martes, 15 de marzo de 2016

La desobediencia y otros ensayos, parte 7

PROFETAS Y SACERDOTES (continuación)

Este siglo es la era de las burocracias, que administran a las cosas y  a los hombres como una unidad, y funcionan esencialmente como lo haría una computadora. El individuo se transforma en un número. Y justamente porque no hay una autoridad manifiesta, porque el individuo no está “forzado” a obedecer, se hace la ilusión de que actúa voluntariamente. ¿Quién puede desobedecer cuando ni siquiera de da cuanta de que obedece? En la familia y en la educación ocurre la misma cosa. Desde el primer día, el niño esta lleno del impío respeto a la conformidad, del temor de ser “diferente”, del miedo de alejarse del resto del rebaño. El “hombre-organización” educado de esta manera en la familia y en la escuela y completada su educación en la gran organización, tiene opiniones, pero no convicciones; se divierte, pero es desdichado; está incluso dispuesto a sacrificar su vida y la de sus hijos en la obediencia voluntaria a poderes impersonales y anónimos.

La cuestión de la desobediencia es de vital importancia en la actualidad. Es un acto de afirmación de la razón y la voluntad. No es primordialmente una actitud dirigida contra algo, sino a favor de algo: de la capacidad humana de ver, de decir lo que se ve y de rehusarse a decir lo que no se ve. Para hacerlo así, el hombre no necesita ser violento y rebelde; necesita mantener los ojos abiertos, estar plenamente alerta y deseoso de asumir la responsabilidad de hacer abrir los ojos a quienes se hallan en peligro de perecer porque están amodorrados.

Karl Marx escribió una vez que Prometeo, quien dijo que: “prefería estar encadenado a su roca antes de ser el siervo obediente de los dioses”, es el santo patrono de todos los filósofos. El filósofo desobedece a los clisés y a la opinión pública porque obedece a la razón y a la humanidad. Se atreve a saber. Es un ciudadano del mundo; su objeto es el hombre -no esta o aquella persona, esta o aquella nación-. Su país es el mundo, no el lugar donde ha nacido.

Bertrand Russell escribió: Los hombres temen al pensamiento más que a cualquier otra cosa -más que a la ruina, incluso más que a la muerte-. El pensamiento es subversivo y revolucionario, destructivo y terrible; el pensamiento es despiadado con el privilegio y las instituciones establecidas; es anárquico y sin ley, indiferente a la autoridad . El pensamiento escudriña el abismo del infierno y no teme. El pensamiento es grande, y veloz y libre, la luz del mundo, y la principal gloria del hombre.
Pero para que el pensamiento llegue a ser posesión de muchos, no privilegio de unos pocos, debemos eliminar el temor. Es el temor lo que contiene a los hombres. “¿Debe el trabajador pensar libremente acerca de la propiedad? Entonces, ¿qué ocurriría con los ricos? ¿deben los jóvenes pensar libremente acerca del sexo? ¿deben los saldados pensar libremente acerca de la guerra? ¡Basta de pensamiento! ¡Retornemos a las sombras del prejuicio,  para que no corran peligro la propiedad, la moral y la guerra! Es mejor que los hombres sean estúpidos, lerdos y tiránicos, y no que su pensamiento sea libre. Así argumentan los oponentes del pensamiento en las profundidades inconscientes de su alma. Y así actúan en sus iglesias, sus escuelas y sus universidades.

Bertrand Russell lucha contra la masacre que nos amenaza, no porque sea pacifista o por algún principio abstracto, sino precisamente porque es un hombre que ama la vida.
Y es por esa razón que no tienen para él ningún sentido las voces que recalcan la maldad del hombre, con lo que en realidad dicen más sobre sí mismos y sobre su propio temperamento melancólico que sobre los hombres.
Bertrand se da cuenta de la hondura del mal y la estupidez que anida en el corazón del hombre, pero no lo confunde con una supuesta  corrupción innata. Escribe: “Hay una caverna de obscuridad que debemos atravesar antes de poder entrar en el templo. El portal de la caverna es la desesperanza, y su piso está pavimentado con las lozas túmbales de las esperanzas abandonadas. Allí debe morir el Yo; allí debe aniquilarse la avidez, el afán del indómito deseo, pues solo así puede librarse el alma del imperio del Destino. El portal del Renunciamiento lleva de nuevo a la luminosidad, de la que irradia una nueva visión, un nuevo goce, una nueva ternura que alegra el corazón del peregrino”.

Una cita más de los escritos de Russell, que  con qué profundidad sintió la alegría de vivir. “El amante, el poeta y el místico encuentran una satisfacción más plena que la que pueden llegar a conocer quienes buscan el poder, puesto que aquéllos pueden retener al objeto de su amor., mientras que el ávido de poder tiene que embarcarse continuamente en alguna nueva manipulación para no sufrir un sentimiento de vaciedad. Cuando llegue mi último día, no sentiré que he vivido en vano“.

Para Russell, en contraste con los pragmatistas, el pensamiento racional no es la búsqueda de la certeza, sino una aventura, un acto de autoliberación y de coraje, que cambia al pensador al volverlo más alerta y darle más vida. Él es un hombre de fe. No de fe en el sentido teológico, sino de fe en el poder de la razón, fe en la capacidad del hombre para crear su propio paraíso. “Cuando se computa el tiempo geológico - escribió- se llega a la conclusión de que el hombre existe en el planeta desde hace muy poco tiempo - a lo sumo un millón de años-. Lo que ha logrado, en especial los últimos 6000 años, es algo profundamente nuevo en la historia del cosmos, por lo menos en la medida que lo conocemos. ¿va a terminar todo esto en un error trivial porque solo unos pocos son capaces de pensar en el Hombre?¿Está nuestra especie tan despojada de sabiduría, es tan incapaz de amor incondicional?
Tenemos delante de nosotros, si lo elegimos, un continuo progreso en felicidad, conocimiento y sabiduría. En lugar de esto, ¿vamos a preferir la muerte, porque no somos capaces de olvidar nuestras disputas? Apelo, como ser humano, a seres humanos: recodemos nuestra humanidad y olvidemos el resto. Si podemos hacerlo, tenemos abierto el camino hacia el nuevo Paraíso; si no podemos, solo nos aguarda la muerte universal.”

No existe en verdad una distinción más marcada entre los seres humanos que la que hay entre quienes aman la vida y quienes aman la muerte. Este amor por la muerte es una adquisición típicamente humana. El hombre es el único animal que puede aburrirse, el único animal que puede amar  la muerte. El hombre impotente no puede crear vida, pero puede destruirla. El amor por la muerte en medio de la vida es la perversión más esencial.
Bertrand advierte al mundo sobre la inminente ruina precisamente como lo hicieron los profetas, porque ama la vida y todas sus formas y manifestaciones. También como los profetas, no es un determinista; es un “alternativista”, que ve que lo que está determinado son solo ciertas alternativas limitadas y verificables. Que la voz de este profeta prevalezca sobre las voces de destrucción y la fatiga, depende del grado de vitalidad que haya preservado el mundo, y especialmente la generación más joven. Si estamos destinados a perecer, no podemos pretender que no hemos sido advertidos.


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