martes, 21 de mayo de 2019

¿Qué es la fe? parte 4


El sentimiento de fe
 

El sentimiento de fe es el sentimiento de la vida fluyendo en el cuerpo de un extremo a otro, desde el centro a la periferia y vuelta de nuevo. El individuo se siente como una unidad, como un continuo. Los diferentes aspectos  de su personalidad están integrados. No es una persona espiritual en tanto que opuesta a una persona sexual; no es sexual el sábado por la noche y espiritual el domingo en la mañana. No tiene dos caras. Su sexualidad es una expresión de su espiritualidad, porque es un acto de amor. Su espiritualidad tiene un sabor terrenal; es el espíritu de la vida, que respeta tal y como se manifiesta en todas las criaturas de la tierra. No es una persona cuya mente domine a su cuerpo, ni un cuerpo sin mente.

Pero igual de importante es su sentido de continuidad. La persona viene del pasado, existe en el presente, pero pertenece al futuro. La vida es un proceso continuo, un constante desvelar posibilidades y potencialidades que están ocultas en el presente. Si no se tuviera alguna esperanza y compromiso hacia el futuro, la propia vida se paralizaría, que es lo que les ocurre a los deprimidos.

El sentido de continuidad también es horizontal. Estamos metabólicamente conectados con todos los seres vivientes de la tierra, desde los gusanos que orean el suelo hasta los animales que nos proporcionan nuestra diaria alimentación. Sentir esta sensación de estar conectado y actuar de acuerdo con ésta, es la característica del hombre de fe, de un hombre que tiene fe en la vida. La propia fe es tan fuerte como la propia vida, porque es una expresión de la fuerza vital dentro de cada persona.

La gente que tiene verdadera fe se distingue por una cualidad que cualquiera reconoce: la gracia. Una persona con fe está llena de gracia en sus movimientos, porque su fuerza vital fluye fácil y libremente a través de su cuerpo, con la vida y con el universo. Su espíritu está encendido y la llama de la vida brilla dentro de ella. Tiene un lugar en su corazón para cada niño, porque cada niño es su futuro, y tiene respeto por los mayores porque ellos son la fuente de su ser y el fundamento de su sabiduría.

La erosión de nuestras raíces

Las condiciones que predisponen a un individuo a la depresión no son privativas de nuestra época. Los niños de antes también sufrían la pérdida del amor de la madre, aunque era menos corriente que ahora. Por otro lado, existía un mayor contacto corporal entre la madre y el niño.
Dice Montagu: “Las prácticas impersonales de crianza que han estado de moda durante mucho tiempo en los Estados Unidos, junto a la ruptura temprana de la unión madre-hijo y a la separación entre madres e hijos por la interposición de biberones, mantas, ropas, cochecitos, cunas y otros objetos físicos, crean individuos que son capaces de vivir solos, aislados, en medio de un mundo superpoblado, materialista y apegado a las cosas”.

Otro aspecto importante es la disminución en frecuencia y duración, del amamantamiento del niño. Reduce la regularidad del contacto corporal entre madre e hijo, que cumple la importante función de estimular el sistema de energía en el niño. El criar al pecho profundiza la respiración del niño y aumenta su metabolismo; además llena las necesidades eróticas orales del niño, proveyéndole de una profunda sensación de placer que se extiende desde los labios y la boca por todo el cuerpo. Con este solo acto, la madre afirma la incipiente fe del niño en el mundo (que a esa edad es la madre) y la suya propia en sus funciones naturales. Erikson  considera que: Si gastáramos una fracción de nuestra energía curativa en acción preventiva -es decir, promoviendo la alimentación al pecho- podríamos evitar muchas de las desgracias y muchos de los problemas que vienen de trastornos emocionales.  

Lo fundamental en la relación madre-hijo no es tanto el amamantar, sino la fe y la confianza. A través de esta relación el niño adquiere, o un sentimiento básico de confianza en el mundo, o la necesidad de luchar contra dudas, ansiedades y culpabilidades sobre su derecho a obtener lo que quiere o lo que necesita. Quien no está seguro de tener ese derecho, dudará también de poder llegar al mundo, y lo hará con precaución y sin una entrega total. La ambivalencia preside sus actuaciones; alcanza algo y se retrae al mismo tiempo. Desgraciadamente, el individuo no es consciente ni de su ambivalencia ni de su desconfianza. Su retraimiento se ha estructurado en tensiones musculares crónicas, que durante mucho tiempo han sido el modelo de sus movimientos.

Cuando un niño pierde la fe en su madre, empieza a perder la fe en sí mismo y a desconfiar de sus sentimientos, de sus impulsos y de su cuerpo. Siente que algo va mal y que no puede confiar en que sus funciones naturales le proporcionen la relación y armonía con el mundo.
Parece que eso es lo que pretende imponer  nuestra civilización occidental con una regulación artificial excesivamente rigurosa de las funciones corporales de los niños pequeños. Implantan el pertinaz metrónomo de la rutina dentro del bebe o del niño pequeño para regular las primeras experiencias con su cuerpo y con su entorno físico inmediato. Después de esta socialización tan mecánica, se le anima a que se desarrolle dentro de un burdo individualismo. Persigue ambiciones, anhelos, pero permanece compulsivamente en carreras estandarizadas. Esto a conducido al dominio de la máquina, pero también a una corriente subterránea de eterno descontento y desorientación individual.

La actitud occidental hacia las funciones corporales cabe describirla como de dominio y control, en oposición a una actitud de reverencia y respeto que es propia de los pueblos primitivos.
El poder no nos ha dejado ver la realidad de nuestra existencia, olvidando que dependemos de esta tierra para nuestro bienestar y para nuestra existencia, y hemos adoptado la misma actitud respecto a nuestros cuerpos. Olvidamos la realidad de que nuestra voluntad y nuestra mente dependen absolutamente del funcionamiento sano y natural del cuerpo.

Trastornos en la relación madre-hijo

Nadie puede comprender a un niño tan bien como su madre. Antes de su nacimiento formó parte  de su cuerpo, fue alimentado por su sangre y estuvo sujeto a las corrientes y a la carga que fluyen por el cuerpo de la madre. Puede comprender al niño tan bien como comprende a su propio cuerpo. El auténtico problema aparece, sin embargo, cuando una madre no esta en contacto con su propio cuerpo y con sus sentimientos. Si una madre no tiene fe en sus propios sentimientos, no tendrá fe en las respuestas de su hijo, o no teniendo fe en ella misma, no la tendrá para transmitírsela a su hijo.

¿En que momento se rompió esa transmisión de la fe? Antes, la unión entre madre e hijo era inmediata, cuerpo con cuerpo. Dar a luz y alimentar eran actividades sagradas. Su amor por el niño se vertía en la leche con que le amamantaba. De acuerdo con el Dr. Newton, una relación madre-hijo sin una lactancia agradable es una posición psicofisiológica similar a un matrimonio sin un coito agradable.

Los peores efectos de la tecnología, el poder , el egoísmo y la objetividad han sido los relativos a los trastornos en la relación normal madre-hijo. A medida que estas fuerzas avanzan, las mujeres se sienten tentadas a abandonar la crianza de los niños.
La mujer que no amamanta debe confiar en los conocimientos de su pediatra para encontrar la receta apropiada. Con este acto ha renunciado a la fe en sí misma. Al transferir su responsabilidad al médico, tendrá que depender de los conocimientos de éste, y no de su innata intuición, para criar al niño, lo cual, coloca una barrera entre madre e hijo al inhibir su reacción espontánea y al forzarla considerar si sus acciones son o no apropiadas. Seguir el consejo del médico le dará la ilusión de que sabe lo que hace, pero no sustituirá a la respuesta amorosa, que es una expresión de fe y de compresión.

Nadie conoce cabalmente a un niño ni sabe como criarlo. Lo que sí puede en comprenderle, comprender su deseo de ser aceptado tal como es, amado por el sólo hecho de ser, y respetado como individuo. Podemos comprenderlo porque todos tenemos los mismos deseos. Podemos entender su deseo de ser libre; todos queremos ser libres. Podemos entender su insistencia en autorregularse; a todos nos molesta que nos digan qué tenemos que hacer, que comer, cuando ir al baño, que vestir, y cosas por el estilo. Podemos comprender a un niño cuando comprendemos que nosotros también somos como niños.
El placer que un padre tiene con su hijo comunica al niño el sentimiento de que su existencia es importante para los que le rodean. Y la satisfacción que un hijo tiene con su padre surte el mismo efecto en este último.

A los niños se les debe enseñar los dominio de una cultura si se quiere que se adapten a ella. Pero -y Erikson opina lo mismo- no se puede hacer a expensas de la viveza y sensibilidad del cuerpo.

Las relaciones antitéticas no tienen porque producir conflicto; el conocer no supone automáticamente falta de comprensión; no tiene por qué ser verdad que el poder destruya el placer o que el ego deba negar al cuerpo del papel que le es propio, y no todas las civilizaciones han sido tan nefastas para la naturaleza como la nuestra. Cuando estas fuerzas opuestas se equilibran armoniosamente, más que un antagonismo lo que crean es una polaridad. En una relación polarizada, cada oponente soporta y potencia al contrario. Un ego enraizado en el cuerpo recibe fuerza de éste y a su vez sostiene y aumenta los intereses del cuerpo. La polaridad más evidente en nuestras vidas es consciencia e inconsciencia o vigilia y sueño. Todos sabemos que un buen sueño nocturno permite funcionar bien durante el día, y que un trabajo satisfactorio durante el día facilita el sueño y el placer de dormir.

El precio que pagamos por una civilización altamente tecnificada es la erosión de nuestros recursos naturales y la destrucción de nuestro entorno natural. Análogamente, un exceso de poder disminuye nuestra capacidad de disfrute. Cuando nos convertimos en perseguidores del poder, perdemos de vista el sencillo disfrute de utilizar nuestros cuerpos. El conceder una importancia  excesiva a nuestro ego acaba siempre en una negación del cuerpo y sus valores.

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