viernes, 17 de junio de 2016

El gozo, parte 2


Cap 1. (continuación)

El relato bíblico de Adán y Eva nos cuenta como la primera pareja humana perdió su alegría al perder su inocencia. Antes de comer el fruto prohibido del árbol del conocimiento, vivían en un estado de bienaventuranza en el Jardín del Edén, el Paraíso original, como animales, en medio de los demás animales que se regían por los instintos naturales de sus cuerpos. Una vez que comieron la manzana prohibida, aprendieron a diferenciar el bien del mal, lo correcto de lo incorrecto. Sus ojos se abrieron y vieron que ellos estaban desnudos. Se cubrieron el cuerpo porque tuvieron vergüenza y se ocultaron de Dios porque sintieron culpa. Ningún otro animal salvaje sabe diferenciar el bien del mal, o siente vergüenza o culpa. Ningún otro animal es capaz de juzgar sus propios sentimientos, pensamientos y acciones. Ningún otro animal se enjuicia a si mismo. Ninguno puede concebir que algo sea “correcto” o “incorrecto”. Ninguno tiene un superego o es consciente de si — salvo el perro que vive en relación dependiente dentro del hogar de su dueño, mas o menos como les sucede a los niños —. Adiestramos a nuestros perros a fin de que observen ciertas pautas de conducta que consideramos buenas o correctas, y los castigamos o humillamos si nos desobedecen.

Al perro que no cumple las ordenes se lo tilda de “malo”, y la mayoría de los perros aprenden a conducirse para complacer a sus amos. Enseñarle a un perro o a un niño a conducirse en un medio civilizado es imprescindible para la vida social, y tanto el perro como el niño trataran naturalmente de amoldarse a lo que se espera de ellos, siempre y cuando que con ello no violen la integridad de sus respectivos organismos. Pero con mucha frecuencia se viola dicha integridad llevándolo al animal o al niño a resistirse, lo cual genera una lucha de poder que ninguno de ellos esta en condiciones de ganar. Se someten a la violación, y en la practica esto quiebra su espíritu. Es dable observar esta quiebra en un perro acobardado que pone su rabo entre las patas ante el amo, pero también es posible verlo en un niño cuyos ojos se tornan opacos, su cuerpo se vuelve rígido y adopta modales sumisos. Estos niños, al crecer, se transforman en adultos neuróticos que quizá sepan como vencer en una contienda, pero no saben como alcanzar el gozo.

Las personas que acuden a la terapia, por mas que tengan éxito en su carrera profesional, son individuos de espíritu quebrantado a punto tal que la alegría se ha vuelto para ellos un sentimiento extraño. El síntoma que presentan no es mas que la torpe manifestación de su congoja. Algunos han sido tan quebrados que terminan conduciéndose en forma disfuncional, en tanto que otros se convierten en marginales sociales. En este libro conoceremos algunas historias de este tipo que nos resultaran conmovedoras; pero seria un autoengaño suponer que uno es sano porque no va a ninguna terapia o cree que no la necesita. Yo inicie mi terapia con Reich ilusionado de que todo en mi andaba bien, pero no me llevo mucho tiempo darme cuenta de que estaba aterrado, me sentía inseguro y con el cuerpo tensionado. En un libro anterior, Bioenergética, narre algunas de mis experiencias en esa terapia, que si por un lado me sacudieron al mostrarme mi grado de neurosis, por el otro me indicaron el camino para recobrar mi integridad y me dieron valor para seguirlo.
Ese camino era la entrega al cuerpo, y lo que debía entregar era la identificación que tenia con mi ego, en favor de una identificación con mi cuerpo y sus sentimientos. En el plano del ego, me autoconsideraba un individuo inteligente, brillante y superior. Suponía que era capaz de grandes realizaciones, aunque ignoraba de cuáles. Quería ser famoso. Me movía una ambición poco común, que me había sido inculcada por mi madre compensando la falta de ambición de mi padre, aunque por suerte tuve de éste suficiente apoyo como para impedir que mi madre me dominase. La entrega al cuerpo implicaba renunciar a mi ego agrandado, que disimulaba y compensaba sentimientos subyacentes de inferioridad, vergüenza y culpa.

La entrega al cuerpo significa la entrega a la sexualidad, que, según yo mismo intuía, era la raíz de mis mas profundos  temores al rechazo y la humillación. No obstante, lo que me impulso a ver a Reich y hacer terapia con él fue el atractivo que tenían para mi el goce y el éxtasis del sexo.
En un plano consciente yo no sentía culpa por mi sexualidad. Como adulto moderno y culto, la aceptaba y la consideraba natural y positiva. Sin embargo, en lo corporal me sentía impulsado por un deseo que no tenia una verdadera satisfacción. Era un sujeto típicamente narcisista que aparentaba libertad sexual en su conducta, pero una libertad que era externa, no interna; la libertad para actuar, no para sentir.
Aunque habría negado que tuviese cualquier sentimiento de culpa respecto de la sexualidad, no podía entregarme plenamente a ninguna mujer ni permitir que la excitación me desbordase en el acto sexual. Al igual que la mayoría de los miembros de nuestra cultura, tenia la pelvis bloqueada por tensiones musculares crónicas y era imposible para mi moverme con libertad y espontaneidad en el clímax del coito. Al aflojar esas tensiones en mi terapia con Reich, cuando mi pelvis pudo moverse libre y espontáneamente, en armonía con mi respiración, sentí un jubilo semejante al que debe experimentar un recluso cuando lo dejan en libertad.

La tensión muscular crónica en distintos lugares del cuerpo constituye la prisión que impide la libre expresión del espíritu del individuo. Esas tensiones se radican en la mandíbula, el cuello, los hombros, el pecho, la parte superior e inferior de la espalda y las piernas. Crean inhibición a los impulsos, que el sujeto no se atreve a expresar por temor al castigo verbal o físico. La amenaza de rechazo o el retiro del amor de un progenitor le hace sentir a un niño pequeño que corre riesgo de muerte, y a menudo provoca mas temor que el castigo físico. El niño que vive temeroso esta tenso, contraído y ansioso. Es un estado que genera dolor, y para no sentir ese dolor ni ese temor, el niño se adormece a si mismo. Dicha anestesia corporal elimina el dolor y el temor porque de hecho los impulsos “peligrosos” son aprisionados. Parecería que con ello se asegura la supervivencia, pero el proceso se convierte en una modalidad de vida para el sujeto. El placer queda subordinado a la supervivencia, y el ego, que originariamente estaba al servicio del cuerpo en su deseo de placer, ahora lo controla en bien de la seguridad. Se genera una división entre el ego y el cuerpo, estructurada en una banda de tensión en la base del cráneo, que interrumpe la conexión energética entre la cabeza y el cuerpo, entre el pensamiento y el sentimiento.

Una de las funciones del ego, como representante del instinto de autoconservación, es la de resguardar la supervivencia. Lo logra gracias a su capacidad para coordinar las respuestas del cuerpo a la realidad externa, con su control de la musculatura voluntaria. En este papel toma el mando de todas las funciones corporales que podrían obstaculizar la supervivencia. Por mas que el peligro haya pasado y el niño atemorizado sea ahora un adulto independiente, el ego no puede permitirse aceptar la nueva realidad y entregar el control. Se ha transformado en un superego que debe preservar el control por miedo a que, en caso de abandonar dicha posición, se produzca una anarquía.

Conocí muchos pacientes que, aun siendo adultos independientes, seguían temiéndoles a sus padres, sin poder hablarles con sinceridad; cuando estaban con ellos, se acobardaban como perritos atemorizados. Si como consecuencia de la terapia cobraban coraje para hablarles francamente, se sorprendían al comprobar que esa persona que les había parecido tan amedrentadora no era el monstruo que temían.
Muy pocas personas, casi nadie, son capaces de relajar conscientemente sus mandíbulas contraídas, los tensos músculos de su cuello, su espalda contracturada o sus piernas rígidas. En la mayoría de los casos ni siquiera se dan cuenta de la tensión o del control inconsciente que esta representa.

Muchos sienten la tensión por el dolor que les causa, pero ni se imaginan que la tensión y el dolor son resultado de su manera de obrar o de autocontenerse. Algunos hasta consideran que su rigidez es una señal de fortaleza, una prueba de que son capaces de hacer frente a la adversidad, de que no se quebrantaran o cederán ante el estrés, de que pueden tolerar el malestar y hasta la angustia.
Creo que Estados Unidos se ha transformado en una nación tan aterrada por la enfermedad y la muerte, que sus habitantes ya no pueden vivir como seres libres.
Este temor es la causa fundamental de nuestra desdicha y descontento, pero la mayoría de la gente no se da cuenta de lo aterrada que esta. Sin embargo, todo músculo crónicamente tenso es un músculo aterrado, de lo contrario, no detendría tan tenazmente el flujo del sentimiento y de la vida. Es además un músculo enojado, ya que el enojo es la reacción natural frente a la contención forzada y a la privación de la libertad. Y tiene tristeza, por la perdida de un estado potencial de excitación placentera que haría correr la sangre, vibrar al cuerpo y fluir las ondas. Ese estado de vivacidad es la base física de la experiencia de alegría, como lo saben muchos religiosos.

La alegría es una experiencia religiosa. En la religión se la asocia con la entrega a Dios y la aceptación de Su gracia. En el corazón mismo de las creencias bíblicas esta el mandato: “Te alegraras ante el Señor, tu Dios”. Este es el consejo que le da Moisés a los hijos de Israel tras librarlos de su cautiverio en Egipto (Deuteronomio,.. .). La palabra hebrea para “alegria” es “gool”, cuyo significado primario es la de dar vueltas bajo la influencia de una emoción intensa. El Salmista utiliza esta palabra para describir a Dios como un ser que gira en los remolinos del deleite sublime.
En el Nuevo Testamento (Juan, 15: 11), Jesús les dice a los discípulos que les ha transmitido sus enseñanzas “para que mi gozo este en vosotros y vuestro gozo sea colmado”. El cristianismo enseña que ser uno con Dios, el Padre, es experimentar el gozo.

Otra concepción de la alegría nos la da Schiller en su “Oda a la alegría”, donde la describe como formada por las llamas celestiales y dotada del poder de extraer la flor del capullo, el sol del cielo, y de “hacer rodar las esferas por el éter infinito”.
Estas imágenes sugieren que el Dios del cielo puede identificarse con las fuerzas cósmicas que crean a los astros y los hacen girar sobre su eje. De ellos, el mas importante para la vida sobre la Tierra es el Sol; sus rayos fecundan la tierra para que la vida crezca y se desarrolle. Es la llama celestial, la esfera que rueda. Al brillar, ilumina y calienta la Tierra, poniendo en marcha así la danza de la vida. A muchos seres vivientes los llena de jubilo encontrarse al despertar con un día soleado y rutilante.

Rabrindranath Tagore, el sabio y poeta hindú, se refiere asimismo a la alegría en términos de los procesos naturales. “Lo que en definitiva empuja al hombre no es la compulsión sino la alegría, y la alegría está en todas partes. Está en la verde hierba que cubre la tierra, en la azul serenidad del cielo, en la incansable exuberancia de la primavera, en la callada abstinencia del invierno, en la carne viva que anima nuestra estructura corporal, en el equilibrio perfecto de la figura humana             — noble y erecta —  al vivir, en el ejercicio de todas nuestras facultades”. Y agrega:“Solo ha alcanzado la verdad ultima quien sabe que el mundo entero es una creación de la alegría”.

Pero cabria preguntarse: ¿y que pasa con la tristeza? Todos sabemos que hay tristeza en la vida. Esta tristeza nos toca con la perdida de algún ser querido, o de nuestras capacidades por un accidente o enfermedad, o con la desesperanza. Así como no existe el día sin la noche ni la vida sin la muerte, no puede existir la alegría sin la tristeza. En la vida puede haber tanto dolor como placer, pero aceptaremos el dolor en tanto y en cuanto no nos atrape. Aceptaremos la perdida si sabemos que no estamos condenados a una aflicción eterna. Aceptamos la noche porque sabemos que el día se abrirá paso luego, y así también aceptamos la tristeza si sabemos que luego surgirá la alegría. Lo que ocurre es que la alegría solo puede surgir si nuestro espíritu es libre. Por desgracia, muchas personas ya han sido espiritualmente quebrantadas, y hasta que no sanen, no será posible para ellas la alegría.

Todo niño nace en un estado de inocencia y libertad que le permite experimentar la alegría. Podría decirse que este es el estado natural del niño, como lo es de todas las crías de animales.
El castigo que yo mas temía era ser encerrado cuando los otros chicos salían a jugar. Luego, al empezar la escuela, a los seis anos, perdí gran parte de mi libertad y mi alegría. La vida se volvió seria y se me acumulaban las exigencias. De vez en cuando, cuándo jugaba a la pelota con mis amigos, volvía a experimentar el entusiasmo en el cuerpo y a sentirme otra vez contento. Pero esa encantadora despreocupación de la infancia que alguna vez tuve desapareció para siempre, junto con mi inocencia.

De adulto, conocí la alegría en algunas ocasiones. Una fue cuando me enamore. La excitación que me invadió me saco del mundo cotidiano de los esfuerzos y luchas, y me llevo a un estado de beatitud, el mismo que debo haber conocido de bebé cuando mi madre me acunaba. Pero el gozo que tengo que haber sentido junto a mi madre se torno tristeza cuando me destetó, a los nueve meses, y la congoja producida por esa perdida no me abandonó nunca. En mi adultez, el dolor de esa experiencia, así como otras decepciones y temores, me condicionaron para que no me entregase plenamente al amor. Así pues, nunca disfrute plenamente esa alegría que el amor promete cuando uno se entrega a él; solo la probé

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