martes, 24 de abril de 2018

El Diablo, parte 6

 ¿CRUCIFICARON LOS DEMONIOS A CRISTO POR IGNORANCIA?

En la primera epístola de san Pablo a los corintios ( II,8 ), leemos una sorprendente noticia que merece ser meditada: Nosotros exponemos la sabiduría de Dios, misteriosa y oculta, que Dios desde la eternidad había destinado a nuestra gloria y que ninguno de los príncipes de este mundo ha conocido, porque, si la hubiesen conocido, no habrían crucificado al Señor de la Gloria.
En el lenguaje de San Pablo, los príncipes de este mundo son verdaderamente los demonios: éstos, pues, habrían hecho crucificar a Jesús; no lo habrían hecho crucificar, de haber conocido el secreto designio de Dios, anterior a los siglos.

Los demonios, antes de ser tales, fueron ángeles y sabemos que, a estos primeros seres, todo espíritu, fueron comunicados los más profundos misterios de la idea divina. Tanto es así, que según algunos, la rebelión de Satanás fue suscitada por los celos, cuando supo que había creado al hombre y que Dios habría de amar a esta criatura hasta el punto de transformarse en víctima para salvarla.
Pero los demonios, según San Pablo, no habían conocido ni podían conocer los misterios del mesianismo y de la encarnación y, solo a causa de esa ignorancia, habían hecho crucificar al hijo de María.

Pero si esto es verdad ¿no podría repetirse para los demonios la plegaria de Cristo mismo en el Calvario, Perdónalos, Padre, porque no saben lo que hacen?
La ignorancia cuando es debida, como afirma el apóstol a propósito de los demonios, a la divina voluntad no puede ser pecado ni culpa. Más aún, ¿no podríamos llegar a la paradoja suprema de afirmar que el Diablo en la tragedia de la Pasión fue el único inocente?

LA REBELIÓN CONTRA SATANÁS

Según las escrituras el hombre fue hecho a imagen y semejanza de Dios. Pero el espectáculo de la vida humana demuestra que aquella semejanza divina se ha ido borrando. Esta pérdida fue debido, según enseña la Iglesia, a la caída de Adán y de esta caída el principal autor fue Satanás.
El cristianismo, entendido en su verdadera misión,  debería insistir en la progresiva anulación de la semejanza con el Diablo, pero somos aún bastante más semejantes al rebelde que al Salvador.

Hasta los cristianos adoran, más o menos disimuladamente a otras divinidades (la materia, la idea, la ciencia, el sexo, el dinero...); toleran, amargan y mortifican a los padres, en vez de honrarlos; matan en la paz y en la guerra a sus enemigos; se apoderan por la fuerza o el engaño de los bienes ajenos; desean la mujer y las cosas de los otros; practican sin escrúpulos la fornicación y cosas peores.
Jesús enseñó que debemos amar a los enemigos y nosotros, en cambio, estamos pronto a odiar, o cuando menos a envidiar, a los mismos enemigos. Jesús enseñó también que no se haga a los otros lo que nosotros no quisiéramos que nos hicieran a nosotros. Pero seguimos la regla contraria y casi nunca damos a los demás lo que quisiéramos que nos dieran a nosotros.

El pecado satánico por excelencia es la soberbia. Nosotros vemos cada día a hombres que pretenden explicarnos el universo con cuatro conceptos y cuatro fórmulas; a hombres de escaso intelecto y de espíritu mediocre que se arrogan el derecho de dominar y guiar a pueblos y naciones y los conducen con desusada arrogancia a la esclavitud y exterminio. Si el Diablo es el orgullo, somos todos más o menos diabólicos.
También Satanás tiene sus mandamientos: aniquila en ti a Dios; mata a la mayor cantidad de vivientes que puedas, desahoga tu libido cuanto te sea posible, acumula todo el dinero que ambiciones. Y estos mandamientos, según vemos en los periódicos todas las mañanas, son puntualmente obedecidos por los grandes y los pequeños de la Tierra. Y esta obediencia hace la vida de todos más terrible.

Es necesario, pues, separarse de Satanás. Debemos, sin más tardanza, rebelarnos contra Satanás. Él no ha podido destruir del todo nuestra semejanza con Dios. Siempre hubo y hay aún, adversarios del enemigo: los santos y los sabios, si bien, cada vez más raros, y contadísimos los dispuestos a seguirlos.
¿De qué manera, pues, podemos emprender nuestra rebelión contra Satanás? Los métodos enseñados por los moralistas en el curso de los tiempos han demostrado ser poco eficaces, puesto que la imitación y la dominación del enemigo han ido siempre en aumento. La huída de las tentaciones se ha hecho en la vida de todos casi imposible; la misma oración que en otros siglos parecía arma eficaz, ha degenerado en un ejercicio meramente labial y por eso inoperante. Detestar al Diablo no basta.

La rebelión universal contra el Diablo lo reduciría a la impotencia y esto sería el complemento de nuestra redención. Pero, ¿es concebible y puede esperarse que los hombres conseguirán librarse de su inveterada obediencia a las leyes de Satanás?
Sin embargo -hasta para nuestra misma conservación sobre la Tierra-, parece improrrogable y urgente el fin de nuestra servidumbre al príncipe de este mundo.

Si los hombres no son capaces de hacerse angélicos es preciso, entonces, que Lucifer vuelva a ser ángel. Si los hombres son incapaces de una conversión total y efectiva no podemos contar más que con la conversión de Satanás.
Pero, tal conversión, ¿es posible? Él que es todo odio ¿podrá, por sí solo, hallar en sí un deseo de amor, principio de redención?. Y Dios, por otra parte, ¿querrá perdonar al primer rebelde, a aquél que indujo a lo ángeles y a los hombres a la rebelión? Su omnipotencia no tiene límites, Dios podría obtener esa conversión, pero una conversión impuesta desde lo alto estaría en pugna con la libertad concedida por Dios a sus criaturas.
Pero los hombres, que Dios mismo ha invitado a ser sus colaboradores en la redención, ¿podrán hacer algo por la redención de Satanás? Todos los días los cristianos se dirigen al Señor para pedirle que los libere del maligno y ninguno piensa que esa liberación no puede venir solamente de Dios. ¿Será acaso necesario que el cuerpo místico de Cristo se ofrezca como víctima para la salvación de Satanás y como consecuencia para la salvación de todos?

La más bella astucia del Diablo es la de persuadirnos de que él no existe



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