martes, 15 de mayo de 2018

El Diablo, parte 9 (final)


¿VIENE DE SATANÁS TODO EL MAL?

¿Estamos totalmente seguros de que todos los pecados de los hombres son debido a las provocaciones y maquinaciones del Diablo? ¿No puede ocurrir, al menos alguna vez, en que el calumniador sea calumniado?
Sabemos que entre nosotros es muy común la repulsión a reconocer nuestras culpas y a aceptar nuestras responsabilidades. Y cuando el pecado es exclusivamente nuestro e intransferible, encontramos un medio cómodo y rápido para descargarnos de la parte más pesada. Ora es el destino y el determinismo, ora es la fatalidad histórica, ora la dominio del instinto y del inconsciente. Y con mucha más frecuencia -y no solo entre los creyentes- son las instigaciones de Satanás.

Se olvida fácilmente las concupiscencias naturales de nuestra carne, las perversas disposiciones de nuestro ánimo y las recaídas morbosas de nuestro espíritu y gustosamente endosamos todos nuestro errores y furores a Satanás.
No hay duda de que el maligno realiza día y noche su trabajo sutil y terrible en las almas de los hombres. El deseo solo de querer pactar con él le da poder casi siempre para realizar su predominio en nosotros. La técnica del adversario es refinada y compleja de forma que sabe aprovecharse de una fantasía fugaz y hasta del escepticismo para hacer que los hombres se sometan a sus deseos. Pero sería peligroso para nosotros e injusto para él atribuir a obra demoníaca la masa global de los pecados humanos. De otro modo, si todo el mal del mundo es obra suya, , se sigue de esto que todo hombre es inocente de verdad y, por consiguiente, que toda condena es inadecuada.

Sabemos ya que el pecado original ha degradado la naturaleza humana y la ha hecho esclava del tentador, pero también es verdad para los cristianos, que Cristo ha venido para restituir a los hombres las posibilidades de salvación, para liberarlos del vasallaje de Satanás. Y es demasiado cómodo, después de la Pasión y la redención, cargar todas nuestras culpas a las espaldas del Demonio. Haciendo así, no advertimos que hacemos del Diablo un duplicado de Cristo. Éste es el cordero que asume todos los pecados del mundo y Satanás es la serpiente que carga con todos los pecados del mundo.

Satanás es un destructor, no un creador. Él ha corrompido al hombre, pero no lo ha moldeado con sus manos. El cuerpo humano no es invención de Satanás. Él puede aprovechase de la debilidad de la carne, pero no podría aprovecharse si nuestra voluntad fuese sólida y resistente, si estuviese siempre atenta y fuese más aguerrida. Nuestra desventura, más que nada, consiste en no resistir a sus tentaciones, pero de esa debilidad, ¿podemos echar siempre la culpa al tentador? El que atribuye  la responsabilidad de todos los pecados al Diablo, hace de éste, aun sin  saberlo, un ser omnipotente, o sea, otro Dios.
El combate espiritual del cual hablan moralistas y piadosos no es una metáfora platónica. Estamos invitados a guerrear con Satanás: en este sentido ha de entenderse la conocida frase de Cristo según la cual, Él no vino a traer paz sino la espada. Si en esta lucha somos tan a menudo vencidos ¿es licito echar siempre la culpa a la fuerza de Satanás antes que a nuestra flaqueza o, por decirlo latinamente, a nuestra imbecilidad?

¿ SERÁ SALVADO EL DIABLO?

La teología católica enseña que las penas infernales son eternas y que Satanás, por esto, no será nunca readmitido en los coros angélicos. Pero algunos teólogos de los primeros siglos cristianos y algunos poetas de los tiempos modernos, tuvieron distinta opinión.
El gran Orígenes, inspirándose en la doctrina estoica de los ciclos cósmicos, creyó y sostuvo que la redención era el principio del retorno de todos los seres creados, ahora divididos y corruptos, al seno infinito de la perfección divina. Dios que se expande en las criaturas y las criaturas que regresan a Dios. La finalidad última de la redención era el gran retorno, la reconciliación universal, o sea lo que Orígenes llama la  apocatatasis.

El teólogo alejandrino, llevado por esa idea suya, llegaba a admitir también la salvación final del Diablo. En efecto, creía que los demonios volverían a ser ángeles. Los unos antes, los otros después, tras largos y terribles tormentos, retornarán a las filas de los ángeles; luego se elevarán a los grados superiores y ganarán las regiones invisibles y eternas.
La opinión de Orígenes fue aceptada por San Gregorio de Nysa y por San Jerónimo, que en su comentario a la Epístola a los efesios declara creer en la salvación final del príncipe de este mundo: En los tiempos de la restauración universal -escribe San Jerónimo- cuando el verdadero médico, Cristo Jesús, venga para curar el cuerpo de la Iglesia, hoy dividido y  vulnerado, cada cual… recuperará su puesto y volverá a ser lo que fue en su origen…. El ángel apóstata tornará a su primer estado y el hombre volverá a entrar en el Paraíso del cual fue expulsado.

Lo verdaderamente eterno no puede tener principio ni fin, y mientras sepamos que el infierno fue creado y por ende tuvo principio,  entonces ha de tener un fin. El infierno no fue siempre, porque tuvo principio solamente a la caída de los ángeles rebeldes y nada hay que nos impida esperar que tenga un fin como todo el resto del mundo creado.
Por lo tanto, es lícito creer que una de las consecuencias de ese fin será también el final de la rebelión y el feliz retorno de Satanás y de los suyos al esplendor de la eternidad.
La misericordia de Dios es tan grande que podría librar  también a los condenados al infierno. Existen más testimonios semejantes en las obras de filósofos y teólogos, pero sabemos que esa doctrina no forma parte de la enseñanza oficial.
El tema de Satanás perdonado aparece en Víctor Hugo. En un poema de su vejez, Le fin de Satán, él imaginó que, gracias al ángel de la Libertad, también Lucifer era redimido. En estos versos Hugo hace hablar a Dios:

El arcángel resurge y el Demonio acabó.
Yo borro la noche siniestra y nada queda de ella.
Satán ha muerto. ¡Renace, oh, Lucifer celeste!

La doctrina de la reconciliación total y final de todos los seres no forma parte de las enseñanzas de la Iglesia de Roma, pero quien conozca la historia del pensamiento cristiano sabe que paulatinamente con los siglos hubo cambios. Algunas opiniones durante mucho tiempo enseñadas fueron con el correr del tiempo anuladas y otras nuevas las sustituyeron.
Mientras muchos cristianos se han desanimado y desertado de su fe, hay otros que han penetrado más el sentido del cristianismo por el hecho mismo de vivirlo en toda la plenitud con la guía de los preceptos más absolutos del Evangelio. Estos cristianos se están haciendo siempre más íntimamente cristianos, según el espíritu del cristianismo eterno, aunque algunas veces den una nueva interpretación a la letra.
Estos cristianos, que se hacen cada vez más cristianos, no pueden aprobar ni la muerte de los herejes ni las penas eternas de los pecadores. No niegan la existencia del infierno, pero creen y desean que quede despoblado.
El calvinismo sangriento es, hoy, para estas almas más amorosas, todo lo contrario: el infierno vacío y poblado el Paraíso.

Ellos piensan que un Dios verdaderamente Padre, no puede torturar eternamente a sus hijos y sostiene que un Dios todo amor, como nos lo presenta el mismo Cristo, no puede negar eternamente su perdón ni siquiera a los más impenitentes rebeldes. Y si esto no ocurriera deberíamos pensar que el Padre mismo de Cristo no es un cristiano perfecto.

No pretendemos que estos sentimientos y estos pensamientos sean aceptados hoy por la doctrina oficial, ni pretendemos enmendarles la plana. Los tratados de teología seguirán diciendo que no a la doctrina de la reconciliación total y final, pero el corazón -que tiene sus razones que la razón no conoce- seguirá anhelando y esperando el sí. En la escuela de Cristo hemos aprendido que, por encima de todo, lo imposible puede ser creído.
El amor eterno -cuando todo se haya cumplido y expiado- no podrá negarse a sí mismo ni siquiera delante del negro rostro del primer insurgente y del condenado más antiguo.

Noviembre 1953  








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