martes, 26 de junio de 2018

Sobrevivir. Lecciones del Reino Animal, parte 4


NEGREROS Y SOCIALISMO


Así comienza la caza de esclavos de las hormigas amazonas: un cálido día de verano, a eso de las dos de la tarde se ha reunido un pequeño grupo de veinte hormigas exploradoras de regreso junto a la entrada del hormiguero. Los animales introducen la parte trasera de sus cuerpos en los agujeros de la entrada y dejan escapar un olor especial que se extiende por el laberinto subterráneo. El mensaje quiere decir: ¡Alarma! ¡Todos los soldados arriba! ¡Vamos a comenzar una nueva campaña!
Segundos después, una agitada masa de hormigas amazonas surge de la tierra y forma una columna de marcha: primero la vanguardia, con un centenar de guerreros; en el centro, el cuerpo del ejército, unos dos mil insectos que forman una columna de diez centímetros de anchura y un metro y medio de longitud. A la retaguardia, las fuerzas de intendencia, unas mil esclavas que fueron capturadas en expediciones bélicas anteriores y ahora tienen que ayudar a sus dueños a someter a otras a su misma suerte.

El ejército marcha en línea recta, no hay la menor duda sobre la dirección a seguir. Las exploradoras tuvieron sumo cuidado en ir dejando huellas señalizadoras. Tras de haber recorrido unos cincuenta metros, los insectos se detienen y dejan ahí a sus esclavas antes de proseguir la marcha. Las esclavas no deben participar en la lucha. Su misión consiste en recibir a las esclavas que se consigan en el ataque y conducirlas a su nueva casa.
Al cabo de una hora y cuarto, la avanzada del ejército llega al hormiguero enemigo. De inmediato, las cien hormigas soldado que forman la vanguardia se vuelven en dirección al grueso de la tropa y dejan escapar otra señal olfativa: ¡Adelante, al ataque! Rápidamente el ejército de las amazonas cierra filas y se precipita en el hormiguero de sus víctimas.

El observador se hace de inmediato una pregunta: pese a su número, las atacantes son mucho menos que las ocupantes del estado atacado y, corporalmente, son casi tan fuertes y grandes. ¿Por qué razón esos ataques por sorpresa terminan regularmente con la victoria de las amazonas?
La respuesta es: porque las atacantes usan un arma secreta. Investigadores de la Universidad de Harvard han descubierto esto. Tan pronto como una de las atacantes encuentra resistencia, deja escapar una combinación de olores que producen dos efectos. El primero es que atrae hacia aquel lugar a todas las cazadoras de esclavos que se encuentren a una distancia de hasta siete centímetros. Gracias a eso se concentran grandes fuerzas atacantes en los lugares estratégicos, por lo que hay superioridad atacante donde las escaramuzas son más decisivas.

Por otra parte, esa combinación de olores provoca el pánico en las atacadas. Tan pronto como perciben ese olor lo dejan todo abandonado y salen del hormiguero buscando la huída sin tratar de defenderse.
¿Por qué ocurre así? Las hormigas atacantes imitan la substancia alarmante que la especie de las esclavas utiliza para provocar la alarma y avisar a sus compañeras de hormiguero de la existencia de un grave peligro. Son substancias de propaganda. Es como si alguien con autoridad inapelable, hubiera gritado: ¡Sálvese quien pueda! Algo así como un arma de difusión.
Efectivamente, los investigadores califican a estos olores de substancias de propaganda, pues causan sobre las atacadas un efecto desmoralizador tan grande, que se prolonga por mucho tiempo, hasta el punto de que las que logran huir no vuelven jamás a ocupar su antiguo hormiguero.
Pero tanto si las sorprendidas víctimas huyen en todas direcciones, asustadas por la propaganda del terror, o son muertas por las amazonas, el resultado es siempre el mismo: las atacantes se apoderan de tantas crías como pueden transportar a su hormiguero. Crías que, poco después, se convertirán en obreras, en esclavas.

Éstas comienzan de inmediato a realizar los trabajos que ya vienen programados en su herencia genética: limpieza y construcción del hormiguero, recibir alimento y masticarlo para después  entregarlo una vez hecho digerible, así como también salir fuera a buscar alimento, recogerlo, transportarlo y ponerlo a disposición de sus nuevas señoras.
Mientras las esclavas hacen todo esto, las cazadoras de esclavos están cómodamente en el hormiguero, van perezosamente de un lado a otro, se dejan alimentar por las obreras extranjeras y esperan a que llegue el día de emprender una nueva operación.

El profesor Wilson, de la Universidad de Harvard, quiso averiguar qué pasaba si de repente las hormigas esclavistas, se quedaban sin prisioneras. En un hormiguero artificial, sacó con pinzas a todas las esclavas. Poco después, las señoras empezaron a dar muestras de nerviosismo y se pusieron a buscar por todo el hormiguero, hasta que se dieron cuenta de que no les quedaba más remedio que trabajar. Y se pusieron a hacerlo. Es decir, saben trabajar, pero, ¡si pueden, prefieren que otras trabajen por ellas!
Aunque, si todo hay que decirlo, su forma de trabajar es un auténtico desastre. Las larvas (sus propias crías) quedaron descuidadas y solo las alimentaban de manera irregular y no las limpiaban en absoluto. En el hormiguero reinaban el desorden y la suciedad. Eso condujo al cabo de pocos días a una total desidia y descuido corporal en todos los miembros.

Cuando el investigador puso de nuevo en el hormiguero a las esclavas, volvieron el orden, la salud y, como no, también la pereza crónica de sus amas.
Hay que decir que entre las treinta y cinco distintas especies de hormigas que tienen esclavas hay algunas cuyos miembros son ya totalmente incapaces de trabajar aun cuando quisieran hacerlo. Entre ellas están las hormigas amazonas. Sus pinzas mordedoras le sirven para abrir un agujero, o triturar la cabeza del enemigo, o tomar las larvas capturadas, pero no le servirán en absoluto para limpiar el hormiguero ni cambiar su estructura, para alimentar a las crías ni para partir los alimentos. Son incapaces de valerse por si mismas hasta tal punto de que ni siquiera pueden alimentarse solas. Cuando tienen hambre, se ven obligadas a llamar a una esclava que les coloca la comida en la boca abierta.
La existencia total, completa, de la clase de los señores depende en absoluto de la existencia de personal sirviente. Sin él la hormiga amazona se ve condenada a morir de hambre. Consecuentemente, ¿no podría decirse que la hormiga amazona se ha convertido en esclava de sus esclavas?

El estado socialista ideal, en el cual todos  son (casi) iguales, en el que no hay ni ricos ni pobres, hambrientos junto a quienes lo que pueden comer todo, apenas un poco más para los funcionarios, ni explotadores ni explotados, ese estado que los hombres sueñan, existe realmente en la Tierra: el las abejas, las hormigas y los termes. ¿Un socialismo (casi) ideal como fórmula de sobrevivencia para esos animales?
En el interior de esos estados de millones de habitantes que son los hormigueros, la alimentación de las hormigas está regida por un socialismo, que no conoce otra división que la que establecen los tiempos de abundancia o escasez y que supera todas las fórmulas de igualdad de derechos existentes en las formas humanas sociales más avanzadas.

Si una hormiga hambrienta encuentra una compañera cuyo buche está lleno de comida, se detiene y con un juego de señales y toques comienza a pasarle las antenas por la cabeza, a acariciarle las mejillas con las patitas delanteras y a lamerle las proximidades de la boca. Esos gestos, en el lenguaje de las hormigas, significan : “¡Dame algo de comer!” La hormiga harta echa hacia atrás sus antenas, abre sus pinzas, saca la lengua y deja que en ésta aparezca una gotita de líquido nutriente que es lamido golosamente por la hormiga hambrienta.
Si la compañera así alimentada encuentra una tercera hormiga que le pide a ella, que acaba de suplicar, le da algo de lo que ha recibido, pese a que no está harta ni mucho menos. Y la otra con hambre aún cederá, si encuentra otra más hambrienta, una parte del contenido de su estómago.

Esto no tiene que ver con la moral ni la camaradería. Reacciones instintivas impiden al individuo tomar decisiones libres y, con ello, la posibilidad de comportarse egoístamente. La disposición altruista de una hormiga es puesta en marcha cuando su compañera, con la movilidad y la insistencia de sus gestos, demuestra tener un hambre mayor que la suplicada.
Así el estado de alimentación de todo un estado de millones de individuos siempre está en un nivel individual bastante semejante. El carácter instintivo de este comportamiento impide que un animal pida más de lo necesario para, de este modo, enriquecerse injustificadamente.
Claro está que con este sistema los vagos reciben lo mismo que los más aplicados. Pero este pueblo puede pasarse sin estímulos a la producción, puesto que todos los componentes actúan por reacciones instintivas.

Solo se conocen dos inquietantes excepciones, hasta ahora: una de ellas es el escarabajo de alas cortas que anida como parásito en los hormigueros. Se acurruca en los rincones más escondidos del hormiguero y no hace más que pedir, pedir y pedir, y sabe utilizar tan bien los gestos de petición de las hormigas, despertar de tal forma su compasión, que las que pasan junto a él lo toman como a un auténtico hambriento y le ofrecen tres o cuatro veces más alimento que el que le darían a una compañera hambrienta. Así, este parásito, fingiendo unos gestos que no son suyos, engorda y siempre está harto, incluso en los tiempos en que las hormigas de esa comunidad están pasando hambre.
Vemos pues, que ni siquiera en el más perfecto del socialismo alimenticio de los insectos se está a salvo del abuso de los faltos de escrúpulos.



martes, 19 de junio de 2018

Sobrevivir. Lecciones del Reino Animal, parte 3


Cómo los animales conviven con el estrés (continuación)

Otros animales conocen diversas posibilidades para evitar las malas consecuencias del estrés. 
El denominado experimento con la esperanza, realizado con ratas de campo recién capturadas muestra lo siguiente: Si uno de estos animales es arrojado a un tina llena de agua, cuyas paredes lisas no le permiten salir, al cabo de quince minutos de agitarse y nadar de un lado a otro, la rata muere a consecuencia del estrés.
En circunstancias normales, ese tipo de ratas pueden nadar hasta ochenta horas ininterrumpidamente antes de ahogarse. Consecuentemente, la causa de la muerte no es el esfuerzo físico sino solamente el miedo mortal ante una situación sin salida posible.

Al día siguiente se realizó un experimento semejante con otra rata del mismo tipo. En este caso, sin embargo, después de dejar a la rata cinco minutos en el agua se le lanzó una tablilla por la cual pudo trepar y alcanzar un blando nido preparado de antemano. Si se arroja al agua a esa misma rata algo después, pero no se le ofrece la tablilla salvadora, el animal no muere de estrés. Aguanta nadando en el recipiente ochenta horas, animada por la esperanza de que en algún momento se le vuelva a arrojar la tablilla salvadora. De esto puede extraerse que: la esperanza en la ayuda debilita de manera notable los efectos patógenos del estrés.
A la inversa, una sensación de abandono y desesperanza pueden ser causa importante en la génesis de un estrés prolongado.

Otro experimento parece comprobar lo expuesto. Se encerró a un buen número de ratas en jaulas, tan estrechas que prácticamente tenían que permanecer inmóviles. Durante cuatro días se sometió a las ratas a frecuentes descargas eléctricas en la punta de sus colas. La mitad de las ratas estaban obligadas a soportar la situación sin hacer absolutamente nada, mientras que el resto podía mover sus patitas delanteras, con las que giraban una especie de noria cuando intentaban escapar del dolor. Huían, aunque solo fuera ilusoriamente. Sin embargo, las consecuencias patógenas del estrés fueron mucho menores en esas ratas que en las otras que, al recibir la sacudida, no podían escapar.
Sucede que no hay forma de apreciar externamente si una rata padece de estrés. Hay que matarlas después del experimento y medir la extensión total de sus úlceras de estómago. Los milímetros de úlcera determinan exactamente la presión del estrés.

Incluso en una situación tan desesperada como la de las ratas encerradas en jaulas pegadas a su cuerpo, puede hacerse algo para aminorar las consecuencias patógenas del estrés, aunque el acto pueda parecernos carente en absoluto de sentido. Si la fuga no es posible, podemos inventarnos una fuga aparente. Con esto el daño queda reducido a una tercera parte. Los etólogos llaman a esta conducta contra reacción mediante un acto sustitutivo. Algo que debería dar valor a los hombres que se encuentran en una situación sin salida y oprimidos por el estrés. Un acto sustitutivo adecuado puede ayudarnos a evitar consecuencias graves a nuestra salud.

Otra variante del experimento puso de manifiesto nuevas posibilidades de contrarrestar el efecto negativo del estrés. Se sometió a una rata a descargas eléctricas en la punta del rabo a intervalos irregulares y al cabo de cuatro días se comprobó que la rata había desarrollado úlceras de estómago de una longitud total de nueve milímetros. Se hizo lo mismo con otra rata, pero cuidando de hacer sonar una señal acústica diez segundos antes de cada descarga eléctrica. En esta última, las úlceras solo alcanzaron un milímetro y medio de longitud.
Los dos animales recibieron el mismo número de descargas, de la misma duración e intensidad. Consecuentemente, el daño corporal motivado por las descargas fue similar. No ocurrió lo mismo con los daños del estrés. El segundo animal aprendió en seguida que solo tenía que sentir miedo durante diez segundos; por el contrario, el otro animalito tenía que vivir en un continuo temor sin saber nunca cuando iba a llegar el momento de la sacudida eléctrica. Así, la posibilidad de preveer una situación desagradable disminuye notablemente las consecuencias del estrés.

Los sabios aún no se han puesto de acuerdo sobre el hecho de si en una comunidad animal -una bandada de gansos, una manada de lobos, un rebaño de cebras o una familia de conejitos silvestres- el establecimiento de una ordenación   jerárquica previamente determinada, disminuye la frecuencia de las luchas internas y la gravedad de la tensión del estrés. Y esto es algo que debe ser considerado al investigar la cuestión si la ordenación jerárquica en la sociedad humana aumenta o disminuye el estrés.

Pruebas de laboratorio con leminges y ratones de pelo rojizo, hablan bien claro a mi juicio. Encerraron en jaulas a los animales que, tan pronto como estuvieron en ellas, establecieron una ordenación jerárquica. Entonces los investigadores metieron en cada una de las jaulas una de esas ruedas de noria que pueden girar sin fin y se propusieron observar cuales eran los animales que más las utilizaban.
Quedó claro que: mientras más bajo era el estatus social del individuo  dentro de la comunidad, con mayor frecuencia se subía al juguete, para intentar inútilmente una fuga imposible. Siempre que un ratón sufría un rechazo utilizaba la rueda. Es decir, los que estaban en los últimos peldaños de la escala social eran los que más intentaban escapar, mientras los jefes casi nunca las utilizaban.

De esto puede deducirse que la realización del instinto de movimiento puede indicar la existencia de una situación de estrés. Igualmente, que si es cierto que la ordenación jerárquica desplaza a las luchas internas, no elimina el estrés, del que solo se libran los animales de alto rango. En las capas más bajas de la población de ratones es donde la carga anímica es más grave.
En una manada de lobos en libertad no cambian las cosas. En periodos de hambre, los miembros de la clase media atacan con creciente hostilidad a los animales de las clases bajas a los que, finalmente, acaban por expulsar de la manada. Los expulsados prolongan durante un tiempo su existencia solitaria, que los vuelve agresivos, pérfidos y peligrosos. Esto, sin embargo, no es un signo de vitalidad, sino la expresión de su última rebeldía que no impide que pronto les llegue la muerte, pues sin el apoyo de la manada el lobo solitario está perdido.

Aunque en los lobos que dejaron su manada la situación no es irreversible. Cuando han escarmentado pueden, en determinadas circunstancias, ser admitidos de nuevo en la comunidad. Los vigilantes de las regiones salvajes del Canadá han sido testigos de este acontecimiento:
En una manada de lobos salvajes en libertad, una loba vieja no quería someterse a la autoridad de las hembras más jóvenes, que se habían hecho mucho más fuertes que ella. Las peleas se hicieron cada vez más frecuentes y crueles hasta que la vieja loba fue expulsada de la manada.

Tres días más tarde, cuando la manada galopaba siguiendo un rastro, la vieja loba se interpuso en su camino… llevando en sus fauces un joven carabú que ella misma había cazado. Era como si les quisiera decir a sus antiguos compañeros: Se las regalo si me dejan que vuelva.
La loba volvió a la comunidad y en los días siguientes pareció totalmente cambiada. Ayudaba a las hembras jóvenes en el cuidado de sus crías, se quedaba frecuentemente de guardia en la guarida, en la caza se mostraba especialmente activa y no volvió a pelear con las otras. En resumen: volvió a ser un miembro útil de la comunidad, con lo cual es casi seguro que logró prolongar su existencia varios años más.
La loba logró vencer su estrés mediante un rendimiento social al servicio de la comunidad.

Los métodos con los que los animales disminuyen los males del estrés se incluyen en la gran fórmula se supervivencia de la naturaleza.
Por una parte, es tan simple que los animales estén en condiciones de aplicarla sin saber nada de esas cosas. Y por otra, no obstante, resulta tan complicada para nosotros, los humanos, que todavía no hemos aprendido a comprender y asimilar con nuestro entendimiento y nuestra razón todas esas cosas que los animales realizan de modo inconsciente.

martes, 12 de junio de 2018

Sobrevivir. Lecciones del Reino Animal, parte 2

Cómo los animales conviven con el estrés (continuación)

Una admisión deprimente: el estrés atonta. Otros experimentos con animales refuerzan este reconocimiento.
Flips era un babuino macho, joven y verdaderamente inteligente. Realizaba, en un abrir y cerrar de ojos, todos los problemas y juegos con cubos y figuras. Hasta que un día sucedió, para él, algo espantoso.
Se abrió la puerta de su jaula y en ella se introdujo Hugo, un babuino desconocido para él, bastante estúpido, pero también bastante musculoso.
Pronto se produjo una dura pelea y el guarda tuvo que separarlos.

Fips y su robusto adversario se convirtieron en vecinos de jaula, aunque separados entre sí por barrotes. El profesor repitió con Fips todos los test de inteligencia que con anterioridad el joven cuadrumano tan diestramente había superado. La sorpresa fue que, en esta ocasión, Fips se mostró aun más torpe que el extraordinariamente estúpido Hugo. Tan pronto como se corrió una cortina entre las dos jaulas, de modo que Fips dejara de sentirse observado por Hugo, el animal volvió a brillar como antes. Sin embargo, si la cortina volvía a abrirse, en ese mismo momento el cerebro de Flips quedaba bloqueado… pese a que la reja que los separaba lo protegía.

En situaciones de temor el hombre reacciona del mismo modo. Por ejemplo, los estudiantes que se sienten asustados cuando durante un examen oral, el profesor se muestra excesivamente severo. El estrés que atenaza a muchos estudiantes, por temor a las malas notas, produce un aumento de la incapacidad de aprender sin aumentar en absoluto el rendimiento. Algo que los pedagogos deberían saber. Si un ser vivo se ve sometido a una situación de estrés durante mucho tiempo, o si ésta se repite de manera frecuente, se crean formas diversas y extrañas de estupidez.

En la Universidad de Munich se han realizado una serie de sorprendentes experimentos con las tupayas. Se trata de animalitos que tienen cierto parecido con nuestras ardillas, pero que son antepasados de los prosimios y, por lo tanto, también del hombre. Pertenecen a la familia de los primates. Las tupayas son de los contados animales en los que resulta fácil advertir, a simple vista, cuando se hallan sometidos a estrés, pues se produce en ellos una erección de pelo, sobre todo del de la cola, que, por lo general, se encuentra liso y plegado, pero que en casos de fuerte presión emocional se eriza y da al rabo un aspecto de limpia botellas. 
Estos mamíferos que viven en el sureste de Asia, son víctimas de una gran tristeza anímica cuando ven cerca a un congénere  que no pertenece a su propia familia, esto es, su hembra o sus crías.
La pregunta que se planteó fue: ¿hasta que punto sufre la salud y que daños corporales produce un aumento de estrés?

En el tiempo comprendido entre las seis de la mañana y las seis de la tarde si una tupaya se ve obligada a ver durante dos horas a un mal enemigo, logra dominar su estrés de manera razonable. Sin embargo, si la situación de estrés se prolonga algún tiempo más, la hembra devora a sus propios hijos. Esto ocurre siempre. El fenómeno no se presenta de improviso, sino que al principio sigue amamantando a sus crías con el cariño de siempre. Pero cuando la presión del estrés se hace demasiado fuerte, salta de manera imprevista y engulle a sus hijos.
Si el estrés dura seis horas diarias, todas las hembras se vuelven estériles y los machos impotentes. En las hembras a punto de parir, las crías aún no nacidas se disuelven de modo total en los jugos corporales de la madre.
Siete horas y quince minutos de estrés diario traen como consecuencia que las tupayas pierdan más del treinta por ciento de su peso en tres días; sus grasas y sus proteínas son consumidas por el miedo permanente. Las palpitaciones cardiacas, la temperatura elevada, la inquietud interna, influyen en toda una cadena de hormonas que, entre otras cosas, causan rápidas contracciones de los músculos cardiacos.

Un estrés continuado, sin ninguna pausa para la recuperación, causa en estos animales un único y definitivo efecto: la muerte, que llega antes que el animal haya alcanzado una delgadez esquelética.
Los daños causados por el estrés al corazón y otros órganos internos son irreparables. Esto hace que el estrés continuado sea, completamente, inadecuado como cura de adelgazamiento en individuos obesos.

La aplicación de estos resultados al hombre, no es absurda. Recientemente en un taller de mecánica de precisión de la ciudad alemana de Essen, la producción sufrió un notable retroceso. Se contrataron nuevas obreras, totalmente sanas que, paulatinamente, al cabo de pocas semanas, empezaron a ser víctimas de enfermedades inexplicables. Como sus antecesoras, tuvieron que ser dadas de baja y sometidas a una cura de reposo. Se recuperaron rápidamente, pero, tan pronto como regresaron al trabajo volvieron a enfermar en pocos días.
La empresa contrató a un psicólogo que, finalmente, acabó identificando al agente patógeno. Se trataba del ingeniero inspector de la producción. Éste había colocado los puestos de trabajo de tal modo que podía llegar por detrás hasta cada una de las obreras, lo que solía hacer caminando silenciosamente, sorprendiendo y asustando así a las mujeres con sus exclamaciones de reproche cuando opinaba que se distraían en su trabajo.
Ese negrero no pudo entender que su método de vigilancia no aumentaba el rendimiento ni la moral de las obreras. Pero se había convertido en un permanente factor de estrés y con su actuación paralizaba la capacidad de trabajo y su moral. 

El Simposium Internacional para la investigación del estrés, en 1977, mantuvo la tesis de que éste no era un caso aislado y propuso que se tomaran medidas para eliminar el estrés, sobre todo el que afecta a los estudiantes.
Debo prevenir, sin embargo, contra el peligro que puede significar para el niño la eliminación radical del estés. Por terribles que sean los ejemplos, hay que admitir que este síntoma no es, ni mucho menos, un acontecimiento absurdo de la naturaleza.
Se han realizado experimentos con animales cuyas condiciones de vida y exigencias fueron establecidas para evitarles por completo el estrés. Se puede facilitar a un animal una dosis suficiente de tranquilizantes por lo cual, por ejemplo, un antílope adquiere un estado anímico que ni siquiera siente miedo ante un león.
Babuinos y tupayas sometidos al mismo tratamiento no sienten temor ante la visión de congéneres corporalmente más fuertes, y no se produce ese bloqueo de las reacciones que observamos normalmente en otras circunstancias. Pero los test de inteligencia realizados en ellos demostraron que su capacidad de aprendizaje se veía muy afectada por la indiferencia, pues no consideraban necesario esforzarse para aprender.

Consecuencia: el eliminar por completo el estrés significa renunciar a una importante fuerza impulsora en el mecanismo de la vida. Algo de estrés, ese famoso hormigueo nervioso que padecen algunas personas,  ese alado nerviosismo del actor antes de salir al escenario o del deportista antes de la competición, la excitación íntima anterior al comienzo de la realización de una tarea importante, todo eso resulta indispensable cuando se trata de demostrar de lo que uno es capaz.
La gran tarea del futuro es la siguiente: tenemos que aprender a convivir con el estrés de manera que nos estimule, pero no nos destruya.

Muchos animales pueden hacerlo así. He aquí un ejemplo: El grupo de cazadores avanzaba sobre los campos encharcados por la lluvia. De repente, uno de ellos se quedó inmóvil. Apenas a tres metros de él estaba una liebre acurrucada, y lo miraba con ojos extremadamente abiertos, pero sin moverse en absoluto.
Precavidamente el cazador dio un paso más en dirección a la presa. En ese momento el supuestamente adormilado animal se lanzó al aire a un metro de altura, como si bajo él hubiera estallado una mina, e inició una vertiginosa carrera a setenta kilómetros por hora para alejarse de ahí.

Los expertos han considerado este extraño comportamiento como una reacción de estrés: la liebre, naturalmente, ve al cazador ya de lejos, se apodera de ella un miedo espantoso, pero confía en no ser vista, lo que ocurre con frecuencia. Al mismo tiempo, el estrés bombea su cuerpo con fuertes latidos cardiacos y la máxima irrigación sanguínea llega a todos sus músculos, que se cargan de energía para que el animal, en caso de ser descubierto, pueda salir huyendo como un rayo a su máxima velocidad.
Es lo mismo que sucede con el coche de carreras cuyo motor se acelera al máximo en punto muerto para que en el momento que se da la salida pueda hacerlo con la mayor fuerza.

Como todo el mundo lo sabe, un motor de automóvil que se mantuviera en marcha a todo gas y en punto muerto, acabaría por averiarse. De igual forma los órganos internos de una liebre quedarían afectados por la enfermedad de los ejecutivos si el animal no supiera protegerse contra ello mediante dos ingeniosas normas de conducta.
Cuando la liebre con su motor girando a toda marcha en punto muerto, se queda en su lecho sin ser descubierta por el cazador o el zorro, tan pronto como éstos se han marchado la liebre hace un par de carreras por el campo, como si realmente estuviera siendo perseguida. Con ello, el potencial energético acumulado se descarga internamente de manera totalmente natural.
El hombre puede aprender de la liebre algo decisivo al respecto.

Los hombres civilizados nos vemos obligados muchas veces a desahogar en nosotros mismos nuestros enfados cotidianos. No nos atrevemos a dar rienda suelta a nuestro mal humor cuando se nos hace una mala faena, sino que tenemos que seguir portándonos bien en nuestro lugar de trabajo.
El hecho de que sometidos al estrés nos veamos condenados a la inactividad o que solo intentemos dominar el estrés por medios psíquicos, es lo que ha elevado este síndrome a la categoría de enfermedad número uno de la civilización.
Sería recomendable dar tres vueltas en torno a la manzana, a buen paso, después de la pérdida de un negocio o tras una bronca con el jefe. A los estudiantes les iría bien pasarse una hora jugando fútbol después de su trabajo en las aulas.

La segunda medida protectora de las liebres contra los daños del estrés es de naturaleza distinta. Si se les asusta, por ejemplo, enseñándoles un perro, extrañamente se observa que su ritmo cardiaco, que normalmente es de 354 pulsaciones por minuto, desciende a 186, es decir, que se reduce a casi un cincuenta por ciento en vez de aumentar, como podía esperarse. Puede decirse que el joven animal se tranquiliza para no acabar subiéndose por las paredes. Tiene lógica. Una mayor irritación no serviría de nada al animal.
Consecuentemente, las liebres tienen dos formas muy diversas de manifestar el miedo: una caliente, un miedo que actúa como estimulante y una fría en la que el miedo más bien paraliza.

Una liebre vieja que ve de lejos al enemigo, se verá, en primer lugar, afectada por el miedo frío. Su ritmo cardiaco se hará lento. Se encogerá en su escondite. Un enemigo lejano no logrará dañar su organismo.
Solo un poco antes de la llegada del instante en que el animal debe saltar para comenzar la huída el miedo caliente comienza a hacer que la liebre aumente su ritmo cardiaco. La naturaleza ha logrado un método para conseguir que el estrés perjudicial no haga acto de presencia hasta que no es absolutamente necesario.

El hombre únicamente puede conseguir algo semejante mediante el empleo de la razón: obligándose a no asustarse ni a preocuparse por algo hasta que el acontecimiento peligroso o amenazador no se ha agudizado.

miércoles, 6 de junio de 2018

Sobrevivir. Lecciones del Reino Animal, parte 1


SOBREVIVIR
Lecciones del Reino Animal
Extractos del libro de: Droscher, V. ed. Planeta, Barcelona, 1985.


Cómo los animales conviven con el estrés

En la estepa del África Oriental unos cazadores de animales vivos lograron echar el lazo a una jirafa. Obligaron al animal de cinco metros de altura, a meterse a una jaula de transporte sobre un camión. Todo parecía transcurrir perfectamente. Pero cuando el motor arrancó, la jirafa se desplomó en silencio. Muerta.
Causa de la muerte: estrés por miedo al enemigo.

Cuando un rebaño de ovejas cruzó el corral de una finca rústica, un polluelo, asustado por los animales, se alejó de su madre y de sus hermanitos. Piando con desesperación empezó a correr de un lado para otro y fue a dar en el granero. Allí, en medio de un mundo de maravillosa abundancia, continuó corriendo inquieto y sin descanso en busca de su madre. Al cabo de dos horas, moría en medio de aquella exuberancia.
Causa de la muerte: estrés por el temor de haber perdido a su madre.

Hagamos notar que los polluelos nacidos en incubadora y que nunca conocieron a su madre, se comportan de manera totalmente distinta. Si a los pocos días de vida se les da a escoger entre su desconocida madre y un puñado de trigo, sin vacilar se deciden por el grano. La madre les resulta del todo indiferente y, sin ella, continúan viviendo sanos y alegres.
Consecuentemente: la muerte por estrés a causa del dolor por la separación, no se produce si antes no se ha creado un lazo afectivo.

Desde las primeras horas de la mañana nuestro tordo Floristán aceptó el desafío de un rival intruso y desconocido, al que de inmediato bautizamos con el nombre de Pizarro, y los dos pájaros se lanzaron a una auténtica competición de canto. Se disputaban el dominio del jardín y de la hembra Leonore, que llevaba dos semanas aparejada con Floristán. Cada uno trataba de cantar más y mejor que el otro.
Hacia el mediodía, Floristán estaba muy excitado y en las notas medias su canto se fue atenuando, se atascaba en los trémolos y, poco después, era incapaz de dar el do de pecho.

Entonces ocurrió que Leonore, que había sido mudo testigo, abandonó a su Floristán, emprendió un vuelo corto para colocarse al lado de Pizarro y, cariñosamente, acunó su pico en las plumas del cuello del vencedor.
Eso fue demasiado para el infeliz Floristán. Su canto, ya bastante decaído, se disipó por completo. Se pasó los dos días siguientes acurrucado en las ramas bajas, y al tercer día amaneció muerto. No presentaba ninguna lesión externa apreciable.
Causa de la muerte: estrés por la pérdida de su hembra y de su territorio.

Estos ejemplos nos muestran algo típico: el estrés no es, en modo alguno, un síntoma exclusivo que se da en los hombres sometidos a las exigencias de una profesión agobiante y de responsabilidad. No solo se presenta en los altos ejecutivos, sino también en los obreros, los que ejercen profesiones independientes, los maestros, los estudiantes y los escolares. Y lo que es más: ni siquiera está limitado al ser humano, sino que afecta a todas las manifestaciones de vida superior de nuestro planeta.

Así, por ejemplo, en cualquier momento es posible causar la muerte por estrés de una abeja con un simple experimento. Dos entomólogos de la Universidad de California apresaron algunas abejas mientras se hallaban libando y las encerraron, por separado, en unas pequeñas redes dentro de las cuales colocaron diminutos recipientes llenos de miel.
A ninguna de las buscadoras de néctar se le ocurrió la idea de libar en su alimento favorito. Revolotearon como dementes, zumbando y girando incesantemente, y al cabo de dos horas estaban muertas.
Profundas investigaciones han probado que el encierro causa una invasión de las hormonas del estrés en la corriente sanguínea de las abejas que, a su vez, provoca en el insecto un ataque de pánico y una extrema nostalgia, un deseo irresistible de volver al hogar.

En cierto modo eso es bueno, pues estas hormonas sacuden todas las reservas potenciales del animal, que concentra todos sus sentidos en un solo objetivo: volver a la colmena. Un estrés agudo protegerá a las abejas y evitará que mueran perdidas en un lugar desconocido. Pero si en el transcurso de dos horas no logran, pese a todos sus esfuerzos, regresar a la colmena perdida, ese estrés, creado por la naturaleza como salvador de la vida, se convierte en gran asesino.

Entre estos dos extremos existen matices múltiples. Investigadores del hospital Monte Sinaí, situaron a unos ratones en un estado de atemperado estrés, mostrándoles un gato a cortos periodos de intervalo.
Muy pronto los ratones enfermaron y cogieron la lombriz solitaria. El continuado estado de angustia les robó todas sus fuerzas defensivas, necesarias para enfrentar las infecciones. En una situación semejante, las ratas enferman de cáncer.

También cuando se produce una  superpoblación y los individuos se ven obligados a compartir un espacio excesivamente reducido, puede ocurrir lo mismo. Esto quedó demostrado palpablemente en el zoológico de Hamburgo en 1970. En el recito reservado a una especie de momos de la India se produjo un número excesivo de nacimientos, con gran regocijo de los asistentes habituales a ese lugar.
Pero un buen día el recinto se convirtió en un infierno. Con diabólico griterío aquellos cincuenta animales que hasta el día anterior formaron una auténtica comunidad pacífica, se lanzaron unos contra otros tratando de darse muerte a mordiscos.
Comenzaron a luchar entre sí -informa Günter Niemeyer, escritor especializado en relatos de la vida animal- No se libraron ni las hembras ni las crías. El griterío resultaba ensordecedor, el pelo volaba por los aires y la sangre brotaba de las heridas producidas por los mordiscos.
Cuando llegaron los guardas con sus mangueras a presión y lograron apaciguarlos, había cinco cadáveres en el campo de batalla. ¿Cómo pudo ocurrir algo semejante?
Los excesivos nacimientos habían llegado a crear, poco a poco, una situación de incomodidad en el recinto, consecuencia de la superpoblación. Los monos se molestaban unos a otros por falta de espacio. Minuto a minuto cada uno de los animales tenía que reestablecer su autoridad si no quería ser víctima del abuso de los más fuertes.

La angustia existencial fomenta un estrés crónico. Las superpoblacion, como vemos, puede dar lugar a un estrés social que termina en violencia y asesinato.
El pensamiento en el asesinato tampoco es ajeno al hombre cuando se halla sometido a las presiones de un grupo rival. Suplico al lector me ahorre de tener que presentar ejemplos, siempre desagradables, de esto. Digamos que a este respecto, no nos diferenciamos mucho de los monos. La diferencia estriba en que, por suerte, la razón nos sirve de freno de emergencia. ¡Pobre de nosotros cuando ésta nos falla!

Los leminges reaccionan en casos similares con demencia idéntica a la de los monos de la India. Todos hemos oído hablar alguna vez de los leminges, estos roedores pertenecientes a la familia de los arvicólidos que forman ejércitos de millones, se multiplican ilimitadamente y, después, en ciega locura colectiva, emprenden la fuga a toda velocidad y si, por casualidad, llegan a las costas saltan a las aguas heladas del Ártico para ahogarse en ellas.
Walter Marsden pudo ser testigo visual de una de esas estampidas, en el norte de Noruega. Aquella interminable masa de animales se deslizaba, como una gigantesca alfombra viva cuyo final se perdía de vista a lo lejos, por la falda de una montaña en dirección a una pequeña ciudad. Inundaron de tal forma los caminos, las granjas y los huertos que los hombres tuvieron que huir y refugiarse en sus casas.

Los leminges, que individualmente son pacíficos y miedosos, en masa se convierten en fieras. Saltan sobre cualquier cosa que se ponga en su camino: perros, gatos, caballos, automóviles. Muerden los garrotes con que los hombres se enfrentan a ellos.
Tras de haber cruzado el pueblo se precipitaron en un frente muy extenso, sobre una vía férrea precisamente en el momento en que pasaba un tren. En pocos segundos los rieles quedaron cubiertos por una roja masa pastosa de la que parecían surgir las agudos gemidos de los animales moribundos. Esto no impidió que los siguientes pasaran sobre los cadáveres de sus congéneres y continuaran su marcha por debajo del tren.

Veinte minutos más tarde la avanzadilla de ese ejército desesperado alcanzó la orilla del fiordo. Inmediatamente se formó un dique y los animales se apretaron formando varias capas una sobre la otra. Se pelearon, se empujaron y se mordieron entre sí hasta que los primeros saltaron al agua y, como dominados por una psicosis colectiva, los demás los siguieron.
Como el fiordo en aquel lugar solo tiene una anchura de unos 1500 metros, las mayor parte de los leminges lograron cruzarlo a nado y alcanzaron la orilla opuesta. Una vez allí, su locura pareció enfriarse. Los animales se apresuraron a escalar la vertiente, se extendieron por la ladera y ocuparon la nueva tierra en la que desde hacía muchos años no vivían leminges.

Tiempo antes habían sido aniquilados por osos, glotones, las martas, los zorros, los linces, las águilas, las gaviotas, etc. Apenas existe un animal que tenga tantos enemigos como el leminge.
Esa es la razón por la cual la naturaleza a organizado en estos animales una forma de comportamiento que a primera vista puede parecer absurda.
Debido a la gran cantidad de enemigos que los atacan, deben traer al mundo un gran número de hijos. Eso da lugar a que cada tres o cuatro años se produzcan casos de superpoblacion y, entonces, debe suceder algo que obligue a los millones de animales que sobran a emigrar a otras tierras.
Su instinto, excitado por el estrés, los impulsa a seguir corriendo siempre en línea recta y en la misma dirección, pase lo que pase. Si por casualidad los leminges llegan a las costas del océano Ártico, eso no basta para frenar el instinto de fuga de los animales, cortos de vista, y todos perecen.

En los seres humanos la simple participación en una manifestación masiva no desata un estado de sobreexcitación en los que asisten a ella, aunque la situación está cargada de psicosis. Los hombres, al menos los inteligentes, no son leminges.
No obstante, tan pronto como se produce un impacto de choque, el estrés bloquea la razón y nos arrastra a una conducta irracional, de modo que la catástrofe no solo se suaviza sino que todavía  se hace más grave.

Un científico norteamericano registró formas de conducta totalmente descabelladas durante el gran terremoto de Alaska en 1964. Cada uno hizo solo aquello a que estaba acostumbrado sin tener en cuenta que había otras cosas mucho más importantes. Por ejemplo, los bomberos se apresuraron a llegar al lugar del incendio, pero se quedaron sin saber que hacer cuando vieron que la red de suministro de agua estaba destruida y no disponían de ella. No se les ocurrió, en absoluto, dirigirse a las ruinas de los edificios no incendiados para buscar en ellas a posibles sepultados todavía vivos.

En vez de imponer de inmediato en acción un plan de urgencia, el alcalde se reunió con sus concejales y proclamaron un estado de crisis en el que, como de costumbre, se produjeron largos debates. La policía se lanzó a la caza de saqueadores, pese a que en todo el distrito no se había denunciado más que un solo caso de hurto.
La idea de salvar a los heridos y sepultados entre las ruinas solo la tuvieron a la mañana siguiente.
Bajo la impresión de una catástrofe, el hombre se diferencia muy poco de los leminges o de la gallina que, por temor a ser atropellada por un auto, se pone precisamente en su camino de modo que no puede menos de ser alcanzada.
Una admisión deprimente: el estrés atonta.