viernes, 7 de febrero de 2014

Encuentro con la Sombra, parte 35

25. LOS PELIGROS
DE LA INOCENCIA
Rollo May


Destacado psicólogo y profesor; es autor de numerosos libros, entre los que cabe destacar The Meaning ofAnxiety; Man's Search for HimYo; Love and Will; The Search for Beauty y Power and Innocence.

Para poder asumir la responsabilidad de las consecuencias de nuestras acciones debemos tomar conciencia de que la existencia humana es gozo y aflicción. En ocasiones las necesidades del dragón o de la Esfinge que se hallan en mi interior pueden ser irrefrenables y, en consecuencia, mis intenciones pueden ser malas pero -en cualquiera de los casos en lugar de proyectar esa parte de mí mismo debo hacer lo que esté en mi mano por asumirla.

No podemos fundamentar ninguna ética en el crecimiento porque éste puede ser tanto bueno como malo.
Cada día crecemos a la enfermedad y la muerte. Hay muchos neuróticos que comprenden mejor que el resto de nosotros, que sus miedos crecen y maduran porque reconocen -aunque de un modo neurótico, es cierto- que a cada paso que damos nos aproximamos más a la muerte. El cáncer es un fenómeno de crecimiento, un crecimiento desproporcionado en el que algunas células se desarrollan desmedidamente más allá de todo control. El sol suele ser bueno para el cuerpo pero si padecemos de tuberculosis debemos protegernos de él porque su acción estimula extraordinariamente el crecimiento de los bacilos t.b. Para alcanzar el equilibrio necesitamos, pues, un criterio más profundo que el que nos proporciona una ética basada exclusivamente en el crecimiento.

Quizás pudiéramos preguntarnos por la relación que existe entre la ética que sugerimos aquí y la ética que nos ofrece el Cristianismo. Pero para ello conviene entender al Cristianismo en términos realistas, es decir, prestando más atención a lo que ha llegado a ser que a lo que dijo Jesús. La ética cristiana se originó en el sistema jurídico del «ojo por ojo y diente por diente» del Antiguo Testamento, un concepto de justicia basado en el equilibrio de males. Más tarde la ética cristiana y hebraica fue evolucionando y comenzó a prestar atención a la actitud interna: «Un hombre es lo que piensa en lo más profundo de su corazón», un criterio que terminó dejando paso a la ética del amor basada en el mandamiento capital, «Ama a tus enemigos».

Pero a lo largo de toda esta evolución nos hemos olvidado de que el hecho de amar a nuestros enemigos es una cuestión de gracia. Se trata, en palabras de Reinhold Neibhur, de «una posible imposibilidad» que sólo puede llevarse a cabo mediante un acto de gracia. El hecho de amar a Hitler, por ejemplo, requeriría de mi parte un acto de gracia que en este momento no estoy en condiciones de llevar a cabo. Si prescindimos de la gracia, el mandamiento de amar a nuestros enemigos se convierte en un mero principio moral que sólo puede lograrse mediante el esfuerzo moral de trabajar sobre nuestro propio carácter. Pero, de ese modo llegamos, en ocasiones, a algo completamente diferente: una forma supersimplificada e hipócrita de aspiración ética, una especie de gimnasia moral basada en bloquear ciertos aspectos de nuestra conciencia que impiden finalmente que realicemos las acciones realmente válidas para el verdadero progreso social. En este sentido, la persona inocente, la persona que carece de «la sabiduría de las serpientes», puede causar mucho daño sin saberlo.

Si observamos la evolución cultural también podremos advertir que en los últimos cinco siglos la ética de la Cristianismo se ha aliado con el individualismo renacentista que enfatiza la certeza en las propias creencias y
ha terminado originando una ética del individuo encerrado en sí mismo y celoso de su soledad. Esta ética resulta particularmente evidente en las sectas protestantes americanas fomentada por el individualismo propio de la vida de la frontera. De aquí deriva el gran hincapié que se ha hecho en Estados Unidos en vivir sinceramente de acuerdo a las propias convicciones. Por ello idealizamos a quienes suponemos que vivieron de ese modo, como Thoreau, por ejemplo. De ahí deriva también el énfasis en el desarrollo del carácter, que en Estados Unidos parece ir siempre acompañado de ciertas connotaciones morales fomentando una actitud a la que Woodrow Wilson denominaba «el carácter que le hace a uno intolerable ante los ojos de los demás».

Luego, la ética y la religión terminaron convirtiéndose en un asunto dominical y el resto de la semana fue relegado a hacer dinero. De este modo llegamos a la curiosa paradoja que nos brinda el hombre de carácter impecable que dirige una empresa que explota a miles de trabajadores. Es interesante constatar que el fundamentalismo, esa forma de protestantismo que subraya los rasgos más individualistas del carácter, tiende a ser también la secta más nacionalista y belicosa y más fanáticamente contraria a cualquier forma de
entendimiento internacional con China o Rusia.
No podemos -en realidad, no debemos- abandonar nuestra preocupación por la integridad y por la valoración de lo individual. En mi opinión, sin embargo, los logros alcanzados por el individualismo que surgió en el Renacimiento deben armonizarse con el desarrollo de una nueva solidaridad, un compromiso deliberadamente asumido de corresponsabilidad con el resto de los seres humanos. En estos días de comunicación de masas no podemos seguir desoyendo las necesidades de nuestros semejantes ya que ignorarlas sería suicida.

 A diferencia de lo que ocurre con el amor ideal, la comprensión -comprender a nuestros enemigos del mismo modo que nos comprendemos a nosotros mismos- cae dentro de nuestras posibilidades. En la comprensión se asienta el origen de la compasión, de la piedad y de la caridad.
Es evidente que las potencialidades del ser humano se mueven en una dimensión vertical de dos direcciones.
Así pues, para crecer hacia lo alto es también imprescindible hacerlo hacia lo bajo. Como decía Daniel Berrigan: «Cada paso que damos hacia arriba nos abre también un camino hacia las profundidades». No podemos seguir creyendo ingenuamente que la virtud se alcanza renunciando al vicio; es imposible definir nuestro ascenso ético en términos de lo que hemos abandonado. Este tipo de bondad no es más que mera arrogancia. La maldad absoluta, si no se halla sazonada por el bien, resulta insípida, banal y apática. Esta sensibilización hacia el bien y hacia el mal resulta actualmente esencial para el desarrollo de nuestra creatividad.

En pocas palabras, nuestra capacidad para el mal depende de la disposición a abandonar nuestra pseudoinocencia. En la medida en que sigamos pensando unidireccionalmente seguiremos encubriendo nuestras acciones tras la cortina de humo de hipócritas súplicas de inocencia. Pero esta fuga antediluviana de la conciencia ya no es posible porque somos los únicos responsables de nuestras acciones y, por tanto, también somos los únicos responsables de tomar conciencia de sus consecuencias.
Para una persona que se halla en proceso psicoterapéutico resulta especialmente difícil aceptar que su capacidad para el mal corre pareja a su capacidad para el bien. Los pacientes están tan acostumbrados a su propia impotencia que tomar conciencia de su propio poder desequilibra su disposición vital e ignoran lo que podrían hacer en el caso de admitir su propio mal.

Sin embargo, constituye una verdadera liberación para cualquier ser humano llegar a comprender que también tiene un aspecto negativo, que lo daimónico es potencialmente bueno y malo al mismo tiempo y que, por tanto, resulta imposible desprenderse del mal. Del mismo modo también resulta muy positivo advertir que gran parte de nuestros logros están impulsados por el conflicto que genera este impulso daimónico. Sólo la experiencia nos hace ver que la vida es una combinación de bien y de mal, que el bien en estado puro no existe y que si el mal no fuera posible el bien no podría existir. La vida no consiste en lograr el bien aislado del mal sino a pesar de él.

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