martes, 24 de abril de 2018

El Diablo, parte 6

 ¿CRUCIFICARON LOS DEMONIOS A CRISTO POR IGNORANCIA?

En la primera epístola de san Pablo a los corintios ( II,8 ), leemos una sorprendente noticia que merece ser meditada: Nosotros exponemos la sabiduría de Dios, misteriosa y oculta, que Dios desde la eternidad había destinado a nuestra gloria y que ninguno de los príncipes de este mundo ha conocido, porque, si la hubiesen conocido, no habrían crucificado al Señor de la Gloria.
En el lenguaje de San Pablo, los príncipes de este mundo son verdaderamente los demonios: éstos, pues, habrían hecho crucificar a Jesús; no lo habrían hecho crucificar, de haber conocido el secreto designio de Dios, anterior a los siglos.

Los demonios, antes de ser tales, fueron ángeles y sabemos que, a estos primeros seres, todo espíritu, fueron comunicados los más profundos misterios de la idea divina. Tanto es así, que según algunos, la rebelión de Satanás fue suscitada por los celos, cuando supo que había creado al hombre y que Dios habría de amar a esta criatura hasta el punto de transformarse en víctima para salvarla.
Pero los demonios, según San Pablo, no habían conocido ni podían conocer los misterios del mesianismo y de la encarnación y, solo a causa de esa ignorancia, habían hecho crucificar al hijo de María.

Pero si esto es verdad ¿no podría repetirse para los demonios la plegaria de Cristo mismo en el Calvario, Perdónalos, Padre, porque no saben lo que hacen?
La ignorancia cuando es debida, como afirma el apóstol a propósito de los demonios, a la divina voluntad no puede ser pecado ni culpa. Más aún, ¿no podríamos llegar a la paradoja suprema de afirmar que el Diablo en la tragedia de la Pasión fue el único inocente?

LA REBELIÓN CONTRA SATANÁS

Según las escrituras el hombre fue hecho a imagen y semejanza de Dios. Pero el espectáculo de la vida humana demuestra que aquella semejanza divina se ha ido borrando. Esta pérdida fue debido, según enseña la Iglesia, a la caída de Adán y de esta caída el principal autor fue Satanás.
El cristianismo, entendido en su verdadera misión,  debería insistir en la progresiva anulación de la semejanza con el Diablo, pero somos aún bastante más semejantes al rebelde que al Salvador.

Hasta los cristianos adoran, más o menos disimuladamente a otras divinidades (la materia, la idea, la ciencia, el sexo, el dinero...); toleran, amargan y mortifican a los padres, en vez de honrarlos; matan en la paz y en la guerra a sus enemigos; se apoderan por la fuerza o el engaño de los bienes ajenos; desean la mujer y las cosas de los otros; practican sin escrúpulos la fornicación y cosas peores.
Jesús enseñó que debemos amar a los enemigos y nosotros, en cambio, estamos pronto a odiar, o cuando menos a envidiar, a los mismos enemigos. Jesús enseñó también que no se haga a los otros lo que nosotros no quisiéramos que nos hicieran a nosotros. Pero seguimos la regla contraria y casi nunca damos a los demás lo que quisiéramos que nos dieran a nosotros.

El pecado satánico por excelencia es la soberbia. Nosotros vemos cada día a hombres que pretenden explicarnos el universo con cuatro conceptos y cuatro fórmulas; a hombres de escaso intelecto y de espíritu mediocre que se arrogan el derecho de dominar y guiar a pueblos y naciones y los conducen con desusada arrogancia a la esclavitud y exterminio. Si el Diablo es el orgullo, somos todos más o menos diabólicos.
También Satanás tiene sus mandamientos: aniquila en ti a Dios; mata a la mayor cantidad de vivientes que puedas, desahoga tu libido cuanto te sea posible, acumula todo el dinero que ambiciones. Y estos mandamientos, según vemos en los periódicos todas las mañanas, son puntualmente obedecidos por los grandes y los pequeños de la Tierra. Y esta obediencia hace la vida de todos más terrible.

Es necesario, pues, separarse de Satanás. Debemos, sin más tardanza, rebelarnos contra Satanás. Él no ha podido destruir del todo nuestra semejanza con Dios. Siempre hubo y hay aún, adversarios del enemigo: los santos y los sabios, si bien, cada vez más raros, y contadísimos los dispuestos a seguirlos.
¿De qué manera, pues, podemos emprender nuestra rebelión contra Satanás? Los métodos enseñados por los moralistas en el curso de los tiempos han demostrado ser poco eficaces, puesto que la imitación y la dominación del enemigo han ido siempre en aumento. La huída de las tentaciones se ha hecho en la vida de todos casi imposible; la misma oración que en otros siglos parecía arma eficaz, ha degenerado en un ejercicio meramente labial y por eso inoperante. Detestar al Diablo no basta.

La rebelión universal contra el Diablo lo reduciría a la impotencia y esto sería el complemento de nuestra redención. Pero, ¿es concebible y puede esperarse que los hombres conseguirán librarse de su inveterada obediencia a las leyes de Satanás?
Sin embargo -hasta para nuestra misma conservación sobre la Tierra-, parece improrrogable y urgente el fin de nuestra servidumbre al príncipe de este mundo.

Si los hombres no son capaces de hacerse angélicos es preciso, entonces, que Lucifer vuelva a ser ángel. Si los hombres son incapaces de una conversión total y efectiva no podemos contar más que con la conversión de Satanás.
Pero, tal conversión, ¿es posible? Él que es todo odio ¿podrá, por sí solo, hallar en sí un deseo de amor, principio de redención?. Y Dios, por otra parte, ¿querrá perdonar al primer rebelde, a aquél que indujo a lo ángeles y a los hombres a la rebelión? Su omnipotencia no tiene límites, Dios podría obtener esa conversión, pero una conversión impuesta desde lo alto estaría en pugna con la libertad concedida por Dios a sus criaturas.
Pero los hombres, que Dios mismo ha invitado a ser sus colaboradores en la redención, ¿podrán hacer algo por la redención de Satanás? Todos los días los cristianos se dirigen al Señor para pedirle que los libere del maligno y ninguno piensa que esa liberación no puede venir solamente de Dios. ¿Será acaso necesario que el cuerpo místico de Cristo se ofrezca como víctima para la salvación de Satanás y como consecuencia para la salvación de todos?

La más bella astucia del Diablo es la de persuadirnos de que él no existe



martes, 17 de abril de 2018

El Diablo, parte 5


JESÚS VIS A VIS CON EL DIABLO

Jesús fue tentado por el Diablo durante cuarenta días, o sea todo el tiempo que él estuvo en el desierto. ¿Cómo podemos entender estas tentaciones? ¿Fueron carnales o fueron espirituales? Jesús no quiso revelar su naturaleza y nosotros no podemos arriesgarnos -sin temor de caer en una irreverencia- a adivinarlas. Pero resulta una verdad evidente: Jesús no quiso rechazar al Diablo; Jesús toleró y soportó las repetidas tentaciones del enemigo y aceptó en la soledad una sola compañía: la del Diablo. Habría podido echar lejos de sí, con una sola palabra al tenaz tentador. No lo hizo, no quiso hacerlo. Esto demuestra que el no desdeñaba aquella compañía, que él no aborrecía la presencia del arcángel rebelde, que él condescendía a hablar con él, a escucharlo, a responderle.

Hay más, Jesús se había retirado al desierto con esa finalidad, para someterse a esa prueba. Lo afirma explícitamente el evangelista San Mateo: Entonces Jesús fue conducido por el Espíritu al desierto para ser tentado por el Diablo (IV,1). De aquí podemos sacar una consecuencia que no han advertido los comentaristas. Jesús había recibido el bautismo y ya iba a comenzar su misión pública. Antes de dar principio a su obra de Maestro, era, empero, necesario que él fuese tentado por el Diablo. Esta tentación era, pues, una prueba a la cual el Redentor no podía substraerse. Era una condición y una preparación para su misión divina.

La tentación aparece como, según los evangelistas, una necesidad, una vela de armas antes de lanzarse a la conquista de las almas. El Diablo por eso es considerado uno de los personajes necesarios, aun en un sentido antagonista, de la tragedia de la pasión. Sus tentaciones son el preámbulo imprescindible de los futuros suplicios. Y bajo este aspecto, el Diablo aparece como un colaborador de Cristo.

LA PRIMERA TENTACIÓN DE JESÚS

La primera tentación que conocemos es la del pan. Y en aquellos días -dice Lucas- no comió nada; más acabados que fueron, tuvo hambre. Y el Diablo le dijo: Si tú eres el hijo de Dios di a esta piedra que se haga pan. (IV, 3-4)
Aquí Satanás demuestra tener un concepto  materialista de la divinidad, como si ésta consistiese esencialmente en el dominio sobre las cosas materiales visibles. Para las turbas hambrientas multiplicaría los panes como para los convidados de las bodas de Canaan transmutará el agua en vino. Pero se niega a dar esa satisfacción al Diablo. Y le responde con las famosas palabras: Está escrito: no solo de pan vive el hombre. Estas palabra se encuentran en el Deuteronomio ( VIII,3) El hombre no vive solo de pan, sino de todo lo que sale de la boca de Dios. El verdadero alimento del hombre es espiritual: su vida se mantiene por las palabras que salen de la boca de Dios, o sea,  la verdad. La réplica no podía ser más apropiada: el Diablo sumergido en la materia es padre de mentiras. Jesús le contrapone el espíritu y la verdad. La primera prueba es superada divinamente. El Diablo tiene que urdir otras insidias para llevar hasta el final su oficio.

LA SEGUNDA TENTACIÓN DE JESÚS

Entonces lo condujo a Jerusalén y lo subió a una almena del templo y le dijo: Si tú eres hijo de Dios, arrójate desde aquí, abajo, porque está escrito: Él ordenará a sus ángeles protegerte y ellos te sostendrán en alto para que no des con tus pies en ninguna piedra. (Lucas, IV, 9-11). En esta segunda tentación hay dos cosas notables. Si el Diablo condujo a Jesús con tanta rapidez a Jerusalén, debió habérselo llevado en vuelo: el Diablo, pues, poseía aún sus alas de arcángel.
La segunda es que el Diablo, para acomodarse al estilo de Jesús, cita las palabras de las escrituras. Él da prueba de conocer de memoria el texto sagrado, porque su cita es tomada textualmente de un salmo (XCI, 11-12).

Satanás sigue sin comprender, y como los groseros judíos, le pide una señal, otro milagro material. Pero Jesús, tampoco esta vez quiso acceder a aquella prueba ridícula y humillante y se conformó con contestar con otras palabras de las escrituras: No tentarás al Señor tu Dios, (Deuter, VI,16). Jesús confirma con estas palabras, su naturaleza divina, aplicándose a sí mismo las palabras que el Deuteronomio refiere a Jahveh. Nadie a mi juicio, ha notado que Cristo ha hecho la primera confesión de su propia divinidad al Diablo. Más tarde se lo dirá también a los hombres, pero no debemos olvidar que lo dijo, con las palabras mismas de Dios, al adversario que dudaba de él.

LA TERCERA TENTACIÓN DE JESÚS

La más reveladora de todas es la tercera tentación. El Diablo toma de nuevo en vuelo al anacoreta hambriento y lo transporta a la cumbre de un monte. Y el Diablo, llevándole a lo alto de un monte le mostró en un instante todos las reinos del mundo y le dijo: Yo te daré toda esta potestad y el esplendor de estos reinos, porque me han sido dados y yo los doy a quien quiero. Si tú, pues, te postergas delante de mi para adorarme, todo será tuyo. (Lucas, IV, 5-8)
Aquí se manifiesta el fondo más hondo  del ánimo de Satanás. Ya no es aquí un jactancioso o un usurpador: Dios le ha hecho de verdad príncipe de este mundo, y es verdad, que todos aquellos reinos esparcidos por el mundo son suyos. Si Jesús accede a prosternarse en acto de adoración, Satanás obtendría al fin su revancha. Renuncia al principado, pero para obtener la paridad con Dios.

También esta vez Jesús replica con una cita del Antiguo Testamento: Adora al Señor tu Dios y a Él solo rinde culto. (Deuteronomio, VIII, 13). Es una de las afirmaciones del monoteísmo judaico que se contrapone al dualismo iránico. El mismo Satanás no admitía ser un Dios al lado de otro Dios, sino que quería serlo solo, y el viejo Dios, desposeído, tendría que ser el primero en postrarse delante de él.
Después de esta tercera repulsa el Diablo dejó solo a Jesús. Aunque no para siempre. Habría de volver aún y a horas más propicias. Y el Diablo, cuando hubo acabado toda clase de tentaciones, se alejó de él por algún tiempo, hasta mejor ocasión. (Lucas, IV, 13).

martes, 10 de abril de 2018

El Diablo, parte 4


SATANÁS COMO AGENTE DE JAHVEH

Aún hoy se admite por la mayoría que Satanás, después de la rebelión y de la caída, ha sido relegado al abismo y nunca más ha sido admitido  a la presencia del Creador.
Pero la verdad es bien distinta. El libro de Job nos revela que aún después de la expulsión del Cielo fueron cordiales las relaciones entre el Señor y el insurgente. Recordemos:
Porque sucedió que un día, cuando los hijos de Dios (los ángeles) vinieron a presentarse delante de Jahveh, Satanás iba también en medio de ellos. Y Dios sin cuidarse de los otros, le dirigió en seguida la palabra al maldito. Y Jahveh dijo a Satanás: ¿De dónde vienes? Y Satanás respondió: De recorrer el mundo. Y Jahveh dijo a Satanás: ¿Y tú no has visto a mi siervo Job? Inútil referir el resto, porque todos conocen la proposición  de Satanás que quería poner a prueba al piadoso patriarca para hacerle renegar de Dios.

Son conocidos los detalles de lo que sucedió después. A nosotros nos basta ahora poner de relieve ciertas verdades que pueden deducirse del texto.
La primera es que Satanás, a pesar de su rebelión, podía mezclarse con los ángeles fieles y presentarse con ellos delante de Aquél que él había intentado destronar. Eso demuestra que Dios sentía aún cierta indulgencia paternal hacia Lucifer.
La segunda es que Satanás actuaba, en cierto sentido, como inspector fiscalizador de Dios en medio de los hombres y que Dios escuchaba con benignidad sus informes, sus juicios y sus acusaciones. Todo esto lo ha confirmado el profeta Zacarías, el cual vio al sumo sacerdote Joshua delante del ángel de Jahveh y Satanás que estaba a su derecha para acusarlo. El Diablo pues, es un agente de Dios, algo así como un investigador, como un acusador público.

El libro de Job nos presenta, pues, de un modo inesperado, las relaciones entre el Juez Supremo y el condenado rebelde. No hay que olvidar esto cuando se piense en un retorno posible de Lucifer a su primer estado de ángel perfectísimo.
Y las relaciones entre Cristo y Satanás fueron, como veremos, igualmente muy amigables.

EL DIABLO REVERSO DE DIOS

Dios es amor y Satanás es odio; Dios es creación permanente y Satanás es destrucción; Dios es luz y Satanás es tinieblas; Dios es promesa de eterna beatitud y Satanás es la puerta a la eterna condenación.
Pero esta oposición no es, como parece a simple vista, total. Dios es omnisapiente, pero Satanás no es del todo ignorante: Santo Tomás de Aquino ha limitado, pero reconocido la sapiencia del Diablo (Summa)
Dios es omnipotente pero el Diablo no es impotente del todo.
El Diablo, pues, no es totalmente lo opuesto del Creador; también el participa del ser, también él tiene un resto de poder y de ciencia que lo coloca por debajo de Dios, pero por encima de los hombres. El Creador le concedió como a las otras criaturas angélicas y humanas la libertad. Dios, aunque omnipotente, no pudo impedirle que usara de aquel modo terrible de la libertad que le había concedido: en aquel instante de la fatal decisión Satanás fue, en cierto modo, igual a Dios, porque Éste, aunque lo hubiese querido no habría podido oponerse a la libre decisión del rebelde.
Al menos por un instante, en el de su rebelión, la voluntad de Lucifer prevaleció sobre la potencia y el amor del Padre.

CRISTO Y SATANÁS

No terminan con las tentaciones las relaciones entre el Salvador del mundo y el príncipe de este mundo. Y vale la pena recordarlas porque demuestran que entre ellos no hubo aquella enemistad absoluta que imaginan todos los cristianos.
Cuando Jesús desembarcó en el país de los gadarenos un hombre extraño salió, desnudo, de una tumba y apenas lo vio vino a su encuentro. Estaba poseído, como dice Marcos, por un espíritu impuro o, como aparece en el evangelio de San Lucas, por muchos demonios que lo atormentaban. Se postró a los pies de Jesús, lanzó un grito y por su boca el Demonio dijo así: ¿Qué tengo yo que ver contigo, hijo del Dios Altísimo? Por Dios te conjuro que no me atormentes. (Mr. V.2-7). Jesús, como sabemos por lo que sigue del relato, no accedió a la imploración del Demonio y lo lanzó, con todos sus compañeros, del cuerpo de aquel desgraciado. Pero la palabra más significativa de todo el episodio está en aquella invocación del Demonio en la que llama a Jesús hijo del Dios Altísimo.

Los mismos apóstoles, en aquellos momentos no habían aún reconocido en Jesús al hijo de Dios: la primera proclamación abierta de la divinidad de Cristo fue hecha, pues, por la voz de un hijo del Diablo.
Cristo no pudo ser amigo de Satanás y antes dará a los discípulos el poder de hollar las serpientes y lanzar los demonios. Y aun así, Él no se muestra enemigo acérrimo del enemigo, bien que Satanás sea su adversario más pequeño. En Cristo, que es amor absoluto, puede haber desdén, pero nunca odio.

martes, 3 de abril de 2018

El Diablo, parte 3


¿QUIÉN ES EL VERDADERO RESPONSABLE DE LA CAÍDA DE SATANÁS?

¿Cuál fue la verdadera razón por la cual Lucifer, justamente Lucifer, fue trastornado por el terrible pecado de la soberbia?
Recurramos para no equivocarnos al príncipe de los teólogos católicos, a Santo Tomás. El gran doctor explica: Dios creó en Lucifer al más alto y al más perfecto de sus ángeles. Dante, llama a Lucifer: aquel que fue creado más noble que ninguna otra criatura. Tal superioridad de Lucifer está admitida por casi todos los teólogos. Y precisamente esta superioridad -querida por Dios- fue la causa primera de su soberbia y de su ruina.

Dios creó a Lucifer más alto que a todos los otros, pero quién está más alto está también más sujeto a la soberbia. Él dio a su ángel predilecto, como a todos los ángeles y a todos los hombres, el don inestimable del libre albedrío, pero este don -Él no podía ignorarlo- daría a Lucifer la posibilidad de pecar y caer. La superioridad fue el móvil de la soberbia; la libertad fue la condición que hizo posible la caída.

Dios, autor del universo, ha creado un mundo en el cual el pecado es posible, la rebelión es posible, el mal es posible y posible es la perdición. Lucifer no ha creado el mundo y no se ha creado a sí mismo y no es, pues, culpa suya si el orden del mundo, establecido por Dios, permite y tolera el pecado. Dios ha creado a sus criaturas de un modo dado, las ha puesto en una realidad creada por Él donde todo es posible y, por eso, en Él está la causa y principio de todas las cosas por admirables o terribles que sean.
Si los razonamientos de Santo Tomás son exactos y ortodoxos, ¿es justo atribuir toda la culpa a Satanás?

LA CAÍDA DE SATANÁS Y EL DOLOR DE DIOS

Si Dios es amor, debe ser necesariamente también dolor. Si amor es comunión perfecta entre el amado y el amante, de ahí se desprende que toda pena y desventura del amado entenebrezca y envenene el alma del amante. Si Dios ama a sus criaturas como un Padre ama a sus hijos, debe sufrir por la infelicidad de los seres que con su poder sacó de la nada.
Nosotros no pensamos lo bastante en ese dolor infinito, no tenemos piedad alguna de ese tormento. Nosotros pedimos dones, ayudas, perdón, pero nadie participa con la ternura de un solidario afecto por la angustia de Dios.

La vida de Dios, como la del hombre, es tragedia. La Creación, nacida de su voluntad amorosa, fue causa a menudo de perdición. Él deseaba exaltar a las criaturas hasta aquellas cimas donde el no ser puede alcanzar el ser y tuvo que asistir a las renuncias, a las rebeliones, a las deserciones y a las caídas. Había creado un ángel más perfecto que los otros y aquel ángel cayó. Había creado en el Edén de la Tierra un ser maravilloso, modelado con sus propias manos, animado por su propio aliento, dotado de una consciencia y una ciencia y también el hombre cayó. A uno y a otro no había podido negarles el privilegio de la libertad, distintivo de su semejanza, pero ambas criaturas usaron de la libertad para romper y negar tal semejanza.  De pensar en esto cabe preguntar: ¿es que ha habido nunca en el universo tragedia más espantosa que esta dialéctica de la libertad?

Todos han encontrado sumamente justa la condena de Satanás. Pero hasta ahora ¿ha habido nadie que haya pensado que esta condena ha sido al mismo tiempo condena de Dios al dolor? El castigo de Lucifer se convirtió en seguida, en distinta forma, en el castigo de Dios.
Lucifer fue condenado justamente a la pena más atroz: a la de no poder amar. Dios está condenado a una pena casi tan cruel: ama sin ser amado, sufre con el solo pensamiento de aquella tortura.
Pensad, Dios, forzado por su justicia, puede condenar, pero no odiar. El amor, hasta en el hombre, lleva en sus impulsos más sublimes a amar al que sufre, aunque sea por su propia culpa. Tal vez Él ama a Lucifer ahora más que cuando era feliz entre los felices. Dios ama sabiendo que no puede ser correspondido. Dios sufre porque ama también a aquel que está condenado a no amar.

Él no puede por sí mismo restituirlo a su primer estado; no puede salvarlo sin la voluntaria cooperación. Ni Lucifer puede redimirse por sí solo. Le bastaría un único y puro impulso de amor para alzar nuevamente el vuelo y reaparecer esplendente de fulgor a la cabeza de los tronos. Pero su condena consiste precisamente en ser incapaz de ese impulso. Es necesario que alguien le tienda la mano y reavive su espíritu y éste alguien no puede ser Dios. Pero este alguien que en el lenguaje humano se llama hombre, no sabe o no recuerda o no quiere. Debía ser el salvador de Satanás y se ha convertido en su siervo, o sea, en el que lo ayuda a permanecer en el fondo sin fondo de la soledad.
Tal vez una de las razones que indujeron a Dios a crear al hombre, después de la caída de Lucifer, fue la esperanza de la redención de Satanás. El hombre, hecho de barro, pero de naturaleza casi angélica, habría sido el intermediario entre Dios y el gran ángel negro. Cuando Satanás se acercó a la nueva criatura, el hombre habría podido hacer lo que Dios no pudo hacer: tentarlo a su vez, reconducirlo a su primer destino con el ejemplo de su inocencia, de su obediencia y su humildad. Adán debió ser el pretexto para su retorno a la gloria. Así lo esperaba Aquél, que es amor ilimitado y que, sin embargo, fue tan pronto desilusionado y traicionado.
Adán prefirió obedecer a Satanás: el intermediario se hizo esclavo, cómplice y víctima. El desterrado expulsado del Edén prorrogó el exilio del fulminado.

Dios creó al hombre por amor y aún hoy, a pesar de todo, ama a los hombres. La infelicidad del hombre se refleja multiplicada en la infelicidad de Dios. Él, que todo lo sabe, sufre por aquellos que sufren. Y sufre atrozmente, viendo cómo aquellos mismos que lo invocan con la boca le reniegan en el alma y con la vida. Se parece a un artífice que viese deshacerse o alterarse sus obras más admirables, las más queridas de su corazón. Su amor parece que tenga los mismos efectos del rayo. Las torres que Él levantó son las primeras en desplomarse. La supremacía se vuelve una fatalidad de maldición.

Lucifer no puede hacer nada por aliviar el dolor divino. Pero el hombre puede hacer aún algo. No está excluida de los hombres la capacidad de la caridad. Nosotros podemos amar a Dios, no solamente por su amor sino también por piedad a su pasión, por compasión a su tortura sobrenatural. Y podemos hacer aún más, con tal que se sepa y se quiera.
A los redimidos, cuando de veras hayan sido todos redimidos, les espera iniciar una segunda y por ahora inimaginable redención. El dolor de Dios es el último misterio de nuestra fe, y tal vez su solución, remota o no, esté confiada a nosotros, solamente a nosotros. 

LOS DOS TENTADORES

Se ha reputado al Diablo como el tentador por antonomasia. Si el oficio de Dios, según Heine, es el de perdonar, el de Satanás es el de tentar.
Pero, ¿es él solo el único encargado de poner a prueba la debilidad humana? ¿No será él, también en este arte, un remedo de Dios?
El Paraíso nos ofrece, ya desde el principio, un cúmulo de tentaciones. Hay dos árboles que son los más apetecibles de todos: el árbol del conocimiento y el árbol de la vida. Pero precisamente estos árboles, han sido prohibidos a la primera pareja humana. ¿No se parece esta doble prohibición una verdadera tentación? Si Dios no quería que Adán y Eva adquiriesen el conocimiento y la inmortalidad, ¿por qué puso aquellos árboles en el Paraíso y al hombre tan cerca de ellos?

El hombre y la mujer, en efecto, no supieron resistir al deseo de aquellos frutos y cayeron miserablemente. La tentación, cierto es, fue obra de Satanás, pero, ¿es posible que la antigua serpiente pudiese penetrar en el Edén y dirigirse a la pareja a hurtadillas y contra la voluntad del dueño?
Aquí Dios se nos aparece, ya desde el primer momento de la vida humana, como un tentador. Y este atributo suyo está confirmado en la plegaria del Padrenuestro: No nos induzcas en tentación y líbranos del mal. Es a Él a quien debemos pedir que no induzca en tentación: Dios mismo se reconoce como tentador. Él puede exponernos, Él puede permitir nuestra derrota.
La oración dominical se cierra con dos imploraciones: que Dios no nos induzca en la tentación y que nos libre de las tentaciones del Demonio. Los tentadores pues, parece que son dos.
Queda, sin embargo, el enigma de la naturaleza de esas posibles tentaciones divinas. ¿Se alude acaso, a las tentaciones que tienen su raíz en nuestra misma naturaleza que, en definitiva, es obra de Dios? ¿Es la petición de una fuerza más poderosa de resistencia a las tentaciones diabólicas?
El misterio de la tentación de Dios va unido, a mi juicio, a los otros misterios en torno de lo cuales se fatiga en vano desde hace siglos la teología cristiana.