martes, 10 de julio de 2018

Sobrevivir. Lecciones del Reino Animal, parte 6


Cómo los animales se convierten en seres sociales  

La escena recordaba el duelo corriente entre dos protagonistas de una película de vaqueros que se persiguen revólver en mano. Escondiéndose detrás de los matorrales, pegados a los muros, agazapados detrás de cajas, cada uno de los adversarios trataba por todos los medios a su alcance, de no ser descubierto por el otro y, al mismo tiempo, tenerlo a su alcance. De pronto como por casualidad, ambos se deslizaron apoyados contra la misma pared y fueron a quedar cara a cara. Asustados retrocedieron unos pasos, pero inmediatamente después, con un griterío  ensordecedor, se lanzaron a una pelea cuerpo a cuerpo.
Lo más notable de esta escena real es que los protagonistas de este juego de escondite no eran dos hombres, sino dos jóvenes keas, esos néstoridos de Nueva Zelanda, grandes como cuervos. Junto a los monos, los delfines y los cuervos corax, estos papagayos se incluyen entre los animales que más juegan, cuando son jóvenes, y que mayor fantasía ponen en sus juegos.

Ambas cosas quedaron demostradas en la escena que acabamos de describir. En su lucha se agarraron con sus fuertes picos curvos, como si trataran de probar sus fuerzas, del modo como lo hacen los bávaros en su conocida competición de fuerza en los dedos.
A diferencia de lo que ocurre en los juegos deportivos de los seres humanos, en los desafíos de los animales no hay ni vencedores ni vencidos. Si triunfa el más fuerte, inmediatamente se pone a representar el papel de vencido y permite incluso que los más débiles abusen de él.

El combate deportivo de los dos papagayos continuó con diversas alternativas, hasta que ambos se cansaron del juego y decidieron cambiar de deporte  y pasar a hacer ejercicios de equilibrio, manteniéndose sobre una patita mientras con la otra intentaban golpear la cabeza de su compañero de juego, como haría un luchador de karate, y hacer caer a su rival de la rama sobre la que luchaban. El que logaba hacer caer al otro, pasaba a ocupar el fuerte, hasta que, a su vez, era obligado a caer.
Cuando los keas se ponen a jugar sobre la nieva, nos recuerdan los juegos infantiles de nuestros niños en las primeras nevadas. Se ponen a bailar siguiendo un ritmo de vals. Son capaces también de hacer bolas de nieve que empujan con la frente y las hacen rodar hasta que alcanzan unos veinte centímetros de diámetro. En esos juegos participan tres o cuatro jóvenes keas.

Al verlos retozar así, no es extraño que a alguien se le ocurra decir: solo faltaría que se deslizaran en trineo. Y no sería una broma, pues lo hacen realmente: vuelan un poco; cuando están en el aire despliegan las alas y se dejan caer, como un planeador, hasta llegar a la nieve y resbalar sobre ella rozándola con las plumas del pecho.
El baño parece ejercer, igualmente, una gran atracción sobre estos inteligentes loros, especialmente en invierno, cuando el agua está muy fría. Al parecer al pájaro le cuesta trabajo superar el temor al agua helada y se introducen despacio al principio, pero casi en seguida se introducen por completo. Chapotean  con movimientos cómicos, como los que haría un payaso que quisiera divertir a sus espectadores. Y es que esa actuación, aparentemente inútil, tiene un objetivo concreto: ganarse el respeto y la consideración de los otros jóvenes keas que lo están contemplando.

También tienen razón de ser en los juegos sexuales que practica el joven kea aún no madurado sexualmente. Éste es un fenómeno que raramente  se da en el reino animal. En medio de uno de sus juegos de escondite, o de policías y ladrones, de repente uno de los machos empieza a realizar un baile delante de una de las jovencitas. Se trata de una danza muy breve, pero que reproduce una de las partes más eficaces de la danza de amor ritual de los adultos. El joven kea se pone a saltar con las dos patitas juntas y sin moverse de sitio. Mientras salta no deja de mirar a la hembra que le gusta. Meses después, cuando haya alcanzado su madurez sexual, eso le servirá para aumentar sus posibilidades de agradar a las hembras con la auténtica danza nupcial. Los keas machos que de muchachos no practicaron ese juego amoroso, tienen muchas dificultades para conseguir aparearse.



También en los chimpancés se da una circunstancia semejante, con consecuencias aún más trascendentales: se ha demostrado que los que de pequeños no juegan a las peleas con hembras de su edad, de adultos son totalmente incapaces de aparearse.
¡Quién de niño no juega al amor, después no se casa! Tan graves pueden ser las consecuencias cuando no se deja jugar a los jóvenes.

Experimentos realizados con cabritas de poca edad han demostrado que para ellas el juego es una necesidad interna. Se persiguen unas a otras, corren como si trataran de escapar de un enemigo imaginario, hacen cabrioletas en el aire, se topean. Si se les impide jugar durante seis días seguidos y pasado ese tiempo se les vuelve a permitir hacerlo, las cabritas juegan como en una orgía frenética, durante mucho más tiempo y con mayor intensidad que antes de la suspensión.
Con esto se prueba que los animalitos tienen una necesidad íntima de recuperar el tiempo y los juegos perdidos. Esto prueba además que ese impulso corresponde a un instinto, según la definición de  Konrad Lorenz.

Parece ser que, efectivamente, existe en los animales un instinto de juego. El juego, en el hombre como en los animales, es la compensación del instinto de agresión o miedo. Tiene un significado vital para la existencia.
Observemos un grupo de mogotes, esos monos del norte de África que también juegan en las rocas de Gibraltar en completa libertad.
En las hordas de estos traviesos micos es una costumbre frecuente el realizar pruebas de valor, en la forma de una serie de saltos peligrosísimos sobre rocas lisas situadas a una altura desde la que la caída significaría la muerte.

El mono joven que da uno de esos saltos, antes de cada uno de ellos sonríe como un artista que va a dar su salto mortal en la cúpula del circo. Pero en el magote esa sonrisa no expresa tanto superioridad, sino miedo.
No es extraño que, como consecuencia de uno de esos saltos, algún mono pierda la vida o resulte gravemente herido. En el Hospital Militar de Gibraltar casi siempre hay más de uno de estos monos, escayolados. Los monos heridos no escarmientan con la caída sino que en cuanto vuelven a estar en forma repiten su prueba de valor tratando siempre de superar a sus compañeros.

Los monos de Gibraltar, cuando son adultos, jamás repiten esa audacia inútil. Los adultos, cuando saltan, siempre buscan el lugar más seguro y menos arriesgado. Se trata entonces, como en el caso del baños de los keas que parecen divertirse metiéndose al agua helada, de realizar hazañas capaces de conquistar el respeto y consideración en el seno del grupo.
Así, mediante sus juegos, los animales establecen su rango en la jerarquía de la horda. La posición que cada uno alcanza no la logra gracias a la violencia demostrada en peleas estúpidas, puesto que las agresiones en el seno de la comunidad actúan de manera destructiva y desocializadora. El impulso de acción toma otro camino que conduce al mismo objetivo, pero no exige la obligatoriedad de llegar a la enemistad personal.

Éste es el sentido del juego, mediante el cual los jóvenes pasan a convertirse en miembros de una sociedad ordenada jerárquicamente.
Pero no solo mediante el deporte y el espectáculo pueden los monos conseguir un alto rango y consideración en sus respectivas comunidades, sino también mediante la realización de tareas especialmente inteligentes.  esto lo prueba la historia de Abu Hassan, un chimpancé especialmente listo del zoológico del Bronx, en Nueva York.

Se quería comprobar si estos animales están en condiciones de comunicar a sus compañeros novedades importantes. El investigador tomó de la mano a Abu Hassan y se puso a pasear por el jardincito que había frente a la casa de los monos. Fue escondiendo algunos objetos: un plátano bajo una piedra, una pelota en una caja de madera, una serpiente de plástico tras unos matorrales… en total dieciocho objetos diversos que causan alegría o temor a los chimpancés.
¿Qué haría Abu Hassan? ¿no les diría nada a sus camaradas? Nada de eso. El prestigio y la importancia de poderles enseñar todo aquello a sus compañeros le producía claramente al chimpancé mayor alegría que actuar egoístamente.

Se demostró, en primer lugar, que Abu Hassan recordaba el emplazamiento de los dieciocho escondites aún mejor que el propio profesor. Al mostrarles los escondites a sus amigos no siguió el mismo orden que había llevado el profesor, sino uno totalmente distinto, acorde con el grado de importancia para él. Primero les enseñó los escondites de los plátanos; seguidamente los llevó a donde estaban las manzanas, y a continuación las zanahorias. Después les tocó el turno a los juguetes. Resultó especialmente interesante el comportamiento de Abu Hassan cuando el grupo en su búsqueda se aproximaba al lugar donde estaba la serpiente de plástico. Abría los brazos y se ponía delante del grupo como si quisiera avisarles: ¡Alto, aquí hay peligro!  de inmediato los otros chimpancés daban unos pasos hacia atrás.

Despacio, Abu Hassan se aproximó al matorral, alzó con dos dedos la rama bajo la cual estaba la serpiente (¡de goma!), de modo que el animal quedara  visible durante un segundo, y seguidamente dio un salto hacia atrás con un grito de pánico. A partir de ese momento los chimpancés daban un rodeo siempre que pasaban por allí para no acercarse al arbusto. Así, un chimpancé puede avisar a sus compañeros de que en algún lugar hay algo peligroso o desagradable.
 En el transcurso de la expedición sucedió que Abu Hassan se entretuvo en saborear algo de lo encontrado, sin ninguna prisa, mientras los otros querían continuar la búsqueda. Lo que sucedió entonces recuerda el juego de esconder las cosas, el frío y caliente de nuestros juegos infantiles. Si un chimpancé se adelantaba en la dirección que él creía adecuada, volvía la vista para mirar a Abu Hassan. Cuando seguía un camino falso, Abu Hassan hacía muecas terribles, como si les quisiera decir frío, frío y dirigía la mirada hacía donde había algo escondido. Cuando se encontraban en la dirección buena, Abu Hassan lo animaba con ademanes y leves gritos de alegría.

El mismo experimento realizado con chimpancés adultos fracasó por completo. Ellos se guardan para sí el secreto de los escondites y no lo comparten con nadie. Incluso llegan a utilizar la mentira para proteger su propiedad. Pudo observarse que si un chimpancé se aproximaba, por pura casualidad, a uno de los escondites, el que sabía su existencia fingía un total desinterés, como si tratara de hacer creer a su compañero que por allí no había nada. Algunos chimpancés especialmente sagaces se dieron cuenta del truco y, a partir de entonces, cada vez que el viejo mono conocedor de los escondites daba muestras de indiferencia, se ponían a buscar en los alrededores con más intensidad.
Sería falso deducir de esto que los chimpancés se engañan entre sí y no puede uno fiarse del otro. Lo ocurrido en  este experimento no debe ser generalizado. Ya hemos visto otros ejemplos, como el reparto de la presa entre los chimpancés de África oriental, que usan el regalo para ganar prestigio en la comunidad, desarmar a sus enemigos y afianzar las amistades que desean. Y el móvil de su acción es básicamente, el mismo que hizo actuar tan desinteresadamente a Abu Hassan. 

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