miércoles, 6 de junio de 2018

Sobrevivir. Lecciones del Reino Animal, parte 1


SOBREVIVIR
Lecciones del Reino Animal
Extractos del libro de: Droscher, V. ed. Planeta, Barcelona, 1985.


Cómo los animales conviven con el estrés

En la estepa del África Oriental unos cazadores de animales vivos lograron echar el lazo a una jirafa. Obligaron al animal de cinco metros de altura, a meterse a una jaula de transporte sobre un camión. Todo parecía transcurrir perfectamente. Pero cuando el motor arrancó, la jirafa se desplomó en silencio. Muerta.
Causa de la muerte: estrés por miedo al enemigo.

Cuando un rebaño de ovejas cruzó el corral de una finca rústica, un polluelo, asustado por los animales, se alejó de su madre y de sus hermanitos. Piando con desesperación empezó a correr de un lado para otro y fue a dar en el granero. Allí, en medio de un mundo de maravillosa abundancia, continuó corriendo inquieto y sin descanso en busca de su madre. Al cabo de dos horas, moría en medio de aquella exuberancia.
Causa de la muerte: estrés por el temor de haber perdido a su madre.

Hagamos notar que los polluelos nacidos en incubadora y que nunca conocieron a su madre, se comportan de manera totalmente distinta. Si a los pocos días de vida se les da a escoger entre su desconocida madre y un puñado de trigo, sin vacilar se deciden por el grano. La madre les resulta del todo indiferente y, sin ella, continúan viviendo sanos y alegres.
Consecuentemente: la muerte por estrés a causa del dolor por la separación, no se produce si antes no se ha creado un lazo afectivo.

Desde las primeras horas de la mañana nuestro tordo Floristán aceptó el desafío de un rival intruso y desconocido, al que de inmediato bautizamos con el nombre de Pizarro, y los dos pájaros se lanzaron a una auténtica competición de canto. Se disputaban el dominio del jardín y de la hembra Leonore, que llevaba dos semanas aparejada con Floristán. Cada uno trataba de cantar más y mejor que el otro.
Hacia el mediodía, Floristán estaba muy excitado y en las notas medias su canto se fue atenuando, se atascaba en los trémolos y, poco después, era incapaz de dar el do de pecho.

Entonces ocurrió que Leonore, que había sido mudo testigo, abandonó a su Floristán, emprendió un vuelo corto para colocarse al lado de Pizarro y, cariñosamente, acunó su pico en las plumas del cuello del vencedor.
Eso fue demasiado para el infeliz Floristán. Su canto, ya bastante decaído, se disipó por completo. Se pasó los dos días siguientes acurrucado en las ramas bajas, y al tercer día amaneció muerto. No presentaba ninguna lesión externa apreciable.
Causa de la muerte: estrés por la pérdida de su hembra y de su territorio.

Estos ejemplos nos muestran algo típico: el estrés no es, en modo alguno, un síntoma exclusivo que se da en los hombres sometidos a las exigencias de una profesión agobiante y de responsabilidad. No solo se presenta en los altos ejecutivos, sino también en los obreros, los que ejercen profesiones independientes, los maestros, los estudiantes y los escolares. Y lo que es más: ni siquiera está limitado al ser humano, sino que afecta a todas las manifestaciones de vida superior de nuestro planeta.

Así, por ejemplo, en cualquier momento es posible causar la muerte por estrés de una abeja con un simple experimento. Dos entomólogos de la Universidad de California apresaron algunas abejas mientras se hallaban libando y las encerraron, por separado, en unas pequeñas redes dentro de las cuales colocaron diminutos recipientes llenos de miel.
A ninguna de las buscadoras de néctar se le ocurrió la idea de libar en su alimento favorito. Revolotearon como dementes, zumbando y girando incesantemente, y al cabo de dos horas estaban muertas.
Profundas investigaciones han probado que el encierro causa una invasión de las hormonas del estrés en la corriente sanguínea de las abejas que, a su vez, provoca en el insecto un ataque de pánico y una extrema nostalgia, un deseo irresistible de volver al hogar.

En cierto modo eso es bueno, pues estas hormonas sacuden todas las reservas potenciales del animal, que concentra todos sus sentidos en un solo objetivo: volver a la colmena. Un estrés agudo protegerá a las abejas y evitará que mueran perdidas en un lugar desconocido. Pero si en el transcurso de dos horas no logran, pese a todos sus esfuerzos, regresar a la colmena perdida, ese estrés, creado por la naturaleza como salvador de la vida, se convierte en gran asesino.

Entre estos dos extremos existen matices múltiples. Investigadores del hospital Monte Sinaí, situaron a unos ratones en un estado de atemperado estrés, mostrándoles un gato a cortos periodos de intervalo.
Muy pronto los ratones enfermaron y cogieron la lombriz solitaria. El continuado estado de angustia les robó todas sus fuerzas defensivas, necesarias para enfrentar las infecciones. En una situación semejante, las ratas enferman de cáncer.

También cuando se produce una  superpoblación y los individuos se ven obligados a compartir un espacio excesivamente reducido, puede ocurrir lo mismo. Esto quedó demostrado palpablemente en el zoológico de Hamburgo en 1970. En el recito reservado a una especie de momos de la India se produjo un número excesivo de nacimientos, con gran regocijo de los asistentes habituales a ese lugar.
Pero un buen día el recinto se convirtió en un infierno. Con diabólico griterío aquellos cincuenta animales que hasta el día anterior formaron una auténtica comunidad pacífica, se lanzaron unos contra otros tratando de darse muerte a mordiscos.
Comenzaron a luchar entre sí -informa Günter Niemeyer, escritor especializado en relatos de la vida animal- No se libraron ni las hembras ni las crías. El griterío resultaba ensordecedor, el pelo volaba por los aires y la sangre brotaba de las heridas producidas por los mordiscos.
Cuando llegaron los guardas con sus mangueras a presión y lograron apaciguarlos, había cinco cadáveres en el campo de batalla. ¿Cómo pudo ocurrir algo semejante?
Los excesivos nacimientos habían llegado a crear, poco a poco, una situación de incomodidad en el recinto, consecuencia de la superpoblación. Los monos se molestaban unos a otros por falta de espacio. Minuto a minuto cada uno de los animales tenía que reestablecer su autoridad si no quería ser víctima del abuso de los más fuertes.

La angustia existencial fomenta un estrés crónico. Las superpoblacion, como vemos, puede dar lugar a un estrés social que termina en violencia y asesinato.
El pensamiento en el asesinato tampoco es ajeno al hombre cuando se halla sometido a las presiones de un grupo rival. Suplico al lector me ahorre de tener que presentar ejemplos, siempre desagradables, de esto. Digamos que a este respecto, no nos diferenciamos mucho de los monos. La diferencia estriba en que, por suerte, la razón nos sirve de freno de emergencia. ¡Pobre de nosotros cuando ésta nos falla!

Los leminges reaccionan en casos similares con demencia idéntica a la de los monos de la India. Todos hemos oído hablar alguna vez de los leminges, estos roedores pertenecientes a la familia de los arvicólidos que forman ejércitos de millones, se multiplican ilimitadamente y, después, en ciega locura colectiva, emprenden la fuga a toda velocidad y si, por casualidad, llegan a las costas saltan a las aguas heladas del Ártico para ahogarse en ellas.
Walter Marsden pudo ser testigo visual de una de esas estampidas, en el norte de Noruega. Aquella interminable masa de animales se deslizaba, como una gigantesca alfombra viva cuyo final se perdía de vista a lo lejos, por la falda de una montaña en dirección a una pequeña ciudad. Inundaron de tal forma los caminos, las granjas y los huertos que los hombres tuvieron que huir y refugiarse en sus casas.

Los leminges, que individualmente son pacíficos y miedosos, en masa se convierten en fieras. Saltan sobre cualquier cosa que se ponga en su camino: perros, gatos, caballos, automóviles. Muerden los garrotes con que los hombres se enfrentan a ellos.
Tras de haber cruzado el pueblo se precipitaron en un frente muy extenso, sobre una vía férrea precisamente en el momento en que pasaba un tren. En pocos segundos los rieles quedaron cubiertos por una roja masa pastosa de la que parecían surgir las agudos gemidos de los animales moribundos. Esto no impidió que los siguientes pasaran sobre los cadáveres de sus congéneres y continuaran su marcha por debajo del tren.

Veinte minutos más tarde la avanzadilla de ese ejército desesperado alcanzó la orilla del fiordo. Inmediatamente se formó un dique y los animales se apretaron formando varias capas una sobre la otra. Se pelearon, se empujaron y se mordieron entre sí hasta que los primeros saltaron al agua y, como dominados por una psicosis colectiva, los demás los siguieron.
Como el fiordo en aquel lugar solo tiene una anchura de unos 1500 metros, las mayor parte de los leminges lograron cruzarlo a nado y alcanzaron la orilla opuesta. Una vez allí, su locura pareció enfriarse. Los animales se apresuraron a escalar la vertiente, se extendieron por la ladera y ocuparon la nueva tierra en la que desde hacía muchos años no vivían leminges.

Tiempo antes habían sido aniquilados por osos, glotones, las martas, los zorros, los linces, las águilas, las gaviotas, etc. Apenas existe un animal que tenga tantos enemigos como el leminge.
Esa es la razón por la cual la naturaleza a organizado en estos animales una forma de comportamiento que a primera vista puede parecer absurda.
Debido a la gran cantidad de enemigos que los atacan, deben traer al mundo un gran número de hijos. Eso da lugar a que cada tres o cuatro años se produzcan casos de superpoblacion y, entonces, debe suceder algo que obligue a los millones de animales que sobran a emigrar a otras tierras.
Su instinto, excitado por el estrés, los impulsa a seguir corriendo siempre en línea recta y en la misma dirección, pase lo que pase. Si por casualidad los leminges llegan a las costas del océano Ártico, eso no basta para frenar el instinto de fuga de los animales, cortos de vista, y todos perecen.

En los seres humanos la simple participación en una manifestación masiva no desata un estado de sobreexcitación en los que asisten a ella, aunque la situación está cargada de psicosis. Los hombres, al menos los inteligentes, no son leminges.
No obstante, tan pronto como se produce un impacto de choque, el estrés bloquea la razón y nos arrastra a una conducta irracional, de modo que la catástrofe no solo se suaviza sino que todavía  se hace más grave.

Un científico norteamericano registró formas de conducta totalmente descabelladas durante el gran terremoto de Alaska en 1964. Cada uno hizo solo aquello a que estaba acostumbrado sin tener en cuenta que había otras cosas mucho más importantes. Por ejemplo, los bomberos se apresuraron a llegar al lugar del incendio, pero se quedaron sin saber que hacer cuando vieron que la red de suministro de agua estaba destruida y no disponían de ella. No se les ocurrió, en absoluto, dirigirse a las ruinas de los edificios no incendiados para buscar en ellas a posibles sepultados todavía vivos.

En vez de imponer de inmediato en acción un plan de urgencia, el alcalde se reunió con sus concejales y proclamaron un estado de crisis en el que, como de costumbre, se produjeron largos debates. La policía se lanzó a la caza de saqueadores, pese a que en todo el distrito no se había denunciado más que un solo caso de hurto.
La idea de salvar a los heridos y sepultados entre las ruinas solo la tuvieron a la mañana siguiente.
Bajo la impresión de una catástrofe, el hombre se diferencia muy poco de los leminges o de la gallina que, por temor a ser atropellada por un auto, se pone precisamente en su camino de modo que no puede menos de ser alcanzada.
Una admisión deprimente: el estrés atonta.




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