martes, 17 de julio de 2018

Sobrevivir. Lecciones del Reino Animal, parte 7


Cómo los animales se convierten en seres sociales (continuación)

Hay otros muchos animales en los que también el juego sirve, al principio, para formar lazos sociales en el seno de la comunidad. Otro ejemplo es la foca común.
Las focas dan a luz a sus hijos en solitario, cada una por su cuenta, y se quedan con ellos en un banco de arena. Unas semanas más tarde, cuando el joven animalito ya no mama y ha aprendido de la madre el difícil arte de la pesca y es capaz por sí mismo, busca la compañía de sus congéneres de la misma edad, con los que no había tenido trato alguno. La amistad entre ellos solo puede sellarse mediante los juegos en común.

Las focas jóvenes toman trozos de madera, los colocan en equilibrio sobre sus hocicos y se los lanzan unas a otras. Esto, que muchos creen es un truco que las focas aprenden en el circo, es un juego natural, una disposición que nace con ellas. Las focas se bañan juntas y, en sus juegos, llegan a arrebatarse, unas a otras, las peces de la boca cuando están hartas.
También se acercan entre sí, se rozan y se golpean con las aletas. De ese modo superan muy pronto la desconfianza y el desconocimiento inicial frente a sus congéneres.

Todos los juegos en comunidad exigen la creación y el mantenimiento de reglas de juego. Los animalitos aprenden ya, de muy jóvenes, cómo funciona la ordenación social en la comunidad en que han nacido y cómo tienen que comenzar a adaptarse a la convivencia.
Éste es precisamente el sentido del juego inútil.

Hay todavía más: muchos animales que viven agrupados como los lobos, los perros y los monos, nacieron predestinados a vivir en solitario. Ciertamente existen en todos ellos las raíces instintivas para la vida en comunidad. Pero su inexperiencia los lleva a comportarse, en principio, de manera antisocial.
Si han de convertirse en miembros de un grupo, tienen que ser educados para ello en su niñez. Y esto lo consiguen mediante juegos con sus padres y amigos, que le ofrecen qué ejemplo seguir.

Permítasenos utilizar el ejemplo de los cachorros para aclarar esto. Para el cachorrillo recién nacido las primeras semanas de vida son decisivas y marcarán el resto de sus días. Muchas cosas que no aprendió en las primeras siete semanas no podrá aprenderlas posteriormente.
El pequeño Harro, un cachorrillo de pastor alemán, tenía exactamente veintiún días cuando se despertó en él, y en sus cuatro hermanitos, por primera vez, el deseo de dejar el lugar donde vino al mundo y seguir a su madre unos pasos por el mundo exterior.

Hasta ese momento, el padre ni siquiera ha llegado a ver bien a sus cachorrillos. Se ha limitado a montar guardia protectora y a buscar comida que llevar a la madre.
A la vista de sus hijos, el padre parece volverse loco de alegría. El famoso investigador de la conducta de perros Eberhard Trumler lo ha descrito así:
El padre se pone a dar saltos expresando así su gran alegría y trata de jugar con los cachorros. Y lo hace sin poner demasiado cuidado en no hacerles daño. Empuja con el hocico a las pobres criaturas, las golpea con las patas e incluso las coge con los dientes y las arroja a casi un metro de distancia.

Esa es la razón por la que muchos criadores de perros, la mayoría, mantengan al padre alejado de sus hijos… ¡Desgraciadamente! Sin él, falta ese juego furioso, que al mismo tiempo es un test para cada uno de los cachorrillos: el examen de si su disposición hereditaria para el comportamiento social está en orden o no, si el perrito será en el futuro un miembro fiel a la manada o un mordedor agresivo, degenerado, antisocial y peligroso. Esto sería igualmente interesante para el hombre que va a recibir al perro en su familia, substituta de la manada.
¿En qué consiste realmente ese test? Cuando un cachorrillo de veintiún días, anímicamente sano, es sometido a ese duro juego por parte del padre, reacciona correctamente quejándose con un aullido de dolor y tumbándose en el suelo con las patas para arriba. Entre los perros ésa es la señal normal de sumisión que convierte a su agresivo vencedor en un ángel de paz. Ese gesto de sumisión en los perros impide un nuevo ataque.

El padre, cuando ve que su cachorrillo se echa de espaldas y agita sus cuatro patitas, detiene el juego. Lo deja y se vuelve para hacer lo mismo con otro de sus cachorros. Cuando los cachorros se cansan y vuelven a la camada, el padre empieza a lamer cariñosamente a sus hijitos y les masajea el vientre con la lengua.
Digamos que cuando el cachorrillo, tan rudamente tratado por el padre, no se echa de espaldas, es decir, que ese ademán social no ha nacido en él, no supera el examen necesario para ser aceptado en la vida comunal, y el castigo es la muerte. El padre continúa jugando con su cachorro sin cesar hasta que la pobrecita indefensa criatura queda agotada, sin fuerzas y acaba muriendo. Ni siquiera la madre interviene para tratar de ayudar a su hijo.

¿Un método bárbaro? Quizá. Pero no debemos juzgar este acontecimiento con la medida que empleamos para la moral humana. Un perro en el que el instinto innato de los ademanes de sumisión y satisfacción al vencedor está limitado o es inexistente, constituirá un peligro más tarde, cuando se vuelva un animal grande, fuerte y agresivo, pues tampoco reconocerá los ademanes de sumisión de sus compañeros y no se podrá confiar en él. Se convertirá en un asesino imprevisible y, por lo tanto, un estorbo insoportable para la comunidad. Y exactamente igual de insoportable resultará como animal de compañía para el hombre.

El hombre debe jugar con las manos varias veces al día con los cachorrillos. Al hacerlo así hay que procurar que el animal aspire intensamente el olor del hombre. Un cachorro que hasta haber cumplido las siete semanas de edad no jugó nunca ni con sus padres naturales ni con sus cuidadores humanos, será toda su vida, según las palabras del Dr. Trumler, un chucho malhumorado y poco amistoso con el que no hay nada que hacer.
Puede parecer grotesco, pero si se empieza a jugar con un cachorrillo después que éste cumplió ya las siete  semanas, uno puede pasarse meses y meses jugando… ¡No servirá de nada! tendrá el mismo sentido que tratar de convertir a una alfombrilla en compañero de juegos.
Si el perro cumple los siete semanas sin haber olfateado y husmeado al ser humano de manera suficiente, sucede lo que es lógico esperar: será tímido y retraído con el hombre durante toda su vida, por mucho que después se intente hacerlo cambiar con educación.

Estas experiencias ofrecen también matices más delicados: si entre las cuatro y las siete semanas el cachorro solo tiene contacto olfativo con un único ser humano, de mayor se sentirá muy unido a esa persona, pero se mostrará inseguro y desconfiado en sus relaciones con las demás personas.
Si por el contrario, el perrito se ha relacionado con muchas personas, cuando sea mayor su actitud será amistosa con todo el mundo, incluso con los extraños que no conoció de pequeño.
La rebeldía o la solidaridad son, en los perros, cualidades que no se pueden enseñar de adultos con medidas educativas.

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