martes, 8 de mayo de 2018

El Diablo, parte 8.


RETRATOS MODERNOS DEL DIABLO

Sabemos muy bien lo que el Diablo fue en la fantasía y en las pinturas de la edad media, y en el Renacimiento; un monstruo bestial, hirsuto y deforme, con los ojos de fuego y una boca canina, dotado de altos cuernos y de cola larga, con pezuñas caprinas o cascos equinos, casi siempre desnudo y difundiendo en torno de sí hedores fecales y tufos sulfurosos.
Pero en el siglo XIX cambia totalmente. Se transforma, se desbestializa, toma la forma y figura del hombre, de un hombre un tanto singular, un tanto excéntrico, pero no demasiado diferente de nuestra especie, a nos ser por sus actos y discursos. Ni ángel ni bestia, pero casi siempre un hombre más o menos bien vestido, que podría ser tomado a primera vista por uno de tantos personajes extraños y misteriosos que deambulan y visten como nosotros en nuestras ciudades.

Uno de los primeros escritores que lo vio así fue Adalberto von Chamisso, (1813). El Diablo se le apareció: como un hombre de edad, pálido, frágil, delgado y diminuto, que llevaba un antigua chaqueta gris ceniza.
Otra descripción bastante completa la encontramos en Los Hermanos Karamazov, de Dostoievsky. El Diablo que se le aparece a Ivan Karamazov, tiene la figura gallarda de un gentilhombre venido a menos. Era una especie de gentleman ruso, no muy joven, que frisaba en la cincuentena, con unas cuantas canas en los cabellos obscuros, aún largos y espesos, y con la barbilla cortada en punta. Vestía una corta chaqueta color canela, hecha evidentemente por un buen sastre, pero bastante deteriorada por los años de uso y completamente pasada de moda. En una palabra, un aspecto de decoro asociado con una gran pobreza de dinero… En el dedo medio de su derecha lucía un anillo de oro macizo, con un ópalo de poco precio.

Muchísimas más representaciones del Diablo humanizado se podrían encontrar en los escritores del XIX y XX, pero bastarán las ya citadas para darnos una idea de la radical transformación operada en el príncipe de las tinieblas de nuestro tiempo. Estamos ya muy lejos del Lucifer dantesco.
Pero hoy el Diablo ha entrado resueltamente en la esfera humana: se ha hecho hombre, a imagen y semejanza del hombre: un hombre que puede parecer una vez un burgués en buena posición, otras un caballero venido a menos, un poeta vagabundo, un rufián vulgar, pero nunca desemejante a esos hombres más o menos extraños que podemos encontrar todos los días en las aceras de una gran ciudad.

Esta moderna transformación del viejo y horrendo Satanás no es debida solamente a motivos estéticos. Los hombres hoy sienten que el Demonio está de continuo en medio de ellos, que representa el mal y el sufrimiento que hay en ellos mismos y, por eso, se les parece en todo, hasta en los vestidos; es su compañero de camino y de vida. El Diablo se ha encarnado y se ha hecho hombre: es el hombre.

LAS ALEGRÍAS DEL DIABLO

Juan Bautista Marino fue el primer poeta moderno quizá que habla de la tristeza de Satanás: En los ojos donde hay tristeza y muerte…
Los otros poetas, desde Milton en adelante, recargaron la dosis y el Diablo fue representado como el ser condenado a la angustia perenne.
Este dolor obscuro existiría  en él solamente en el caso de que el Diablo lamentase la felicidad perdida. Añorar significa dar valor a lo que nos fue quitado: si Lucifer añorase el amor de Dios y la beatitud celeste, es decir, si  los reconoce como la felicidad  y, por consecuencia, que desea reconquistarlos,  semejante deseo bastaría para salvarlo, para redimirlo, porque sería señal de remordimiento, de encaminamiento hacia el amor.

Pero si esa nostalgia dolorosa no existiera en él -al menos no tenemos de ello prueba alguna- se podría suponer, y no sin razón, que no falta en la vida del Diablo motivos de alegría.
Su misión suprema, para vengarse de Aquél que lo despeñó, es el de aumentar el número de condenados, o sea el de robar las almas a Dios. Y como tal aumento es, a juzgar por lo que ocurre sobre la Tierra, continuo y creciente, el Diablo debe alegrarse y no poco de esa victoria suya. En las almas que consigue hacer suyas el Demonio vence a su rival, o sea, a Dios, y eso debe procurarle un gozo no pequeño.

En algunos momentos de la historia humana, cuando la cosecha de almas es abundante y fácil, es lógico imaginarnos un Satán radiante de perversa voluptuosidad.

¿PUEDE PERDONAR EL DIABLO?

Si el Diablo, como hemos visto, es capaz de alegría, podemos aventurar la hipótesis de que es capaz también de perdón.
La embriaguez de la victoria inclina, habitualmente a la clemencia. Esto ocurre en las almas humanas, aun en las más perversas. Puede presumirse pues, que también Satanás, en momentos de satisfacción jubilosa ha de sentirse impulsado a la indulgencia, ha de tener un impulso de generosidad, que le induzca a conceder gracia a alguno de los que están por sucumbir a sus tentaciones dejándolos en paz.

Que él aparte sus ávidas garras de la víctima ya casi vencida parecerá increíble. Satanás, se dirá, no es capaz de perdón, porque el perdón supone piedad y la piedad nace del amor, que a él le está negado, pero podría suponerse que el Diablo se comporta de esa forma no ya por misericordia, sino por mero capricho, por un impulso extravagante suscitado por la excesiva abundancia de las presas, quizá por desprecio hacia un alma demasiado inerme. 

¿ES NECESARIO EL DIABLO?

Satanás es el gran apóstol y cómplice del pecado y por eso es combatido por todas las religiones. Pero ¿somos realmente justos en esta condena universal y total? Si observamos objetivamente la vida común de los hombres, hemos de reconocer que nuestra vida no sería posible si no concedemos algo al pecado, o sea, al Demonio. Sin un elemento de orgullo, por ejemplo, no existirían poetas, artistas, filósofos, grandes jefes de pueblos ni héroes. Lo que lamamos amor propio, no es más que una forma, bien atenuada, de viejo orgullo, del pecado de la soberbia.  Y sin el estímulo de la libido, de la concupiscencia carnal, quedaría interrumpida la aparición de las almas sobre la Tierra. La ira, bajo las denominaciones de generoso desprecio y de legítima indignación lleva al deseo y cumplimiento de la justicia.

La pereza es también uno de los pecados capitales, pero el fundador del Taoísmo -Lao tze, que muchos disputan superior a Confucio- eleva la sabiduría del no-hacer a fundamento de su doctrina.
La misma avaricia, aun siendo el más sórdido de los pecados, contribuye a la virtud del ahorro y a la prosperidad de los pueblos.

Ciertos pecados, pues, purificados y sublimados, contribuyen a la conservación de la especie humana. La verdadera malignidad del Diablo consiste más que en sugerir pecados en querer agrandarlos, en incitar a los excesos.
Todos los manuales de moral enseñan la práctica del combate espiritual o sea, la diaria defensa contra los asaltos de Satanás. La tentación diabólica es la piedra de toque del auténtico hombre de Dios. Una criatura floja, fría, insensible que no hiciese el mal por simple indiferencia, por pereza o por falta de imaginación, y por esto, que no se encontrase en trance de rechazar una tentación, no alcanzaría nunca un verdadero mérito a los ojos de Dios, que premia justamente a los victoriosos y no a los mediocres.

Las actividades del Diablo son , pues, una ayuda a la salvación de las almas, porque únicamente cuando son puestas a prueba se hacen merecedoras al premio de la bienaventuranza. Las tentaciones diabólicas, cuando son vencidas y no obedecidas, colaboran en la obra de la salvación. Sin la victoria sobre el Demonio no hay verdadero mérito ni hay paz final. Las artes y las armas de Satanás pueden ser instrumentos que nos encaminen a la liberación. Instrumentos crueles, pero de los cuales no podemos prescindir.
Satanás, con su odio contumaz, puebla el infierno pero, al mismo tiempo, también puebla el Paraíso. Y en este sentido puede afirmarse que el Diablo, por voluntad divina, es un adjunto de Dios.
Satanás es el adversario, pero sin adversario no tendríamos batalla y, sin batalla, no alcanzaríamos la victoria.

Quien pretenda quitar al Diablo su parte justa, quitaría también algo a Dios, que no ha construido al príncipe de este mundo sin un fin y sin un designio.
El Diablo es odio, pero hasta su odio -y es una de las más dramáticas paradojas del cristianismo- es necesario al triunfo del amor.   

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