martes, 4 de septiembre de 2018

Psicoanálisis de la Sociedad Contemporánea, parte 6


CAPÍTULO VIII
Caminos hacia la Salud Mental (continuación)

¿Hay algún indicio empírico de que la mayor parte de la gente esté actualmente disgustada con su trabajo?
Al tratar de responder a esta pregunta, tenemos que distinguir entre lo que las gentes piensan conscientemente y lo que sienten conscientemente acerca de su satisfacción. De la experiencia psicoanalítica resulta evidente que el sentimiento de infelicidad y disgusto puede ser profundamente reprimido; una persona puede sentirse conscientemente satisfecha, y sólo los sueños, alguna enfermedad psicosomática, los insomnios y otros muchos síntomas pueden manifestar la infelicidad subyacente. La tendencia a reprimir la insatisfacción y la infelicidad es vigorosamente apoyada por la idea, tan generalizada, de que el no sentirse satisfecho significa ser un fracaso, un inadaptado, un incapaz, etc. (Así, por ejemplo, el número de personas que piensan conscientemente que están felizmente casados, y expresan con sinceridad esa creencia cuando responden a un cuestionario, es muchísimo mayor que el de las personas que realmente son felices en su matrimonio.)
Pero aun los mismos datos sobre la satisfacción consciente en el trabajo son expresivos.
En un estudio sobre la satisfacción en el trabajo realizado en escala nacional, manifestaron estar satisfechos con su trabajo y gozar con él, el 85 % de los profesionales y los ejecutivos, el 64 % de los trabajadores de oficina y el 41 % de los trabajadores de fábrica.

Vemos en esas cifras una discrepancia significativa entre los profesionales y los ejecutivos, de un lado, y los trabajadores y los oficinistas, de otro. Entre los primeros, sólo una minoría está insatisfecha; entre los últimos, lo están más de la mitad. Respecto de la población total, esto significa, en términos generales, que más de la mitad de la población total empleada está conscientemente insatisfecha con su trabajo, y que no goza con él. Si atendemos a la insatisfacción inconsciente, el porcentaje sería bastante mayor. Tomando el 85 % de profesionales y directivos satisfechos, tendríamos que ver cuántos de ellos sufren presión sanguínea alta, úlceras, insomnio, tensión nerviosa y fatiga debidos a causas psicológicas. Aunque acerca de esto no hay datos exactos, es indudable que, teniendo en cuenta esos síntomas, el número de personas verdaderamente satisfechas que disfrutan con su trabajo sería mucho menor que el que dan las cifras arriba citadas.

Vemos, pues, que existe mucha insatisfacción consciente, y mucha más aún inconsciente, con el tipo de trabajo que nuestra sociedad industrial ofrece a la mayor parte de sus individuos.
Unos se esfuerzan por compensar su insatisfacción con una mezcla de incentivos monetarios y de prestigio, y es indudable que esos incentivos producen un considerable ardor para el trabajo, especialmente en los escalones medios y altos de la jerarquía de los negocios. Pero una cosa es que esos incentivos hagan trabajar a la gente, y otra cosa muy diferente que el modo de trabajar conduzca a la salud mental y a la felicidad.

La mayoría de nosotros suponemos que el tipo de trabajo corriente en nuestra sociedad, a saber, el trabajo enajenado, es el único tipo existente, y que, por lo tanto, es natural la aversión al trabajo, y que, en consecuencia, los únicos incentivos para trabajar son el dinero, el prestigio y la fuerza. Si usáramos un poquito nuestra imaginación, reuniríamos una buena cantidad de pruebas de nuestras propias vidas, de la observación de los niños y de muchas situaciones en que difícilmente podemos dejar de hallarnos, con alguna frecuencia, que nos convencerían de que deseamos emplear nuestra energía en algo que tenga sentido, que nos conforte si lo hacemos, y que estamos perfectamente dispuestos a aceptar una autoridad racional si lo que hacemos tiene sentido.

Entonces se dice que: El trabajo industrial, mecanizado, no puede, por su misma naturaleza, tener sentido, no puede producir ningún placer ni satisfacción, y no hay modo de cambiar estos hechos, a menos que renunciemos a nuestras conquistas técnicas. Pero aun siendo verdad eso, muchas personas objetan que esa verdad nos sirve de muy poco.  Para responder a esta objeción y pasar a examinar algunas ideas relativas al modo como podría tener sentido el trabajo moderno, deseo señalar dos aspectos diferentes del trabajo que importa mucho discernir para nuestro problema: la diferencia
existente entre el aspecto técnico y el aspecto social del trabajo.

D. EL INTERÉS Y LA PARTICIPACIÓN COMO MOTIVACIONES

Si examinamos separadamente el aspecto técnico y el aspecto social de la situación de trabajo, vemos que muchos tipos de trabajo serían atrayentes por el aspecto técnico, siempre que fuera satisfactorio también el aspecto social. Por ejemplo, hay muchos individuos a quienes les gustaría sobremanera ser maquinistas ferroviarios. Pero aunque ser maquinistas ferroviarios es una de las profesiones bien pagada y respetadas entre la clase obrera, no llena, sin embargo, las ambiciones de quienes aspiran a algo mejor. Indudablemente, muchos directores de negocios hallarían más placer en ser maquinistas ferroviarios que en su propio trabajo, si el contexto social de su tarea fuese diferente. Veamos otro ejemplo: el de un camarero de restaurante. Este trabajo sería extraordinariamente atractivo para muchas personas, siempre que su prestigio social fuera otro. Permite constantes relaciones interpersonales, y a las personas a quienes les gusta comer bien les agrada aconsejar a otras, servir agradablemente, etc. Muchos individuos hallarían mucho más placer en trabajar de camareros que en sentarse en su escritorio ante cifras insignificantes, si no fuera por la poca categoría social y los pequeños ingresos de aquel trabajo. A muchos otros les gustaría también el oficio de chófer, si no fuera por sus aspectos sociales y económicos negativos.

 Pero aunque el aspecto técnico puede carecer, ciertamente, de interés, la situación total de trabajo puede ofrecer gran satisfacción. He aquí algunos ejemplos que sirven de ilustración a este punto. Comparemos un ama de casa que cuida la vivienda y hace la cocina, con una criada a quien se paga para hacer exactamente lo mismo. Tanto para el ama de casa como para la sirviente, el trabajo es el mismo en sus aspectos técnicos, y no particularmente interesante. Sin embargo, tendrá una significación totalmente diferente para las dos y les ofrecerá satisfacciones muy distintas, siempre que pensemos en una mujer felizmente relacionada con su marido y sus hijos, y en una criada corriente que no siente la menor adhesión sentimental hacia su patrono. Para la primera, el trabajo no tendrá nada de penoso, pero sí lo tendrá para la última, y su única razón para hacerlo es que necesita el dinero que se le paga por ello. La causa de esta diferencia es obvia: aunque e1 trabajo es el mismo en sus aspectos técnicos, la situación de trabajo es absolutamente distinta. Para el ama de casa forma parte de su relación total con el marido y los hijos, y en este punto su trabajo tiene sentido. La sirviente no participa en la satisfacción de este aspecto social del trabajo.

La enfermedad, la fatiga y la baja producción resultante no se deben primordialmente al monótono aspecto técnico del trabajo, sino a la enajenación del trabajador respecto de la situación total de trabajo en sus aspectos sociales. Pero esa enajenación puede decrecer en cierto grado sí el trabajador participa en algo que tenga  sentido para él y en el cual tenga voz. Toda la reacción psicológica al trabajo cambia, aunque técnicamente el tipo de trabajo sigue siendo el mismo.
El aspecto social de la situación de trabajo tiene una influencia decisiva en la actitud del trabajador, aun cuando el proceso del trabajo en su aspecto técnico siga siendo el mismo. La variación del índice de trabajo en diferentes individuos depende de la atmósfera social. 

Boimondau es una fábrica de cajas de relojes. En realidad, es una de las siete mayores fábricas de esa clase que hay en Francia.
Fue fundada por Marcel Barbu. Tuvo éste que trabajar mucho a fin de ahorrar lo suficiente para tener una fábrica de su propiedad, donde estableció un consejo de fábrica y una tarifa de salarios aprobada por todos y que incluía la participación en las ganancias. Pero no era ese paternalismo ilustrado lo que Barbu deseaba. Después de la derrota de Francia en 1940, Barbu se propuso iniciar de verdad la liberación en que pensaba. Como no encontraba mecánicos en Valence, salió a la calle y habló con un barbero, con un salchichero, con un camarero, ninguno de los cuales era, prácticamente, un trabajador industrial especializado. Los hombres tenían todos menos de treinta años. Se ofreció a enseñarles a hacer cajas de reloj, siempre que estuvieran de acuerdo en buscar con él una organización en que fuera abolida la diferencia entre patrono y obrero. El caso era buscarla.

... El primer descubrimiento que hizo época fue que cada obrero tenía libertad para reclamar a los demás... Desde el primer momento, esta libertad completa de palabra entre ellos y con su patrono creó una alegre atmósfera de confianza.
Pero no tardó en evidenciarse que el reclamarse libremente producía discusiones y pérdida de tiempo para el trabajo, y así acordaron unánimemente dedicar un rato cada semana a una reunión informal, para allanar las diferencias y los conflictos.

Pero como no se encaminaban precisamente a encontrar una organización económica mejor, sino un modo nuevo de vivir juntos, las discusiones estaban llamadas a llevar al descubrimiento de actitudes básicas. Muy pronto —dice Barbu— vimos la necesidad de encontrar una base común, o lo que llamamos desde entonces nuestra ética común.
Sin una base ética común, no había modo de trabajar juntos ni, por lo tanto, posibilidad de hacer nada. Encontrar una base ética común no era fácil, porque las dos docenas de trabajadores entonces empleados eran muy diferentes entre sí: católicos, protestantes, materialistas, humanistas, ateos, comunistas. Examinaron todos sus propias éticas individuales, es decir, no la que se les había enseñado de memoria o la convencionalmente aceptada, sino la que, por sus propias experiencias e ideas, juzgaron necesaria.

Descubrieron que sus éticas individuales tenían ciertos puntos comunes. Tomaron esos puntos y los convirtieron en el mínimum común sobre el que estaban de acuerdo unánimemente. No era una declaración teórica y vaga. En su prefacio declararon:
No hay peligro de que nuestro mínimum ético común sea una convención arbitraria, porque, para establecer sus puntos, nos basamos en las experiencias de la vida. Todos nuestros principios morales han sido practicados en la vida real, en la vida diaria, en la vida de todos. . .'
Lo que habían redescubierto por sí mismos y paso a paso era la ética natural, el Decálogo,' que expresaron a su manera en los siguientes términos:

  1.  Amarás a tu prójimo.
  2.  No mataras.
  3.  No tomarás los bienes de tu prójimo
  4.  No mentirás.
  5.  Cumplirás tus promesas.
  6.  Te ganarás el pan con el sudor de tu frente.
  7.  Respetarás a tu prójimo, a su persona, su libertad.
  8.  Te respetarás a ti mismo.
  9.  Lucharás ante todo contra ti mismo, contra todos los vicios que degradan al hombre, contra todas las pasiones que lo esclavizan y son nocivas para la vida social: orgullo, avaricia, lujuria, codicia, glotonería, ira, pereza.
  10.  Mantendrás que hay bienes que valen más que la vida misma: la libertad, la dignidad humana, la verdad, la justicia..."


Los hombres se comprometieron a hacer cuanto pudieran por practicar su mínimum ético común en su vida diaria. Se comprometieron a hacerlo el uno con el otro. Los que tenían una ética privada más exigente se comprometieron a vivir según sus creencias, pero admitieron que no tenían en absoluto derecho a invadir las libertades de los demás. En realidad, todos estuvieron de acuerdo en respetar plenamente las convicciones o la falta de convicciones de los otros, no en reírse nunca de ellas ni hacerlas objeto de burlas.

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