viernes, 21 de febrero de 2014

Encuentro con la Sombra, parte 41


30. EL CREADOR DE
ENEMIGOS
Sam Keen

Filósofo y ex-editor de Psychology Today. Es el autor de Su viaje mítico (escrito en colaboración con Anne Valley-Fox; Ed. Kairós); To a Dancing God; The Passionate Life: Stages of Loving; Faces of the Enemy: Reflections of the Hostil Imagination y Fire in the Belly: On Being A Man. 135

Para crear un enemigo
toma un lienzo en blanco y esboza en él las figuras
de hombres, mujeres y niños.

Sumerge en la paleta inconsciente
de tu sombra enajenada
un gran pincel
y emborrona a los extraños
con los turbios colores de la sombra.

Dibuja en el rostro de tu enemigo
la envidia, el odio y la crueldad
que no te atreves a admitir como propias.

Ensombrece todo asomo
de simpatía en sus rostros.
Borra cualquier indicio de los
amores, esperanzas y temores
que se constelan caleidoscópicamente
en torno al corazón de todo ser humano.

Deforma su sonrisa
hasta que adopte el aspecto tenebroso
de una mueca de crueldad.

Arranca la piel de los huesos
hasta que asome
el esqueleto inerme de la muerte.

Exagera cada rasgo
hasta transformar a cada ser humano en una bestia, una alimaña, un insecto.

Llena el fondo del cuadro
con todos los diablos, demonios y figuras malignas
que alimentan nuestras pesadillas ancestrales. 

Cuando hayas terminado el retrato de tu enemigo
podrás matarlo y descuartizarlo sin sentir vergüenza ni culpa alguna.

Porque entonces lo que destruirás
se habrá convertido
en un enemigo de Dios
o en un obstáculo
para la sagrada dialéctica de la historia.

Primero creamos al enemigo. La imagen existe antes que el arma, la propaganda precede a la tecnología.
Comenzamos pensando en otros a quienes matar y posteriormente inventamos el hacha de guerra o el misil intercontinental para acabar con ellos.
Sin embargo, los políticos de uno y otro signo creen exactamente lo contrario y proclaman a voz en grito que si abandonamos nuestra política armamentista el enemigo no desaprovechará la ocasión. Los conservadores, por su parte, opinan que el único modo de mantener en cintura al enemigo consiste en demostrarle que disponemos de armas más grandes y más poderosas que las suyas. Los liberales, por el contrario, piensan que el enemigo dejaría de serlo si tuviéramos menos armas o si éstas fueran menos potentes. Ambas posturas, sin embargo, se basan en la creencia optimista y racional de que el ser humano es un animal pragmático que ha llegado a convertirse, con el correr de los años, en homo sapiens («hombre racional») y en homo faber («hombre hábil»), y que, consecuentemente, es posible alcanzar la paz mediante la negociación y el control armamentístico.

Sin embargo, la realidad no parece ajustarse a esa creencia, ya que el problema no parece asentarse tanto en nuestra razón o en nuestra tecnología como en la dureza de nuestros corazones. Generación tras generación hemos inventado todo tipo de excusas para odiar y deshumanizar a nuestros semejantes. Nos negamos a admitir lo evidente y nos justificamos con la retórica política más sofisticada. El ser humano es un homo hostilis, una especie hostil, el único animal capaz de fabricarse enemigos para tratar de escapar de su propia hostilidad reprimida. De este modo, con los residuos inconscientes de nuestra hostilidad y con nuestros demonios privados creamos un objetivo, conjuramos un enemigo público y -lo que es peor- nos entregamos a rituales compulsivos, a dramas tenebrosos con los que tratamos de exorcisar aquellos aspectos que negamos y despreciamos de nosotros mismos.

Nuestra única esperanza de supervivencia radica en la capacidad de cambiar nuestra actitud hacia la guerra y la figura del enemigo. En lugar de seguir hipnotizados con la imagen del adversario debemos empezar a prestar atención a los ojos que ven al enemigo. Ya ha llegado el momento de explorar la mentalidad del homo hostilis («humano hostil») y de examinar minuciosamente la forma en que manufacturamos la figura del enemigo, creamos un plus de maldad y terminamos convirtiendo al mundo en un inmenso cementerio. Pero mientras sigamos ignorando la lógica de la paranoia política y el proceso propagandístico con el que tratamos de justificar nuestra violencia parece poco probable que lleguemos a tener ningún éxito sustancial en el control armamentístico. Para ello debemos tomar conciencia de lo que Carl Jung denominaba «la sombra».

Los héroes y los líderes de la paz de nuestro tiempo son aquellos hombres y mujeres que tienen el valor de sumergirse en las tinieblas de su propia personalidad y zambullirse en la oscuridad del psiquismo colectivo en busca de su enemigo interno. La psicología profunda nos ha proporcionado la evidencia incuestionable de que fabricamos al enemigo con las partes negadas de nuestro propio yo. Por tanto, el mandamiento «ama a tu enemigo como a tí mismo» nos señala el camino que conduce al autoconocimiento y a la paz. De hecho, amamos y odiamos a nuestros enemigos en la misma medida que nos amamos y nos odiamos a nosotros mismos. En el rostro del enemigo encontramos pues el espejo en el que contemplar nítidamente nuestro verdadero semblante.

Pero ya escucho el clamor de las objeciones de quienes detentan los poderes fácticos. Vayamos, pues, más despacio. «¿Qué significa eso de "crear" enemigos? Nosotros no inventamos a los enemigos. En el mundo real existen agresores, imperios malignos, hombres malvados y mujeres perversas que nos destruirían si no acabáramos antes con ellos. En este mundo existen seres tan ruines como Hitler, Stalin y Pol Pot (dirigente de los khmeres rojos y responsable del asesinato de dos millones de camboyanos). No podemos psicologizar los acontecimientos políticos ni resolver el problema de la guerra tratando simplemente de comprender la forma de pensar del enemigo».
Efectivamente. Pero la causa de la paz no puede avanzar con verdades a medias, ya sean éstas de naturaleza política o psicológica. Ciertamente, debemos abstenernos de psicologizar los acontecimientos políticos pero
también debemos evitar politizar los hechos psicológicos. La guerra es un problema sumamente complejo que no puede afrontarse desde un solo punto de vista. Para comprenderla deberíamos disponer, como mínimo, de una especie de teoría cuántica de la guerra. Así, de la misma manera que sólo podemos comprender la naturaleza de la luz considerándola simultáneamente como onda y como partícula, sólo podremos comprender la naturaleza de la guerra apelando a un enfoque pluridisciplinar que englobe sus diversos factores causales.

Es por ello que necesitamos abordar el problema de la guerra considerando que se trata de un sistema sustentado, por igual, en: el psiquismo belicista y la polis violenta, la paranoia y la propaganda, la imaginación hostil y los conflictos geopolíticos y de valores entre naciones.
Cualquier reflexión fructífera sobre la guerra deberá, pues, tener en consideración al psiquismo individual y a las instituciones sociales. La sociedad configura nuestro psiquismo y viceversa. Por consiguiente, debemos
poner manos a la obra para acometer la ingente tarea de concebir alternativas políticas y psicológicas a la guerra, de cambiar la mentalidad del homo hostilis y de modificar la estructura de las relaciones internacionales.

Esto supone, al mismo tiempo, la doble tarea de emprender un viaje heroico hacia el yo y ensayar un nuevo estilo más compasivo de hacer política. No será posible reducir la belicosidad mientras no tengamos en cuenta todos los factores que sostienen un sistema basado en la violencia. Debemos tener en
consideración tanto a las raíces psicológicas de la paranoia, la proyección y la propaganda como a las prácticas contraproducentes en la educación de nuestros hijos, la injusticia, los intereses creados de las élites del poder, los conflictos religiosos, sociales, históricos, económicos, raciales y la presión de la opinión pública.
El problema de la psicología militar estriba en cómo llegar a convertir el asesinato en patriotismo, pero no suele examinarse en profundidad el proceso de deshumanización del enemigo. Cuando proyectamos nuestra sombra no nos damos cuenta de lo que hacemos. La masa genera odio y el cuerpo político debe insensibilizarse de su paranoia, proyección y propaganda. De este modo, el «enemigo» se convierte en algo tan real y objetivo como una piedra o un perro rabioso. Nuestra primera tarea consiste, pues, en romper este tabú, tomar conciencia de los aspectos inconscientes del cuerpo político y examinar la forma en que creamos la figura del enemigo.

La paranoia consensual -la patología de una persona normal perteneciente a una sociedad belicista- nos proporciona un modelo útil para comprender este proceso. Si comprendemos la lógica de la paranoia podremos comprender la presencia recurrente -independientemente de las circunstancias históricas- del
arquetipo del adversario.
La paranoia presupone un complejo de mecanismos mentales, emocionales y sociales mediante los cuales una persona -o un grupo- se atribuyen toda la justicia y la pureza mientras asignan, al mismo tiempo, toda la hostilidad y la maldad a sus enemigos. Este proceso se inicia con la división -sancionada por los mitos y los medios de comunicación de masas- entre el «buen» Yo (con el que nos identificamos conscientemente) y el «mal» Yo (que reprimimos y proyectamos inconscientemente sobre nuestros enemigos). Mediante esta
artimaña escamoteamos de la conciencia aquellos aspectos inaceptables de nuestro Yo que Jung denominaba «sombra» (la envidia, la crueldad, el sadismo, la hostilidad, etcétera) que, a partir de entonces, sólo reconocemos como cualidades de nuestros enemigos. De este modo, la paranoia cumple con la función de reducir la ansiedad y la culpabilidad que sentimos y de transferir a los demás aquellas características que no queremos reconocer en nosotros mismos. Este proceso, por otra parte, se mantiene mediante la percepción y la memoria selectiva que hace que sólo nos percatemos de aquellos aspectos negativos del enemigo que se ajustan a nuestro estereotipo. Las únicas noticias que ofrecía la televisión norteamericana, por ejemplo, sobre la Unión Soviética eran negativas y lo mismo ocurría en el otro bando. Por otra parte, sólo recordamos aquello que confirma nuestros prejuicios.

La típica propaganda antisemita contemporánea ilustra perfectamente este modelo. Para los antisemitas el judío es la causa fundamental del mal. Para los antisemitas nazis tras los enemigos tradicionales de Alemania -Inglaterra, Rusia y los Estados Unidos- acechaba la conspiración judía. Esta amenaza -inexistente para cualquier otro observador- resultaba, sin embargo, evidente para quien creía ciegamente en la supremacía de la raza aria. Fue precisamente esta lógica distorsionada, la que justificaba la utilización de trenes -vitales para el traslado de tropas al frente- para el transporte de judíos a los campos de concentración en vistas a la «solución final».
Un ejemplo más reciente de esta mentalidad paranoica nos la ofrece el ala derecha del anticomunismo norteamericano y el obsesivo anticapitalismo soviético. Ambas perspectivas comparten la misma visión paranoica que les llevaba a atribuir a sus enemigos más poder, cohesión y éxito conspiratorial del que en realidad poseen. Los creyentes de ambos bandos consideran fanáticamente que el mundo es un inmenso campo de batalla y que todos los países deben terminar, más pronto o más tarde, alineándose, bajo la esfera de influencia del comunismo o del capitalismo.

Una de las principales funciones de la mentalidad paranoica consiste en libramos de la culpa y la responsabilidad atribuyéndosela a los demás. Esta inversión puede revestir, a veces, un carácter extremo.
La culpa genera más culpa. Es por ello que la nación o la persona paranoica creará un sistema de mentiras compartidas, una paranoia á deux. El sistema de creación de enemigos supone la participación de dos o más adversarios arrojando su basura psicológica inconsciente en la puerta trasera de los otros. De este modo, todo lo que rechazamos en nosotros mismos terminamos atribuyéndoselo al enemigo y viceversa. Dado que este proceso de proyección inconsciente de la sombra es universal, los enemigos «se necesitan» mutuamente para poder despojarse de sus toxinas psicológicas desposeídas. De este modo terminamos creando un vínculo de odio, una «simbiosis de enfrentamiento», un sistema integrado que nos garantice que jamás nos veamos obligados a afrontar nuestra propia sombra.

En el conflicto Estados Unidos-Unión Soviética ambas partes se necesitaban mutuamente como blanco de sus proyecciones. La propaganda soviética que describía a los Estados Unidos como un violador de los derechos humanos se parecía al "cazo que llama sucia a la olla "y, por nuestra parte, los ataques contra el control estatal soviético y la ausencia de propiedad privada sólo reflejaban nuestro rechazo inconsciente de la pérdida de libertad individual bajo el capitalismo corporativista y nuestra dependencia del apoyo gubernamental durante toda nuestra vida. Esos aspectos contradecían la imagen que nos habíamos forjado de nosotros mismos como individualistas empedernidos. Oficialmente, equiparamos la dependencia del estado a la esclavitud y, sin embargo, nos vemos obligados a adoptar un macrogobierno y un socialismo galopante que indican, obviamente, que tenemos enormes necesidades y dependencias que no se corresponden con la imagen del «hombre Malboro» que hemos forjado de nosotros mismos. Los soviéticos, por su parte, cuando veían que el consumo era una forma de libertad y que ésta producía beneficios aspiraban también a una mayor libertad personal. Nosotros creemos que los soviéticos sacrifican al individuo a los intereses del estado y ellos, por su parte, consideran que nosotros santificamos la avaricia de los poderosos a costa de la comunidad, permitiendo el beneficio de una minoría a expensas de la inmensa mayoría. Así, mientras estamos intercambiando insultos permanecemos a salvo de tener que emprender la ardua tarea de comprender las considerables deficiencias y crueldades de nuestro propio sistema.

Es inevitable que la mentalidad infantil paranoica vea en el enemigo algunas de las cualidades paradójicas del mal padre. La fórmula necesaria para poder destruir al enemigo con total impunidad moral siempre atribuye al enemigo un poder casi omnipotente y una degradación moral casi absoluta. Las declaraciones del Departamento de Defensa de los Estados Unidos, por ejemplo, suelen asumir un estilo típicamente paranoico enfatizando la superioridad de la Unión Soviética en la producción de bombas, tanques, misiles, etcétera subrayando también, al mismo tiempo, el despiadado avance del comunismo y del ateísmo en el mundo. El Kremlin, por su parte, jugaba a lo mismo.
Lo cierto es que la mentalidad paranoica no tolera la idea de igualdad. Un paranoico debe sentirse sádicamente superior -y dominar a los demás - o bien debe sentirse masoquistamente inferior -y sentirse amenazado por ellos. Los adultos, en cambio, pueden sentirse iguales y compartir, de este modo, su
responsabilidad tanto por el bien como por el mal, pero en la mentalidad infantil, el gigante -el padre, el enemigo- es el único que detenta el poder, el único, por tanto, moralmente responsable de no eliminar el mal y el sufrimiento de su vida.

El homo hostilis es irremediablemente dualista, un dualista maniqueo:
Nosotros somos inocentes. Ellos son culpables.
Nosotros decimos la verdad. Ellos mienten.
Nosotros informamos. Ellos hacen propaganda.
Nosotros tenemos un Departamento de Defensa. Ellos tienen un Ministerio de la Guerra.
Nuestros misiles y armas son defensivos. Las suyas son ofensivas.

La más terrible de todas las paradojas morales, sin embargo, el nudo gordiano que debe ser cortado para que la historia pueda seguir su curso, es el hecho de que creamos el mal a partir de nuestros ideales más elevados y de nuestras aspiraciones más nobles.
Necesitamos ser héroes, estar del lado de Dios, eliminar el mal, purificar el mundo y vencer a la muerte aunque para ello tengamos que sembrar la destrucción y la muerte de todo lo que se interponga en nuestro camino hacia nuestro heroico destino. Necesitamos y creamos enemigos absolutos no porque seamos intrínsecamente crueles, sino porque proyectamos nuestro odio sobre un objetivo externo, agrediendo a los extraños, tratando de agrupar a nuestra tribu o nación y permitiéndonos entrar a formar parte de un grupo cerrado y exclusivo. Creamos un excedente de mal porque tenemos necesidades de pertenencia.
¿Cómo podemos crear psiconautas, exploradores de las alturas y profundidades del psiquismo? ¿Cómo llevar a cabo una cruzada interna contra la paranoia, la mentira, la autoindulgencia, la culpabilidad, la vergüenza, la pereza, la crueldad, la hostilidad, el miedo y el absurdo? ¿Cómo puede la sociedad reconocer y recompensar el coraje de quienes combaten las tentaciones diabólicas del yo, de quienes emprenden una guerra santa contra toda la maldad, la perversión y la crueldad que anida en su interior?

Si realmente deseamos la paz debemos empezar a desmitificar al enemigo, dejar de politizar los fenómenos psicológicos, recuperar nuestra sombra, dedicarnos a estudiar minuciosamente las mil y una formas en que negamos, enajenamos y proyectamos en los demás nuestro egoísmo, nuestra crueldad y nuestros celos y, finalmente, comprender en profundidad cómo hemos creado inconscientemente un psiquismo beligerante y cómo hemos perpetuado las innumerables variedades de la violencia.

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