martes, 12 de junio de 2018

Sobrevivir. Lecciones del Reino Animal, parte 2

Cómo los animales conviven con el estrés (continuación)

Una admisión deprimente: el estrés atonta. Otros experimentos con animales refuerzan este reconocimiento.
Flips era un babuino macho, joven y verdaderamente inteligente. Realizaba, en un abrir y cerrar de ojos, todos los problemas y juegos con cubos y figuras. Hasta que un día sucedió, para él, algo espantoso.
Se abrió la puerta de su jaula y en ella se introdujo Hugo, un babuino desconocido para él, bastante estúpido, pero también bastante musculoso.
Pronto se produjo una dura pelea y el guarda tuvo que separarlos.

Fips y su robusto adversario se convirtieron en vecinos de jaula, aunque separados entre sí por barrotes. El profesor repitió con Fips todos los test de inteligencia que con anterioridad el joven cuadrumano tan diestramente había superado. La sorpresa fue que, en esta ocasión, Fips se mostró aun más torpe que el extraordinariamente estúpido Hugo. Tan pronto como se corrió una cortina entre las dos jaulas, de modo que Fips dejara de sentirse observado por Hugo, el animal volvió a brillar como antes. Sin embargo, si la cortina volvía a abrirse, en ese mismo momento el cerebro de Flips quedaba bloqueado… pese a que la reja que los separaba lo protegía.

En situaciones de temor el hombre reacciona del mismo modo. Por ejemplo, los estudiantes que se sienten asustados cuando durante un examen oral, el profesor se muestra excesivamente severo. El estrés que atenaza a muchos estudiantes, por temor a las malas notas, produce un aumento de la incapacidad de aprender sin aumentar en absoluto el rendimiento. Algo que los pedagogos deberían saber. Si un ser vivo se ve sometido a una situación de estrés durante mucho tiempo, o si ésta se repite de manera frecuente, se crean formas diversas y extrañas de estupidez.

En la Universidad de Munich se han realizado una serie de sorprendentes experimentos con las tupayas. Se trata de animalitos que tienen cierto parecido con nuestras ardillas, pero que son antepasados de los prosimios y, por lo tanto, también del hombre. Pertenecen a la familia de los primates. Las tupayas son de los contados animales en los que resulta fácil advertir, a simple vista, cuando se hallan sometidos a estrés, pues se produce en ellos una erección de pelo, sobre todo del de la cola, que, por lo general, se encuentra liso y plegado, pero que en casos de fuerte presión emocional se eriza y da al rabo un aspecto de limpia botellas. 
Estos mamíferos que viven en el sureste de Asia, son víctimas de una gran tristeza anímica cuando ven cerca a un congénere  que no pertenece a su propia familia, esto es, su hembra o sus crías.
La pregunta que se planteó fue: ¿hasta que punto sufre la salud y que daños corporales produce un aumento de estrés?

En el tiempo comprendido entre las seis de la mañana y las seis de la tarde si una tupaya se ve obligada a ver durante dos horas a un mal enemigo, logra dominar su estrés de manera razonable. Sin embargo, si la situación de estrés se prolonga algún tiempo más, la hembra devora a sus propios hijos. Esto ocurre siempre. El fenómeno no se presenta de improviso, sino que al principio sigue amamantando a sus crías con el cariño de siempre. Pero cuando la presión del estrés se hace demasiado fuerte, salta de manera imprevista y engulle a sus hijos.
Si el estrés dura seis horas diarias, todas las hembras se vuelven estériles y los machos impotentes. En las hembras a punto de parir, las crías aún no nacidas se disuelven de modo total en los jugos corporales de la madre.
Siete horas y quince minutos de estrés diario traen como consecuencia que las tupayas pierdan más del treinta por ciento de su peso en tres días; sus grasas y sus proteínas son consumidas por el miedo permanente. Las palpitaciones cardiacas, la temperatura elevada, la inquietud interna, influyen en toda una cadena de hormonas que, entre otras cosas, causan rápidas contracciones de los músculos cardiacos.

Un estrés continuado, sin ninguna pausa para la recuperación, causa en estos animales un único y definitivo efecto: la muerte, que llega antes que el animal haya alcanzado una delgadez esquelética.
Los daños causados por el estrés al corazón y otros órganos internos son irreparables. Esto hace que el estrés continuado sea, completamente, inadecuado como cura de adelgazamiento en individuos obesos.

La aplicación de estos resultados al hombre, no es absurda. Recientemente en un taller de mecánica de precisión de la ciudad alemana de Essen, la producción sufrió un notable retroceso. Se contrataron nuevas obreras, totalmente sanas que, paulatinamente, al cabo de pocas semanas, empezaron a ser víctimas de enfermedades inexplicables. Como sus antecesoras, tuvieron que ser dadas de baja y sometidas a una cura de reposo. Se recuperaron rápidamente, pero, tan pronto como regresaron al trabajo volvieron a enfermar en pocos días.
La empresa contrató a un psicólogo que, finalmente, acabó identificando al agente patógeno. Se trataba del ingeniero inspector de la producción. Éste había colocado los puestos de trabajo de tal modo que podía llegar por detrás hasta cada una de las obreras, lo que solía hacer caminando silenciosamente, sorprendiendo y asustando así a las mujeres con sus exclamaciones de reproche cuando opinaba que se distraían en su trabajo.
Ese negrero no pudo entender que su método de vigilancia no aumentaba el rendimiento ni la moral de las obreras. Pero se había convertido en un permanente factor de estrés y con su actuación paralizaba la capacidad de trabajo y su moral. 

El Simposium Internacional para la investigación del estrés, en 1977, mantuvo la tesis de que éste no era un caso aislado y propuso que se tomaran medidas para eliminar el estrés, sobre todo el que afecta a los estudiantes.
Debo prevenir, sin embargo, contra el peligro que puede significar para el niño la eliminación radical del estés. Por terribles que sean los ejemplos, hay que admitir que este síntoma no es, ni mucho menos, un acontecimiento absurdo de la naturaleza.
Se han realizado experimentos con animales cuyas condiciones de vida y exigencias fueron establecidas para evitarles por completo el estrés. Se puede facilitar a un animal una dosis suficiente de tranquilizantes por lo cual, por ejemplo, un antílope adquiere un estado anímico que ni siquiera siente miedo ante un león.
Babuinos y tupayas sometidos al mismo tratamiento no sienten temor ante la visión de congéneres corporalmente más fuertes, y no se produce ese bloqueo de las reacciones que observamos normalmente en otras circunstancias. Pero los test de inteligencia realizados en ellos demostraron que su capacidad de aprendizaje se veía muy afectada por la indiferencia, pues no consideraban necesario esforzarse para aprender.

Consecuencia: el eliminar por completo el estrés significa renunciar a una importante fuerza impulsora en el mecanismo de la vida. Algo de estrés, ese famoso hormigueo nervioso que padecen algunas personas,  ese alado nerviosismo del actor antes de salir al escenario o del deportista antes de la competición, la excitación íntima anterior al comienzo de la realización de una tarea importante, todo eso resulta indispensable cuando se trata de demostrar de lo que uno es capaz.
La gran tarea del futuro es la siguiente: tenemos que aprender a convivir con el estrés de manera que nos estimule, pero no nos destruya.

Muchos animales pueden hacerlo así. He aquí un ejemplo: El grupo de cazadores avanzaba sobre los campos encharcados por la lluvia. De repente, uno de ellos se quedó inmóvil. Apenas a tres metros de él estaba una liebre acurrucada, y lo miraba con ojos extremadamente abiertos, pero sin moverse en absoluto.
Precavidamente el cazador dio un paso más en dirección a la presa. En ese momento el supuestamente adormilado animal se lanzó al aire a un metro de altura, como si bajo él hubiera estallado una mina, e inició una vertiginosa carrera a setenta kilómetros por hora para alejarse de ahí.

Los expertos han considerado este extraño comportamiento como una reacción de estrés: la liebre, naturalmente, ve al cazador ya de lejos, se apodera de ella un miedo espantoso, pero confía en no ser vista, lo que ocurre con frecuencia. Al mismo tiempo, el estrés bombea su cuerpo con fuertes latidos cardiacos y la máxima irrigación sanguínea llega a todos sus músculos, que se cargan de energía para que el animal, en caso de ser descubierto, pueda salir huyendo como un rayo a su máxima velocidad.
Es lo mismo que sucede con el coche de carreras cuyo motor se acelera al máximo en punto muerto para que en el momento que se da la salida pueda hacerlo con la mayor fuerza.

Como todo el mundo lo sabe, un motor de automóvil que se mantuviera en marcha a todo gas y en punto muerto, acabaría por averiarse. De igual forma los órganos internos de una liebre quedarían afectados por la enfermedad de los ejecutivos si el animal no supiera protegerse contra ello mediante dos ingeniosas normas de conducta.
Cuando la liebre con su motor girando a toda marcha en punto muerto, se queda en su lecho sin ser descubierta por el cazador o el zorro, tan pronto como éstos se han marchado la liebre hace un par de carreras por el campo, como si realmente estuviera siendo perseguida. Con ello, el potencial energético acumulado se descarga internamente de manera totalmente natural.
El hombre puede aprender de la liebre algo decisivo al respecto.

Los hombres civilizados nos vemos obligados muchas veces a desahogar en nosotros mismos nuestros enfados cotidianos. No nos atrevemos a dar rienda suelta a nuestro mal humor cuando se nos hace una mala faena, sino que tenemos que seguir portándonos bien en nuestro lugar de trabajo.
El hecho de que sometidos al estrés nos veamos condenados a la inactividad o que solo intentemos dominar el estrés por medios psíquicos, es lo que ha elevado este síndrome a la categoría de enfermedad número uno de la civilización.
Sería recomendable dar tres vueltas en torno a la manzana, a buen paso, después de la pérdida de un negocio o tras una bronca con el jefe. A los estudiantes les iría bien pasarse una hora jugando fútbol después de su trabajo en las aulas.

La segunda medida protectora de las liebres contra los daños del estrés es de naturaleza distinta. Si se les asusta, por ejemplo, enseñándoles un perro, extrañamente se observa que su ritmo cardiaco, que normalmente es de 354 pulsaciones por minuto, desciende a 186, es decir, que se reduce a casi un cincuenta por ciento en vez de aumentar, como podía esperarse. Puede decirse que el joven animal se tranquiliza para no acabar subiéndose por las paredes. Tiene lógica. Una mayor irritación no serviría de nada al animal.
Consecuentemente, las liebres tienen dos formas muy diversas de manifestar el miedo: una caliente, un miedo que actúa como estimulante y una fría en la que el miedo más bien paraliza.

Una liebre vieja que ve de lejos al enemigo, se verá, en primer lugar, afectada por el miedo frío. Su ritmo cardiaco se hará lento. Se encogerá en su escondite. Un enemigo lejano no logrará dañar su organismo.
Solo un poco antes de la llegada del instante en que el animal debe saltar para comenzar la huída el miedo caliente comienza a hacer que la liebre aumente su ritmo cardiaco. La naturaleza ha logrado un método para conseguir que el estrés perjudicial no haga acto de presencia hasta que no es absolutamente necesario.

El hombre únicamente puede conseguir algo semejante mediante el empleo de la razón: obligándose a no asustarse ni a preocuparse por algo hasta que el acontecimiento peligroso o amenazador no se ha agudizado.

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