martes, 24 de julio de 2018

Sobrevivir. Lecciones del Reino Animal, parte 8

Cómo los animales se convierten en seres sociales (continuación)

A esa fase de formación del carácter le sigue la de socialización, que se extiende desde las siete a las doce semanas de vida del cachorro. En ese periodo comienza el adiestramiento para la caza, la persecución de la presa, pero esos interesantes acontecimientos vamos a observarlos en las manadas de lobos en las reservas norteamericanas.

Romulus era un lobezno muy despabilado en una manada de diecisiete individuos, que vivían en un Parque Nacional, en Canadá. Tenía ocho semanas de edad y sabía ya con toda certeza que no debía aproximarse a su padre, el todopoderoso jefe de la manada, Nero, salvo con la más devota y sumisa de las actitudes. Pero ese día intentó probar algo realmente original: se arrastró sumiso hasta llegar al lado de su padre, que estaba tumbado tomando el sol, levantó un poquito su pata derecha como en saludo y, como señal de sumisión complementaria, lanzó un débil aullido agudo. Nero alzó un momento la vista y, satisfecho, volvió a cerrar los ojos. En ese mismo instante, Romulus saltó hacia adelante, mordió a su padre en  el hocico y desapareció corriendo como alma que lleva el diablo.
Para Nero el tomarse en serio esa travesura y tratar de perseguir al cachorro hubiera sido poco digno. En una manada de lobos, los pequeños tienen casi absoluta libertad para sus travesuras. Pero, en esa ocasión, la travesura de Romulus fue demasiado para el padre, que decidió hacerle pagar por ella.

Una hora más tarde, Nero regresaba de una pequeña expedición de caza y traía una rata en la boca. Entre los lobos en libertad es ley inexorable que sean los lobeznos pequeños los primeros en recibir su ración de alimentos. Ni un solo adulto de la manada tomará un bocado hasta que los pequeños no estén hartos.: una notable forma de comportamiento social.
Romulus sabía su derecho y quiso coger la presa de la boca del padre. Nero abrió los dientes y entonces vio que la rata seguía completamente viva. Con un gritito agudo, la rata dio un salto y faltó muy poco para que alcanzara la garganta del cachorro. Mientras el lobezno seguía petrificado por el terror, Nero mató la rata de un mordisco y, con un gesto de soberano desprecio, la dejó a los pies de su hijo, como si quisiera decirle: ¡Ya ves, lo que serías sin tu padre!

Al día siguiente Nero ya no estaba enojado. Pero de ves en cuando traía algunas presas vivas, no ratas, pero si ratoncillos con los que dar lecciones prácticas de caza a sus cachorros. La tendencia a la caza es innata en los lobos, pero su técnica tienen que aprenderla con trabajo. El único maestro para la caza individual, el acoso en manada, el seguimiento de una pista, el dar muerte a la presa casada y los trucos para evitar peligros innecesarios, es el padre.

El padre lobo no adiestra a sus lobeznos: los deja que aprendan jugando y cuida que, al hacerlo así, lo pasen bien y disfruten, al mismo tiempo que se despierta en ellos el espíritu y el interés por las cosas de la comunidad. Solo interviene para castigar cuando uno de sus hijos se muestra desconsiderado con los otros.

Esa educación al servicio de la comunidad recuerda de manera sorprendente los métodos empleados por los pigmeos de la zona semidesértica de Kalahari, en África del Sur.
Como ya nos han probado varios investigadores, esos enanos de la raza  humana poseen una gran agresividad y la caza es para ellos una necesidad vital. Pero en los enfrentamientos hombre contra hombre o en las luchas tribales saben dominar tan bien su agresividad , que observadores superficiales han llegado a creer que ese pueblo salvaje carece de instintos agresivos.
El iniciar una pelea es el peor delito que puede cometerse en Kalahari, dice el antropólogo danés Jens Bjerre. Una tribu dividida por las luchas internas no podría sobrevivir en las durísimas condiciones existenciales del semidesierto. Las guerras entre tribus hubieran acabado, hace ya mucho tiempo, con la raza pigmea. Teniendo en cuenta dichas circunstancias, estos hombres, que viven como si estuvieran anclados en la edad de piedra, se comportan de manera mucho más racional que los pueblos civilizados.

Las peleas, e incluso las palabras duras y violentas, son absolutamente tabúes. Un pigmeo culpable de provocar una pelea es amonestado por los ancianos de la tribu y, en caso de reincidencia, expulsado de la comunidad. Eso equivale, prácticamente, a una sentencia de muerte, pues en el desierto el hombre abandonado a sus propias fuerzas esta irremisiblemente perdido.
Incluso los niños bronquistas son castigados duramente; tienen que realizar juntos una excursión de caza de varios días de duración, que es cualquier cosa menos un agradable entretenimiento. Debido a eso, no existen en todo el mundo seres humanos que, pese a su marcada agresividad, vivan tan pacíficamente entre sí como los pigmeos.

Las reglas de educación de los lobeznos carecerían de valor si los jefes de manada no las respetaran también. Por ejemplo, cuando los enseña y los ejercita en el acoso y la caza. En los primeros días del entrenamiento es el propio padre el que hace el papel de presa a la que sus hijos deben perseguir y cazar. El lobo padre se pone en marcha con sus hijos y, al cabo de algún tiempo, acelera el paso de manera que los lobeznos no pueden seguirlo. Entonces los pequeños tienen que seguir su pista y darle caza.
Al principio les pone las cosas fáciles y no cesa de volver la vista atrás, para ver si el grupo ha perdido el rastro. Si ve que ha sido así, se muestra por unos segundos o les indica dónde se halla por medio de un aullido prolongado. A medida que el ejercicio se prolonga, el padre les va planteado mayores dificultades. Por ejemplo, camina durante algún tiempo junto a un arroyo para dificultar el seguimiento del rastro.

En una ocasión, en pleno invierno, comenzó a nevar intensamente, de manera que la nieve cubrió las huellas del padre. Agotada, la manada de los lobeznos se detuvo frente a unos matorrales. No había nada al alcance de su vista. De repente los pequeños sintieron que el pánico les helaba los huesos: una fiera rugiendo pavorosamente, saltó junto a un arbusto tras ellos. Era el padre que con esto trató de hacerles ver, con claridad, que los animales perseguidos pueden volverse y atacarlos por sorpresa.
Lo mas importante es el final de la cacería: el padre establece un final feliz y se deja cazar y dominar por sus hijos. Esto los divierte enormemente.

Tras todo lo que hemos descrito, no creo que pueda sorprender a nadie el modo tan maravilloso como los lobeznos y los cachorros se convierten en miembros útiles de unas comunidades realmente armónicas. Estos animales saben perfectamente -aunque sea de manera inconsciente-  acompasar muy bien tanto la educación como la disposición hereditaria.
La educación infantil de estos animales se basa, de manera correcta, en el hecho de que en todo ser vivo existe, originalmente, un notable impulso de agresividad, pero si esa agresividad es excesiva y puede llegar a causar daño a la comunidad, debe ser reducida y librada de su exceso.
Como educador, papá lobo sabe combinar el juego, la diversión y la alegría para motivar en sus hijos el deseo de aprender. Y completa su capacidad educativa con el uso adecuado de su autoridad.

Ante estas circunstancias, y teniendo en cuenta que en estos momentos no tenemos ante nosotros más que un montón de ruinas en nuestras relaciones interhumanas, sería conveniente reflexionar si todas esas teorías socio pedagógicas con que actualmente tratamos de influir en la juventud, no nos alejan más aún de las verdaderas fuentes del ser natural.
Los seres humanos nos encontramos hoy en una situación en que se nos conduce a la catástrofe por un doble camino: por una parte los impulsos puramente sensuales y, por la otra, el distanciamiento de la inteligencia de las raíces naturales de nuestro ser. Es una cuestión de supervivencia para la humanidad encontrar el camino intermedio adecuado.

Dentro todavía de esa temática permítasenos dirigir una última mirada a nuestro cachorros dingos.
Cuando han llegado ya a la octava semana sin alcanzar todavía la decimosegunda -es decir, cuando se hayan en la fase de socialización- aún les está permitido ser los primeros en recibir los alimentos cazados por los adultos. Pero cuando están repartiéndose la comida entre ellos se comportan de manera nada fraternal en absoluto. Tan pronto se aproxima un hermanito, se les erizan los pelos del lomo y gruñen. La lucha por satisfacer el hambre y la envidia aparecen en su mundo cultural.

Si se compara esta conducta con la de los dingos adultos, puede verse que éstos esperan con paciencia, sin dar muestras de molestia, hasta que los cachorros están hartos y, después, se ponen a comer todos juntos, con las cabezas casi rozándose, sin gruñirse ni disputar entre ellos. Muy satisfechos.
La cuestión de si un ser vivo nace malo o bueno puede ser contestada fácil y claramente en lo que se refiere a los dingos. Mientras son cachorros o jóvenes, todavía cuentan en ellos las emociones arcaicas de los carnívoros solitarios. Pero poco a poco, a medida que crecen, se van transformando en miembros de una manada que, incluso, sabe dominar el instinto del hambre para que la comunidad pueda sobrevivir.


Dingos

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