueden hacer cuando no tienen oportunidades para desarrollar actividades artísticas significativas, compartidas? ¿Qué otra cosa pueden hacer sino refugiarse en la bebida, en los sueños del cine, en el delito, la neurosis y la locura?
¿De qué sirve no tener casi analfabetos, tener la educación superior más amplia que haya existido en cualquier tiempo, si no tenemos una expresión colectiva de la totalidad de nuestras personalidades, ni un arte ni un ritual comunes? Indudablemente, una aldea relativamente primitiva en que todavía hay verdaderas fiestas, expresiones artísticas comunes compartidas, y en que nadie sabe leer, está más adelantada culturalmente y más sana mentalmente que nuestra cultura de enseñanza pública, de lectura de periódicos y de escuchar la radio.

No puede levantarse ninguna sociedad sana sobre la mezcla de conocimientos meramente intelectuales y una ausencia casi total de experiencia artística compartida, de Universidad y fútbol, de historias de crímenes y fiestas del Cuatro de Julio, intercalando, por buena medida, el día de las madres y el de los padres y los de Navidad. Al estudiar cómo podemos formar una sociedad sana, debemos reconocer que la necesidad de crear un arte y un ritual colectivos sobre bases no clericales es, por lo menos, tan importante como el alfabetismo y la enseñanza superior. La transformación de una sociedad atomística en una sociedad comunitaria depende de que se cree de nuevo la oportunidad para las gentes de cantar juntas, de pasear, danzar y admirar juntas: juntas, y no como individuos de una muchedumbre solitaria, para decirlo en los sucintos términos de Riesman.

En general, nuestro ritual moderno está empobrecido y no satisface la necesidad humana de arte y ritual colectivos, ni aun en el sentido más remoto, ni por su calidad ni por su importancia cuantitativa en la vida.
¿Qué haremos? ¿Podemos inventar rituales. ¿Puede crearse artificialmente arte colectivo? ¡Naturalmente que no! Pero una vez que se reconozca su necesidad, una vez que se empiece a cultivarlos, las semillas germinarán, y aparecerán personas bien dotadas que añadirán formas nuevas a las viejas, y se manifestarán talentos nuevos, que hubieran permanecido desconocidos sin esta nueva orientación.

El arte colectivo empezará con los juegos de los niños en el kindergarten y proseguirá en la escuela y en la vida subsiguiente. Tendremos danzas, coros, teatro, música y bandas en común, que no reemplazarán por completo a los deportes contemporáneos, pero los reducirán al papel de una de las muchas actividades desinteresadas.
También aquí, lo mismo que en la organización industrial y política, el factor decisivo es la descentralización: grupos concretos en que las personas se relacionen directamente, y participación activa y responsable. En la fábrica, en la escuela, en los pequeños grupos de discusiones políticas, en la aldea, pueden crearse formas diversas de actividades artísticas comunes; pueden
ser estimuladas cuanto sea necesario por la ayuda y las sugestiones de corporaciones artísticas centrales, pero de ningún modo alimentadas por éstas. Al mismo tiempo, las técnicas modernas de la televisión y de la radio brindan posibilidades maravillosas para llevar a grandes auditorios la música y la literatura mejores. No es necesario decir que no puede confiarse a empresas de negocios ofrecer esas posibilidades, sino que deben incorporarse a nuestros recursos educativos, que no son una fuente de utilidades para nadie.

Quizás se arguya que la idea de un renacimiento en gran escala del ritual y el arte colectivos es una idea romántica, que se acomoda a una época de artesanía, y no a una época de producción mecánica. Si esta objeción fuera exacta, también tendríamos que resignamos nosotros a que nuestra manera de vivir no tardará en destruirse a sí misma, por su falta de equilibrio y de salud mental. Pero, en realidad, la objeción no tiene mas fuerza que las que se hicieron a la "posibilidad" de los ferrocarriles y de máquinas de volar más pesadas que el aire. No hay en ella más que un punto válido: el modo en que estamos atomizados, enajenados, sin el menor sentido de comunidad, no nos permitirá crear formas nuevas de arte y ritual colectivos.

Pero eso es precisamente lo que yo he venido señalando constantemente. No puede separarse el cambio de nuestra organización industrial y política del de la estructura de nuestra vida educativa y cultural. Ningún intento serio de cambio y reconstrucción tendrá éxito si no se emprende en todas esas esferas simultáneamente.

¿Puede hablarse de transformación espiritual de la sociedad sin mencionar la religión? Evidentemente, las enseñanzas de las grandes religiones monoteístas propugnan los objetivos humanísticos que informan también la orientación productiva. Los fines del cristianismo y del judaísmo son los de la dignidad del hombre como objetivo y fin en sí mismo, del amor fraternal, de la razón y de la supremacía de los valores espirituales sobre los materiales. Esos fines éticos se relacionan con ciertas concepciones de Dios en que los creyentes de las diferentes religiones discrepan entre sí, y que son inaceptables para millones de hombres. Pero fue un error de los incrédulos enfocar sus ataques sobre la idea de Dios; su verdadero objetivo debió consistir en exigir a los creyentes que tomaran en serio su religión, y en especial el concepto de Dios; esto significaría la práctica verdadera del espíritu del amor fraterno, de la verdad y de la justicia y, en consecuencia, sería la crítica más radical de la sociedad presente.

Pero mientras no podemos decir lo que es Dios, podemos afirmar lo que no es. ¿No es hora de dejar de discutir sobre Dios y de unirse, por el contrario, para desenmascarar las formas contemporáneas de idolatría? Hoy no es Baal y Astarté, sino la deificación del estado y de la fuerza en los países totalitarios, y la deificación de la máquina y del éxito en nuestra propia cultura; es la invasora enajenación que amenaza a las cualidades espirituales del hombre. Seamos creyentes o no, creamos en la necesidad de una religión nueva o en la continuidad de la tradición judeo-cristiana, en la medida en que nos interesemos en  la esencia y no por la corteza, por la experiencia y no por la palabra, por el hombre y no por la institución, podemos unimos en una firme negación de la idolatría y encontrar quizá en esta negación más elementos de una fe común que en cualesquiera aseveraciones acerca de Dios. Seguramente encontraremos más humildad y más amor fraterno.

Esto sigue siendo cierto aunque se crea, como creo yo, que los conceptos teísticos están llamados a desaparecer en el desenvolvimiento futuro de la humanidad. En realidad, para quienes ven en las religiones monoteístas sólo una de las estaciones de la evolución de la especie humana, no es ninguna insensatez creer que aparecerá una nueva religión en un término de pocos siglos, religión que corresponda al desarrollo de la especie humana; la característica más importante de esa religión será su carácter universalista, correspondiente a la unificación de la humanidad que se está operando en esta época; comprenderá todas las enseñanzas humanistas comunes a todas las grandes religiones de Oriente y Occidente; sus doctrinas no contradecirán  las nociones racionales que la humanidad posee hoy, y dará más importancia a la práctica de la vida que a las creencias doctrinales.

Esa religión creará nuevos rituales y nuevas formas artísticas de expresión, conducentes al espíritu de reverencia para la vida y a la solidaridad de los hombres. Es evidente que la religión no puede inventarse. Tomará existencia con la aparición de un nuevo gran maestro, lo mismo que aparecieron en siglos pasados, cuando los tiempos ya estaban maduros. Entretanto, quienes creen en Dios expresarían su fe viviéndolo, y quienes no creen, viviendo según los preceptos del amor y la justicia y esperando.

martes, 9 de octubre de 2018

Psicoanálisis de la Sociedad Contemporánea, parte 11

Capítulo VIII

CAMINOS HACIA LA SALUD MENTAL


LA TRANSFORMACIÓN POLÍTICA (continuación)

Los futuros progresos del sistema democrático exigen nuevos pasos. En primer lugar, hay que reconocer que no pueden tomarse verdaderas decisiones en un ambiente de votación en masa, sino únicamente en los grupos relativamente pequeños, correspondientes quizá a las antiguas asambleas electorales locales, y que comprendían no más de quinientas personas, digamos. En esos grupos reducidos, las cuestiones pueden discutirse a fondo, cada individuo puede expresar sus ideas y puede escuchar y discutir razonablemente los argumentos de los otros. Las personas entran en contacto directo unas con otras, lo cual hace más difícil que influyan en sus mentes factores demagógicos e irracionales.
En segundo lugar, el ciudadano individual debe conocer datos fundamentales que le permitan adoptar una decisión razonable. En tercer lugar, sea cualquiera su decisión, él, como miembro de un grupo pequeño y en que la gente actúa cara a cara, debe tener una influencia directa en la adopción de decisiones. Si no fuera así, el ciudadano seguiría siendo tan estúpido políticamente como lo es hoy.

Una posibilidad es organizar toda la población en pequeños grupos de quinientas personas, digamos, de acuerdo con su residencia o el lugar en que trabajan; y en la medida de lo posible, dichos grupos debieran tener cierta diversificación en cuanto a su composición social.
Se reunirían periódicamente, una vez al mes, por ejemplo; elegirían sus funcionarios y comisiones, que se renovarían todos los años. Su programa consistiría en la discusión de las principales cuestiones políticas, tanto de interés local como de interés nacional.
Según el principio arriba formulado, esa discusión, si ha de ser razonable, requiere una buena cantidad de información objetiva sobre los hechos. ¿Cómo puede darse dicha información? Parece cosa perfectamente factible que una agencia cultural, políticamente independiente, desempeñe la misión de preparar y publicar datos objetivos que se usarían como material en esas discusiones.

Pueden imaginarse, por ejemplo, arreglos mediante los cuales personalidades de las esferas del arte, de la ciencia, de la religión, de los negocios y de la política, cuyos sobresalientes trabajos y cuya integridad moral estén fuera de toda duda, fuesen elegidas para formar una agencia cultural no política.
Diferirían en opiniones políticas, pero puede suponerse que coincidirían razonablemente en lo que debiera considerarse información objetiva sobre los hechos. En caso de desacuerdo, se presentarían a los ciudadanos diferentes series de hechos, explicando los fundamentos de sus diferencias.

Después de haber recibido la información y haber discutido las cosas, los pequeños grupos procederían a votar; con ayuda de los recursos técnicos que tenemos hoy en día, sería muy fácil registrar el resultado total de las votaciones en poco tiempo, y después el problema estaría en el modo de hacer llegar las decisiones adoptadas al gobierno central, y de hacerlas efectivas en el campo de las resoluciones definitivas.
Con la discusión y las votaciones en pequeños grupos, desaparecería gran parte del carácter irracional y abstracto de las resoluciones, y los problemas políticos interesarían de verdad a los ciudadanos. Se invertiría el proceso de enajenación, en que el ciudadano individual entrega su voluntad política mediante el rito de votar poderes que están fuera de él; y cada individuo recobraría su papel como participante en la vida de la comunidad.

Ninguna sociedad socialista alcanzaría la meta de la fraternidad, la justicia y el individualismo, a menos de que sus ideas sean capaces de llenar los corazones de los hombres de un espíritu nuevo.
No necesitamos ideales nuevos ni metas espirituales nuevas. Los grandes maestros de la humanidad han postulado las normas para una vida sana. Es cierto que hablaron idiomas diferentes, que señalaron aspectos diferentes y que sustentaron opiniones diferentes sobre ciertas cosas; pero, en conjunto, esas diferencias son pequeñas; el hecho de que las grandes religiones y los grandes sistemas éticos hayan luchado unos contra otros con tanta frecuencia, y hayan subrayado sus diferencias y no sus analogías, se debió a la influencia de quienes erigieron iglesias, jerarquías y organizaciones políticas sobre los sencillos cimientos de la verdad puestos por los hombres de espíritu.

Desde que la especie humana rompió definitivamente con su enraizamiento en la naturaleza y en la existencia animal, para hallar un nuevo hogar en la conciencia y en la solidaridad fraternal; desde que por primera vez concibió la idea de la unidad de la especie humana y de su destino para nacer plenamente, las ideas y los ideales han seguido siendo los mismos.
En todos los centros de cultura se han predicado los mismos ideales y se han descubierto las mismas verdades, en gran parte sin ninguna influencia mutua. Hoy en día, nosotros, que tenemos fácil acceso a todas esas ideas, que somos todavía los herederos inmediatos de las grandes enseñanzas humanísticas, no necesitamos conocimientos nuevos acerca de cómo vivir cuerdamente, pero sí necesitamos mucho tomar en serio las cosas en que creemos, las cosas que predicamos y enseñamos.

La revolución de nuestros corazones no exige una sabiduría nueva, sino una seriedad y una dedicación nuevas. La tarea de imprimir en las gentes los ideales y las normas que guían a nuestra civilización es, ante todo, tarea que incumbe a la educación. ¡Pero qué miserablemente inadecuado es nuestro sistema educativo para esa tarea! Su finalidad es, primordialmente, proporcionar al individuo los conocimientos que necesita para actuar en una civilización industrializada, y formar su carácter dentro del molde que se necesita: ambicioso y competidor, pero cooperativo dentro de ciertos límites; respetuoso de la autoridad, pero deseablemente independiente, como dicen algunos certificados escolares; cordial, pero no profundamente afecto a nadie ni a nada.
Nuestras escuelas y colegios superiores prosiguen la tarea de dar a sus estudiantes los conocimientos que deben tener para realizar sus tareas prácticas en la vida, y los rasgos de carácter que se desean en el mercado de personalidades. Ciertamente que han tenido poco éxito en inculcarles la facultad del pensamiento crítico y los rasgos de carácter que corresponden a los ideales que se reconocen como los de nuestra civilización.

El hecho de que tendemos primordialmente a la utilidad de nuestros ciudadanos para los fines de la maquinaria social, y no a su desenvolvimiento humano, se manifiesta en que consideramos necesaria la instrucción únicamente hasta la edad de catorce, dieciocho o, todo lo más, veinte años. ¿Por qué la sociedad ha de sentirse responsable únicamente de la educación de los niños, y no de la de todos los adultos de todas las edades?
En realidad, según ha dicho Alvin Johnson de manera tan convincente, la edad comprendida entre los seis y los dieciocho años está lejos de ser tan propicia para aprender como generalmente se supone. Es, desde luego, la mejor edad para aprender a leer, escribir, cuentas e idiomas, pero, indudablemente, la comprensión de la historia, la filosofía, la religión, la literatura, la psicología, etc., es limitada en esa edad temprana y, en realidad, no es completa ni aun a los veinte años, que es la edad en que esas materias se estudian en la Universidad. En muchos casos, para comprender realmente los problemas de esas disciplinas, una persona necesita tener mucha más experiencia de la vida de la que tenía en la edad en que asistía a las aulas.

Para muchas personas, la edad de treinta o cuarenta años es mucho más apropiada para aprender que la edad de la escuela o la Universidad, y en muchos casos el interés general es también mayor en una edad más avanzada que en la inquieta edad juvenil. Asimismo, es a esta edad cuando una persona debía tener libertad para cambiar por completo de ocupación
y tener, en consecuencia, una nueva oportunidad para estudiar, la misma oportunidad que hoy concedemos sólo a nuestros jóvenes.
Una sociedad sana debe ofrecer posibilidades para la educación de los adultos, lo mismo que hoy las ofrece para la escolaridad de los niños. Este principio encuentra expresión actualmente en el número cada vez mayor de cursos para la educación de adultos, pero todas estas medidas privadas abarcan sólo un pequeño segmento de la población, y el principio debe aplicarse a la población en general.

La enseñanza escolar, ya sea trasmisión de conocimientos o formación del carácter, es sólo una parte, y quizás no la más importante, de la educación, empleando la palabra educación en su sentido literal y más fundamental de e-ducere, sacar lo que está dentro del hombre. Aunque el hombre posea conocimientos, aunque ejecute bien su trabajo, aunque sea decente y honrado y no tenga dificultades en lo que respecta a sus necesidades materiales, no se siente satisfecho, ni puede sentirse.

Para sentirse a gusto en el mundo, el hombre debe percibirlo no sólo con la cabeza, sino con todos sus sentidos, con los ojos y los oídos, con todo su cuerpo. Debe realizar con su cuerpo lo que piensa con su cerebro. El cuerpo y el alma no pueden estar separados en éste, ni en ningún otro aspecto. Si el hombre capta el mundo y de esa suerte se une con él por el pensamiento, crea filosofía, teología, mito y ciencia. Si expresa su percepción del mundo por medio de sus sentidos, crea arte y rito, crea la canción, la danza, el drama, la pintura, la escultura.
 Al emplear la palabra arte, estamos influidos por su uso en el sentido moderno, como un sector independiente de la vida. Tenemos, de un lado, el artista, una profesión especializada y, del otro, el admirador y consumidor de arte. Pero esta separación es un fenómeno moderno. No es que no haya habido artistas en todas las grandes civilizaciones. La creación de las grandes esculturas egipcia, griega o italiana, fue obra de artistas extraordinariamente dotados que se especializaron en su arte; también lo fueron los creadores del teatro griego o los de la música desde el siglo XVII.

Pero ¿qué sucede con una catedral gótica, con el ritual católico, con una danza india de la lluvia, con un arreglo floral japonés, con una danza popular, con un coro? ¿Son arte popular? La dificultad está aquí, naturalmente, en que comporta un sentido religioso, que lo sitúa también en una esfera separada. A falta de un nombre mejor, diré arte colectivo, que significa lo mismo que ritual: responder al mundo con nuestros sentidos de un modo significativo, diestro, productivo, activo, compartido
 El arte colectivo es un arte compartido: permite al hombre sentirse identificado con los demás de un modo significativo, rico, productivo. No es una ocupación individual de ratos libres, añadida a la vida, es una parte integrante de la vida.


martes, 2 de octubre de 2018

Psicoanálisis de la Sociedad Contemporánea, parte 10


CAPITULO VIII
Caminos hacia la Salud Mental (continuación)

Estrechamente relacionado con este problema está el de la ayuda económica de los países industrializados a las regiones del mundo menos desarrolladas económicamente. Resulta del todo claro que ha terminado el tiempo de la explotación colonial, que las diferentes partes del mundo están ahora tan próximas entre sí como lo estaban hace cien años las regiones de un continente, y que para la parte más rica del mundo la paz depende del progreso económico de la parte más pobre. En el mundo occidental no pueden coexistir, a la larga, la paz y la libertad con el hambre y las enfermedades en África y en China. La reducción del consumo innecesario en los países industrializados es un deber, si quieren ayudar a los países no industrializados, y deben querer ayudarlos si desean la paz.
Examinemos algunos hechos. Según H. Brown, un programa de fomento mundial que  cubriera cincuenta años aumentaría la producción industrial hasta tal punto, que todos los hombres podrían recibir alimentación suficiente y conduciría a una industrialización de las regiones ahora poco desarrolladas, análoga a la del Japón antes de la guerra. El desembolso anual de los Estados Unidos para realizar ese programa ascendería a unos cuatro o cinco mil millones de dólares durante los primeros treinta años, y después a menos. Cuando comparamos esto con nuestro ingreso nacional — dice el autor —, con nuestro presupuesto federal actual, con los fondos que se emplean en armamento y con el costo de los salarios de guerra, aquella cantidad no parece excesiva. Cuando la comparamos con las ganancias potenciales que pueden resultar de un programa desarrollado con éxito, aún parece menor. Y cuando comparamos ese costo con el de la inacción y con las consecuencias de mantener el statu quo, es verdaderamente insignificante.

El problema anterior no es sino una parte del problema más general relativo a la medida en que se les puede permitir a los intereses de un capital invertible provechosamente manipular las necesidades públicas de un modo nocivo e insano. Los ejemplos más obvios son nuestra industria cinematográfica, la industria de los libros cómicos y las páginas de crímenes de nuestros periódicos. Para ganar todo lo más posible, se estimulan artificialmente los instintos más bajos y se envenena el alma del público.
En una sociedad en que el único objetivo sea el desenvolvimiento del hombre y en que las necesidades materiales estén subordinadas a las necesidades espirituales, no será difícil encontrar medios legales y económicos para conseguir los cambios necesarios.

Por lo que respecta a la situación económica del ciudadano individual, la idea de la igualdad del ingreso no ha sido nunca un postulado socialista y no es, por muchas razones, ni práctica ni deseable. Lo necesario es un ingreso que sirva de base a una existencia humana digna. Por lo que afecta a las desigualdades de ingreso, parece que no deben rebasar el punto en que las diferencias en el ingreso conducen a diferencias en la experiencia de la vida. El individuo con un ingreso de millones, que puede satisfacer cualquier capricho sin ni siquiera detenerse a pensarlo, siente la vida de un modo distinto al hombre que, para satisfacer un deseo costoso, tiene que sacrificar otro. El individuo que no puede viajar nunca más allá del término de su población, que no puede permitirse nunca ningún lujo (es decir, algo que no sea necesario), también siente la vida de un modo diferente a su vecino, que puede hacerlo. Pero aun con ciertas diferencias de ingreso, la experiencia básica de la vida puede ser la misma, siempre que dichas diferencias no pasen de cierto límite. Lo que importa no es tanto un ingreso mayor o menor como tal, sino el punto en que las diferencias cuantitativas de ingreso se convierten en diferencias cualitativas de experiencia de la vida.

Todo individuo sólo puede obrar como agente libre y responsable si se suprime uno de los principales motivos de la actual falta de libertad: la amenaza económica del hambre, que obliga a las gentes a aceptar condiciones de trabajo que de otro modo no aceptarían. No habrá libertad mientras el propietario de capital pueda imponer su voluntad al hombre que no posee otra cosa que su vida, porque este último, no teniendo capital, no tiene más trabajo que el que le ofrece el capitalista.
Si nadie fuera obligado nunca más a aceptar el trabajo para no morirse de hambre, el trabajo tendría que ser suficientemente interesante y atractivo para inducir a uno a aceptarlo. La libertad de contratación sólo es posible si ambas partes son libres para aceptar o rechazar el contrato, y no es éste el caso en el actual régimen capitalista.
Tampoco debiera olvidarse que en un sistema que restablece  para todo el mundo el interés por la vida y por el trabajo, la productividad del trabajador individual estaría muy por encima de la que se registra hoy como resultado de unos pocos cambios favorables en la situación de trabajo; además, serían considerablemente menores nuestros gastos ocasionados por la delincuencia y por las enfermedades mentales o psicosomáticas.

LA TRANSFORMACIÓN POLÍTICA

En un capítulo anterior procuré demostrar que la democracia no puede funcionar en una sociedad enajenada, y que el modo como está organizada nuestra democracia contribuye al proceso general de enajenación. Si democracia quiere decir que el individuo expresa sus convicciones y hace valer su voluntad, la premisa es que ese individuo tiene convicciones y tiene una voluntad. Pero los hechos dicen que el individuo moderno enajenado tiene opiniones y prejuicios, pero no convicciones, que tiene preferencias y aversiones, pero no voluntad. Sus opiniones y prejuicios, sus preferencias y aversiones, son manipulados, lo mismo que lo son sus gustos, por poderosas maquinarias de propaganda, las cuales podrían no ser eficaces, si el individuo no estuviera ya condicionado para esas influencias por la publicidad y por todo su modo enajenado de vivir.

También es bastante mal informado el elector ordinario. Aunque lee regularmente su periódico, la totalidad del mundo está tan enajenada de él, que nada tiene verdadero sentido ni verdadera significación. Lee que se están gastando miles de millones de dólares, que se están matando millones de hombres: cifras, abstracciones, que no se interpretan de ningún modo en un cuadro concreto y significativo del mundo. Todo es irreal, ilimitado, impersonal. Los hechos son otros tantos ítem de un libro de notas, como las piezas de un rompecabezas, no son elementos de los que dependen su vida y la vida de sus hijos.
El elector expresa simplemente sus preferencias entre dos candidatos que compiten por su voto. Se encuentra ante varias máquinas políticas, ante una burocracia política que fluctúa entre la buena voluntad favorable a lo mejor para el país, y el interés profesional de mantenerse en el poder o de volver a él. Esta burocracia política, como necesita votos, se ve obligada, naturalmente, a prestar atención hasta cierto punto a la voluntad del elector. Mas, aparte de la influencia restrictiva o impulsora que el electorado tiene sobre las decisiones de la burocracia política, y que es una influencia más indirecta que directa, es poco lo que puede hacer el ciudadano individual para participar en la adopción de decisiones. Una vez que ha depositado su voto, ha abdicado su voluntad política en su representante, quien la ejercita de acuerdo con la mezcla de responsabilidad y de interés profesional egoísta que lo caracteriza, y el ciudadano individual puede hacer muy poco, salvo votar en las elecciones siguientes, lo que le ofrece una oportunidad para mantener a su representante en el poder o para echar a la calle a los granujas. El proceso de la votación en las grandes democracias toma cada vez más el carácter de un plebiscito en el que el elector no puede hacer mucho más que registrar su acuerdo o su desacuerdo con los poderosos mecanismos políticos, a uno de los cuales entregará su voluntad política.