viernes, 11 de marzo de 2016

La desobediencia y otros ensayos, parte 6



III
PROFETAS Y SACERDOTES


Puede decirse que nunca estuvo tan difundido por el mundo como en la actualidad el conocimiento de las grandes ideas producidas por la especia humana, y nunca esas ideas fueron menos efectivas que hoy. Las ideas de Platón Y Aristóteles, de los profetas y de Cristo, de Spinoza y de Kant, son conocidas por millones. Y todo esto en un mundo que sigue los principios del egotismo irrestricto, que alimenta un nacionalismo histérico, y que se está preparando para una insensata masacre masiva. ¿Cómo explicar esta discrepancia?

Las ideas no influyen profundamente en el hombre cuando solo se las enseña como ideas y pensamientos; nuevos pensamientos toman el lugar de los antiguos; nuevas palabras toman su lugar. Pero todo lo que ocurre es un cambio en los conceptos y las palabras. ¿Por qué debería ser de otra manera? Es extremadamente difícil que un hombre sea movido por ideas, y que capte una verdad. Para lograrlo, necesita superar resistencias de inercia profundamente arraigadas, vencer el miedo al error o a apartarse del rebaño. El mero familiarizarse con otras ideas no es suficiente, aunque estas sean correctas y sólidas. Pero las ideas producen realmente un efecto sobre el hombre si son vividas por quien las enseña, si son personificadas por el maestro, si aparecen encarnadas. Si un hombre expresa la idea de humildad y es humilde, quienes lo oyen comprenderán  qué es la humildad. Lo mismo vale para todas las ideas que un hombre, un filósofo o un instructor religioso traten de transmitir.

A quienes anuncian ideas -y no necesariamente ideas nuevas- y a la vez las viven, podemos llamarlos profetas. Los profetas del Viejo Testamento hicieron precisamente eso: anunciaron la idea de que el hombre tenía que hallar una respuesta a su existencia, y que esa respuesta era el desarrollo de su razón, de su amor; y enseñaron que la humildad y la justicia estaban indisolublemente vinculadas con el amor y la razón. No los impresionaban los poderosos, y dijeron la verdad aunque eso los llevara a la cárcel, el ostracismo o la muerte. Respondieron a sus congéneres porque se sintieron responsables. Lo que les ocurría a otros, les ocurría a ellos. La humanidad no estaba fuera, sino dentro de ellos. No se trata de que un profeta desee serlo. El hombre que se siente responsable no tiene otra elección que volverse profeta. Es función del profeta mostrar la realidad, señalar alternativas, protestar; es su función hablar en voz alta, despertar al hombre de su rutinario entresueño. Es la situación histórica lo que hace a los profetas, no el deseo de serlo de algunos hombres.

Los profetas solo aparecen a intervalos en la historia de la humanidad. Mueren y dejan su mensaje. Ese mensaje lo aceptan millones de personas, se les vuelve entrañable. Esta es precisamente la razón de que la idea resulte explotable para otros, que usufructúan para sus propios fines de dominio y control la adhesión de la gente a estas ideas. A los hombres que hacen uso de la idea anunciada por los profetas, los llamaremos sacerdotes.
Los profetas viven sus ideas. Los sacerdotes las administran. La idea ha perdido su vitalidad y transformado en una fórmula.
Los sacerdotes utilizan la idea para organizar a los hombres, para controlarlos controlando la expresión exacta de la idea, y cuando los anestesiaron suficientemente, declaran que no son capaces de mantenerse despiertos y de dirigir su propia vida, y que ellos, los sacerdotes, obran por deber, o incluso por compasión, al cumplir la función de dirigir a los hombres. Cierto es que no todos los sacerdotes han actuado de esta manera, pero la mayoría de ellos lo hicieron, especialmente los que manejaron el poder.


Hay sacerdotes no solo en religión. Hay sacerdotes en filosofía y sacerdotes en política. En el siglo XX los sacerdotes políticos han asumido la administración de las ideas del socialismo. Aunque esta idea tendía a la liberación e independencia del hombre, los sacerdotes declararon que el hombre no era capaz de ser libre. Ellos estaban obligados a hacerse cargo, y a decidir cómo formular la idea, y quien era un creyente devoto y quien no lo era. Los sacerdotes confunden porque se proclaman sucesores del profeta y afirman que viven lo que predican. Sin embargo, aunque un niño podría ver que viven precisamente en forma opuesta a lo que enseñan, la gran masa de personas ha sufrido un efectivo lavado de cerebro y llega eventualmente a creer que si los sacerdotes llevan una vida espléndida lo hacen como sacrificio, porque tienen que representar la gran idea; o que si matan sin piedad solo lo hacen por fe revolucionaria.

Ninguna situación histórica podría ser más propicia que la nuestra para el surgimiento de profetas. La existencia misma de la especia humana está amenazada. La mentalidad troglodítica y la ceguera han llevado a un punto en que la especia humana parece avanzar hacia su trágico final, en el momento mismo en que está cerca de su más grande logro. En este momento la humanidad necesita profetas, aunque sea dudoso que sus voces logren prevalecer por sobre las de los sacerdotes.

Entre los pocos en los que la idea ha llegado a encarnarse, y a los que la situación histórica transformó de maestros en profetas, está Bertrand Russell. El, junto con Einstein y Schweitzer, representan la respuesta de la humanidad occidental ante la amenaza de su existencia, porque los tres han alzado la voz, han formulado advertencias, y han señalado las alternativas.
 
Bertrand Russell ha reconocido que la idea, aunque se encarne en una persona, solo cobra significación social si se encarna en un grupo. Cuando Abraham discutió con Dios acerca del destino de Sodoma, pidió que se perdonara a Sodoma si había en ella diez hombres justos, es decir, un grupo mínimo en el cual se hubiera encarnado la idea de justicia. Bertrand trata de demostrar que existen diez personas que pueden salvar la ciudad. Este es el motivo por el que organizó a la gente, marchó con ella y junto con ella fue llevado en los furgones policiales. Aunque su voz sea una voz en el desierto, no es, sin embargo, una voz aislada. Es el guía de un coro.
 Entre las ideas que Russell encarna en su vida, quizás la primera que se debe mencionar es el derecho y el deber del hombre de desobedecer.

Al hablar de desobediencia no me refiero a la del “rebelde sin causa”, que desobedece porque no tiene otro compromiso con la vida que el de decir “no”. Esta clase de desobediencia rebelde es tan ciega e impotente como su opuesto, la obediencia conformista que es incapaz de decir “no”. Estoy hablando del hombre que puede desobedecer porque puede obedecer a su conciencia y a los principios que ha elegido; estoy hablando del revolucionario, no del rebelde.

En la mayoría de los sistemas sociales la obediencia es la suprema virtud, la desobediencia el supremo pecado. En verdad, cuando en nuestra cultura la gente se siente “culpable”, lo que ocurre realmente es que tiene miedo porque ha desobedecido. Esto no es sorprendente; después de todo, la enseñanza cristiana ha interpretado la desobediencia de Adán como un hecho que lo corrompió a él y a su simiente de un modo tan fundamental que solo el acto especial de la gracia de Dios podía salvar al hombre de su corrupción. Esta idea estaba, por supuesto, de acuerdo con la función social de la iglesia, que sostenía el poder de los gobernantes mediante la enseñanza del carácter pecaminoso de la desobediencia. Solo los hombres que tomaron en serio las enseñanzas de la humildad, la fraternidad y la justicia se rebelaron contra la autoridad secular, con el resultado que la Iglesia los señaló como rebeldes y pecadores contra Dios.

Pese a la progresiva desaparición del terror religioso, los sistemas políticos autoritarios siguen haciendo de la obediencia la piedra angular de su existencia. Las grandes revoluciones de los siglos XVII y XVIII combatieron contra la autoridad real, pero pronto el hombre retornó ha hacer una virtud de la obediencia a los sucesores de los reyes, cualquiera fuera el nombre que asumieran. Las democracias occidentales se enorgullecen de haber superado el autoritarismo del siglo XIX. Pero ¿lo lograron, o solo ha cambiado el carácter de la autoridad?  

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