miércoles, 30 de mayo de 2018

¿Por qué el Socialismo?, parte 2 (final)


¿Por qué el Socialismo? 
Por Albert Einstein, (continuación)


A mi modo de ver, la verdadera fuente del mal reside en la anarquía económica de la sociedad capitalista actual. Tenemos ante nosotros una gigantesca comunidad de productos cuyos miembros luchan de forma permanente por despojarse unos a otros de los frutos de su trabajo colectivo: y no por la fuerza, sino en escrupulosa complicidad con el orden legal establecido. En este sentido, es importante comprender que los medios de producción -es decir, la capacidad productiva total requerida para producir tanto bienes de consumo como nuevos bienes de capital- pueden ser legalmente, y en su mayoría lo son en realidad, propiedad privada de individuos.
Por razones de claridad, en la discusión que sigue denominaré obreros a todos aquellos que no participan en la propiedad sobre los medios de producción, pese a que esta aceptación no responde al uso habitual de la palabra.

El propietario de los medios de producción está en condiciones de comprar la fuerza de trabajo del obrero, quien, utilizando los medios de producción, crea otros bienes que se convierten en propiedad del capitalista. El punto clave de este proceso reside en la relación existente entre lo producido por el obrero y el salario que recibe a cambio. Como sea que el contrato de trabajo es libre, el salario del obrero se determina no por el valor real de los bienes que produce, sino en función de sus necesidades mínimas y por la relación entre la demanda de fuerzas de trabajo por los capitalistas y la cantidad de obreros que compiten por encontrar trabajo. Es importante advertir que ni siquiera en teoría el salario del obrero se determina por el valor de lo que produce.

El capital privado tiende a concentrarse en pocas manos, en parte gracias a la competencia entre capitalistas, y en parte porque el desarrollo tecnológico y la creciente división del trabajo estimulan la formación de unidades de producción mayores a expensas de las pequeñas. El resultado de este proceso es una oligarquía de capital privado cuyo inmenso poder no puede ser controlado ni siquiera por una sociedad organizada democráticamente. Esto es posible porque los miembros de las instituciones legislativas son seleccionados por partidos políticos financiados en gran parte por capitalistas privados que, a efectos prácticos, lo que hacen es separar el electorado del cuerpo legislativo. De ahí que, en realidad, lo representantes del pueblo no protejan suficientemente los interese de los sectores no privilegiados de la población. En estas condiciones, además, es inevitable que los capitalistas privados controlen incluso, en forma directa o indirecta, las principales fuentes de información (prensa, radio, educación).
Es pues, tremendamente difícil para el ciudadano particular, y en muchos casos realmente imposible, llegar a conclusiones objetivas y usar inteligentemente sus derechos políticos.

De este modo, la situación que predomina  en una economía basada sobre la propiedad privada del capital se caracteriza por dos principios fundamentales: primero, los medios de producción (capital) son de propiedad privada y los propietarios pueden disponer de ellos a su conveniencia; segundo, el contrato de trabajo es libre.
Por supuesto, no existe una sociedad capitalista pura en este sentido. En particular es preciso señalar que tras largas y amargas luchas políticas llevadas a cabo por la clase obrera, ciertas categorías de obreros han obtenido algunas mejoras. Vista como una totalidad, sin embargo, la economía actual no difiere excesivamente de la forma pura del capitalismo.

No es la utilidad social sino la ganancia lo que motiva la producción. No se toman medidas para que todos aquellos capaces y dispuestos a trabajar estén en condiciones, permanentemente, de encontrar empleo, por lo que casi siempre existe un ejército de desocupados. El obrero se halla bajo la constante amenaza de perder su trabajo. Puesto que tanto los desempleados como los obreros mal remunerados no forman un mercado lucrativo, se restringe la producción de bienes de consumo, con las consiguientes privaciones y penurias. Con frecuencia, el progreso tecnológico conduce no a una disminución general de esfuerzo productivo sino a un aumento del paro. El móvil de lucro y la competencia entre capitalistas determinan la inestabilidad en la acumulación y utilización del capital, lo que a su vez provoca crisis económicas cada vez más graves. La competencia ilimitada implica el desperdicio de enormes cantidades de trabajo y la deformación, a la que antes me referí, de la conciencia social de los individuos.

Considero que esta mutilación del hombre es la peor de las lacras del capitalismo. Todo nuestro sistema educativo padece este mal: se inculca en el estudiante una actitud exageradamente competitiva, y se le induce a reverenciar el triunfo en términos adquisitivos y hacer de ello su objetivo profesional.
Estoy convencido de que solo existe una forma de eliminar estos graves males, a saber, implantando una economía socialista que vaya acompañada de un sistema educativo orientado hacia objetivos sociales.

En una economía de este tipo, la misma sociedad es propietaria de los medios de producción y los utiliza de manera planificada. Una economía planificada que ajustará la producción a las necesidades de la comunidad, distribuirá el trabajo necesario entre todos los que fueran aptos para trabajar y garantizaría la subsistencia de todo hombre, mujer o niño. La educación del individuo, además de estimular sus potencialidades naturales, intentaría desarrollar en él un sentido de responsabilidad hacia sus congéneres en lugar de glorificar el poder y el éxito como hace nuestra sociedad actual.

Sin embargo, conviene recordar que economía planificada no es sinónimo de socialismo. La esclavización del individuo puede ser simultánea a la existencia de una economía planificada. Para llegar al socialismo se requiere la solución previa a algunos problemas sociopolíticos extremadamente complejos.
En efecto, ¿cómo puede evitarse, en vista del avanzado grado de centralización del poder político y económico, que la burocracia se convierta en una fuerza todopoderosa y suficiente?, ¿cómo asegurar los derechos del individuo y oponer así un firme contrapeso democrático al poder de la burocracia?

En nuestra época de transición resulta de fundamental importancia comprender con claridad los objetivos y problemas del socialismo. Teniendo en cuenta que en las actuales circunstancias la discusión libre y sin inhibiciones sobre estos problemas se ha convertido en un poderoso tabú, considero que la creación de esta revista constituye un importante servicio a la sociedad.

(Artículo publicado en la revista ICyT, VOL 12 MUN.164, DE Mayo de 1990.)

martes, 22 de mayo de 2018

¿Por qué el Socialismo?, parte 1

 .


¿POR QUÉ EL SOCIALISMO?


 Solo consagrándose a la sociedad puede el hombre hallar sentido a su breve y arriesgada existencia
                                                                             ALBERT EINSTEIN 

Albert Einstein sigue dando sorpresas. En este artículo que consideramos excepcional a 69 años de su aparición, su autor hace planteamientos fundamentales todavía sin respuesta. A la luz de los cambios políticos contemporáneos su publicación tiene gran importancia: es mucho más que un documento raro de un genio de la física.

La imagen que tenemos de Albert Einstein, o mejor dicho, la imagen que de él nos han construido, es la del genio científico que nada tenía que ver con los problemas sociales y políticos. Sin embargo no es así, ya que Einstein fue un científico que estaba plenamente consciente de su responsabilidad como tal, así como del abuso que se hace de la imagen de la ciencia como la única poseedora de la “verdad”. Prueba de lo anterior es el siguiente artículo de Einstein, que sirvió de presentación a primer número de la revista Monthly Review: An Independent Socialist Magazine, N.Y. 1949

¿Es conveniente que una persona no versada en cuestiones económicas y sociales opine sobre el tema del socialismo? Mi respuesta, por una serie de razones es afirmativa.
Es verdad que existen diferencias metodológicas. En el campo de la economía no resulta fácil descubrir leyes generales, dado que los fenómenos económicos observables están a menudo incluidos en una serie de factores que es muy difícil de evaluar por separado.
Por otra parte, la experiencia acumulada desde los comienzos del llamado periodo civilizado de la historia humana, como es bien sabido, se ha visto condicionada por causas que en modo alguno son de naturaleza estrictamente económica. 

Veámoslo en un ejemplo: la existencia de la mayor parte de los principales Estados que ha conocido la historia se ha debido a la conquista. Los pueblos invasores se establecían en el país dominado como la clase privilegiada  y monopolizaban la propiedad de la tierra y designaban a los miembros de la institución que, al asumir el control de la educación, convertía en permanente la división de la sociedad, creando un sistema de valores a través del cual podía guiarse, en gran parte inconscientemente, la conducta social de los hombres.

En ningún periodo hemos superado realmente lo que Thorstein Veblen denominaba la fase depredadora del desarrollo humano. Los hechos económicos observables pertenecen a esta fase, y puesto que el verdadero objetivo del socialismo consiste precisamente en superar la fase depredadora del desarrollo humano, poca es la luz que la ciencia económica, en su estado actual, puede arrojar sobre la futura sociedad socialista. Deberíamos entonces, guardarnos de sobreestimar la ciencia y los métodos científicos en lo que se refiere a problemas humanos, y de suponer que los expertos son los únicos que tienen derecho a pronunciarse sobre cuestiones que afectan a la organización de la sociedad.

De un tiempo a esta parte se acepta corrientemente que la sociedad humana atraviesa una grave crisis. Caracteriza a ésta situación el que los individuos se sientan indiferentes, incluso hostiles, hacia el grupo, grande o pequeño, al cual pertenecen.
Permítaseme registrar aquí, a modo de ejemplo, una experiencia personal. Recientemente discutí con una persona receptiva e inteligente acerca de la amenaza de una nueva guerra que, en mi opinión, haría peligrar seriamente la existencia de la humanidad. Mi interlocutor, de forma muy tranquila y directa respondió: ¿Por qué se opone usted tan decididamente a la desaparición de la especie humana?  Estoy convencido de que tan solo cien años atrás nadie hubiera podido replicar con tanta ligereza, Se trata de la expresión de un hombre que se ha debatido en vano por lograr un equilibrio interno y que ha perdido casi por completo toda esperanza de obtenerlo. Refleja la dolorosa soledad que tantas personas padecen en la actualidad.¿Cuál es su causa? ¿Existe una salida?

Es fácil plantear preguntas de esta índole, pero difícil responder a ellas con cierto grado de seguridad. Debo, sin embargo, intentar hacerlo como mejor pueda, aunque estoy perfectamente consciente del hecho de que nuestros sentimientos e impulsos son, a menudo, contradictorios y obscuros, y de que no se prestan a ser expresados en fórmulas simples y terminantes.
El hombre es un ser simultáneamente solitario y social. En tanto que ser solitario, trata de proteger su propia existencia y la de aquellos que le rodean, satisfacer sus necesidades y desarrollar sus aptitudes. Como ser social, procura merecer el reconocimiento y afecto de sus semejantes, compartir sus alegrías, confortarlos cuando sufren y mejorar las condiciones generales de vida. Solo la existencia de estos diversos impulsos, con frecuencia conflictivos, explica el carácter propio del hombre, y su combinación específica determina el grado en que un individuo puede lograr un equilibrio interno y omcontribuir al bienestar de la sociedad.

Es posible que en lo fundamental sea la herencia la que determine la fuerza relativa de ambas tendencias. Pero la personalidad que finalmente emerge resulta, en gran medida, de la influencia del medio en el que el hombre se desarrolla, de la estructura social en la que se desenvuelve, de la tradición de esa sociedad y de la valoración que ésta hace de los diversos tipos de comportamiento. El concepto abstracto de sociedad significa, para el individuo, la suma total de sus relaciones con sus contemporáneos y con el conjunto de sus antepasados sociales.
El hombre es capaz de pensar, sentir, luchar y trabajar por sí mismo, pero depende tanto de la sociedad -en su existencia física, intelectual y emocional- que resulta imposible pensarlo, o intentar comprenderlo, fuera del marco de la sociedad. Es la sociedad la que proporciona al hombre alimento, vestido, vivienda, el lenguaje, las formas y gran parte del contenido del pensamiento: su vida resulta posible por el trabajo y las realizaciones de millones de hombres del pasado y del presente, y esto es lo que subyace en el breve término sociedad.

Es evidente pues, que la dependencia del individuo humano respecto a la sociedad es un hecho natural innegable. Como lo es también la de la hormiga y la abeja respecto del hormiguero y la colmena. No obstante, mientras que todo el proceso vital de hormigas y abejas se haya predeterminado por instintos rígidos y hereditarios, las normas sociales de los seres humanos son muy variables y susceptibles de modificación. Tanto la memoria como la capacidad para organizar nuevas experiencias y la propiedad de la comunicación oral, hicieron posible formas de interacción entre seres humanos que trascienden el plano de las necesidades estrictamente biológicas. Dichas formas de interacción se manifiestan en tradiciones, instituciones y organizaciones, en la literatura, en realizaciones científicas y técnicas, en obras de arte. Esto explica cómo, en cierto sentido, el hombre puede influir sobre su propia vida a través de su conducta y que, en este proceso, el pensamiento consciente y la voluntad desempeñan un papel.

Al nacer, el hombre hereda una constitución biológica, que incluye los impulsos naturales característicos de la especie humana. A ello se suma, en el curso de su vida, una estructura cultural que el hombre adquiere de la sociedad a través de la comunicación y otras muchas vías de influencia. Esta constitución cultural, sujeta a modificaciones a través del tiempo, determina en gran medida la relación hombre-sociedad.
Sobre la base de investigaciones comparativas de las llamadas culturas primitivas, la antropología moderna nos ha enseñado que la conducta social de los seres humanos puede diferir enormemente, según sean las pautas de cultura que prevalecen y los tipos de organización que predominan en la sociedad. En esto se basan los que luchan por mejorar la condición humana: los seres humanos no están condenados, por su constitución biológica, a aniquilarse entre sí o a quedar a merced de un destino cruel y autoimpuesto.

Quien se pregunte cómo podría cambiarse la sociedad y las actitudes culturales del hombre, a fin de hacer la vida humana lo más satisfactoria posible, debe ser consciente del hecho de que existen ciertas condiciones que no es posible modificar. Por ejemplo, la naturaleza biológica del hombre es prácticamente invariable. Por otra parte, el desarrollo tecnológico y demográfico de los últimos siglos ha creado ciertas condiciones de las que no es posible ya prescindir. La época en que individuos o grupos relativamente pequeños podían autoabastecerse, y que tan idílica parece a distancia, ha desaparecido definitivamente.

Llegados a este punto, puedo ya iniciar brevemente lo que, según mi punto de vista, constituye la esencia de la crisis de nuestro tiempo, y que localizo en la relación individuo-sociedad. Jamás se tuvo tanta conciencia como hoy acerca de la dependencia del hombre respecto de la sociedad, dependencia que el individuo no experimenta como un factor positivo, un lazo orgánico o una fuerza protectora, sino como una amenaza a sus derechos naturales o, incluso, a su existencia económica.

Su posición en la sociedad es tal, que los impulsos egoístas de su personalidad se acentúan sin cesar mientras que sus impulsos sociales, por naturaleza más débiles, se deterioran progresivamente.
Todos los seres humanos, cualquiera que sea su posición en la sociedad, sufren este proceso de deterioro. Prisioneros inconscientes de su propio egoísmo, se sienten inseguros, solos y despojados de la capacidad para gozar la vida directamente, sin complicaciones innecesarias.
Solos consagrándose a la sociedad puede el hombre hallar sentido a su breve y arriesgada existencia.

martes, 15 de mayo de 2018

El Diablo, parte 9 (final)


¿VIENE DE SATANÁS TODO EL MAL?

¿Estamos totalmente seguros de que todos los pecados de los hombres son debido a las provocaciones y maquinaciones del Diablo? ¿No puede ocurrir, al menos alguna vez, en que el calumniador sea calumniado?
Sabemos que entre nosotros es muy común la repulsión a reconocer nuestras culpas y a aceptar nuestras responsabilidades. Y cuando el pecado es exclusivamente nuestro e intransferible, encontramos un medio cómodo y rápido para descargarnos de la parte más pesada. Ora es el destino y el determinismo, ora es la fatalidad histórica, ora la dominio del instinto y del inconsciente. Y con mucha más frecuencia -y no solo entre los creyentes- son las instigaciones de Satanás.

Se olvida fácilmente las concupiscencias naturales de nuestra carne, las perversas disposiciones de nuestro ánimo y las recaídas morbosas de nuestro espíritu y gustosamente endosamos todos nuestro errores y furores a Satanás.
No hay duda de que el maligno realiza día y noche su trabajo sutil y terrible en las almas de los hombres. El deseo solo de querer pactar con él le da poder casi siempre para realizar su predominio en nosotros. La técnica del adversario es refinada y compleja de forma que sabe aprovecharse de una fantasía fugaz y hasta del escepticismo para hacer que los hombres se sometan a sus deseos. Pero sería peligroso para nosotros e injusto para él atribuir a obra demoníaca la masa global de los pecados humanos. De otro modo, si todo el mal del mundo es obra suya, , se sigue de esto que todo hombre es inocente de verdad y, por consiguiente, que toda condena es inadecuada.

Sabemos ya que el pecado original ha degradado la naturaleza humana y la ha hecho esclava del tentador, pero también es verdad para los cristianos, que Cristo ha venido para restituir a los hombres las posibilidades de salvación, para liberarlos del vasallaje de Satanás. Y es demasiado cómodo, después de la Pasión y la redención, cargar todas nuestras culpas a las espaldas del Demonio. Haciendo así, no advertimos que hacemos del Diablo un duplicado de Cristo. Éste es el cordero que asume todos los pecados del mundo y Satanás es la serpiente que carga con todos los pecados del mundo.

Satanás es un destructor, no un creador. Él ha corrompido al hombre, pero no lo ha moldeado con sus manos. El cuerpo humano no es invención de Satanás. Él puede aprovechase de la debilidad de la carne, pero no podría aprovecharse si nuestra voluntad fuese sólida y resistente, si estuviese siempre atenta y fuese más aguerrida. Nuestra desventura, más que nada, consiste en no resistir a sus tentaciones, pero de esa debilidad, ¿podemos echar siempre la culpa al tentador? El que atribuye  la responsabilidad de todos los pecados al Diablo, hace de éste, aun sin  saberlo, un ser omnipotente, o sea, otro Dios.
El combate espiritual del cual hablan moralistas y piadosos no es una metáfora platónica. Estamos invitados a guerrear con Satanás: en este sentido ha de entenderse la conocida frase de Cristo según la cual, Él no vino a traer paz sino la espada. Si en esta lucha somos tan a menudo vencidos ¿es licito echar siempre la culpa a la fuerza de Satanás antes que a nuestra flaqueza o, por decirlo latinamente, a nuestra imbecilidad?

¿ SERÁ SALVADO EL DIABLO?

La teología católica enseña que las penas infernales son eternas y que Satanás, por esto, no será nunca readmitido en los coros angélicos. Pero algunos teólogos de los primeros siglos cristianos y algunos poetas de los tiempos modernos, tuvieron distinta opinión.
El gran Orígenes, inspirándose en la doctrina estoica de los ciclos cósmicos, creyó y sostuvo que la redención era el principio del retorno de todos los seres creados, ahora divididos y corruptos, al seno infinito de la perfección divina. Dios que se expande en las criaturas y las criaturas que regresan a Dios. La finalidad última de la redención era el gran retorno, la reconciliación universal, o sea lo que Orígenes llama la  apocatatasis.

El teólogo alejandrino, llevado por esa idea suya, llegaba a admitir también la salvación final del Diablo. En efecto, creía que los demonios volverían a ser ángeles. Los unos antes, los otros después, tras largos y terribles tormentos, retornarán a las filas de los ángeles; luego se elevarán a los grados superiores y ganarán las regiones invisibles y eternas.
La opinión de Orígenes fue aceptada por San Gregorio de Nysa y por San Jerónimo, que en su comentario a la Epístola a los efesios declara creer en la salvación final del príncipe de este mundo: En los tiempos de la restauración universal -escribe San Jerónimo- cuando el verdadero médico, Cristo Jesús, venga para curar el cuerpo de la Iglesia, hoy dividido y  vulnerado, cada cual… recuperará su puesto y volverá a ser lo que fue en su origen…. El ángel apóstata tornará a su primer estado y el hombre volverá a entrar en el Paraíso del cual fue expulsado.

Lo verdaderamente eterno no puede tener principio ni fin, y mientras sepamos que el infierno fue creado y por ende tuvo principio,  entonces ha de tener un fin. El infierno no fue siempre, porque tuvo principio solamente a la caída de los ángeles rebeldes y nada hay que nos impida esperar que tenga un fin como todo el resto del mundo creado.
Por lo tanto, es lícito creer que una de las consecuencias de ese fin será también el final de la rebelión y el feliz retorno de Satanás y de los suyos al esplendor de la eternidad.
La misericordia de Dios es tan grande que podría librar  también a los condenados al infierno. Existen más testimonios semejantes en las obras de filósofos y teólogos, pero sabemos que esa doctrina no forma parte de la enseñanza oficial.
El tema de Satanás perdonado aparece en Víctor Hugo. En un poema de su vejez, Le fin de Satán, él imaginó que, gracias al ángel de la Libertad, también Lucifer era redimido. En estos versos Hugo hace hablar a Dios:

El arcángel resurge y el Demonio acabó.
Yo borro la noche siniestra y nada queda de ella.
Satán ha muerto. ¡Renace, oh, Lucifer celeste!

La doctrina de la reconciliación total y final de todos los seres no forma parte de las enseñanzas de la Iglesia de Roma, pero quien conozca la historia del pensamiento cristiano sabe que paulatinamente con los siglos hubo cambios. Algunas opiniones durante mucho tiempo enseñadas fueron con el correr del tiempo anuladas y otras nuevas las sustituyeron.
Mientras muchos cristianos se han desanimado y desertado de su fe, hay otros que han penetrado más el sentido del cristianismo por el hecho mismo de vivirlo en toda la plenitud con la guía de los preceptos más absolutos del Evangelio. Estos cristianos se están haciendo siempre más íntimamente cristianos, según el espíritu del cristianismo eterno, aunque algunas veces den una nueva interpretación a la letra.
Estos cristianos, que se hacen cada vez más cristianos, no pueden aprobar ni la muerte de los herejes ni las penas eternas de los pecadores. No niegan la existencia del infierno, pero creen y desean que quede despoblado.
El calvinismo sangriento es, hoy, para estas almas más amorosas, todo lo contrario: el infierno vacío y poblado el Paraíso.

Ellos piensan que un Dios verdaderamente Padre, no puede torturar eternamente a sus hijos y sostiene que un Dios todo amor, como nos lo presenta el mismo Cristo, no puede negar eternamente su perdón ni siquiera a los más impenitentes rebeldes. Y si esto no ocurriera deberíamos pensar que el Padre mismo de Cristo no es un cristiano perfecto.

No pretendemos que estos sentimientos y estos pensamientos sean aceptados hoy por la doctrina oficial, ni pretendemos enmendarles la plana. Los tratados de teología seguirán diciendo que no a la doctrina de la reconciliación total y final, pero el corazón -que tiene sus razones que la razón no conoce- seguirá anhelando y esperando el sí. En la escuela de Cristo hemos aprendido que, por encima de todo, lo imposible puede ser creído.
El amor eterno -cuando todo se haya cumplido y expiado- no podrá negarse a sí mismo ni siquiera delante del negro rostro del primer insurgente y del condenado más antiguo.

Noviembre 1953  








martes, 8 de mayo de 2018

El Diablo, parte 8.


RETRATOS MODERNOS DEL DIABLO

Sabemos muy bien lo que el Diablo fue en la fantasía y en las pinturas de la edad media, y en el Renacimiento; un monstruo bestial, hirsuto y deforme, con los ojos de fuego y una boca canina, dotado de altos cuernos y de cola larga, con pezuñas caprinas o cascos equinos, casi siempre desnudo y difundiendo en torno de sí hedores fecales y tufos sulfurosos.
Pero en el siglo XIX cambia totalmente. Se transforma, se desbestializa, toma la forma y figura del hombre, de un hombre un tanto singular, un tanto excéntrico, pero no demasiado diferente de nuestra especie, a nos ser por sus actos y discursos. Ni ángel ni bestia, pero casi siempre un hombre más o menos bien vestido, que podría ser tomado a primera vista por uno de tantos personajes extraños y misteriosos que deambulan y visten como nosotros en nuestras ciudades.

Uno de los primeros escritores que lo vio así fue Adalberto von Chamisso, (1813). El Diablo se le apareció: como un hombre de edad, pálido, frágil, delgado y diminuto, que llevaba un antigua chaqueta gris ceniza.
Otra descripción bastante completa la encontramos en Los Hermanos Karamazov, de Dostoievsky. El Diablo que se le aparece a Ivan Karamazov, tiene la figura gallarda de un gentilhombre venido a menos. Era una especie de gentleman ruso, no muy joven, que frisaba en la cincuentena, con unas cuantas canas en los cabellos obscuros, aún largos y espesos, y con la barbilla cortada en punta. Vestía una corta chaqueta color canela, hecha evidentemente por un buen sastre, pero bastante deteriorada por los años de uso y completamente pasada de moda. En una palabra, un aspecto de decoro asociado con una gran pobreza de dinero… En el dedo medio de su derecha lucía un anillo de oro macizo, con un ópalo de poco precio.

Muchísimas más representaciones del Diablo humanizado se podrían encontrar en los escritores del XIX y XX, pero bastarán las ya citadas para darnos una idea de la radical transformación operada en el príncipe de las tinieblas de nuestro tiempo. Estamos ya muy lejos del Lucifer dantesco.
Pero hoy el Diablo ha entrado resueltamente en la esfera humana: se ha hecho hombre, a imagen y semejanza del hombre: un hombre que puede parecer una vez un burgués en buena posición, otras un caballero venido a menos, un poeta vagabundo, un rufián vulgar, pero nunca desemejante a esos hombres más o menos extraños que podemos encontrar todos los días en las aceras de una gran ciudad.

Esta moderna transformación del viejo y horrendo Satanás no es debida solamente a motivos estéticos. Los hombres hoy sienten que el Demonio está de continuo en medio de ellos, que representa el mal y el sufrimiento que hay en ellos mismos y, por eso, se les parece en todo, hasta en los vestidos; es su compañero de camino y de vida. El Diablo se ha encarnado y se ha hecho hombre: es el hombre.

LAS ALEGRÍAS DEL DIABLO

Juan Bautista Marino fue el primer poeta moderno quizá que habla de la tristeza de Satanás: En los ojos donde hay tristeza y muerte…
Los otros poetas, desde Milton en adelante, recargaron la dosis y el Diablo fue representado como el ser condenado a la angustia perenne.
Este dolor obscuro existiría  en él solamente en el caso de que el Diablo lamentase la felicidad perdida. Añorar significa dar valor a lo que nos fue quitado: si Lucifer añorase el amor de Dios y la beatitud celeste, es decir, si  los reconoce como la felicidad  y, por consecuencia, que desea reconquistarlos,  semejante deseo bastaría para salvarlo, para redimirlo, porque sería señal de remordimiento, de encaminamiento hacia el amor.

Pero si esa nostalgia dolorosa no existiera en él -al menos no tenemos de ello prueba alguna- se podría suponer, y no sin razón, que no falta en la vida del Diablo motivos de alegría.
Su misión suprema, para vengarse de Aquél que lo despeñó, es el de aumentar el número de condenados, o sea el de robar las almas a Dios. Y como tal aumento es, a juzgar por lo que ocurre sobre la Tierra, continuo y creciente, el Diablo debe alegrarse y no poco de esa victoria suya. En las almas que consigue hacer suyas el Demonio vence a su rival, o sea, a Dios, y eso debe procurarle un gozo no pequeño.

En algunos momentos de la historia humana, cuando la cosecha de almas es abundante y fácil, es lógico imaginarnos un Satán radiante de perversa voluptuosidad.

¿PUEDE PERDONAR EL DIABLO?

Si el Diablo, como hemos visto, es capaz de alegría, podemos aventurar la hipótesis de que es capaz también de perdón.
La embriaguez de la victoria inclina, habitualmente a la clemencia. Esto ocurre en las almas humanas, aun en las más perversas. Puede presumirse pues, que también Satanás, en momentos de satisfacción jubilosa ha de sentirse impulsado a la indulgencia, ha de tener un impulso de generosidad, que le induzca a conceder gracia a alguno de los que están por sucumbir a sus tentaciones dejándolos en paz.

Que él aparte sus ávidas garras de la víctima ya casi vencida parecerá increíble. Satanás, se dirá, no es capaz de perdón, porque el perdón supone piedad y la piedad nace del amor, que a él le está negado, pero podría suponerse que el Diablo se comporta de esa forma no ya por misericordia, sino por mero capricho, por un impulso extravagante suscitado por la excesiva abundancia de las presas, quizá por desprecio hacia un alma demasiado inerme. 

¿ES NECESARIO EL DIABLO?

Satanás es el gran apóstol y cómplice del pecado y por eso es combatido por todas las religiones. Pero ¿somos realmente justos en esta condena universal y total? Si observamos objetivamente la vida común de los hombres, hemos de reconocer que nuestra vida no sería posible si no concedemos algo al pecado, o sea, al Demonio. Sin un elemento de orgullo, por ejemplo, no existirían poetas, artistas, filósofos, grandes jefes de pueblos ni héroes. Lo que lamamos amor propio, no es más que una forma, bien atenuada, de viejo orgullo, del pecado de la soberbia.  Y sin el estímulo de la libido, de la concupiscencia carnal, quedaría interrumpida la aparición de las almas sobre la Tierra. La ira, bajo las denominaciones de generoso desprecio y de legítima indignación lleva al deseo y cumplimiento de la justicia.

La pereza es también uno de los pecados capitales, pero el fundador del Taoísmo -Lao tze, que muchos disputan superior a Confucio- eleva la sabiduría del no-hacer a fundamento de su doctrina.
La misma avaricia, aun siendo el más sórdido de los pecados, contribuye a la virtud del ahorro y a la prosperidad de los pueblos.

Ciertos pecados, pues, purificados y sublimados, contribuyen a la conservación de la especie humana. La verdadera malignidad del Diablo consiste más que en sugerir pecados en querer agrandarlos, en incitar a los excesos.
Todos los manuales de moral enseñan la práctica del combate espiritual o sea, la diaria defensa contra los asaltos de Satanás. La tentación diabólica es la piedra de toque del auténtico hombre de Dios. Una criatura floja, fría, insensible que no hiciese el mal por simple indiferencia, por pereza o por falta de imaginación, y por esto, que no se encontrase en trance de rechazar una tentación, no alcanzaría nunca un verdadero mérito a los ojos de Dios, que premia justamente a los victoriosos y no a los mediocres.

Las actividades del Diablo son , pues, una ayuda a la salvación de las almas, porque únicamente cuando son puestas a prueba se hacen merecedoras al premio de la bienaventuranza. Las tentaciones diabólicas, cuando son vencidas y no obedecidas, colaboran en la obra de la salvación. Sin la victoria sobre el Demonio no hay verdadero mérito ni hay paz final. Las artes y las armas de Satanás pueden ser instrumentos que nos encaminen a la liberación. Instrumentos crueles, pero de los cuales no podemos prescindir.
Satanás, con su odio contumaz, puebla el infierno pero, al mismo tiempo, también puebla el Paraíso. Y en este sentido puede afirmarse que el Diablo, por voluntad divina, es un adjunto de Dios.
Satanás es el adversario, pero sin adversario no tendríamos batalla y, sin batalla, no alcanzaríamos la victoria.

Quien pretenda quitar al Diablo su parte justa, quitaría también algo a Dios, que no ha construido al príncipe de este mundo sin un fin y sin un designio.
El Diablo es odio, pero hasta su odio -y es una de las más dramáticas paradojas del cristianismo- es necesario al triunfo del amor.   

miércoles, 2 de mayo de 2018

El Diablo, parte 7

LA TIERRA PROMETIDA DE SATANÁS

Se ha escrito copiosamente desde Julio Cesar en adelante sobre la Dulce Francia, pero nadie, me parece, que ha hecho en este país el extraño descubrimiento que anuncio aquí: Francia es la tierra prometida del satanismo. 
Amo inmensamente a Francia y amo su arte, su literatura y su civilización: no tengo pues, la menor intención de calumniarlo. Y para demostrarlo haré una enumeración de nombres y obras:

El primer escritor que ha repetido y prolijamente enunciado la teoría de la superioridad del mal sobre el bien y la belleza de la crueldad, es un francés, el famoso marqués de Sade. Él se propone revelar la legitimidad del tormento y de la matanza, la superioridad del vicio y del pecado sobre la virtud, la ridiculez de todo principio ético, la voluptuosidad de hacer sufrir a los propios semejantes. Estas teorías inhumanas fueron por él asociadas, casi siempre, a los placeres del sexo, pero en realidad va más allá. La verdadera substancia del sadismo es el satanismo.
La influencia de De Sade, aunque subterránea, fue profunda y fue ganando terreno. Un escritor católico, pero no siempre conformista, Barbey D´Aurevilly, escribió un volumen entero de novelas diabólicas y una de las más famosas lleva este título significativo: La felicidad en el crimen.

El poeta épico del satanismo francés es el desgraciado Isidore Ducasse, que publicó sus Chants de Maldoror (1869) bajo el imaginario nombre de conde de Lautréamont.  Representa a Dios como autor o inspirador de perversidades fantásticas, de crueldades repugnantes, de obscenidades atroces. Heredero y continuador del satanismo de tipo sádico.
Villers de Isle Adam, es autor de Cuentos crueles. En El matador de cisnes, se muestra enemigo de la belleza y de la libertad y de la vida.
En las Caves du Vatican, de André Gidé, se propone una teoría realmente diabólica del crimen gratuito, realizado por su héroe Lafcadio. En su último libro tenemos esta extraña confesión: Si yo creyese en el Diablo (algunas veces he simulado creer: ¡es tan cómodo) diría que pacté en seguida con él.

La atracción demoníaca en Francia es tan viva y perenne que no se sustraen a ella ni siquiera como hemos visto, los escritores católicos. George Bernanos que se hizo famoso con su novela Sous le soleil de Satan (1926), está obsesionado por los íncubos y por las acechanzas diabólicas en su obra.
Satanás comparece solo como sombra en el Diable et le bon Dieu (1951), de J. Paul Sartre, pero el Gotz, el condottiero despreocupado y despiadado que intenta en vano convertirse al bien, pertenece a la familia de los héroes maléficos y bestiales salidos del seno obsceno del marqués de Sade.
Queda bien claro que en esta lúgubre reseña de las encarnaciones del mal no he citado más que a los escritores de mayor valor. En otras literaturas también -señaladamente en las de Inglaterra, de Alemania y de Rusia- se podría reconocer personajes satánicos, pero en ninguna como la francesa se descubre una continuidad tan insistente, durante casi dos siglos, en el tema infernal de la maldad voluntaria.
¿Cuáles son pues, las causas que hacen de Francia, la tierra prometida del satanismo?
Aquella libertad intelectual, de juicio y de expresión, que es uno de los elementos más admirables de la literatura francesa, ha arrastrado a muchos genios a la admiración y a la apología del gran adversario.

Francia está dominada, desde el seiscientos en adelante, por el espíritu cartesiano que tiende a aislar los conceptos puros hasta sus extremos. Cuando la fe en Dios y en el bien vaciló y casi se apagó -en el siglo XVI y después en el Renacimiento-, las mentes francesas más inquietas y temerarias trataron de hallar un substituto de lo absoluto en las ideas opuestas, o sea, en Satanás y en el mal.
La causa del enigma puede hallarse tal vez en estas reveladoras palabras de Huysmans:
Como es muy difícil ser un santo, queda el hacerse un satánico, uno de los dos extremos. La maldición de la impotencia, el odio de la mediocridad, es tal vez una de las definiciones  más indulgentes del diabolismo.
Se puede tener el orgullo de valer en el crimen tanto como un santo valga en la virtud.

El deseo de una perfección al revés, debido a la tendencia cartesiana de distinguir bien y mal, sería pues, la lógica atenuante de esa pasión orgullosa que ha precipitado a tantos ingenios en la oriflama de Lucifer.

EL DIABLO EGIPCIO

Posiblemente el Diablo más antiguo aparecido en el mundo, nació en los valles del Nilo y fue en sus orígenes un dios totémico de aquellas poblaciones que luego dominaron el Bajo Egipto.
Seth viene del desierto y representa en la teología egipcia la sed y la tempestad, los dos azotes más temidos por las tribus agrestes. Es el dios de la obscuridad, y por eso, el enemigo de los dioses de la luz, de Ra y de Horus.
Seth es lo estéril, lo que quema, la sequedad. Es lo irracional e irreflexivo de las almas, la morbosidad y el perturbamiento  del mundo.

El terror es una gran fuerza: hombres y dioses tienen miedo de Seth y adoran su potencia brutal. Por eso, a pesar de su oficio nefasto y funesto, Seth fue considerado dios, mejor aún, uno de los dioses mayores. Seth reinaba ya muchos siglos antes que Moisés y de Homero; es pues, más antiguo que el Satanás hebraico y que el Tifón griego.
Seth se hizo famoso por su fratricidio. Instigado por los celos y el odio, Seth mató un día a su hermano Osiris. Valiéndose de engaños le hizo que se extendiera dentro de un sarcófago; cerró la tapa y lo arrojó al Nilo. La hermana de Osiris, Isis, que era también su esposa, consiguió hallar el cadáver, pero Seth aprovechándose de un viaje de Isis, cortó en catorce pedazos el cuerpo exánime de su hermano.

El resto del mito -la venganza realizado por Horus, hijo de Osiris y de Isis- no viene al caso ahora. Pero vale la pena recordar que el tema del fratricidio aparece siempre en el códice de la criminalidad diabólica y se transfiere y reina en las costumbres humanas
La historia de la humanidad comienza con el fratricidio de Caín que se reproduce con harta frecuencia en la historia del pueblo hebraico. Absalón mata al hermano Anmón, Salomón al hermano Adonías, Jokanán a Jesna,
La antigua Grecia cuenta el doble fratricidio de Eteocles y Polinice.
La historia de Roma comienza con el fratricidio de Rómulo. Por amor a la brevedad no decimos nada de los fratricidios durante los siglos después de Cristo. Pero, es sin duda, uno de los delitos que deshonran más a la especie humana.
Seth es ahora conocido solamente por los egiptólogos, pero era necesario que nos ocupáramos de él, pues como vemos, en este furibundo demonio africano está el patriarca de los demonios y el patrono de los fraticidas.

EL DIABLO HINDÚ

También la India conoció a un Satanás, pero muy distinto del hebraico y cristiano. En los tiempos de las Upanishad se llamó Mrtyu y de ahí se derivó, en épocas posteriores, Mara, célebre sobre todo por haber tentado sin descanso a Buda en la vigilia de su revelación de la verdad liberadora.
Mara no es el que mata a los hombres, sino el que estimula el deseo del placer y sobre todo el amor carnal, el que perpetúa los nacimientos y, por eso, también la muerte.

Mientras nuestro Satanás encarna la idea de la rebelión, de la soberbia, de la negación del bien y el desafío a Dios, Mara, en cambio, representa el deseo del goce erótico, la embriaguez y la exaltación de los sentidos, el domino de aquellas ilusiones que llenan la vida y conducen a la muerte. Mara entonces se espanta de la idea del príncipe Siddhartha, de enseñar a los hombres la doctrina de la liberación, que consiste en la abolición del deseo, de ese deseo que es el fundamento mismo de la potencia de Mara.
Se decide por eso, a combatirlo y se acerca a Siddhartha, que medita debajo del árbol sagrado, con el fin de tentarlo.  Al principio Mara se contenta con imprecar osadamente al príncipe recordándole que es de estirpe guerrera y de que su verdadera misión es matar a los enemigos y no la de filosofar. Buda, naturalmente, no se da por aludido.

Mara, entonces, recurre a una tentación que él cree infalible. Con su arco de flores, dispara una flecha al joven, flecha que sí hiere a los hombres los pone frenéticos de lujuria, ansiosos de abrazos y de voluptuosidad. Pero la saeta de la libido no rasguña la carne del asceta impasible.
Mara se queda estupefacto e iracundo por la resistencia de Siddhartha y decide apelar al terror. Convoca un ejercito interminable y espantoso de monstruos y de fieras que rodean a Buda para amenazarlo y espantarlo. Pero el sublime iluminado no se cuida de ellos. Los siervos feroces de Mara intentan entonces golpear al príncipe, herirlo con flechas, con clavos y con troncos de árbol, y aplastarlo con montones de piedras. Pero las flechas se detienen en el aire, los troncos y las piedras vuelven a caer sobre los asaltantes, los tizones ardientes se convierten en flores rojas de loto. Y una voz misteriosa desciende del cielo y conmina a Mara a que se vaya en paz, porque tiene que reconocerse vencido. Buda ha vencido y anunciará a los hombres la verdad que pondrá término, si es por todos ejecutada, al reino de Mara.
Mara se resignó de momento a la derrota, pero más tarde quiso tomarse una curiosa venganza. Mara un día, tomó la forma y aspecto de Buda tan bien que hasta un monje piadoso, aun temiendo en su corazón de que se tratase de un demonio, se postró delante de él.

LA BELLEZA Y LA NOBLEZA DE LUCIFER

Dante vio con horror en el fondo del infierno a un Lucifer gigantesco y espantoso, pero no tan bestial como lo han representado los pintores de su tiempo. Dante tuvo una secreta simpatía por Lucifer, que se trasluce porque en su poema se ve llevado a recordad el primer estado de Satán, su esplendor y su nobleza más aún que su espantoso aspecto presente.
Cuando por primera vez lo descubre le viene a las mientes, en efecto, su antigua y maravillosa belleza:

Fue tan hermoso como ahora es feo.
                                                                                                  (inf. XXXIV,34)

Y en otro lugar:

….el primer soberbio
    que fue la suma de toda criatura.
                                                                                                    (Parad. XIX, 46-47)

Dante pues, está dominado por las imágenes de lo que fue Lucifer en su estado original más que por la espantosa figura del presente.
El mismo oficio que Dante asigna a Lucifer no es prueba de desprecio. El poeta considera a los traidores como los más condenables de los condenados e imagina que Lucifer tenga tres fauces para triturar a los más execrados de los pecadores: Judas que traicionó a Jesús, y Bruto y Casio que traicionaron a César. Lucifer es pues, para él un instrumento de la justicia divina contra aquellos que pecaron más gravemente.

El Lucifer de Dante, no sonríe ni se carcajea, como lo ven algunos, sino llora: con sus ojos lloraba. No llora ciertamente, por la suerte de los tres condenados que está devorando. Llora por sí mismo, por su destino criminoso, acaso por el espectáculo de dolor que le rodea; llora tal vez de rabia, pero también por remordimiento por su loca rebelión.
Lucifer, según lo describe Dante, no había perdido todo reflejo, todos los rasgos de la nobleza de su naturaleza original. Y si no ha perdido su nobleza originaria no pudo haber perdido del todo su belleza. Los  poetas modernos presentan a un Lucifer triste y afligido, pero no desprovisto de su belleza doliente y majestuosa. Milton lo ve como a un arcángel vencido, pero siempre esplendente como un serafín:

… su forma no ha perdido
todo su original esplendor, no aparece
menos que arcángel caído, y el exceso
de gloria oscurecida…
                             
                                                                                               (El paraíso perdido, I, 591-594)