lunes, 10 de febrero de 2014

Encuentro con la Sombra, parte 36


26. LA CURACIÓN
DEL MAL HUMANO
M. Scott Peck

El problema del mal constituye un misterio tan difícil de resolver y las piezas del rompecabezas se hallan tan enredadas entre sí que, aunque la investigación científica arroje cierta luz al respecto, el mismo hecho de tratar de desentrañarlo suele agregar más confusión a la ya existente. Además, el asunto es de tal magnitud que ni siquiera resulta razonable esperar alcanzar otra cosa más que atisbar un ligero vislumbre de la imagen global.
De hecho, como sucede con cualquier otro intento prematuro, la investigación científica termina suscitando más preguntas que respuestas nos ofrece.

En realidad no podemos separar el problema del mal del problema del bien ya que donde no existe bondad difícilmente podemos plantearnos siquiera el problema del mal.
Centenares de veces he escuchado la misma pregunta: «¿Por qué cree usted que existe tanto mal en el mundo Dr. Peck?» pero me resulta curioso que jamás me hayan preguntado «¿Por qué cree usted que existe el bien en el mundo?» Es como si creyéramos que el nuestro es un mundo naturalmente bueno que, de algún modo, hubiera sido contaminado por el mal. Pero si nos atenemos a las leyes de la naturaleza, el mal resulta más fácil de explicar que el bien porque la física nos dice que las cosas se deterioran. Lo que no resulta ya tan fácil de explicar es que la vida evolucione asumiendo formas cada vez más complejas.

Por otra parte, resulta fácilmente observable que los niños mienten, roban y engañan aunque algunos de ellos crezcan y terminen convirtiéndose en adultos de provecho. La pereza, por último, es bastante más frecuente que la diligencia. A la vista de todo lo anterior, la bondad resulta bastante más misteriosa que la maldad y si pensamos seriamente en ello quizás deberíamos modificar nuestras creencias y admitir que el nuestro es un mundo naturalmente malo que, de algún modo, hubiera sido «contaminado» misteriosamente por el bien.

El hecho de nombrar nos confiere cierto poder sobre la cosa nombrada ya que cuando sé su nombre conozco algo sobre las dimensiones de esa fuerza. Sólo cuando me siento seguro puedo permitirme el lujo de preguntarme sobre algo, de moverme hacia ello.
Para comenzar es necesario distinguir entre el mal y el pecado. La gente mala no se caracteriza especialmente por sus pecados sino por la sutileza, persistencia y consistencia de éstos. El principal defecto del mal, pues, no radica en el pecado mismo sino en nuestra negativa a reconocerlo.
La gente mala puede ser rica o pobre, educada o inculta, no hay nada raro en ellos. No suelen ser criminales sino «ciudadanos honrados»: maestros de escuela, policías, banqueros y miembros de la asociación de padres de alumnos.

¿Pero qué es lo que estamos diciendo? ¿Cómo pueden ser malos si no se trata de criminales? Es cierto que cometen «crímenes» contra la vida y la vitalidad pero -si exceptuamos aquellos casos contados en los que alcanzan un poder político extraordinario que les exime de las limitaciones ordinarias, como en el caso de Hitler, por ejemplo- sus «crímenes» son tan sutiles y silenciosos que difícilmente podrían ser calificados como criminales.
Durante mucho tiempo he estado trabajando en cárceles con criminales pero muy pocas veces he tropezado con personas a las que pudiera calificar de personas malvadas. No niego, con ello, que no sean destructivos y que, en muchos casos, reincidan en sus acciones, lo único que estoy afirmando es que su destructividad suele ser fortuita. Además, aunque habitualmente nieguen la responsabilidad de sus acciones ante la autoridad suelen también ser sinceros al respecto. Desde su punto de vista el mismo hecho de estar encarcelados constituye una prueba incuestionable de su «honestidad criminal». Para ellos la verdadera maldad se halla fuera de la cárcel.

Obviamente estas declaraciones de inocencia son autojustificaciones pero también suelen encerrar, en mi opinión, verdades muy notables.
Los delincuentes habituales suelen estar calificados con algún tipo de diagnóstico psiquiátrico que abarca, en términos profanos, desde la locura hasta la impulsividad, pasando por la agresividad y la falta de conciencia
moral. Los hombres y las mujeres de los que estoy hablando, por el contrario, no presentan defectos tan manifiestos ni caen con tanta nitidez en los casilleros nosológicos de la psiquiatría, lo cual no significa, sin embargo, que su maldad sea saludable sino tan sólo que todavía no hemos elaborado una definición clara de su enfermedad.

Además de esta distinción entre personas malvadas y delincuentes habituales también deberíamos diferenciar entre las malas acciones y la maldad como un rasgo de la personalidad. Dicho en otras palabras, el que una persona cometa malas acciones no significa que se trate de una persona malvada. Todos nosotros realizamos malas acciones sin que ello signifique necesariamente que seamos malvados.
Podríamos decir que el hecho de pecar consiste en «no dar en el blanco». El pecado no es más ni menos que un fracaso en el intento de ser intachables de continuo. Pero este intento está abocado al fracaso porque normalmente no hacemos las cosas de la mejor manera posible y, por consiguiente, con cada fracaso cometemos un crimen, ya sea contra Dios, contra nuestros vecinos, contra nosotros mismos o contra la ley.
Aunque existan crímenes de mayor y menor magnitud, cometeríamos, sin embargo, un grave error si considerásemos que el pecado -o el mal- constituye una cuestión de grado. Por más que nos parezca menos
odioso estafar al rico que al pobre en ambos casos, no obstante, se trata de una estafa. La ley diferencia entre defraudar a un hombre de negocios, falsear la declaración de renta, copiar en un examen, ocultar una infidelidad detrás de la excusa de que hemos tenido que quedarnos a trabajar o decirle a nuestro marido (o a nosotros mismos) que no hemos tenido tiempo de llevar la ropa a la lavandería cuando, en realidad, hemos estado una hora al teléfono hablando con nuestra vecina. Quizás algunas de estas acciones sean más excusables que otras, quizás existan también circunstancias atenuantes, pero el hecho es que todas ellas encierran una mentira y una traición. Si usted es lo suficientemente escrupuloso como para no cometer ninguna de estas acciones pregúntese si recientemente se ha mentido o se ha engañado a usted mismo o ha hecho las cosas peor de lo que podría haberlas hecho, lo cual, obviamente también es una forma de
traicionarse a sí mismo. Si es sincero consigo mismo tendrá que admitir que es un pecador y, en el caso de que no lo reconozca así, su pecado será el de no haber sido totalmente sincero consigo mismo. Si hay un hecho indiscutible es que todos somos pecadores.

Así pues, si la ilegalidad de las acciones y la magnitud de los pecados no constituye un elemento concluyente ¿cuál es entonces el rasgo distintivo que caracteriza a las personas malvadas? La respuesta hay que buscarla, obviamente, en la perseverancia de esos pecados que, aun sutiles, no por ello, sin embargo, son menos destructivos. Las personas malvadas son aquellas que se niegan totalmente a admitir sus propios pecados.
Hay muchos tipos de personas malas. La misma negativa a reconocer nuestra culpabilidad convierte a la maldad en un pecado incorregible. En mi opinión existen personas muy ruines, personas tan despreciables que hasta sus «regalos» están envenenados. En The Road Less Traveled afirmo que el principal pecado es la pereza. En la siguiente sección, sin embargo, intentaré demostrar que se trata de la soberbia -porque todos los pecados pueden corregirse menos los que cometamos sin ser conscientes de ellos.

En cierto sentido, este es un problema discutible pero la verdad es que todos los pecados suponen alguna forma de engaño que nos aísla de lo divino y de nuestros semejantes. Como dijo cierto pensador religioso, cualquier pecado «puede curtirse en el infierno».
Un rasgo muy particular, sin embargo, de la conducta de las personas malvadas consiste en el fenómeno del chivo expiatorio. En su intimidad estas personas se consideran libres de todo reproche y, por consiguiente, no dudan en atacar violentamente a quienes les critican. De este modo, para mantener su imagen de perfección deben terminar sacrificando a los demás. Consideremos, por ejemplo, el caso del niño de seis años que le pregunta a su padre: «¿Papá, por qué llamas puta a la abuela?» «¡Te he dicho mil veces que no me molestes! - ruge el padre- Ahora verás. Te voy a enseñar a no decir más palabrotas. Vamos a lavarte la boca con jabón. A ver si de este modo aprendes a permanecer callado de una vez». Luego el padre arrastra al niño escaleras arriba hasta el lavabo y le infringe el castigo prometido perpetrando una acción malvada en nombre de la «disciplina».

El fenómeno del chivo expiatorio opera a través de un mecanismo que los psiquiatras denominan proyección. El sujeto se siente tan intachable que resulta inevitable que atribuya cualquier problema que aparezca al mundo. Al negar su propia maldad esas personas deben proyectarla sobre el mundo y percibir que los malos son los demás. Esas personas jamás ven su propia maldad y, por consiguiente, sólo la advierten en los demás. El padre que hemos mencionado anteriormente, por ejemplo, sólo se dio cuenta de las palabrotas de su hijo y le castigó en consecuencia. Pero todos sabemos que el blasfemo era el padre que proyectó su sombra sobre su hijo y luego le castigó en nombre de la buena educación.
El fenómeno del chivo expiatorio suele ser una de las principales manifestaciones de la maldad a la que me refiero. En The Road Less Traveled defino al mal «como un ejercicio de poder político -es decir, una imposición abierta o encubierta sobre los demás - para evitar... su crecimiento espiritual». En otras palabras, la persona malvada ataca a los demás en lugar de hacer frente a sus propios defectos.

Pero el crecimiento espiritual requiere que tomemos conciencia de nuestra propia necesidad de crecer y si no lo hacemos así no tenemos más alternativa que intentar erradicar toda evidencia de nuestra imperfección.
Por más extraño que pueda parecer, la destructividad de las personas malvadas radica precisamente en su intento de destruir el mal. El problema es que se equivocan en la ubicación del locus del mal. En lugar de atacar a los demás deberían ocuparse de destruir su propia enfermedad. Por otra parte, como la vida amenaza con mucha frecuencia su propia autoimagen de perfección dedican todas sus fuerzas a odiar y tratar de destruir a la vida en nombre de la justicia. El problema, sin embargo, no es tanto que odien la vida sino que no aborrezcan al pecador que albergan en su interior.

¿Pero cuál es la causa de esta dificultad en odiarse a sí mismos, de esta imposibilidad de degradarse uno mismo que parece ser el pecado capital por excelencia, la raíz de la conducta a la que denomino mal? En mi opinión, no se trata de una falta de conciencia. Hay personas, tanto dentro como fuera de la cárcel, que carecen de toda conciencia moral o superego. Los psiquiatras les denominan psicópatas o sociópatas. Su ignorancia les lleva a cometer todo tipo de crímenes con una especie de negligencia temeraria. Pero su criminalidad no parece estar movida especialmente por el fenómeno del chivo expiatorio. La inconsciencia de los psicópatas les hace despreocuparse de casi todo, incluyendo su propia criminalidad. Parecieran hallarse tan felices dentro de la cárcel como fuera de ella. En pocas ocasiones intentan encubrir sus crímenes y cuando lo hacen sus esfuerzos son débiles, indiferentes y mal planificados. Este tipo de individuos ha sido calificado de «imbécil moral» y su despreocupación es tal que roza, en ocasiones, hasta la misma inocencia.

Nada de esto ocurre en el caso de las personas malvadas. Estas personas están totalmente consagradas a alimentar su imagen de perfección y continuamente están esforzándose en mantener su reputación de pureza moral. Esta es su principal preocupación. Son personas muy sensibles a las normas sociales y a lo que los demás puedan pensar sobre ellos. Se visten bien, son puntuales en su trabajo, pagan sus impuestos y externamente parecen vivir de manera irreprochable.
Estas personas están muy preocupadas por todo lo que sea «imagen», «apariencia» y «exterior». Carecen de toda motivación para ser buenos pero están obsesionados, sin embargo, en parecer buenos. Su «bondad», por tanto, no es más que una apariencia, una mentira. Es por ello que suelo decir que son «personas de mentiras».

Su mentira no consiste tanto en el hecho de engañar a los demás como en engañarse a sí mismos. No pueden - o no quieren- tolerar el sufrimiento que supone desaprobarse a sí mismos. Por ello viven con un pedecoro que les permite contemplar el reflejo de su propia compostura. Pero si carecieran de todo sentido de lo que está bien y lo que está mal no sería necesario que se engañaran a sí mismos. Sólo mentimos cuando estamos intentando ocultar algo que sabemos que no es correcto. Para mentir debemos tener algún tipo -aunque sea rudimentario- de conciencia moral. Si no sintiéramos que algo está mal no tendríamos la menor necesidad de ocultar nada.
Nos encontramos, pues, ante una curiosa paradoja. Hemos dicho que la gente malvada se cree perfecta y que, en algún sentido, tienen cierta conciencia de su propia maldad. En realidad, creo que es precisamente de esta sensación de la que intentan huir desesperadamente. Así pues, el componente fundamental de la maldad no consiste tanto en la ausencia de toda sensación de pecado o imperfección sino en su incapacidad absoluta de tolerar esa sensación. A diferencia de lo que ocurre con la carencia de toda sensación de conciencia moral del psicópata, las personas malvadas están permanentemente obsesionadas por esconder su maldad bajo la alfombra de su conciencia. Su problema no radica pues en una falta de conciencia moral sino en su empeño en negarla. Es el mismo intento de huir de nosotros el que nos transforma en malas personas.

La perversidad pues, no es una acción directa sino la consecuencia indirecta de un proceso de ocultamiento. El mal no se origina en la ausencia completa de culpa sino en nuestros esfuerzos por huir de ella.
Así pues, podemos reconocer el mal por el disfraz tras el que se oculta. Es más fácil descubrir la mentira que el delito que pretende ocultar, la coartada antes que el crimen. Vemos la sonrisa que esconde el odio, la zalema que encubre la furia y el guante de terciopelo que oculta el puñetazo. Pero los disfraces son tantos que resulta casi imposible determinar con precisión la malignidad del mal. El disfraz suele ser impenetrable, lo único que podemos percibir son vislumbres de «este juego inconsciente del escondite en el que el alma del individuo huye, se esconde y escapa de sí misma».
En The Road Less Traveled señalo que toda enfermedad mental se asienta en la pereza y el deseo de escapar del «sufrimiento legítimo». Aquí estamos también hablando de evitar y escapar del dolor. Por consiguiente, lo que distingue a las personas malvadas del resto de los seres humanos -pecadores mentalmente enfermos- es el tipo de dolor del que intentan huir. No se trata de personas perezosas ni tampoco están tratando de escapar del sufrimiento sino que, por el contrario, están realizando un esfuerzo continuo sobre sí mismos para alcanzar y mantener su imagen de personas respetables. Su ansiosa búsqueda de status les predispone a superar todo tipo de obstáculos.

El único sufrimiento que no pueden tolerar es el que procede de su propia conciencia, el dolor de reconocer sus pecados, y sus imperfecciones.
Esta incapacidad de afrontar el sufrimiento que les produce la toma de conciencia de sí mismos hace que estas personas sean extraordinariamente refractarias al trabajo psicoterapéutico. El mal odia la luz, la luz de la bondad que les pone en evidencia, la luz del escrutinio que les deja en entredicho, la luz de la verdad que les hace caer en cuenta de su propia ilusión. La psicoterapia es un proceso iluminador por excelencia. Es por ello que, excepto en casos sumamente complicados, una persona malvada considera a la autoobservación como una especie de suicidio y elegirá cualquier otra alternativa antes que acostarse disciplinadamente en el sofá del psicoanalista. Esta es precisamente la razón más poderosa que conozco para explicar el hecho de que sepamos científicamente tan poco sobre el mal ya que las personas malvadas son extraordinariamente reacias a ser estudiadas.



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