lunes, 22 de febrero de 2016

La desobediencia y otros ensayos, parte 2


(continuación)
¿Por qué se inclina tanto el hombre a obedecer y por qué le es tan difícil desobedecer? Mientras obedezco al poder del Estado, de la Iglesia o de la opinión pública, me siento seguro y protegido. Mi obediencia me hace participar del poder que reverencio, y por ello me siento fuerte. No puedo cometer errores, pues ese poder decide por mi; no puedo estar solo, porque él me vigila; no puedo cometer pecados, porque él no me permite hacerlo, y aunque los cometa, el castigo es solo el modo de volver al poder omnímodo.

Para desobedecer debemos tener el coraje de estar solos, errar y pecar. Pero el coraje no basta. La capacidad de coraje depende del estado de desarrollo. Solo si una persona ha emergido del regazo materno y de los mandatos del padre, solo si ha florecido como individuo plenamente desarrollado y ha adquirido así la capacidad de pensar y sentir por sí mismo, puede tener el coraje de decir “no” al poder, de desobedecer.

Pero no solo la capacidad de desobediencia es la condición de la libertad; la libertad es también la condición de la desobediencia. Si temo a la libertad no puedo atreverme a decir “no”, no puedo tener el coraje de ser desobediente. En verdad, la libertad y la capacidad de desobediencia son inseparables; de ahí que cualquier sistema social, político y religioso que proclame la libertad pero reprima la desobediencia, no puede ser sincero.

Hay otra razón por la que es tan difícil atreverse a desobedecer, a decir “no” a la autoridad. Durante la mayor parte de la historia humana la obediencia se identificó con la virtud y la desobediencia con el pecado. La razón es simple: hasta ahora, a lo largo de la mayor parte de la historia, una minoría ha gobernado a la mayoría. Este dominio se produjo porque las cosas buenas que existían solo bastaban para unos pocos, y los demás debían conformarse con las sobras. Si los pocos deseaban seguir gozando de las cosas buenas y, además, hacer que los muchos les sirvieran, se requería una condición: que los muchos aprendieran a obedecer. Sin duda, la obediencia puede establecerse por la mera fuerza.

Pero este método tiene desventajas. Constituye una amenaza constante de que algún día los muchos lleguen a tener los medios para derrocar a los pocos por la fuerza; además, hay muchas clases de trabajo que no pueden realizarse apropiadamente si la obediencia solo se respalda por el miedo. Por ello, la obediencia que nace del miedo debe transformarse en otra que surja del corazón del hombre. El hombre debe desear, e incluso necesitar obedecer, en lugar de solo temer a la desobediencia. Para lograrlo, la autoridad debe asumir las cualidades del Sumo Bien; debe convertirse en omnisciente. De este modo, la autoridad puede proclamar que la desobediencia es un pecado y la obediencia una virtud. Y así los muchos pueden aceptar la obediencia porque es buena, más bien que detestarse a sí mismos por ser cobardes.

La lucha contra la autoridad en el Estado y también en la familia era a menudo la base misma del desarrollo de una persona independiente y emprendedora. La lucha contra la autoridad era inseparable de la inspiración intelectual que caracterizó a los filósofos del Iluminismo y a los hombres de ciencia. Esto se traducía en fe en la razón, y al mismo tiempo en duda respecto de todo lo que se dice o se piensa, en tanto se base en la tradición, la superstición, la costumbre, la autoridad.
Los principios, sapere aude y de omnibus est dubitandum - “atrévete a usar tu sensatez” y “hay que dudar de todo”- eran característicos de la actitud que permitía y promovía la capacidad de decir “no”.

El hombre-organización ha perdido su capacidad de desobedecer, ni siquiera se da cuenta del hecho de que obedece. En este punto de la historia, la capacidad de dudar, de criticar y de desobedecer puede ser todo lo que media entre la posibilidad de un futuro para la humanidad, y el fin de la civilización.

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