miércoles, 8 de marzo de 2017

El Gozo, parte 38


Capítulo 12 (continuación)

Cualquiera que esté familiarizado con la vida moderna sabe que en este siglo hubo un aumento enorme en el ritmo de la actividad, proporcional al aumento en la velocidad de los viajes y las comunicaciones. ¿Cómo podemos entregamos si vamos tan rápido que no podemos detenernos? ¿Cómo vamos a sentir el Dios interior si vamos a 100 kilómetros por hora o más por los carriles de velocidad? Aun así, en esta cultura agitada y manejada por máquinas algunas personas se enorgullecen de estar en el carril rápido. Cuanto más rápido se mueven y más cosas hacen, les queda menos tiempo para sentir, lo cual tal vez sea una de las razones por las que se mantienen tan ocupados.

La actividad pulsátil puede observarse con claridad en el animal denominado medusa o aguamar, en el que la pulsación crea ondas que lo mueven por el agua. Esta actividad también se aprecia en los gusanos y víboras en forma de ondas que los mueven por el espacio. En los animales superiores, la actividad pulsátil es más interna; se aprecia por ejemplo en las ondas peristálticas que mueven el alimento por los intestinos.

Dado que el corazón es el órgano del cuerpo que late con más fuerza, muchos místicos lo consideran la morada de Dios. Sin embargo, cabe preguntarse si Dios es la fuerza que crea la pulsación o si él mismo es la pulsación. Al sentir en el cuerpo esta actividad pulsátil espontánea, creemos que es una manifestación directa del espíritu interior. Esta actividad también tiene lugar en los cielos, en los movimientos arremolinados de los cuerpos celestiales, en la emisión periódica de ondas de luz y de radio. Al sentir la armonía entre la pulsación interna de nuestro cuerpo y la del universo, nos sentimos identificados con lo universal, con Dios. Somos como dos diapasones vibrando en el mismo tono.

Dado que la pulsación es un aspecto del mundo natural, el hombre bien podría creer que en todas las cosas hay un espíritu sagrado. En esta creencia se basa la religión animista. Al adquirir más conocimientos, objetividad y poder, el ego del hombre negó la existencia de un espíritu divino en la naturaleza y las demás criaturas, y se considero el único ser de naturaleza divina. Algunos individuos han llegado al punto de negar la existencia de una conexión con lo divino o el Dios interior. Solo podemos llegar a esta conclusión cuando perdimos todo contacto con la actividad pulsátil del cuerpo. En ese caso, el corazón late porque recibe señales del cerebro, que está genéticamente programado para enviar estas señales, algo similar a lo que sucede en el caso de la computadora, que puede ejecutar un sistema una vez que fue programada. No cabe ninguna duda de que nuestros cerebros están programados por la herencia y la experiencia para coordinar las complejas operaciones de computadora del cuerpo, pero aun queda por responder el interrogante de quien programó al hombre.

El concepto de vida mecanicista no admite ningún espíritu divino y, por lo tanto, niega toda posibilidad de acceder a una experiencia conmovedora, que da sentido a la vida. Si reconocemos que el espíritu vivo presente en los organismos es de naturaleza divina, evitamos el conflicto entre un concepto de vida místico y religioso, y uno mecanicista.

La negación del espíritu constituye una característica del individuo narcisista de nuestra época. Los narcisistas ven al mundo en términos mecanicistas: estimulo y respuesta, acción y reacción, causa y efecto. Esta estructura de carácter no da lugar a los sentimientos; estos son imprecisos, inconmensurables, a menudo impredecibles y obviamente irracionales. Los narcisistas desconocen y niegan la vida del espíritu. Existen  conscientemente en su cabeza, están disociados del cuerpo y viven la vida en su mente.

El narcisismo es ajeno a los niños, cuyas vidas giran en torno a la concreción de sus deseos, la alegría de la libertad y los placeres de la autoexpresión.  A los  niños, al igual que todos, les gusta ser admirados, pero no sacrificaran sus sentimientos para ser especiales o superiores. Compiten y desean estar en la cima porque están centrados en su propio ser. Son criaturas apasionadas que lo quieren todo, pero no son egocéntricos. Aman y anhelan ser amados porque sus corazones están abiertos. Como dijeron los padres de una niña de nueve meses: “Es un manojo de gozo”; justamente eso es la niñez. Los niños sienten la alegría de la vida cuando reciben amor y transmiten esa alegría a los demás. Son inocentes y carecen de poder; por lo tanto, son vulnerables a la negatividad y la hostilidad de los adultos, incluidos sus padres. Los que perdieron el gozo no soportan ver que otros la tengan.

A lo largo de estas paginas hemos visto la forma en que se destruye la inocencia de los niños y en que pierden su libertad. Un progenitor atormentado no puede soportar el llanto de un bebé y lo amenaza. Un progenitor frustrado no puede permitir que su hijo sienta el gozo que el no pudo tener y lo castiga. Un progenitor rígido no puede tolerar la exuberancia y la espontaneidad de la vida juvenil, y la destruye. No todos los niños sobreviven a la insensibilidad y crueldad de quienes los cuidan. El maltrato infantil ha causado muchas muertes. La mayoría de los padres son ambivalentes: aman a su hijo, pero también lo odian.
Los niños no comprenden la ambivalencia, pues es un concepto sofisticado que supera su capacidad de comprensión. Cuando perciben odio, no perciben amor ni creen en él. Cuando reciben amor, se olvidan del odio. Más tarde aprenderán lo que es la ambivalencia y, en su momento, también se volverán ambivalentes.

Cuando un niño pequeño percibe odio y violencia en un progenitor, no puede evitar pensar que su vida está en peligro. Al experimentar esa amenaza, sufre un shock del cual su organismo tal vez nunca se recupere por completo. En realidad, existen dos maneras de amenazarlo: una, la posibilidad de la violencia, la amenaza de muerte, que envía una onda de terror por el cuerpo del niño. En el nivel corporal, ese recuerdo nunca se borrará por completo. La otra amenaza es el rechazo y el abandono que, para un niño, también constituye una amenaza de muerte. Estas amenazas no se llevan a la practica, pero el niño no puede imaginar que son solo una forma de asustarlo. Debe someterse, frenar su agresión y apagar su excitación, para lo cual debe restringir la respiración.

El análisis bioenergético tiene como fin ayudarnos a respirar con mayor profundidad, puesto que si no lo hacemos carecemos de energía para sentir la pasión de la vida. Lograr que las personas respiren con profundidad no es tarea fácil. La respiración es una actividad agresiva: aspiramos aire y lo enviamos a los pulmones. Por desgracia, a la mayoría de los niños pequeños se los hace desistir de su agresión. A muchos se los perjudica desde el nacimiento, al negárseles la experiencia  emocionalmente gratificante de tomar el pecho. Se les da un biberón, con lo cual asumen una posición pasiva, pues no necesitan hacer mucho esfuerzo para obtener leche. Los niños amamantados por la madre chupan enérgicamente y, por lo tanto, su respiración es más potente. Por otro lado, descubrí que estos niños pueden sufrir traumas severos si se los desteta demasiado temprano.

En mi opinión, normalmente el amamantamiento debería durar tres años, como en las sociedades primitivas. En nuestra cultura no suele darse el caso porque las mujeres están demasiado cortas de tiempo como para poder dedicarle más a un lactante. Muchas tienen que reintegrarse a su trabajo al poco tiempo del nacimiento de su hijo para poder mantener la familia. Esta falta de satisfacción puede observarse en los pacientes de respiración poco profunda que dicen sentirse vacíos, inseguros y deprimidos.

Sin embargo, la falta de un adecuado amamantamiento no es la única causa de la tristeza y la desesperanza que aflige a tantas personas. Un niño no puede satisfacer su necesidad de un contacto de amor en una madre insatisfecha, cuyo cuerpo no despide la fuerte excitación positiva que estimularía y excitaría el cuerpo del niño. Los bebés que exigen más control y atención estresan a sus madres, y las madres incapaces de responder a esas exigencias estresan a sus bebés. Entre ellos se crea un conflicto en el que el niño siente que su existencia está en peligro. La supervivencia exige adaptación, lo que implica que el niño aprende a funcionar en un nivel de energía más bajo con una función respiratoria reducida. Cuando se trata de lograr que esos pacientes respiren con profundidad, en general surge un temor a la muerte. Varios pacientes se quejaron de que al respirar con más profundidad, sentían que su cabeza se llenaba de oscuridad y tenían la sensación de que se iban a desmayar.

Era como si sintieran que se iban a morir, una experiencia aterradora. Sin embargo, ese temor es irracional. No nos morimos por respirar profundamente. Tal vez nos desmayemos, pero eso no es peligroso y, si mantenemos la respiración a pesar del temor, ni siquiera nos desmayaremos. El hecho de dejar de respirar corta el flujo sanguíneo proveniente del cerebro, lo que crea una sensación de oscuridad y termina en un sincope. Por lo tanto, les aconsejo a mis pacientes que permanezcan concentrados en su respiración. Una paciente muy asustada juntó coraje para seguir respirando y se sorprendió al comprobar que no se le oscureció la cabeza ni se desmayo; este hecho le produjo una gran excitación. No paraba de exclamar: ¡Lo logré, lo logré!. Se fue de la sesión en un estado de euforia.

Estoy convencido de todos tenemos que enfrentarnos a nuestro miedo a la muerte si deseamos entrar al reino del cielo que llevamos dentro. El ángel de espada llameante que cuida la entrada del Jardín del Edén también está adentro nuestro. Es el progenitor de ojos fríos y odiosos que pudo habernos destruido por desobedecer. Es la culpa que dice: “Has pecado. No tienes derecho a la felicidad”. Y es nuestra ira volcada hacia adentro, debido a la culpa, la vergüenza y el temor.

La vida y la muerte son estados opuestos, lo que implica que cuando estamos plenamente vivos, no tememos morir. Cuando la corriente de vida fluye por el cuerpo con libertad, no hay posibilidades de que exista el temor, puesto que este es un estado de contracción del cuerpo.
La entrega a Dios elimina el temor a la muerte porque activa la corriente de vida que el ego restringe en su afán de controlar el temor y otros sentimientos y, de igual modo fomenta la curación. Tuve dos pacientes que estaban a punto de morir, uno de septicemia y el otro durante una operación a corazón abierto. Ambos me contaron que, al sentir la posibilidad de morir, pusieron sus vidas en manos de Dios. Ambos se recuperaron y afirmaron creer que este acto marcó un hito en la enfermedad. Este fenómeno no tiene nada de místico. La entrega del ego elimina las defensas que bloquean el flujo de vida, lo que no puede menos que beneficiar al cuerpo.

La entrega del ego también implica la entrega de la voluntad, incluida la voluntad de vivir. La voluntad de vivir constituye una defensa contra un deseo subyacente de morir. Representa el intento de superar nuestro temor a la muerte, pero no elimina ese temor. Lo que mantiene la vida no es la voluntad, sino un continuo estado de excitación positiva en el cuerpo que se expresa como un deseo de vivir. Lo que genera esa excitación es la actividad pulsátil del cuerpo, que es un don de Dios.

El temor es una emoción natural presente en todas las criaturas. Una persona que niega el temor esta negando su humanidad. Sentir miedo no implica que seamos cobardes. Podemos actuar valientemente frente al temor, y ese es el verdadero coraje. Cuando negamos el temor, nos colocamos por encima del mundo natural. Dado que la supresión de los sentimientos se realiza adormeciendo el cuerpo, la supresión del temor suprime la ira, la tristeza y hasta el amor. Perdemos la gracia de Dios y nos transformamos en monstruos, es decir, en seres irreales. Si alguien me apuntara con un arma, sentiría miedo de que me matara, pero el miedo a que nos maten no es el mismo que el miedo a la muerte. La muerte no puede separarse de la vida, es parte del orden natural. Cuando ocurre como parte de ese orden, podemos aceptarla con ecuanimidad. Cuando alguien le tiene miedo a la muerte es porque está muerto de miedo. Así, cuando una persona es fiel a sí misma, está libre del temor, incluido el temor a la muerte. De la misma forma, si no tememos la muerte, podemos ser fiel a nosotros mismos.

Ser fiel a uno mismo significa tener la libertad interior de sentir y aceptar los propios sentimientos y de poder expresarlos. También significa no sentir culpa por lo que uno siente. El individuo que siente culpa, es incapaz de expresar sus sentimientos abierta y directamente. Tiene un censor en su mente que vigila todas las expresiones. Esto no quiere decir que llevemos a la práctica todos los sentimientos. No somos niños pequeños sin egos, sabemos cuales son los comportamientos aceptables para la sociedad y cuales no. Tenemos o deberíamos tener un sentido de autoposesión que nos permita expresar nuestros sentimientos o llevarlos a la practica en una forma que resulte apropiada y eficaz para nuestras necesidades. Este control consciente no se basa en el temor. El temor paraliza y hace que las acciones se vuelvan torpes o ineficaces. Perdemos la encantadora espontaneidad que dota a nuestras acciones de gracia. La autoposesión es la marca que distingue a los individuos que se expresan y actúan como consecuencia de una aguda sensibilidad hacia la vida y hacia los demás. 

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