lunes, 24 de febrero de 2014

Encuentro con la Sombra, parte 42


31. NOSOTROS Y ELLOS

Fran Peavey (en colaboración con Myrna Levy y Charles Varon)
Tiene un amplio historial laboral que abarca desde su trabajo como taxista y diseñadora de muebles hasta el activismo político y su labor académica sobre teorías innovadoras y tecnología de vanguardia. Es autora del libro Heart Politics.

Hubo una época en la que yo sabía a ciencia cierta que quienes se negaban a servir a los negros eran racistas, quienes organizaban guerras y ordenaban asesinar a personas inocentes eran belicistas y que los propietarios de fábricas que contaminan el aire, el agua y la tierra eran los responsables de la contaminación del medio ambiente. Fue un tiempo en el que el hecho de participar en boicots, manifestaciones y sentadas de protesta contra las acciones de los malos me hacía sentir una buena chica.
Pero, por más que proteste, un examen sincero de mí misma y de mis relaciones con el mundo me revela que yo también formo parte del problema. Me doy cuenta, por ejemplo, de que desconfío más de los mexicanos que de los blancos, constato también que soy adicta a un estilo de vida que sólo puede mantenerse a expensas de la gente más pobre del planeta -una situación sostenida, por otra parte, gracias al poder militar- y advierto, que el problema de la polución no está desvinculado de mi despilfarro de los recursos energéticos y la creación de desperdicios. De este modo, la línea que antaño me separaba claramente de los malos ha terminado esfumándose.

Cuando luchaba contra la guerra de Vietnam me molestaba ver a personas vestidas con uniforme militar.
Recuerdo que pensaba: «¿Cómo puede este muchacho ser tan estúpido como para ponerse un uniforme?
¿Cómo puede ser tan dócil y crédulo como para creerse las historias que cuenta el gobierno sobre Vietnam?»
Sólo pensar en los terribles atropellos que, con toda probabilidad, habría cometido en Vietnam me ponían enferma.
Años después del final de la guerra, un pequeño grupo de veteranos de Vietnam quiso hacer un retiro en nuestra granja de Watsonville. Al principio no estaba muy segura de si debía acceder a su petición pero finalmente accedí. Ese fin de semana escuché a una docena de hombres y mujeres que a su regreso al hogar debieron afrontar el ostracismo al que se les sometió por haber participado en la guerra y se vieron obligados a luchar de nuevo para poder superar esta experiencia.
Contaron cosas terribles sobre lo que habían visto o hecho y otras, en cambio, de las que se sentían orgullosos.

Expusieron también las razones que les habían movido a alistarse: su amor a los Estados Unidos, su voluntad de servicio, su valentía y su deseo de llegar a ser héroes. Se daban cuenta también de cómo habían traicionado sus aspiraciones iniciales hasta el punto de llegar a desconfiar de su propio juicio. Algunos de ellos dudaron incluso de su propia humanidad. Se preguntaban si su participación en la guerra había tenido algún sentido y si el sacrificio de sus camaradas había servido para algo. Su angustia me dejó tan inerme que, a partir de ese momento, dejé de considerarlos meros agentes del mal.
¿Cómo había llegado a transformar a los militares en mis enemigos? ¿Acaso aquellos vilipendiados soldados me habían proporcionado una coartada para inhibirme de mi propia responsabilidad por lo que mi país había hecho en Vietnam? ¿Acaso mi odio y rigidez me habían impedido comprender cabalmente la complejidad de la situación? Y, lo que es todavía peor, ¿cómo había afectado, en su momento, la estrechez de mi visión a mi lucha contra la guerra?
Hace algunos años, cuando mi hermana pequeña y su marido -un joven militar de carrera - vinieron a visitarme me enfrenté de nuevo al reto de tener que ver al ser humano que se hallaba dentro del soldado. En esa ocasión, mi cuñado me contó que siendo casi un niño -mientras estaba trabajando en una granja en Utahle lo habían reclutado y adiestrado para ser francotirador.
Una noche, casi al final de su visita, comenzamos a hablar de su trabajo. Aunque mi cuñado había estudiado para trabajar como auxiliar médico todavía cabía la posibilidad de que le requirieran como francotirador. No me habló mucho sobre ese particular porque era secreto pero creo que, aunque no lo hubiera sido, tampoco hubiera querido hablar sobre el tema. En todo caso, dijo que la misión de un francotirador era la de viajar a un lugar extraño, «eliminar» a alguien y perderse entre la multitud.

Cuando te dan una orden -agregó- no puedes objetarla. Te sientes solo e indefenso. Por eso, en lugar de enfrentarse al ejército y, con ello, a todo el país, había elegido no considerar siquiera la posibilidad de desobedecer ciertas órdenes.
Comprendí entonces que el hecho de sentirse aislado le hiciera imposible seguir su propio código moral hasta el punto de desobedecer una orden. Por eso le dije: «Si alguna vez te ordenan algo que crees que no debes hacer llámame de inmediato y encontraré el modo de ayudarte. No estás solo. Conozco a mucha gente que apoyaría con gusto tu decisión». Entonces, mi hermana nos miró con los ojos anegados de lágrimas.
¿Cómo aprendemos a quién debemos amar u odiar? A lo largo de mi breve existencia los enemigos nacionales de los Estados Unidos han cambiado en varias ocasiones. Nuestros adversarios de la Segunda Guerra Mundial -los japoneses y los alemanes- se han convertido en nuestros aliados. La enemistad de los rusos, por su parte, ha sido proverbial aunque también ha habido breves períodos de tiempo en los que las relaciones han mejorado. Los norvietnamitas, los cubanos y los chinos también han cumplido con su papel.

Así pues, si tantos países pueden provocar nuestra ira nacional, ¿cómo podemos elegir entre ellos?
¿Cómo elegimos a nuestros enemigos personales? ¿Seguimos acaso las advertencias de nuestros dirigentes, de los líderes religiosos, de los maestros de escuela, de los periódicos, de la televisión? ¿Odiamos a los enemigos de nuestros padres como parte de nuestra identidad familiar o se trata acaso de los enemigos de la subcultura o del grupo con el que nos identificamos?
¿A qué intereses políticos y económicos sirve nuestra mentalidad hostil?
En una conferencia sobre el holocausto y el genocidio conocí a una persona que me enseñó que -aun en las circunstancias más extremas- no hay motivo para odiar a nuestros enemigos. Mientras me hallaba sentada en el vestíbulo de un hotel después de una conferencia sobre el holocausto nazi entablé una conversación con Helen Waterford. Cuando me enteré de que era una superviviente de Auschwitz le expresé mi repulsa hacia los nazis (aunque creo que sólo estaba tratando de demostrarle que yo estaba en el bando de los buenos).
Cuando me dijo «¿Sabes? Yo no odio a los nazis» me quedé boquiabierta. ¿Cómo podía no odiar a los nazis alguien que había sobrevivido a un campo de concentración?
Supe, entonces, que Helen charlaba periódicamente con un antiguo líder de las Juventudes Hitlerianas.
Hablaban de lo terrible que había sido el fascismo tanto desde dentro como desde fuera de él. Fascinada por el tema me quedé charlando con Helen para aprender tanto como pudiera.
En 1980, Helen se sintió intrigada por un artículo que leyó en un periódico en el que el autor, Alfons Heck, describía su infancia y adolescencia en la Alemania nazi. Siendo un niño el sacerdote de la escuela católica a la que acudía le saludaba con un «¡Heil Hitler!» al que seguía un «Buenos días» y «En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo...». De este modo, Hitler ocupaba, en la mente de Heck, un lugar más elevado que Dios. A los diez años ingresó como voluntario en las Juventudes Hitlerianas y en 1944, cuando apenas había cumplido los dieciséis , escuchó por primera vez que los nazis estaban asesinando sistemáticamente a los judíos y no pudo creérselo. Poco a poco, sin embargo, llegó al convencimiento de que efectivamente había sido cómplice de un genocidio.
La sinceridad de Heck impresionó tanto a Helen que hizo todo lo posible por conocerle. Descubrió que se trataba de una persona tierna, inteligente y afectuosa. Helen estaba dando conferencias públicas sobre sus experiencias del holocausto y pidió a Heck que compartiera con ella el estrado en una próxima conferencia ante un grupo de cuatrocientos maestros de escuela.

Elaboraron así una charla en la que cada uno de ellos expuso cronológicamente su historia personal durante el período nazi.
Helen contó que, en 1934, a los veinticinco años de edad, se había visto obligada a abandonar Frankfurt. Ella y su marido, un contable que había perdido el trabajo cuando los nazis alcanzaron el poder, tuvieron que escapar a Holanda. Allí colaboraron con la resistencia y Helen dio a luz a una niña. Sin embargo, en 1940 los nazis invadieron Holanda y, a partir de 1942, tuvieron que vivir en la clandestinidad. Dos años más tarde fueron descubiertos y enviados a Auschwitz. Su hija se quedó con unos amigos de la Resistencia y su marido terminó sus días en el campo de concentración.
La primera conferencia conjunta fue tan bien que decidieron seguir trabajando en equipo. En cierta ocasión, en una conferencia que realizaron ante un auditorio de ochocientos estudiantes de enseñanza superior le
preguntaron a Heck: «Si le hubieran ordenado disparar contra algún judío, ¿lo hubiera hecho?». El público comenzó a silbar. Heck tragó saliva y respondió: «Sí. Lo hubiera hecho. Obedecía ordenes». Luego, volviéndose hacia Helen le pidió disculpas diciendo que no había querido molestarla. Ella replicó entonces: «Me alegro de que hayas respondido sinceramente. De lo contrario no hubiera podido volver a confiar en ti».
Heck tiene que enfrentarse una y otra vez ante quienes piensan que «quien una vez fue nazi seguirá siéndolo durante toda la vida». La gente le responde: «Hablas muy bien pero no creemos lo que nos dices. Es muy difícil dejar de creer en algo en que has creído». Heck explica pacientemente una y otra vez que pasaron muchos años antes de que pudiera reconocer que había sido educado en la mentira. Por otra parte, los neonazis le llaman por teléfono a altas horas de la madrugada y lo amenazan de muerte: «Aún no te hemos
cogido, traidor, pero no tardaremos en terminar contigo».
¿Qué sentía Helen en Auschwitz hacia los nazis? «No me gustaban pero no puedo decir que deseara matarlos.
Nunca lo sentí así. Creo que no soy una persona rencorosa». Por otra parte, Helen se ve frecuentemente hostigada por los mismos judíos que la censuran por no odiar, por no desear la venganza. «Es imposible que no les odies» -le dicen.

En las conferencias sobre el holocausto y el genocidio y en las conversaciones posteriores que he sostenido con Helen he tratado de comprender qué es lo que le ha permitido ser tan objetiva y no acabar culpando al pueblo alemán por el holocausto, por su sufrimiento y por la muerte de su esposo y he llegado a la conclusión de que la respuesta radica en su apasionado estudio de la historia.
La mayoría de las personas cree que la única explicación posible del holocausto nazi es que fue la obra de un loco pero, en opinión de Helen, ese tipo de conclusiones nos impide pensar que cada uno de nosotros podemos vemos implicados en un holocausto. La valoración de la salud mental de Hitler -afirma- importa menos que el examen minucioso de las fuerzas históricas y del modo en que Hitler las manipuló.
«A medida que se acercaba la guerra -me dijo Helen- comencé a leer e informarme de todo lo que había ocurrido des de 1933, cuando mi visión del mundo se colapsó. Leía continuamente. ¿Cómo había podido desarrollarse "el estado de las S.S."? ¿Cuál fue el papel desempeñado por la Gran Bretaña, Hungría, Yugoslavia, los Estados Unidos y Francia? ¿Qué es lo que había propiciado el holocausto? ¿Cuáles fueron los pasos concretos que lo permitieron? ¿Qué es lo que buscan las personas cuando participan en movimientos fanáticos? Creo que éste es el tipo de preguntas que seguiré haciéndome hasta el fin de mis días».

Quienes trabajamos por el cambio social tendemos a considerar a nuestros adversarios como enemigos, a estimarlos indignos de nuestra confianza, a sospechar de ellos y a creer que son moralmente inferiores a nosotros. Saul Alinsky, un brillante sociólogo, explicó las razones de esta polarización del siguiente modo:
Uno sólo actúa de manera resuelta cuando tiene la convicción de que los ángeles están de su parte y los demonios se hallan entre las filas del enemigo. Un líder puede dudar a la hora de tomar una decisión y sopesar una y otra vez las virtudes y los defectos de una determinada situación que es, por así decirlo, un cincuenta y dos por ciento positiva y un cuarenta y ocho
por ciento negativa. Pero una vez que ha tomado una decisión debe actuar como si su causa fuera un cien por cien positiva y la del contrario, en cambio, fuera cien por cien negativa...

Durante la disputa que sostuvimos [en Chicago] con el inspector general de enseñanza media, muchos liberales nos decían que, después de todo, no era malo al cien por cien, ya que iba regularmente a misa, era un buen padre de familia y se mostraba bastante generoso en sus obras de caridad. ¿Os imagináis en medio de un conflicto diciendo que Fulanito es un bastardo y un racista y tratando de aligerar después el impacto de vuestras palabras matizando sus extraordinarias virtudes? Políticamente hablando eso sería una estupidez.
Sin embargo, la demonización de nuestros adversarios tiene un coste enorme ya que constituye una estrategia que asume y perpetúa tácitamente nuestra peligrosa mentalidad hostil.
En lugar de prestar una atención exclusiva al cincuenta y dos por ciento de «maldad» que hay en mi adversario debería atender al otro cuarenta y ocho por ciento y partir de la premisa de que en cada adversario tengo en realidad un aliado que puede permanecer en silencio, vacilar u ocultarse a mi mirada. Quizás no sea más que el sentimiento de ambivalencia que tiene respecto a las partes moralmente reprobables de su personalidad o de su trabajo. Sin embargo, ese tipo de dudas raramente tienen la oportunidad de manifestarse debido a la influencia abrumadora de la presión del contexto social en el que nos encontramos y lo mismo ocurre con mi capacidad para ser su aliado. En 1970, cuando todavía no había terminado la guerra de Vietnam, un grupo de personas pasamos el verano en Long Beach, California, organizando protestas contra una fábrica de napalm. Se trataba de una fábrica pequeña cuya única función era la de mezclar los elementos químicos y poner el napalm en las carcasas. Pocos meses atrás, una explosión accidental había arrojado fragmentos de napalm a las casas y los campos del vecindario. Ese incidente trajo, en un sentido bastante literal, la guerra a casa y movilizó a todos los opositores a la guerra de la comunidad. A petición suya nos desplazamos para reforzar y trabajar con el grupo local. Juntos organizamos una gira con proyección de diapositivas sobre el complejo militar dirigida a los líderes de la comunidad y enviamos piquetes a la fábrica. También conseguimos una entrevista con el presidente del consejo de administración.
Durante tres semanas nos dedicamos a preparar esta entrevista, estudiamos detenidamente el holding, su situación financiera, si había algún proceso jurídico pendiente sobre su presidente y nos informamos todo lo que pudimos sobre su vida personal, su familia, su iglesia, su club, sus hobbys, etcétera. También analizamos minuciosamente su fotografía y pensamos seriamente tanto en las personas a las que amaba como en las personas que le amaban tratando de comprender su visión del mundo y el contexto en el que se movía.

Discutimos mucho sobre lo enfadados que estábamos con él por la parte que le correspondía en la muerte y mutilación de niños en Vietnam. Pero por más que el odio nos ayudaba a sostener firmemente nuestra decisión llegamos a la conclusión de que manifestárselo así no haría más que ponerle a la defensiva y reduciría, por tanto, la eficacia de nuestra acción.
Tras estos preparativos, cuando llegó el momento en que tres de nosotros fuimos a visitarle ya no se trataba de un extraño. No le culpamos personalmente ni tampoco atacamos a su corporación. Simplemente le pedimos que cerrara la planta, no renovara su contrato con el gobierno y pensara en las consecuencias que se derivaban de las actividades de su fábrica. Le dijimos también que conocíamos los puntos débiles de su corporación (poseía una cadena de moteles que podían ser boicoteados) y añadimos que seguiríamos trabajando estratégicamente para obligar a su compañía a abandonar el negocio de abrasar a las personas. También hablamos de otros contratos similares de la compañía. No bastaba con cambiar una pequeña parte de las funciones de la corporación y para ello sacamos a relucir el tema de la dependencia económica de la fábrica con el negocio de las municiones y la guerra.

Nuestro principal interés era que nos viera como personas similares a él. Si nos hubiéramos presentado como un grupo de radicales apasionados casi le hubiéramos obligado a rechazar nuestras demandas. Asumimos, pues, que él ya cargaba con sus propias dudas y consideramos que nuestro papel era el de prestarle nuestra voz. Nuestro objetivo, por tanto, fue el de infiltrarnos -a nosotros y a nuestro punto de vista- en su contexto de tal modo que pudiera recordarnos y tener en cuenta nuestra postura a la hora de tomar decisiones.
Cuando dos meses más tarde llegó el momento de renovar el contrato su compañía no pujó por él.
Pero trabajar a favor del cambio social sin apoyarse en el concepto de enemigo suscita problemas prácticos concretos. ¿Qué debemos hacer, por ejemplo, con todo el odio que estamos acostumbrados a descargar sobre nuestros enemigos? ¿Es posible odiar acciones y políticas sin odiar a quienes los representan? ¿Acaso no minará nuestra determinación la empatía con aquellos que representan las acciones a las que nos oponemos?
No me engaño a mí misma creyendo que todo funcionará a la perfección si nos amigamos con nuestros adversarios. Reconozco que ciertos estrategas militares toman decisiones que nos ponen en peligro a todos nosotros. Sé también que algunos oficiales de policía desean mostrar su hombría cuando arrestan a alguien.

Sin embargo, tratar a nuestros enemigos como aliados potenciales no implica necesariamente aceptar irracionalmente todas sus acciones. Nuestro desafío consiste en invocar a la humanidad que habita en el interior de cada uno de nuestros adversarios y en ampliar el rango de respuestas posibles. Ojalá hallemos un camino entre el cinismo y la ingenuidad.

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