martes, 3 de abril de 2018

El Diablo, parte 3


¿QUIÉN ES EL VERDADERO RESPONSABLE DE LA CAÍDA DE SATANÁS?

¿Cuál fue la verdadera razón por la cual Lucifer, justamente Lucifer, fue trastornado por el terrible pecado de la soberbia?
Recurramos para no equivocarnos al príncipe de los teólogos católicos, a Santo Tomás. El gran doctor explica: Dios creó en Lucifer al más alto y al más perfecto de sus ángeles. Dante, llama a Lucifer: aquel que fue creado más noble que ninguna otra criatura. Tal superioridad de Lucifer está admitida por casi todos los teólogos. Y precisamente esta superioridad -querida por Dios- fue la causa primera de su soberbia y de su ruina.

Dios creó a Lucifer más alto que a todos los otros, pero quién está más alto está también más sujeto a la soberbia. Él dio a su ángel predilecto, como a todos los ángeles y a todos los hombres, el don inestimable del libre albedrío, pero este don -Él no podía ignorarlo- daría a Lucifer la posibilidad de pecar y caer. La superioridad fue el móvil de la soberbia; la libertad fue la condición que hizo posible la caída.

Dios, autor del universo, ha creado un mundo en el cual el pecado es posible, la rebelión es posible, el mal es posible y posible es la perdición. Lucifer no ha creado el mundo y no se ha creado a sí mismo y no es, pues, culpa suya si el orden del mundo, establecido por Dios, permite y tolera el pecado. Dios ha creado a sus criaturas de un modo dado, las ha puesto en una realidad creada por Él donde todo es posible y, por eso, en Él está la causa y principio de todas las cosas por admirables o terribles que sean.
Si los razonamientos de Santo Tomás son exactos y ortodoxos, ¿es justo atribuir toda la culpa a Satanás?

LA CAÍDA DE SATANÁS Y EL DOLOR DE DIOS

Si Dios es amor, debe ser necesariamente también dolor. Si amor es comunión perfecta entre el amado y el amante, de ahí se desprende que toda pena y desventura del amado entenebrezca y envenene el alma del amante. Si Dios ama a sus criaturas como un Padre ama a sus hijos, debe sufrir por la infelicidad de los seres que con su poder sacó de la nada.
Nosotros no pensamos lo bastante en ese dolor infinito, no tenemos piedad alguna de ese tormento. Nosotros pedimos dones, ayudas, perdón, pero nadie participa con la ternura de un solidario afecto por la angustia de Dios.

La vida de Dios, como la del hombre, es tragedia. La Creación, nacida de su voluntad amorosa, fue causa a menudo de perdición. Él deseaba exaltar a las criaturas hasta aquellas cimas donde el no ser puede alcanzar el ser y tuvo que asistir a las renuncias, a las rebeliones, a las deserciones y a las caídas. Había creado un ángel más perfecto que los otros y aquel ángel cayó. Había creado en el Edén de la Tierra un ser maravilloso, modelado con sus propias manos, animado por su propio aliento, dotado de una consciencia y una ciencia y también el hombre cayó. A uno y a otro no había podido negarles el privilegio de la libertad, distintivo de su semejanza, pero ambas criaturas usaron de la libertad para romper y negar tal semejanza.  De pensar en esto cabe preguntar: ¿es que ha habido nunca en el universo tragedia más espantosa que esta dialéctica de la libertad?

Todos han encontrado sumamente justa la condena de Satanás. Pero hasta ahora ¿ha habido nadie que haya pensado que esta condena ha sido al mismo tiempo condena de Dios al dolor? El castigo de Lucifer se convirtió en seguida, en distinta forma, en el castigo de Dios.
Lucifer fue condenado justamente a la pena más atroz: a la de no poder amar. Dios está condenado a una pena casi tan cruel: ama sin ser amado, sufre con el solo pensamiento de aquella tortura.
Pensad, Dios, forzado por su justicia, puede condenar, pero no odiar. El amor, hasta en el hombre, lleva en sus impulsos más sublimes a amar al que sufre, aunque sea por su propia culpa. Tal vez Él ama a Lucifer ahora más que cuando era feliz entre los felices. Dios ama sabiendo que no puede ser correspondido. Dios sufre porque ama también a aquel que está condenado a no amar.

Él no puede por sí mismo restituirlo a su primer estado; no puede salvarlo sin la voluntaria cooperación. Ni Lucifer puede redimirse por sí solo. Le bastaría un único y puro impulso de amor para alzar nuevamente el vuelo y reaparecer esplendente de fulgor a la cabeza de los tronos. Pero su condena consiste precisamente en ser incapaz de ese impulso. Es necesario que alguien le tienda la mano y reavive su espíritu y éste alguien no puede ser Dios. Pero este alguien que en el lenguaje humano se llama hombre, no sabe o no recuerda o no quiere. Debía ser el salvador de Satanás y se ha convertido en su siervo, o sea, en el que lo ayuda a permanecer en el fondo sin fondo de la soledad.
Tal vez una de las razones que indujeron a Dios a crear al hombre, después de la caída de Lucifer, fue la esperanza de la redención de Satanás. El hombre, hecho de barro, pero de naturaleza casi angélica, habría sido el intermediario entre Dios y el gran ángel negro. Cuando Satanás se acercó a la nueva criatura, el hombre habría podido hacer lo que Dios no pudo hacer: tentarlo a su vez, reconducirlo a su primer destino con el ejemplo de su inocencia, de su obediencia y su humildad. Adán debió ser el pretexto para su retorno a la gloria. Así lo esperaba Aquél, que es amor ilimitado y que, sin embargo, fue tan pronto desilusionado y traicionado.
Adán prefirió obedecer a Satanás: el intermediario se hizo esclavo, cómplice y víctima. El desterrado expulsado del Edén prorrogó el exilio del fulminado.

Dios creó al hombre por amor y aún hoy, a pesar de todo, ama a los hombres. La infelicidad del hombre se refleja multiplicada en la infelicidad de Dios. Él, que todo lo sabe, sufre por aquellos que sufren. Y sufre atrozmente, viendo cómo aquellos mismos que lo invocan con la boca le reniegan en el alma y con la vida. Se parece a un artífice que viese deshacerse o alterarse sus obras más admirables, las más queridas de su corazón. Su amor parece que tenga los mismos efectos del rayo. Las torres que Él levantó son las primeras en desplomarse. La supremacía se vuelve una fatalidad de maldición.

Lucifer no puede hacer nada por aliviar el dolor divino. Pero el hombre puede hacer aún algo. No está excluida de los hombres la capacidad de la caridad. Nosotros podemos amar a Dios, no solamente por su amor sino también por piedad a su pasión, por compasión a su tortura sobrenatural. Y podemos hacer aún más, con tal que se sepa y se quiera.
A los redimidos, cuando de veras hayan sido todos redimidos, les espera iniciar una segunda y por ahora inimaginable redención. El dolor de Dios es el último misterio de nuestra fe, y tal vez su solución, remota o no, esté confiada a nosotros, solamente a nosotros. 

LOS DOS TENTADORES

Se ha reputado al Diablo como el tentador por antonomasia. Si el oficio de Dios, según Heine, es el de perdonar, el de Satanás es el de tentar.
Pero, ¿es él solo el único encargado de poner a prueba la debilidad humana? ¿No será él, también en este arte, un remedo de Dios?
El Paraíso nos ofrece, ya desde el principio, un cúmulo de tentaciones. Hay dos árboles que son los más apetecibles de todos: el árbol del conocimiento y el árbol de la vida. Pero precisamente estos árboles, han sido prohibidos a la primera pareja humana. ¿No se parece esta doble prohibición una verdadera tentación? Si Dios no quería que Adán y Eva adquiriesen el conocimiento y la inmortalidad, ¿por qué puso aquellos árboles en el Paraíso y al hombre tan cerca de ellos?

El hombre y la mujer, en efecto, no supieron resistir al deseo de aquellos frutos y cayeron miserablemente. La tentación, cierto es, fue obra de Satanás, pero, ¿es posible que la antigua serpiente pudiese penetrar en el Edén y dirigirse a la pareja a hurtadillas y contra la voluntad del dueño?
Aquí Dios se nos aparece, ya desde el primer momento de la vida humana, como un tentador. Y este atributo suyo está confirmado en la plegaria del Padrenuestro: No nos induzcas en tentación y líbranos del mal. Es a Él a quien debemos pedir que no induzca en tentación: Dios mismo se reconoce como tentador. Él puede exponernos, Él puede permitir nuestra derrota.
La oración dominical se cierra con dos imploraciones: que Dios no nos induzca en la tentación y que nos libre de las tentaciones del Demonio. Los tentadores pues, parece que son dos.
Queda, sin embargo, el enigma de la naturaleza de esas posibles tentaciones divinas. ¿Se alude acaso, a las tentaciones que tienen su raíz en nuestra misma naturaleza que, en definitiva, es obra de Dios? ¿Es la petición de una fuerza más poderosa de resistencia a las tentaciones diabólicas?
El misterio de la tentación de Dios va unido, a mi juicio, a los otros misterios en torno de lo cuales se fatiga en vano desde hace siglos la teología cristiana.

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