viernes, 28 de febrero de 2014

Encuentro con la Sombra, parte44


33. EL DESDOBLAMIENTO
Y LOS MÉDICOS NAZIS
Robert Jay Lifton

Es un conocido profesor de psiquiatría y psicología de la City University de Nueva York. Entre sus obras más destacadas cabe resaltar Death in Life; Home from the War; The Future of Immortality y The Nazi Doctors.

Para estudiar la conducta de los médicos nazis deberemos comenzar clarificando los principios generales de una psicología del genocidio. Para ello convendrá prestar atención al mecanismo del “desdoblamiento”, el artificio psicológico que indujo a los médicos a participar en el mal. Luego deberemos identificar también aquellas tendencias -potenciadas e incluso exigidas en Auschwitz- que facilitaban el desdoblamiento.
Esta investigación tiene dos objetivos fundamentales, proporcionarnos una nueva perspectiva sobre las motivaciones y las acciones de los médicos nazis en particular -y de los nazis en general- y arrojar algo de luz sobre la conducta humana y sobre la forma en que el ser humano acomete -de manera individual o colectiva, deliberada o inconscientemente- actividades malvadas y destructivas. Estos dos objetivos, sin embargo, no son tan diferentes como parecen a simple vista. De este modo, si llegamos a alguna conclusión psicológica o moral con respecto a las características propias del asesino de masas nazi nos veremos obligados a deducir de ellas principios de aplicación más universal, principios que aluden al extraordinario peligro y potencial de autoaniquilación que amenaza actualmente a la humanidad.

El principio psicológico fundamental para comprender la actuación de los médicos nazis en Auschwitz descansa en el denominado «desdoblamiento», la división del Yo en dos totalidades independientes, cada una de las cuales tiene la suficiente autonomía como para funcionar como un Yo completo. Este mecanismo es el que permitió a los médicos de Auschwitz no sólo asesinar y ser cómplice en multitud de asesinatos sino también mantener una estructura egoica (o un proceso egoico) que pusiera a todos los aspectos de su conducta
al servicio de ese proyecto maligno.
El desdoblamiento fue, por tanto, el vehículo psicológico que permitió a los fáusticos médicos nazis establecer un pacto con su entorno diabólico que les otorgaba el privilegio psicológico y material de una adaptación privilegiada (y, más allá de los muros de Auschwitz, la posibilidad de convertirse en el cerebro y el instrumento de un proyecto universal de renovación racial por medio del crimen y el asesinato de masas) a cambio de su participación en el holocausto.

Somos los únicos responsables morales de los pactos fáusticos que establezcamos, tengan éstos lugar de manera consciente o inconsciente. Nuestra investigación sobre el desdoblamiento nos permitirá comprender
también la raíz del mal. Para el médico de Auschwitz el desdoblamiento era probablemente una forma de elegir el mal.
Hablando en términos generales, el fenómeno del desdoblamiento presenta cinco características fundamentales:
En primer lugar, supone una relación dialéctica entre dos Yos autónomos y, sin embargo, vinculados entre sí.
Por una parte, el médico de Auschwitz necesitaba el Yo de Auschwitz para poder seguir funcionando en un entorno tan contrapuesto a sus estándares morales anteriores. Al mismo tiempo, sin embargo, también necesitaba su Yo anterior para poder seguir considerándose como un ser humano, como un padre y como un esposo. En esas condiciones el Yo de Auschwitz debía ser autónomo pero tenía que estar, al mismo tiempo, relacionado con el Yo original del que se había desgajado.

En segundo lugar, el desdoblamiento sigue un modelo holístico. El Yo de Auschwitz pudo «triunfar» porque era inclusivo y permitía conectar con el entorno de Auschwitz, dando sentido y coherencia a diversos aspectos y mecanismos sobre los que volveremos más adelante.
En tercer lugar, el desdoblamiento encierra también una dimensión vida/muerte. Así, para el agresor el Yo de Auschwitz constituía una forma de supervivencia psicológica en un entorno dominado por la muerte. Se trataba de un «Yo asesino» construido en aras de la salud y la supervivencia.
En cuarto lugar, una de las funciones principales del desdoblamiento es la de escapar al sentimiento de culpa ya que ese segundo Yo es el que se encarga de llevar a cabo el «trabajo sucio».
En quinto y último lugar el desdoblamiento supone una dimensión inconsciente -ya que tiene lugar, como hemos dicho, sin nuestro conocimiento- y un cambio significativo en nuestro horizonte moral.

El segundo de los rasgos que acabamos de describir -su inclusividad- diferencia al desdoblamiento, del mecanismo psicoanalítico tradicional de la «división». Este último mecanismo, al que se le han asignado significados levemente diferentes, suele referirse a un secuestro de una parte del Yo para que ese elemento «escindido» deje de responder al entorno (como ocurre, por ejemplo, en lo que yo denomino «insensibilidad psicológica») o pueda entrar, de algún modo, en conflicto con el resto de su personalidad. En este sentido la división se asemeja a lo que Pierre Janet -contemporáneo de Freud en el siglo diecinueve- denominaba «disociación». El mismo Freud tendía a equiparar ambos términos. Sin embargo, en lo que respecta a las formas de adaptación más estables y duraderas del Yo no podemos todavía explicar la autonomía de ese «fragmento» desgajado del Yo o, como ha dicho un comentarista perspicaz, «¿qué es lo que se escinde en la división?».
Así pues, la «división», o «disociación», pueden explicarnos algo sobre la supresión de sentimientos y la insensibilidad psicológica de la que hicieron gala los médicos nazis en su participación en el holocausto. Pero para comprender cabalmente su implicación rutinaria -año tras año- en los crímenes deberemos encontrar un principio explicativo que tenga en cuenta la totalidad funcional de su Yo. (El mismo principio que se aplica a las perturbaciones psiquiátricas duraderas). En este sentido, mi énfasis en el mecanismo del desdoblamiento coincide con el creciente interés que despiertan actualmente las funciones holísticas del Yo.

El desdoblamiento forma parte del potencial universal de lo que William James -aludiendo a la existencia de tendencias opuestas del Yo - denominaba «yo dividido». James cita, en este sentido, el desesperado grito «¡Homo duplex, homo duplex!» con el que el escritor francés del siglo diecinueve, Alphonse Daudet trataba de trasmitir su propia «escisión» cuando -al enterarse de la muerte de su hermano Henri- su «primer Yo sollozaba» mientras el «segundo» permanecía indiferente como si se tratara de una obra de teatro. Así pues, tanto para Daudet como para James el mecanismo del desdoblamiento es patrimonio de todo ser humano y suele desencadenarse en situaciones extremas, vinculadas, por lo general, a la muerte.
Pero como ejemplifica el caso de los médicos nazis, en ciertas ocasiones este «Yo opuesto» puede llegar a estar peligrosamente fuera de control. Según Otto Rank -que se ocupó detenidamente de estudiar la presencia del «doble» en la literatura y el folklore- ese Yo opuesto puede apoderarse lentamente de la personalidad, terminar suplantando al Yo original e incluso «hablar» en nombre de toda la persona. En opinión de Rank, este Yo opuesto -en realidad nuestra capacidad para el mal- forma parte consustancial del psiquismo humano, ya que la pérdida de la sombra, del alma o del «doble» significa la muerte.

En términos psicológicos podríamos decir que el potencial adaptativo que hace posible el desdoblamiento es inherente al psiquismo humano y puede servir tanto para salvar la vida de un soldado en combate como la de una víctima de la barbarie de Auchswitz. Para poder sobrevivir en situaciones tan extremas el sujeto debe sufrir algún tipo de desdoblamiento. Obviamente, la función de este «Yo adverso» es la de potenciar la vida pero en ciertas condiciones puede fomentar una entrega incondicional al mal.
La situación de los médicos nazis me recuerda uno de los ejemplos de Rank (tomado de la película alemana de 1913 El estudiante de Praga). En esa película un estudiante, campeón de esgrima, acepta la oferta que le hace un mago negro de proporcionarle todo tipo de riquezas y la oportunidad de casarse con la mujer a la que ama a cambio de cierto objeto de su habitación, la imagen en el espejo del estudiante -una representación habitual del doble. Esta imagen termina utilizando los conocimientos de esgrima del estudiante para matar en duelo a un pretendiente de su amada (a pesar de que el estudiante -el yo original- había prometido al padre de aquélla que jamás le desafiaría en duelo). Esta variante de la leyenda de Fausto sigue idénticos lineamientos que el «pacto» entre los médicos nazis y el régimen de Auschwitz. Para ejercer en Auschwitz utilizaban el Yo oponente, un Yo que violaba sus normas morales anteriores aprovechando sus conocimientos técnicos sin encontrar la menor resistencia.

Rank subrayó que el simbolismo de la muerte del doble constituye un «síntoma de la desintegración de la personalidad moderna» que conduce a la necesidad de «autoperpetuarse en la propia imagen», lo que podríamos llamar una forma literal de inmortalidad opuesta a una forma simbólica de inmortalidad que trata de «perpetuar el Yo en las obras que reflejan la personalidad de su autor». Para Rank, el mito de Narciso, por ejemplo, nos advierte del peligro de una concepción literal de la inmortalidad y de la necesidad de potenciar la concepción simbólica (encarnada por el «héroe-artista»). Pero el movimiento nazi animaba a su supuesto artista-héroe, el médico, a que permaneciera, al igual que Narciso, esclavo de su propio reflejo. No podemos, en este punto, dejar de recordar a Joseph Mengele -paradigma de todos los médicos de Auschwitz- y su búsqueda narcisista del poder absoluto.
Pero el mecanismo del desdoblamiento que permitía a los médicos nazis eludir el sentimiento de culpa no tenía lugar mediante una eliminación de la conciencia sino con lo que podríamos denominar, más acertadamente, una transferencia de conciencia. De este modo, los requerimientos morales eran transferidos al Yo de Auschwitz que operaba con sus propios criterios morales (el deber, la lealtad hacia el grupo, la «mejora» de las condiciones del campo de exterminio, etcétera) liberando así al Yo original de toda responsabilidad por sus acciones. Rank también habla de la culpa «que obliga al héroe a no seguir asumiendo la responsabilidad de ciertas acciones de su ego atribuyéndolas a otro ego, a un doble personificado por el mismo diablo o que es el fruto de un pacto diabólico», es decir, del pacto fáustico de los médicos nazis mencionado anteriormente. Según Rank, el factor que desencadena la transferencia es «un poderoso sentimiento de culpa» pero en la mayoría de los médicos nazis, el mecanismo del desdoblamiento parecía bloquear este sentimiento de culpa antes de que creciera y alcanzase la conciencia.

Existe una relación inevitable entre la culpa y la muerte. Rank equipara al Yo opuesto con una «forma del mal que representa el aspecto perecedero y mortal de la personalidad». El doble es igual al mal porque personifica nuestra propia muerte. De la misma manera, el Yo de los médicos de Auschwitz asumía las consecuencias de su propia muerte pero sin embargo seguía proyectando al mal para no tomar conciencia de su «aspecto perecedero y mortal», para hacer el «trabajo sucio» de todo el Yo y convertir ese trabajo en algo «apropiado» y proteger, de ese modo, al resto de su personalidad de tomar conciencia de su propia muerte y de su propia culpabilidad.
En el desdoblamiento, una parte del Yo «rechaza» a otra. Pero lo que se repudia no es la realidad misma -ya que el médico nazi era consciente de lo que hacía el Yo de Auschtwiz sino el significado de esa realidad. El médico nazi era consciente de sus decisiones pero no las interpretaba como un asesinato. Así pues, esta negación tenía dos facetas, por una parte, la distorsión que el Yo de Auschtwiz hacía del significado del asesinato y, por la otra, la desvinculación del Yo original de todas las acciones llevadas a cabo por el Yo de Auschwitz. Así pues, desde el mismo momento de su aparición, el Yo de Auschwitz atentaba contra la imagen que tenían los médicos de sí mismos y requería, por tanto, una represión continua. Ese rechazo, sin
embargo, era la sangre misma del Yo de Auschwitz.

El desdoblamiento, la división y el mal

El desdoblamiento es un proceso psicológico activo, una forma de adaptación a situaciones extremas. Es por ello que utilizo esa expresión en lugar de la de «doble». La adaptación implica la disolución paulatina del «aglutinante psicológico» para evitar el colapso radical del Yo. En Auschwitz, esta pauta fue estableciéndose a lo largo del duro período de adaptación que cada uno de los médicos tuvo que afrontar. Durante ese período el médico nazi experimentaba la ansiedad de su propia muerte y de equivalentes tales como el miedo a la desintegración, la separación y el éxtasis. Así pues, para mitigar su ansiedad el médico necesitaba del Yo funcional de Auschwitz, un Yo que asumiera el control cotidianamente limitando la manifestación del Yo anterior a algunos momentos sueltos y a los contactos esporádicos con la familia y los amigos fuera del campo. De este modo, ninguno de los médicos del campo se sustrajo a esta usurpación sino que la acogieron como única forma de mantenerse psicológicamente a salvo. La única alternativa para permanecer en una situación extrema es el desdoblamiento.

Aunque el desdoblamiento no tiene porque suponer necesariamente una disociación radical y sostenida como la que aqueja a los casos de «personalidad dual» o «personalidad múltiple», lo cierto es que en un estadio posterior ambos Yos tienden a separarse cada vez más profundamente, a ignorarse mutuamente e incluso a considerar al otro Yo como un extraño. La patología conocida con el nombre de personalidad doble -o personalidad múltiple- por su parte, comienza en la primera infancia y persiste de forma más o menos ininterrumpida durante toda la vida. Los factores etiológicos causantes de la personalidad múltiple son los traumas psíquicos o físicos intensos, el clima de extrema ambivalencia afectiva, y los conflictos y confusiones de las identificaciones son, a su vez, elementos instrumentales en el caso del desdoblamiento. Resulta también relevante en ambos casos el principio de Janet de que «una vez bautizado» -es decir, una vez nombrado y confirmado por una autoridad- un Yo determinado tiende a manifestarse de manera más clara y definida. En este sentido, aunque el Yo de Auschwitz jamás podía llegar a ser tan estable como un Yo de un caso de personalidad múltiple tuvo que sufrir, sin embargo, un bautismo similar en el momento en que los médicos nazis tomaron sus primeras decisiones.

Un autor contemporáneo ha utilizado la metáfora del árbol para tratar de determinar la profundidad de la «escisión» en los casos de esquizofrenia y personalidad múltiple, una alegoría que también es aplicable al mecanismo del desdoblamiento. Desde esta perspectiva, la quiebra del Yo que tiene lugar en la esquizofrenia «es similar al resquebrajamiento de un árbol que se ha podrido casi por completo desde la médula hasta las raíces». En los casos de personalidad múltiple, no obstante, este resquebrajamiento es más concreto y limitado, como ocurre, por ejemplo, «en el caso de un árbol muy robusto que sólo tiene descompuesta la parte superior del tronco». En lo que respecta al desdoblamiento, por su parte, el problema afecta al nivel más elevado de un árbol cuyas raíces, cuyo tronco y cuyas ramas no habían experimentado previamente daño alguno. En este caso, una de las dos ramas que se han visto obligadas a separarse se va descomponiendo gradualmente mientras que la otra sigue creciendo normalmente hasta el momento en que las condiciones externas permiten nuevamente la reunión.

Por otra parte, no creemos que el desdoblamiento de los médicos nazis constituyera «un desorden de carácter» antisocial en el sentido clásico del término ya que dicho proceso tendía a ser más una forma de adaptación que una pauta definitiva. A pesar de ello, sin embargo, el desdoblamiento presenta ciertos rasgos característicos del deterioro «sociopático» del carácter como los desórdenes emocionales (que fluctúan entre la indiferencia y el odio), el rechazo patológico de la sensación de culpa y el uso de la violencia para superar la «depresión encubierta» (relacionada con la represión de la culpa y la indiferencia) y poder seguir manteniendo una sensación de vitalidad. En ambos casos, además, la conducta destructiva -e incluso criminal- puede estar encubriendo el temor a la desintegración del Yo.
Los desórdenes propios del fenómeno del desdoblamiento son más puntuales, transitorios y ligados a una estructura institucionalizada mayor que no sólo los alienta sino que, en ocasiones, puede llegar a exigirlos. En este sentido, la conducta de los médicos nazis se parece a la de algunos terroristas, miembros de la Mafia, «escuadrones de la muerte» organizados por los dictadores y de determinadas bandas delictivas. En todas estos casos existen profundos vínculos ideológicos, familiares, étnicos y, en ocasiones, generacionales que
contribuyen a modelar la conducta criminal. El desdoblamiento constituye, pues, el mecanismo psicológico más importante que permite al individuo seguir viviendo en una subcultura criminal como ocurre, por ejemplo, en el caso de un jefe de la Mafia o de un jefe de los «escuadrones de la muerte» que ordena fríamente (o perpetra él mismo) un asesinato mientras sigue desempeñando el papel de esposo, padre y católico ejemplar.

El desdoblamiento es, pues, un mecanismo adaptativo que permite subsistir en las condiciones extremas propias de una subcultura. Pero no debemos olvidar tampoco la existencia de factores adicionales, algunos de los cuales se remontan a la temprana infancia, que contribuyen positivamente al desarrollo del proceso. Ese fue el caso de los médicos nazis.
Añadamos, para concluir, que el desdoblamiento es el mecanismo psicológico que nos permite invocar la maldad potencial que existe en nuestro Yo. El mal no es inherente ni ajeno al ego. Es por ello que poner fin al desdoblamiento o potenciarlo es una elección moral de la que uno es responsable cualquiera sea su nivel de conciencia. Así pues, al acceder al desdoblamiento -uno de los factores que nos permiten explicar la maldad humana- los médicos nazis eligieron fáusticamente el mal.

miércoles, 26 de febrero de 2014

Encuentro con la Sombra, parte 43


32. LA MENTALIDAD
CHAUVINISTA
Susan Griffin

Es feminista y autora de Voices; Rape: The Power of Consciousness; Woman and Nature: The Roaring Inside Her; Pornography and Silence: Culture's Revenge Against Nature y A Course of Stones: The Private Life of War (de próxima aparición). Reside en Berkeley, California.

Debemos profundizar en «la mentalidad chauvinista» que ha definido el uso del término hombre para referirse a todo el género humano -excluyendo a la mujer- y descifrar cuál es la imagen de mujer, de «negro» o de «judío» que tienen en su mente. Esta es la razón que me induce a escribir sobre la pornografía. La pornografía -que, en palabras de la poetisa Judy Grahn, es la «poética de la opresión»- es la mitología de esa mentalidad.
Si logramos comprender las imágenes que pueblan ese tipo de mentalidad podremos cartografiar su orografía y llegar incluso a predecir los caminos que se abren ante ella.

Este es un asunto de capital importancia ya que, hechizados por dicha mentalidad -una mentalidad, por otra parte, de la que todos participamos en una u otra medida- creemos que lo que nos ocurre es fruto de nuestro destino. Es por ello que hemos llegado a considerar que algunas de las plagas que asolan a nuestra civilización -como la rapiña o el holocausto, por ejemplo- forman parte de nuestro sino. Creemos que hay algo oscuro y tenebroso en el alma humana que ocasiona la violencia hacia nosotros mismos y hacia los demás. Culpamos a nuestra naturaleza -y a la naturaleza en general- de las decisiones tomadas por la cultura. Sin embargo, cuando observamos más detenidamente el sentido de la pornografía nos damos cuenta, por el contrario, de que la cultura no sólo ha rechazado con violencia a la naturaleza sino que, con mucha frecuencia, ha adoptado ante ella una actitud revanchista.
A medida que vayamos estudiando las imágenes que nos proporciona la mentalidad pornográfica iremos comprendiendo el sentido de su iconografía. Veremos así que, en la pornografía, el cuerpo atado, sometido, maltratado e incluso asesinado de la mujer son símbolos del poder de la naturaleza, un poder temido y odiado por la mentalidad pornográfica. Descubriremos también que para la mentalidad pornográfica «la mujer» representa -como el «judío» para el antisemita o el «negro» para el racista- la parte escindida de su alma, esa dimensión de su ser que preferiría negar y relegar al olvido, y comprenderemos que el reconocimiento de esa parte escindida de su alma conlleva la recuperación de Eros.

Tanto la iglesia como la pornografía han elegido la misma víctima para proyectar este conocimiento reprimido. Ambas modalidades culturales han desdibujado cuidadosamente la verdadera naturaleza del ser de la mujer y la han convertido en una pantalla en blanco sobre la cual proyectar todo aquello que los hombres niegan de sí mismos. Pero la mujer, como veremos, no es una víctima accidental. El cuerpo de la mujer evoca el tipo de autoconocimiento que el hombre no quiere afrontar y, por consiguiente, lo teme sin comprender que tiene miedo de lo que la mujer despierta en él. De este modo termina convenciéndose de que la mujer es el mal. Como dijo Karen Horney: «Todo hombre intenta desembarazarse de su miedo a la mujer convirtiéndola en un objeto». En este sentido, la pornografía constituye el ejemplo más palpable de esa «objetivación».
Escuchemos las palabras de Sade: la mujer es «una criatura miserable, siempre inferior, menos elegante que el hombre, menos ingeniosa, menos inteligente que él... su repugnante forma es precisamente todo lo opuesto de lo que gusta y complace a un hombre... una tirana,... sucia y peligrosa...»
El pornógrafo, al igual que el sacerdote, odia y rechaza a una parte de sí mismo. Ambos repudian el mundo físico y su propia materialidad, ambos desprecian el conocimiento de su propio cuerpo. Su tentativa, sin embargo, está condenada al fracaso porque sus mismos deseos les recuerdan continuamente el cuerpo. Así pretende despojarse de un aspecto de sí mismo que, por otra parte, desea. Está atrapado en una contradicción insalvable, odiar, temer y aborrecer lo que anhela. Su lucha es interna pero, en lugar de ello, cree que su lucha es contra la mujer. Por ello proyecta en el cuerpo de ésta todo su temor y todo su deseo.
 Al igual que ocurre con la ramera de Babilonia en la iconografía católica, el cuerpo de la mujer atrae al pornógrafo y al mismo tiempo despierta su desdén.

En un folleto publicitario podemos ver dos imágenes familiares representando un drama ancestral. Un espantoso negro amenaza a una voluptuosa blanca. El vestido de la mujer parece desgarrado y entre los jirones de su falda asoma la desnudez de un muslo. Su blusa descompuesta muestra también sus hombros al aire. La mujer escapa mirando con terror hacia atrás. El cuerpo del hombre es enorme y tiene el aspecto de un simio. La expresión de su rostro parece la encarnación misma de la brutalidad, la mezquindad y la lujuria. A pie de foto leemos «Conquista y educa» y sobre ella un texto que advierte al lector contra los peligros del adulterio.
En el núcleo de la imaginación del racista se oculta también una fantasía pornográfica: el espectro del mestizaje. La imagen de un hombre de tez oscura que trata de violar a una mujer rubia constituye la encarnación misma de lo que más aborrece el racista. Esta fantasía se apodera continuamente de su mente.

Hay quienes afirman que la mentalidad racista utiliza las imágenes pornográficas para manipular la mente de los demás pero lo cierto es que las imágenes que utiliza parecen manipularle exclusivamente a él y, en esa
medida, podemos sospechar que juegan un importante papel en la génesis de su ideología.
Sabemos que el sufrimiento que experimentan las mujeres en una cultura pornográfica es formal y cualitativamente diferente del que experimentan los negros en una sociedad racista o los judíos en una antisemita (y también sabemos que el desprecio hacia la homosexualidad afecta de manera diferente a la vida de mujeres y hombres al margen de los roles sexuales tradicionales). A pesar de todas estas diferencias, sin embargo, podemos observar fácilmente que la imagen de un hombre o una mujer de color que tiene el racista, la que tiene el antisemita de un judío y de una mujer el pornógrafo son muy parecidas entre sí. Las tres son creaciones de la misma mentalidad, la mentalidad chauvinista, una mentalidad que proyecta en los demás lo que teme de sí misma, una mente que se define en base a lo que odia.

Los negros son estúpidos, perezosos y animales. Las mujeres son irracionales, no piensan, están mucho más atadas a la tierra. Los judíos son avariciosos y retorcidos. Las prostitutas. Las ninfómanas. Los deseos carnales de las mujeres insaciables. Las vírgenes. Los esclavos dóciles. Los judíos afeminados y usureros. Los africanos, «comilones insaciables» lascivos y sucios. Las mujeres negras: «Esas mujeres, negras como el hollín, expertas en las artes de Venus que hacen del amor un arte y conceden sus favores sin ningún
problema». Los judíos se entregan a orgías sexuales y practican el canibalismo. Los judíos y los negros están sexualmente superdotados. Así de sencillo.
El famoso materialismo del judío, el negro y la mujer. La mujer que despilfarra las tarjetas de crédito de su marido en sombreros. El negro que conduce un Cadillac mientras sus hijos se mueren de hambre. El judío prestamista que vende a su hija. «No hay nada más insoportable que una mujer rica» -dice Juvenal. En un texto pornográfico del siglo dieciocho el autor describe a su heroína diciendo que « tenía un ingenioso cerebro pequeño burgués» y en una novela pornográfica contemporánea el protagonista mata a su mujer porque «ella prefería a los chicos que conducen Cadillacs». El apetito insaciable. El negro que despoja de su trabajo al blanco o la mujer que se roba al hombre.
Una y otra vez, el chauvinista dibuja un retrato de los demás que sólo nos recuerda las partes que ha enajenado y ocultado de su propia mente. El otro tiene apetitos e instintos, el otro tiene un cuerpo, el otro lleva una vida emocional descontrolada. De este modo, después de negar ciertos aspectos de su Yo, la mentalidad chauvinista construye un falso Yo con el que identificarse.

Dondequiera que tropecemos con la idea racista de que el otro es un ser malo o inferior descubriremos también la presencia de un ideal racial que considera al propio Yo como algo superior, bueno y justo. Ese fue precisamente el ideal racial de los esclavistas sureños. Los blancos se consideraban a sí mismos los custodios de las mejores tradiciones de la civilización, el último baluarte de la cultura. Es por ello que la mentalidad aristocrática sureña estaba engalanada de pretensiones, dignidad, buenos modales y ceremonias de ascensión social.
El hombre sureño atribuyó todos los defectos a las mujeres y los hombres de color adjudicándose, al mismo tiempo, todas las virtudes. En su opinión era «caballeroso», «magnánimo» y con una «honestidad» que emanaba del «brillo de su poderosa e impávida mirada». Era honorable, responsable y, por encima de todo, un aristócrata.
El antisemita, por su parte, establece el mismo tipo de polaridades y se ve a sí mismo adornado con las virtudes del ario: atractivo, valiente, honesto, en una palabra superior, tanto física como moralmente.
Esta polaridad, sin embargo, nos resulta muy familiar. Nuestro aprendizaje del ideal masculino -como opuesto al femenino- comienza casi desde el mismo momento del nacimiento. Se nos enseña muy pronto que los hombres son más inteligentes y más fuertes que las mujeres. El protagonista masculino de la iconografía pornográfica -el ario hitleriano, por ejemplo- disfruta de una honradez moral intrínseca que le permite comportarse de manera amoral con las mujeres. Desde su propio punto de vista él es el miembro más valioso de todas las especies. Como decía el marqués de Sade, «la carne de la mujer», como la «carne de cualquier hembra», es inferior.

La mentalidad chauvinista utiliza esta supuesta superioridad como excusa para explotar y esclavizar a quienes considera inferiores. Es por ello que algunos historiadores han llegado a la conclusión de que la ideología chauvinista existe únicamente para poder justificar la explotación. En nuestra opinión, sin embargo, este tipo de ideología tiene una razón de ser que parece consustancial a nuestra mente. Si investigamos más profundamente descubrimos que por encima de todo el chauvinista necesita creer en su propia mentira. No se trata pues tan sólo de una simple explotación social. En realidad, las mentiras de la mentalidad chauvinista nacen de donde nacen todas las mentiras, del deseo de escapar de la verdad. El chauvinista no puede afrontar el hecho de que se desprecia a sí mismo.
Esta es la razón por la que el chauvinista se niega obcecadamente a considerar siquiera la posibilidad de que el otro pueda ser igual que él. El chauvinista insiste, una y otra vez, en que él es muy diferente de los demás.
Esta insistencia es el punto de partida y la esencia de todo su pensamiento.

Hitler escribe con respecto a los orígenes de su antisemitismo: Paseando por el centro de la ciudad tropecé con una figura vestida con una levita y largas trenzas cayéndole sobre los hombros. Mi primer pensamiento fue: ¿es esto un judío?... Pero cuanto más miraba su estrafalario aspecto la pregunta fue transformándose poco a poco hasta que se convirtió en otra: ¿es un alemán?... Por primera vez en mi vida compré un folleto antisemita.
La mentalidad chauvinista construye una imagen inventada de sí misma en la que representa al alma y al conocimiento de la cultura. De este modo, el objeto de su odio representa al Yo natural, al Yo rechazado, al Yo que contiene el conocimiento del cuerpo, un Yo, por tanto, carente de alma.

lunes, 24 de febrero de 2014

Encuentro con la Sombra, parte 42


31. NOSOTROS Y ELLOS

Fran Peavey (en colaboración con Myrna Levy y Charles Varon)
Tiene un amplio historial laboral que abarca desde su trabajo como taxista y diseñadora de muebles hasta el activismo político y su labor académica sobre teorías innovadoras y tecnología de vanguardia. Es autora del libro Heart Politics.

Hubo una época en la que yo sabía a ciencia cierta que quienes se negaban a servir a los negros eran racistas, quienes organizaban guerras y ordenaban asesinar a personas inocentes eran belicistas y que los propietarios de fábricas que contaminan el aire, el agua y la tierra eran los responsables de la contaminación del medio ambiente. Fue un tiempo en el que el hecho de participar en boicots, manifestaciones y sentadas de protesta contra las acciones de los malos me hacía sentir una buena chica.
Pero, por más que proteste, un examen sincero de mí misma y de mis relaciones con el mundo me revela que yo también formo parte del problema. Me doy cuenta, por ejemplo, de que desconfío más de los mexicanos que de los blancos, constato también que soy adicta a un estilo de vida que sólo puede mantenerse a expensas de la gente más pobre del planeta -una situación sostenida, por otra parte, gracias al poder militar- y advierto, que el problema de la polución no está desvinculado de mi despilfarro de los recursos energéticos y la creación de desperdicios. De este modo, la línea que antaño me separaba claramente de los malos ha terminado esfumándose.

Cuando luchaba contra la guerra de Vietnam me molestaba ver a personas vestidas con uniforme militar.
Recuerdo que pensaba: «¿Cómo puede este muchacho ser tan estúpido como para ponerse un uniforme?
¿Cómo puede ser tan dócil y crédulo como para creerse las historias que cuenta el gobierno sobre Vietnam?»
Sólo pensar en los terribles atropellos que, con toda probabilidad, habría cometido en Vietnam me ponían enferma.
Años después del final de la guerra, un pequeño grupo de veteranos de Vietnam quiso hacer un retiro en nuestra granja de Watsonville. Al principio no estaba muy segura de si debía acceder a su petición pero finalmente accedí. Ese fin de semana escuché a una docena de hombres y mujeres que a su regreso al hogar debieron afrontar el ostracismo al que se les sometió por haber participado en la guerra y se vieron obligados a luchar de nuevo para poder superar esta experiencia.
Contaron cosas terribles sobre lo que habían visto o hecho y otras, en cambio, de las que se sentían orgullosos.

Expusieron también las razones que les habían movido a alistarse: su amor a los Estados Unidos, su voluntad de servicio, su valentía y su deseo de llegar a ser héroes. Se daban cuenta también de cómo habían traicionado sus aspiraciones iniciales hasta el punto de llegar a desconfiar de su propio juicio. Algunos de ellos dudaron incluso de su propia humanidad. Se preguntaban si su participación en la guerra había tenido algún sentido y si el sacrificio de sus camaradas había servido para algo. Su angustia me dejó tan inerme que, a partir de ese momento, dejé de considerarlos meros agentes del mal.
¿Cómo había llegado a transformar a los militares en mis enemigos? ¿Acaso aquellos vilipendiados soldados me habían proporcionado una coartada para inhibirme de mi propia responsabilidad por lo que mi país había hecho en Vietnam? ¿Acaso mi odio y rigidez me habían impedido comprender cabalmente la complejidad de la situación? Y, lo que es todavía peor, ¿cómo había afectado, en su momento, la estrechez de mi visión a mi lucha contra la guerra?
Hace algunos años, cuando mi hermana pequeña y su marido -un joven militar de carrera - vinieron a visitarme me enfrenté de nuevo al reto de tener que ver al ser humano que se hallaba dentro del soldado. En esa ocasión, mi cuñado me contó que siendo casi un niño -mientras estaba trabajando en una granja en Utahle lo habían reclutado y adiestrado para ser francotirador.
Una noche, casi al final de su visita, comenzamos a hablar de su trabajo. Aunque mi cuñado había estudiado para trabajar como auxiliar médico todavía cabía la posibilidad de que le requirieran como francotirador. No me habló mucho sobre ese particular porque era secreto pero creo que, aunque no lo hubiera sido, tampoco hubiera querido hablar sobre el tema. En todo caso, dijo que la misión de un francotirador era la de viajar a un lugar extraño, «eliminar» a alguien y perderse entre la multitud.

Cuando te dan una orden -agregó- no puedes objetarla. Te sientes solo e indefenso. Por eso, en lugar de enfrentarse al ejército y, con ello, a todo el país, había elegido no considerar siquiera la posibilidad de desobedecer ciertas órdenes.
Comprendí entonces que el hecho de sentirse aislado le hiciera imposible seguir su propio código moral hasta el punto de desobedecer una orden. Por eso le dije: «Si alguna vez te ordenan algo que crees que no debes hacer llámame de inmediato y encontraré el modo de ayudarte. No estás solo. Conozco a mucha gente que apoyaría con gusto tu decisión». Entonces, mi hermana nos miró con los ojos anegados de lágrimas.
¿Cómo aprendemos a quién debemos amar u odiar? A lo largo de mi breve existencia los enemigos nacionales de los Estados Unidos han cambiado en varias ocasiones. Nuestros adversarios de la Segunda Guerra Mundial -los japoneses y los alemanes- se han convertido en nuestros aliados. La enemistad de los rusos, por su parte, ha sido proverbial aunque también ha habido breves períodos de tiempo en los que las relaciones han mejorado. Los norvietnamitas, los cubanos y los chinos también han cumplido con su papel.

Así pues, si tantos países pueden provocar nuestra ira nacional, ¿cómo podemos elegir entre ellos?
¿Cómo elegimos a nuestros enemigos personales? ¿Seguimos acaso las advertencias de nuestros dirigentes, de los líderes religiosos, de los maestros de escuela, de los periódicos, de la televisión? ¿Odiamos a los enemigos de nuestros padres como parte de nuestra identidad familiar o se trata acaso de los enemigos de la subcultura o del grupo con el que nos identificamos?
¿A qué intereses políticos y económicos sirve nuestra mentalidad hostil?
En una conferencia sobre el holocausto y el genocidio conocí a una persona que me enseñó que -aun en las circunstancias más extremas- no hay motivo para odiar a nuestros enemigos. Mientras me hallaba sentada en el vestíbulo de un hotel después de una conferencia sobre el holocausto nazi entablé una conversación con Helen Waterford. Cuando me enteré de que era una superviviente de Auschwitz le expresé mi repulsa hacia los nazis (aunque creo que sólo estaba tratando de demostrarle que yo estaba en el bando de los buenos).
Cuando me dijo «¿Sabes? Yo no odio a los nazis» me quedé boquiabierta. ¿Cómo podía no odiar a los nazis alguien que había sobrevivido a un campo de concentración?
Supe, entonces, que Helen charlaba periódicamente con un antiguo líder de las Juventudes Hitlerianas.
Hablaban de lo terrible que había sido el fascismo tanto desde dentro como desde fuera de él. Fascinada por el tema me quedé charlando con Helen para aprender tanto como pudiera.
En 1980, Helen se sintió intrigada por un artículo que leyó en un periódico en el que el autor, Alfons Heck, describía su infancia y adolescencia en la Alemania nazi. Siendo un niño el sacerdote de la escuela católica a la que acudía le saludaba con un «¡Heil Hitler!» al que seguía un «Buenos días» y «En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo...». De este modo, Hitler ocupaba, en la mente de Heck, un lugar más elevado que Dios. A los diez años ingresó como voluntario en las Juventudes Hitlerianas y en 1944, cuando apenas había cumplido los dieciséis , escuchó por primera vez que los nazis estaban asesinando sistemáticamente a los judíos y no pudo creérselo. Poco a poco, sin embargo, llegó al convencimiento de que efectivamente había sido cómplice de un genocidio.
La sinceridad de Heck impresionó tanto a Helen que hizo todo lo posible por conocerle. Descubrió que se trataba de una persona tierna, inteligente y afectuosa. Helen estaba dando conferencias públicas sobre sus experiencias del holocausto y pidió a Heck que compartiera con ella el estrado en una próxima conferencia ante un grupo de cuatrocientos maestros de escuela.

Elaboraron así una charla en la que cada uno de ellos expuso cronológicamente su historia personal durante el período nazi.
Helen contó que, en 1934, a los veinticinco años de edad, se había visto obligada a abandonar Frankfurt. Ella y su marido, un contable que había perdido el trabajo cuando los nazis alcanzaron el poder, tuvieron que escapar a Holanda. Allí colaboraron con la resistencia y Helen dio a luz a una niña. Sin embargo, en 1940 los nazis invadieron Holanda y, a partir de 1942, tuvieron que vivir en la clandestinidad. Dos años más tarde fueron descubiertos y enviados a Auschwitz. Su hija se quedó con unos amigos de la Resistencia y su marido terminó sus días en el campo de concentración.
La primera conferencia conjunta fue tan bien que decidieron seguir trabajando en equipo. En cierta ocasión, en una conferencia que realizaron ante un auditorio de ochocientos estudiantes de enseñanza superior le
preguntaron a Heck: «Si le hubieran ordenado disparar contra algún judío, ¿lo hubiera hecho?». El público comenzó a silbar. Heck tragó saliva y respondió: «Sí. Lo hubiera hecho. Obedecía ordenes». Luego, volviéndose hacia Helen le pidió disculpas diciendo que no había querido molestarla. Ella replicó entonces: «Me alegro de que hayas respondido sinceramente. De lo contrario no hubiera podido volver a confiar en ti».
Heck tiene que enfrentarse una y otra vez ante quienes piensan que «quien una vez fue nazi seguirá siéndolo durante toda la vida». La gente le responde: «Hablas muy bien pero no creemos lo que nos dices. Es muy difícil dejar de creer en algo en que has creído». Heck explica pacientemente una y otra vez que pasaron muchos años antes de que pudiera reconocer que había sido educado en la mentira. Por otra parte, los neonazis le llaman por teléfono a altas horas de la madrugada y lo amenazan de muerte: «Aún no te hemos
cogido, traidor, pero no tardaremos en terminar contigo».
¿Qué sentía Helen en Auschwitz hacia los nazis? «No me gustaban pero no puedo decir que deseara matarlos.
Nunca lo sentí así. Creo que no soy una persona rencorosa». Por otra parte, Helen se ve frecuentemente hostigada por los mismos judíos que la censuran por no odiar, por no desear la venganza. «Es imposible que no les odies» -le dicen.

En las conferencias sobre el holocausto y el genocidio y en las conversaciones posteriores que he sostenido con Helen he tratado de comprender qué es lo que le ha permitido ser tan objetiva y no acabar culpando al pueblo alemán por el holocausto, por su sufrimiento y por la muerte de su esposo y he llegado a la conclusión de que la respuesta radica en su apasionado estudio de la historia.
La mayoría de las personas cree que la única explicación posible del holocausto nazi es que fue la obra de un loco pero, en opinión de Helen, ese tipo de conclusiones nos impide pensar que cada uno de nosotros podemos vemos implicados en un holocausto. La valoración de la salud mental de Hitler -afirma- importa menos que el examen minucioso de las fuerzas históricas y del modo en que Hitler las manipuló.
«A medida que se acercaba la guerra -me dijo Helen- comencé a leer e informarme de todo lo que había ocurrido des de 1933, cuando mi visión del mundo se colapsó. Leía continuamente. ¿Cómo había podido desarrollarse "el estado de las S.S."? ¿Cuál fue el papel desempeñado por la Gran Bretaña, Hungría, Yugoslavia, los Estados Unidos y Francia? ¿Qué es lo que había propiciado el holocausto? ¿Cuáles fueron los pasos concretos que lo permitieron? ¿Qué es lo que buscan las personas cuando participan en movimientos fanáticos? Creo que éste es el tipo de preguntas que seguiré haciéndome hasta el fin de mis días».

Quienes trabajamos por el cambio social tendemos a considerar a nuestros adversarios como enemigos, a estimarlos indignos de nuestra confianza, a sospechar de ellos y a creer que son moralmente inferiores a nosotros. Saul Alinsky, un brillante sociólogo, explicó las razones de esta polarización del siguiente modo:
Uno sólo actúa de manera resuelta cuando tiene la convicción de que los ángeles están de su parte y los demonios se hallan entre las filas del enemigo. Un líder puede dudar a la hora de tomar una decisión y sopesar una y otra vez las virtudes y los defectos de una determinada situación que es, por así decirlo, un cincuenta y dos por ciento positiva y un cuarenta y ocho
por ciento negativa. Pero una vez que ha tomado una decisión debe actuar como si su causa fuera un cien por cien positiva y la del contrario, en cambio, fuera cien por cien negativa...

Durante la disputa que sostuvimos [en Chicago] con el inspector general de enseñanza media, muchos liberales nos decían que, después de todo, no era malo al cien por cien, ya que iba regularmente a misa, era un buen padre de familia y se mostraba bastante generoso en sus obras de caridad. ¿Os imagináis en medio de un conflicto diciendo que Fulanito es un bastardo y un racista y tratando de aligerar después el impacto de vuestras palabras matizando sus extraordinarias virtudes? Políticamente hablando eso sería una estupidez.
Sin embargo, la demonización de nuestros adversarios tiene un coste enorme ya que constituye una estrategia que asume y perpetúa tácitamente nuestra peligrosa mentalidad hostil.
En lugar de prestar una atención exclusiva al cincuenta y dos por ciento de «maldad» que hay en mi adversario debería atender al otro cuarenta y ocho por ciento y partir de la premisa de que en cada adversario tengo en realidad un aliado que puede permanecer en silencio, vacilar u ocultarse a mi mirada. Quizás no sea más que el sentimiento de ambivalencia que tiene respecto a las partes moralmente reprobables de su personalidad o de su trabajo. Sin embargo, ese tipo de dudas raramente tienen la oportunidad de manifestarse debido a la influencia abrumadora de la presión del contexto social en el que nos encontramos y lo mismo ocurre con mi capacidad para ser su aliado. En 1970, cuando todavía no había terminado la guerra de Vietnam, un grupo de personas pasamos el verano en Long Beach, California, organizando protestas contra una fábrica de napalm. Se trataba de una fábrica pequeña cuya única función era la de mezclar los elementos químicos y poner el napalm en las carcasas. Pocos meses atrás, una explosión accidental había arrojado fragmentos de napalm a las casas y los campos del vecindario. Ese incidente trajo, en un sentido bastante literal, la guerra a casa y movilizó a todos los opositores a la guerra de la comunidad. A petición suya nos desplazamos para reforzar y trabajar con el grupo local. Juntos organizamos una gira con proyección de diapositivas sobre el complejo militar dirigida a los líderes de la comunidad y enviamos piquetes a la fábrica. También conseguimos una entrevista con el presidente del consejo de administración.
Durante tres semanas nos dedicamos a preparar esta entrevista, estudiamos detenidamente el holding, su situación financiera, si había algún proceso jurídico pendiente sobre su presidente y nos informamos todo lo que pudimos sobre su vida personal, su familia, su iglesia, su club, sus hobbys, etcétera. También analizamos minuciosamente su fotografía y pensamos seriamente tanto en las personas a las que amaba como en las personas que le amaban tratando de comprender su visión del mundo y el contexto en el que se movía.

Discutimos mucho sobre lo enfadados que estábamos con él por la parte que le correspondía en la muerte y mutilación de niños en Vietnam. Pero por más que el odio nos ayudaba a sostener firmemente nuestra decisión llegamos a la conclusión de que manifestárselo así no haría más que ponerle a la defensiva y reduciría, por tanto, la eficacia de nuestra acción.
Tras estos preparativos, cuando llegó el momento en que tres de nosotros fuimos a visitarle ya no se trataba de un extraño. No le culpamos personalmente ni tampoco atacamos a su corporación. Simplemente le pedimos que cerrara la planta, no renovara su contrato con el gobierno y pensara en las consecuencias que se derivaban de las actividades de su fábrica. Le dijimos también que conocíamos los puntos débiles de su corporación (poseía una cadena de moteles que podían ser boicoteados) y añadimos que seguiríamos trabajando estratégicamente para obligar a su compañía a abandonar el negocio de abrasar a las personas. También hablamos de otros contratos similares de la compañía. No bastaba con cambiar una pequeña parte de las funciones de la corporación y para ello sacamos a relucir el tema de la dependencia económica de la fábrica con el negocio de las municiones y la guerra.

Nuestro principal interés era que nos viera como personas similares a él. Si nos hubiéramos presentado como un grupo de radicales apasionados casi le hubiéramos obligado a rechazar nuestras demandas. Asumimos, pues, que él ya cargaba con sus propias dudas y consideramos que nuestro papel era el de prestarle nuestra voz. Nuestro objetivo, por tanto, fue el de infiltrarnos -a nosotros y a nuestro punto de vista- en su contexto de tal modo que pudiera recordarnos y tener en cuenta nuestra postura a la hora de tomar decisiones.
Cuando dos meses más tarde llegó el momento de renovar el contrato su compañía no pujó por él.
Pero trabajar a favor del cambio social sin apoyarse en el concepto de enemigo suscita problemas prácticos concretos. ¿Qué debemos hacer, por ejemplo, con todo el odio que estamos acostumbrados a descargar sobre nuestros enemigos? ¿Es posible odiar acciones y políticas sin odiar a quienes los representan? ¿Acaso no minará nuestra determinación la empatía con aquellos que representan las acciones a las que nos oponemos?
No me engaño a mí misma creyendo que todo funcionará a la perfección si nos amigamos con nuestros adversarios. Reconozco que ciertos estrategas militares toman decisiones que nos ponen en peligro a todos nosotros. Sé también que algunos oficiales de policía desean mostrar su hombría cuando arrestan a alguien.

Sin embargo, tratar a nuestros enemigos como aliados potenciales no implica necesariamente aceptar irracionalmente todas sus acciones. Nuestro desafío consiste en invocar a la humanidad que habita en el interior de cada uno de nuestros adversarios y en ampliar el rango de respuestas posibles. Ojalá hallemos un camino entre el cinismo y la ingenuidad.

viernes, 21 de febrero de 2014

Encuentro con la Sombra, parte 41


30. EL CREADOR DE
ENEMIGOS
Sam Keen

Filósofo y ex-editor de Psychology Today. Es el autor de Su viaje mítico (escrito en colaboración con Anne Valley-Fox; Ed. Kairós); To a Dancing God; The Passionate Life: Stages of Loving; Faces of the Enemy: Reflections of the Hostil Imagination y Fire in the Belly: On Being A Man. 135

Para crear un enemigo
toma un lienzo en blanco y esboza en él las figuras
de hombres, mujeres y niños.

Sumerge en la paleta inconsciente
de tu sombra enajenada
un gran pincel
y emborrona a los extraños
con los turbios colores de la sombra.

Dibuja en el rostro de tu enemigo
la envidia, el odio y la crueldad
que no te atreves a admitir como propias.

Ensombrece todo asomo
de simpatía en sus rostros.
Borra cualquier indicio de los
amores, esperanzas y temores
que se constelan caleidoscópicamente
en torno al corazón de todo ser humano.

Deforma su sonrisa
hasta que adopte el aspecto tenebroso
de una mueca de crueldad.

Arranca la piel de los huesos
hasta que asome
el esqueleto inerme de la muerte.

Exagera cada rasgo
hasta transformar a cada ser humano en una bestia, una alimaña, un insecto.

Llena el fondo del cuadro
con todos los diablos, demonios y figuras malignas
que alimentan nuestras pesadillas ancestrales. 

Cuando hayas terminado el retrato de tu enemigo
podrás matarlo y descuartizarlo sin sentir vergüenza ni culpa alguna.

Porque entonces lo que destruirás
se habrá convertido
en un enemigo de Dios
o en un obstáculo
para la sagrada dialéctica de la historia.

Primero creamos al enemigo. La imagen existe antes que el arma, la propaganda precede a la tecnología.
Comenzamos pensando en otros a quienes matar y posteriormente inventamos el hacha de guerra o el misil intercontinental para acabar con ellos.
Sin embargo, los políticos de uno y otro signo creen exactamente lo contrario y proclaman a voz en grito que si abandonamos nuestra política armamentista el enemigo no desaprovechará la ocasión. Los conservadores, por su parte, opinan que el único modo de mantener en cintura al enemigo consiste en demostrarle que disponemos de armas más grandes y más poderosas que las suyas. Los liberales, por el contrario, piensan que el enemigo dejaría de serlo si tuviéramos menos armas o si éstas fueran menos potentes. Ambas posturas, sin embargo, se basan en la creencia optimista y racional de que el ser humano es un animal pragmático que ha llegado a convertirse, con el correr de los años, en homo sapiens («hombre racional») y en homo faber («hombre hábil»), y que, consecuentemente, es posible alcanzar la paz mediante la negociación y el control armamentístico.

Sin embargo, la realidad no parece ajustarse a esa creencia, ya que el problema no parece asentarse tanto en nuestra razón o en nuestra tecnología como en la dureza de nuestros corazones. Generación tras generación hemos inventado todo tipo de excusas para odiar y deshumanizar a nuestros semejantes. Nos negamos a admitir lo evidente y nos justificamos con la retórica política más sofisticada. El ser humano es un homo hostilis, una especie hostil, el único animal capaz de fabricarse enemigos para tratar de escapar de su propia hostilidad reprimida. De este modo, con los residuos inconscientes de nuestra hostilidad y con nuestros demonios privados creamos un objetivo, conjuramos un enemigo público y -lo que es peor- nos entregamos a rituales compulsivos, a dramas tenebrosos con los que tratamos de exorcisar aquellos aspectos que negamos y despreciamos de nosotros mismos.

Nuestra única esperanza de supervivencia radica en la capacidad de cambiar nuestra actitud hacia la guerra y la figura del enemigo. En lugar de seguir hipnotizados con la imagen del adversario debemos empezar a prestar atención a los ojos que ven al enemigo. Ya ha llegado el momento de explorar la mentalidad del homo hostilis («humano hostil») y de examinar minuciosamente la forma en que manufacturamos la figura del enemigo, creamos un plus de maldad y terminamos convirtiendo al mundo en un inmenso cementerio. Pero mientras sigamos ignorando la lógica de la paranoia política y el proceso propagandístico con el que tratamos de justificar nuestra violencia parece poco probable que lleguemos a tener ningún éxito sustancial en el control armamentístico. Para ello debemos tomar conciencia de lo que Carl Jung denominaba «la sombra».

Los héroes y los líderes de la paz de nuestro tiempo son aquellos hombres y mujeres que tienen el valor de sumergirse en las tinieblas de su propia personalidad y zambullirse en la oscuridad del psiquismo colectivo en busca de su enemigo interno. La psicología profunda nos ha proporcionado la evidencia incuestionable de que fabricamos al enemigo con las partes negadas de nuestro propio yo. Por tanto, el mandamiento «ama a tu enemigo como a tí mismo» nos señala el camino que conduce al autoconocimiento y a la paz. De hecho, amamos y odiamos a nuestros enemigos en la misma medida que nos amamos y nos odiamos a nosotros mismos. En el rostro del enemigo encontramos pues el espejo en el que contemplar nítidamente nuestro verdadero semblante.

Pero ya escucho el clamor de las objeciones de quienes detentan los poderes fácticos. Vayamos, pues, más despacio. «¿Qué significa eso de "crear" enemigos? Nosotros no inventamos a los enemigos. En el mundo real existen agresores, imperios malignos, hombres malvados y mujeres perversas que nos destruirían si no acabáramos antes con ellos. En este mundo existen seres tan ruines como Hitler, Stalin y Pol Pot (dirigente de los khmeres rojos y responsable del asesinato de dos millones de camboyanos). No podemos psicologizar los acontecimientos políticos ni resolver el problema de la guerra tratando simplemente de comprender la forma de pensar del enemigo».
Efectivamente. Pero la causa de la paz no puede avanzar con verdades a medias, ya sean éstas de naturaleza política o psicológica. Ciertamente, debemos abstenernos de psicologizar los acontecimientos políticos pero
también debemos evitar politizar los hechos psicológicos. La guerra es un problema sumamente complejo que no puede afrontarse desde un solo punto de vista. Para comprenderla deberíamos disponer, como mínimo, de una especie de teoría cuántica de la guerra. Así, de la misma manera que sólo podemos comprender la naturaleza de la luz considerándola simultáneamente como onda y como partícula, sólo podremos comprender la naturaleza de la guerra apelando a un enfoque pluridisciplinar que englobe sus diversos factores causales.

Es por ello que necesitamos abordar el problema de la guerra considerando que se trata de un sistema sustentado, por igual, en: el psiquismo belicista y la polis violenta, la paranoia y la propaganda, la imaginación hostil y los conflictos geopolíticos y de valores entre naciones.
Cualquier reflexión fructífera sobre la guerra deberá, pues, tener en consideración al psiquismo individual y a las instituciones sociales. La sociedad configura nuestro psiquismo y viceversa. Por consiguiente, debemos
poner manos a la obra para acometer la ingente tarea de concebir alternativas políticas y psicológicas a la guerra, de cambiar la mentalidad del homo hostilis y de modificar la estructura de las relaciones internacionales.

Esto supone, al mismo tiempo, la doble tarea de emprender un viaje heroico hacia el yo y ensayar un nuevo estilo más compasivo de hacer política. No será posible reducir la belicosidad mientras no tengamos en cuenta todos los factores que sostienen un sistema basado en la violencia. Debemos tener en
consideración tanto a las raíces psicológicas de la paranoia, la proyección y la propaganda como a las prácticas contraproducentes en la educación de nuestros hijos, la injusticia, los intereses creados de las élites del poder, los conflictos religiosos, sociales, históricos, económicos, raciales y la presión de la opinión pública.
El problema de la psicología militar estriba en cómo llegar a convertir el asesinato en patriotismo, pero no suele examinarse en profundidad el proceso de deshumanización del enemigo. Cuando proyectamos nuestra sombra no nos damos cuenta de lo que hacemos. La masa genera odio y el cuerpo político debe insensibilizarse de su paranoia, proyección y propaganda. De este modo, el «enemigo» se convierte en algo tan real y objetivo como una piedra o un perro rabioso. Nuestra primera tarea consiste, pues, en romper este tabú, tomar conciencia de los aspectos inconscientes del cuerpo político y examinar la forma en que creamos la figura del enemigo.

La paranoia consensual -la patología de una persona normal perteneciente a una sociedad belicista- nos proporciona un modelo útil para comprender este proceso. Si comprendemos la lógica de la paranoia podremos comprender la presencia recurrente -independientemente de las circunstancias históricas- del
arquetipo del adversario.
La paranoia presupone un complejo de mecanismos mentales, emocionales y sociales mediante los cuales una persona -o un grupo- se atribuyen toda la justicia y la pureza mientras asignan, al mismo tiempo, toda la hostilidad y la maldad a sus enemigos. Este proceso se inicia con la división -sancionada por los mitos y los medios de comunicación de masas- entre el «buen» Yo (con el que nos identificamos conscientemente) y el «mal» Yo (que reprimimos y proyectamos inconscientemente sobre nuestros enemigos). Mediante esta
artimaña escamoteamos de la conciencia aquellos aspectos inaceptables de nuestro Yo que Jung denominaba «sombra» (la envidia, la crueldad, el sadismo, la hostilidad, etcétera) que, a partir de entonces, sólo reconocemos como cualidades de nuestros enemigos. De este modo, la paranoia cumple con la función de reducir la ansiedad y la culpabilidad que sentimos y de transferir a los demás aquellas características que no queremos reconocer en nosotros mismos. Este proceso, por otra parte, se mantiene mediante la percepción y la memoria selectiva que hace que sólo nos percatemos de aquellos aspectos negativos del enemigo que se ajustan a nuestro estereotipo. Las únicas noticias que ofrecía la televisión norteamericana, por ejemplo, sobre la Unión Soviética eran negativas y lo mismo ocurría en el otro bando. Por otra parte, sólo recordamos aquello que confirma nuestros prejuicios.

La típica propaganda antisemita contemporánea ilustra perfectamente este modelo. Para los antisemitas el judío es la causa fundamental del mal. Para los antisemitas nazis tras los enemigos tradicionales de Alemania -Inglaterra, Rusia y los Estados Unidos- acechaba la conspiración judía. Esta amenaza -inexistente para cualquier otro observador- resultaba, sin embargo, evidente para quien creía ciegamente en la supremacía de la raza aria. Fue precisamente esta lógica distorsionada, la que justificaba la utilización de trenes -vitales para el traslado de tropas al frente- para el transporte de judíos a los campos de concentración en vistas a la «solución final».
Un ejemplo más reciente de esta mentalidad paranoica nos la ofrece el ala derecha del anticomunismo norteamericano y el obsesivo anticapitalismo soviético. Ambas perspectivas comparten la misma visión paranoica que les llevaba a atribuir a sus enemigos más poder, cohesión y éxito conspiratorial del que en realidad poseen. Los creyentes de ambos bandos consideran fanáticamente que el mundo es un inmenso campo de batalla y que todos los países deben terminar, más pronto o más tarde, alineándose, bajo la esfera de influencia del comunismo o del capitalismo.

Una de las principales funciones de la mentalidad paranoica consiste en libramos de la culpa y la responsabilidad atribuyéndosela a los demás. Esta inversión puede revestir, a veces, un carácter extremo.
La culpa genera más culpa. Es por ello que la nación o la persona paranoica creará un sistema de mentiras compartidas, una paranoia á deux. El sistema de creación de enemigos supone la participación de dos o más adversarios arrojando su basura psicológica inconsciente en la puerta trasera de los otros. De este modo, todo lo que rechazamos en nosotros mismos terminamos atribuyéndoselo al enemigo y viceversa. Dado que este proceso de proyección inconsciente de la sombra es universal, los enemigos «se necesitan» mutuamente para poder despojarse de sus toxinas psicológicas desposeídas. De este modo terminamos creando un vínculo de odio, una «simbiosis de enfrentamiento», un sistema integrado que nos garantice que jamás nos veamos obligados a afrontar nuestra propia sombra.

En el conflicto Estados Unidos-Unión Soviética ambas partes se necesitaban mutuamente como blanco de sus proyecciones. La propaganda soviética que describía a los Estados Unidos como un violador de los derechos humanos se parecía al "cazo que llama sucia a la olla "y, por nuestra parte, los ataques contra el control estatal soviético y la ausencia de propiedad privada sólo reflejaban nuestro rechazo inconsciente de la pérdida de libertad individual bajo el capitalismo corporativista y nuestra dependencia del apoyo gubernamental durante toda nuestra vida. Esos aspectos contradecían la imagen que nos habíamos forjado de nosotros mismos como individualistas empedernidos. Oficialmente, equiparamos la dependencia del estado a la esclavitud y, sin embargo, nos vemos obligados a adoptar un macrogobierno y un socialismo galopante que indican, obviamente, que tenemos enormes necesidades y dependencias que no se corresponden con la imagen del «hombre Malboro» que hemos forjado de nosotros mismos. Los soviéticos, por su parte, cuando veían que el consumo era una forma de libertad y que ésta producía beneficios aspiraban también a una mayor libertad personal. Nosotros creemos que los soviéticos sacrifican al individuo a los intereses del estado y ellos, por su parte, consideran que nosotros santificamos la avaricia de los poderosos a costa de la comunidad, permitiendo el beneficio de una minoría a expensas de la inmensa mayoría. Así, mientras estamos intercambiando insultos permanecemos a salvo de tener que emprender la ardua tarea de comprender las considerables deficiencias y crueldades de nuestro propio sistema.

Es inevitable que la mentalidad infantil paranoica vea en el enemigo algunas de las cualidades paradójicas del mal padre. La fórmula necesaria para poder destruir al enemigo con total impunidad moral siempre atribuye al enemigo un poder casi omnipotente y una degradación moral casi absoluta. Las declaraciones del Departamento de Defensa de los Estados Unidos, por ejemplo, suelen asumir un estilo típicamente paranoico enfatizando la superioridad de la Unión Soviética en la producción de bombas, tanques, misiles, etcétera subrayando también, al mismo tiempo, el despiadado avance del comunismo y del ateísmo en el mundo. El Kremlin, por su parte, jugaba a lo mismo.
Lo cierto es que la mentalidad paranoica no tolera la idea de igualdad. Un paranoico debe sentirse sádicamente superior -y dominar a los demás - o bien debe sentirse masoquistamente inferior -y sentirse amenazado por ellos. Los adultos, en cambio, pueden sentirse iguales y compartir, de este modo, su
responsabilidad tanto por el bien como por el mal, pero en la mentalidad infantil, el gigante -el padre, el enemigo- es el único que detenta el poder, el único, por tanto, moralmente responsable de no eliminar el mal y el sufrimiento de su vida.

El homo hostilis es irremediablemente dualista, un dualista maniqueo:
Nosotros somos inocentes. Ellos son culpables.
Nosotros decimos la verdad. Ellos mienten.
Nosotros informamos. Ellos hacen propaganda.
Nosotros tenemos un Departamento de Defensa. Ellos tienen un Ministerio de la Guerra.
Nuestros misiles y armas son defensivos. Las suyas son ofensivas.

La más terrible de todas las paradojas morales, sin embargo, el nudo gordiano que debe ser cortado para que la historia pueda seguir su curso, es el hecho de que creamos el mal a partir de nuestros ideales más elevados y de nuestras aspiraciones más nobles.
Necesitamos ser héroes, estar del lado de Dios, eliminar el mal, purificar el mundo y vencer a la muerte aunque para ello tengamos que sembrar la destrucción y la muerte de todo lo que se interponga en nuestro camino hacia nuestro heroico destino. Necesitamos y creamos enemigos absolutos no porque seamos intrínsecamente crueles, sino porque proyectamos nuestro odio sobre un objetivo externo, agrediendo a los extraños, tratando de agrupar a nuestra tribu o nación y permitiéndonos entrar a formar parte de un grupo cerrado y exclusivo. Creamos un excedente de mal porque tenemos necesidades de pertenencia.
¿Cómo podemos crear psiconautas, exploradores de las alturas y profundidades del psiquismo? ¿Cómo llevar a cabo una cruzada interna contra la paranoia, la mentira, la autoindulgencia, la culpabilidad, la vergüenza, la pereza, la crueldad, la hostilidad, el miedo y el absurdo? ¿Cómo puede la sociedad reconocer y recompensar el coraje de quienes combaten las tentaciones diabólicas del yo, de quienes emprenden una guerra santa contra toda la maldad, la perversión y la crueldad que anida en su interior?

Si realmente deseamos la paz debemos empezar a desmitificar al enemigo, dejar de politizar los fenómenos psicológicos, recuperar nuestra sombra, dedicarnos a estudiar minuciosamente las mil y una formas en que negamos, enajenamos y proyectamos en los demás nuestro egoísmo, nuestra crueldad y nuestros celos y, finalmente, comprender en profundidad cómo hemos creado inconscientemente un psiquismo beligerante y cómo hemos perpetuado las innumerables variedades de la violencia.

miércoles, 19 de febrero de 2014

Encuentro con la Sombra, parte 40


OCTAVA PARTE:
LA CONSTRUCCIÓN DEL
ENEMIGO: ELLOS
Y NOSOTROS EN LA
VIDA POLÍTICA 



En nuestra época estamos empezando a comprender que las personas que habitan más allá de la montaña no son demonios de cabezas rojas ni tampoco son los responsables de todo la maldad que existe en este lado de la montaña.
C.G. JUNG

Nuestros amigos nos enseñan lo que podemos hacer, nuestros enemigos lo que debemos hacer.
GOETHE

Tener un enemigo es como poseer un tesoro oculto en nuestra propia casa sin haber realizado esfuerzo alguno por conseguirlo. Debemos cuidar a nuestros enemigos porque ellos constituyen la mejor ayuda en el camino que conduce a la Iluminación.
SANTIDEVA

Si tuviéramos acceso a la biografía secreta de nuestros enemigos y comprender toda la tristeza y sufrimiento que encierran toda nuestra hostilidad hacia ellos se desvanecería.
HENRY WADSWORTH-LONGFELLOW




INTRODUCCIÓN

Por más desagradable que pueda parecemos la idea, todos nosotros necesitamos enemigos. Nuestra existencia parece depender e incluso, en ocasiones, progresar gracias a ellos. En este capítulo presentaremos una serie de ensayos que subrayan los aspectos morales, prácticos y filosóficos que suscita -tanto a nivel personal como colectivo- la figura del adversario y haremos especial hincapié en su origen y su función.
El proceso de creación de enemigos parece cumplir con una función muy importante: la atribución inconsciente y cruda a nuestros enemigos de aquellos rasgos que nos resultan especialmente intolerables de nosotros mismos. Desde un punto de vista psicológico, el proceso de creación de un enemigo parece originarse en una proyección de nuestra sombra sobre aquellas personas que -debido a razones frecuentemente muy abstrusas - se adecuan a la imagen que tenemos de lo inferior. Basta simplemente con pensar en aquellas personas a quienes despreciamos o contra quienes albergamos algún tipo de prejuicio para caer presa de los aspectos más turbios de nuestra naturaleza.

En lo que concierne al ámbito de lo colectivo -nación, raza, religión- el proceso de creación de enemigos adquiere proporciones míticas, dramáticas y, frecuentemente, trágicas. Las guerras, las cruzadas y las persecuciones, por ejemplo, constituyen la expresión más terrible de esa sombra que forma parte de nuestro legado instintivo tribal. No es de extrañar, pues, que las mayores atrocidades de la historia de la humanidad se hayan perpetrado en nombre de causas justas cuando la sombra de toda una nación -o un grupo humano se proyecta en la figura del enemigo y llega a convertir, de este modo, a otro grupo humano en infiel, cabeza de turco o chivo expiatorio de nuestras propias culpas.
El enfrentamiento con nuestros enemigos cumple pues con una función redentora. Según el sociólogo Ernest Becker: «Si hay algo que nos han enseñado las terribles guerras de nuestra época es que el enemigo cumple
con la función ritual de redimirnos del mal. Por eso todas las guerras son consideradas "guerras santas", en el doble sentido de constituir, por una parte, una forma de librar al mundo de la maldad y, por la otra, una revelación de nuestro propio destino, una prueba de que Dios está de nuestra parte».

Nuestra época ha derrochado una enorme cantidad de recursos humanos y materiales tratando de mantener vigente la figura del enemigo mediante la estrategia de la guerra fría. Y aunque ya hemos hipotecado el futuro de nuestros hijos armándonos hasta los dientes con todo tipo de tecnología bélica todavía podemos albergar, sin embargo, ciertas esperanzas de desmantelar toda la parafernalia bélica obsoleta y sacar algo en limpio de toda esta sinrazón.
El mundo, no obstante, parece estar esperando una era de cooperación constructiva, un nuevo milenio en el que utilicemos nuestra energía en resolver los problemas en lugar de malgastarla en seguir creándonos
enemigos. El verdadero adversario de nuestro tiempo -la contaminación ecológica, el efecto invernadero, la extinción de numerosas especies, el hambre y la pobreza de gran parte de la humanidad- está más allá de toda proyección y sólo podrán resolverse adecuadamente cuando asumamos y seamos los dueños de nuestra sombra colectiva.

Sin embargo, en los albores de esta era de cooperación una nueva amenaza se cierne sobre nosotros. Hemos cambiado el objetivo de la proyección de nuestra sombra desde la Unión Soviética hasta Irak y su cínico presidente Saddam Hussein. De nuevo las naciones han comenzado a hacer sonar los tambores que convocan a la danza de muerte y una vez más hemos caído en las garras de la sombra arquetípica.
Los ensayos presentados en este capítulo tratan del proceso de creación del mal en la mente colectiva, subrayando especialmente el tema de la sombra en la estructura social y política de la humanidad. El escritor y filósofo Sam Keen abre esta sección con su ensayo "El Creador de Enemigos" -extraído de su libro Faces of the Enemy- en el que describe el proceso de creación de enemigos, estudia la mentalidad de lo que él denomina homo hostilis y señala que la única posibilidad de supervivencia de nuestra especie descansa en la
transformación de nuestros modelos conceptuales sobre la guerra y la figura del enemigo.

Fran Peavey -profesora, activista y dramaturga- presenta en "Nosotros y Ellos" (escrito en colaboración con Myrna Levy y Charles Varon) un relato en primera persona en el que describe la naturaleza del odio y el temor, las dificultades que entraña cualquier intento de cambio social sin transformar nuestra concepción del enemigo y -lo que es todavía más importante- nos ofrece una serie de propuestas para que podamos dejar de odiar a nuestros enemigos.
A continuación, la feminista Susan Griffin nos proporciona una nueva terminología para reflexionar sobre la sombra en su artículo "La Mentalidad Chauvinista" -extraído de su libro Pornography and Silence- en el que afirma que la mitología chauvinista es pornográfica y demuestra que los elementos rechazados por el racista, el misógino y el antisemita son, en realidad, fragmentos escindidos de su propia alma. Según Griffin, en nuestra cultura todos participamos, en mayor o menor medida, de esta mentalidad chauvinista.
El eminente autor y psicólogo Robert Jay Lifton analiza el lado oscuro de las actividades de la maquinaria de guerra nazi en "El Desdoblamiento y los Médicos Nazis" y nos proporciona un retrato del genocida y del asesino de masas. En su artículo, extraído de The Nazi Doctors: Medical Killing and the Psychology of Genocide, Lifton apela a los conceptos de desdoblamiento y desintegración psicológica para tratar de averiguar los motivos que arrastraron a profesionales médicos supuestamente sensatos a perpetrar -tanto en Auschwitz como en otros campos de exterminio- atrocidades inconcebibles sobre sus «enemigos» y seguir llevando, sin embargo, una vida cotidiana aparente y funcionalmente normal.

En "¿Quiénes son los criminales?" -publicado por primera vez en la revista Inroads- Jerry Fjerkenstad recurre a una sofisticada metáfora alquímica para criticar la forma en que nuestra cultura proyecta sus facetas más oscuras e indeseables sobre los delincuentes y afirma que, en lugar de considerar seriamente su posible rehabilitación social, termina transformándolos en meras víctimas propiciatorias. «Necesitamos a los delincuentes -bromea Fyerkenstad- para no terminar encerrándonos a nosotros mismos».
Si tenemos en cuenta la amplia panorámica que nos ofrece este capítulo podremos comenzar a advertir que todos somos, al mismo tiempo, amigos y enemigos, aliados y adversarios. La elección depende de nosotros.

lunes, 17 de febrero de 2014

Encuentro con la Sombra, parte 39

29. LA TOMA DE
CONCIENCIA DE NUESTRA
ESCISIÓN INTERNA

Andrew Bard Schmookler Consejero del Search for Common Ground en Washington y autor de The Parable of the Tribes y Out ofWeakness: Healing the Wounds that Drive Us to War.

Según Scott Peck, «el principal problema del mal no estriba en el hecho de pecar sino en nuestra negativa a admitir que pecamos». A fin de cuentas, todo lo que no afrontamos termina sorprendiéndonos desagradablemente. Por consiguiente, sólo dejaremos de estar poseídos por los demonios cuando acopiemos la energía suficiente como para reconocer las imperfecciones de nuestra condición moral.
En Moby Dick, la búsqueda de la ballena blanca por parte del capitán Ahab alegoriza el camino de la guerra mientras que el cuento de Joseph Conrad, El polizón -que también trata de una embarcación y de las relaciones que mantiene su capitán con su lado oscuro- constituye, por el contrario, una alegoría del camino de la paz.

En opinión de la psicóloga junguiana Esther Harding, el cuento de Conrad es un alegato sobre la sombra. El polizón relata la historia de un extranjero desnudo -un oficial que ha matado a uno de sus hombres por haber incumplido una orden- que sube a bordo de un barco mientras su capitán está de guardia. A partir del momento en que el capitán oculta al extraño personaje, un aura de desazón e inquietud parece cernirse sobre la -hasta entonces - tranquila embarcación. En cierto momento crucial el capitán está a punto de cometer un acto tan violento como el perpetrado por su misterioso pasajero. Cuando se da cuenta de que también él podría ser un asesino -afirma Harding- se disipa la tensión que pesaba sobre la embarcación. «Entonces, y sólo entonces, el desconocido regresa al océano del que tan inexplicablemente había surgido. A partir de ese momento, el barco y su inexperto capitán emprenden su singladura de regreso empujados por vientos favorables».
Mientras creamos que todos los males residen en el exterior, nuestra nave -como la del capitán Ahab- se verá amenazada por la fatalidad. Cuando, por el contrario, nos percatemos de que la capacidad de hacer el mal también mora en nuestro interior, podremos hacer las paces con nuestra sombra y nuestro barco podrá, por fin, navegar a salvo de las adversidades.

Obviamente, la maldad y la enemistad no constituyen un asunto exclusivamente interno ya que también en el exterior podemos observar su presencia. No obstante, al igual que la discordia, también la conciliación puede hacer acto de presencia en cualquier momento. La fragmentación contribuye a enloquecernos pero cualquier aproximación hacia la salud, por su parte, fomenta la creación de un orden más completo. De este modo, si queremos trascender las fronteras que dividen nuestro amenazado planeta deberemos aprestarnos a superar la escisión que anida en el mismo corazón del ser humano.

Dice un relato jasídico:
El día del Sabbath el hijo de un rabí acudió al servicio religioso de una población cercana. Al volver, su familia le preguntó: «¿Y allí hacen algo diferente a lo que hacemos nosotros?» «Sí» -respondió el hijo. «¿Ah, sí? ¿Y qué es lo que has aprendido? «Ama a tu enemigo como a ti mismo» -replicó éste. «Entonces enseñan lo mismo que nosotros. ¿Por qué dices que has aprendido algo nuevo?» «Me enseñaron a amar a los enemigos internos» -replicó finalmente.
La reconciliación con nuestros enemigos internos no supone la eliminación de nuestros adversarios externos pero sí que modifica nuestra relación con ellos. Para alcanzar la paz nos veremos obligados a realizar un doloroso esfuerzo espiritual. Sólo entonces dejaremos de considerar que la maldad es algo diabólico y comenzaremos a relacionarnos con ella en términos mucho más humanos. Este es, a fin de cuentas, el camino de la humildad.

La oscuridad se asienta en el corazón de todo ser humano. Quizás encontremos cierto alivio en creer que los seres humanos más destructivos son una especie de demonios que pertenecen a una raza diferente. Sólo así es posible comprender que un escritor alemán subrayara la inutilidad de cualquier intento de comprender la conducta de Hitler porque, en su opinión, «tal tentativa equivaldría a tratar de comprender a un demente en términos de experiencia humana». Más adecuada, sin embargo, nos resulta la opinión de un periodista alemán que afirmaba: «Desde el mismo comienzo sabíamos que Hitler era uno de nosotros. No debemos olvidarlo ». Efectivamente, Hitler era un ser humano, uno de nosotros, y aunque la proyección pueda proporcionarnos cierto alivio, no podemos seguir ignorando que el verdadero camino que conduce a la paz pasa por el reconocimiento de que hasta el más diabólico de nuestros enemigos no deja, por ello, de ser tan humano como nosotros.

Es nuestra propia escisión interna la que ocasiona la hostilidad existente entre el bien y el mal. Sólo cuando comprendamos que el antagonismo es precisamente el causante de la maldad descubriremos una nueva dinámica moral que haga posible la paz. Mientras nuestra moral siga sustentándose en el modelo bélico nos veremos obligados a elegir un bando, identificarnos con una parte de nosotros mismos y repudiar a la otra. De este modo, todas nuestras tentativas fracasarán como el intento de elevarnos tirando de los cordones de nuestros propios zapatos.
Es lamentable que los «pacifistas» compartan, con tanta frecuencia, el mismo modelo ético que los belicistas.
De ese modo, sin embargo, se colocan a sí mismos en el papel de personas virtuosas que sólo desean la paz y consideran a los belicistas como una especie de demonios sedientos de sangre. Pero los belicistas también nos protegen de peligros muy reales y los «amantes de la paz», por su parte, pretenden imponer sus opiniones sobre las de sus «enemigos». De este modo, lo único que se consigue es mantener el imperio de la violencia enmascarándolo detrás de la bandera de la paz.

En el libro Gandhi 's Truth, Erik Erikson nos ayuda a esclarecer algunas de las trampas que acechan en el camino de la paz. No cabe la menor duda de que Gandhi constituye, con todo merecimiento, un héroe del movimiento pacifista de nuestro siglo. El mismo libro de Erikson es un tributo de admiración. La figura semidesnuda de Gandhi constituye la encarnación misma de la sencillez de espíritu y nos enseña a apelar a la bondad de nuestros adversarios y a no convertirlos en demonios. Así pues, su ejemplo nos señala el camino para detener la escalada vertiginosa de la violencia mediante la decisión voluntaria de aceptar los agravios sin responder a ellos.
No obstante, como afirmó Erikson en una carta abierta dirigida a Gandhi, el obstinado esfuerzo del mahatma por alcanzar la perfección moral constituye también una evidencia de su dimensión sombría. Según Erickson, la relación que Gandhi sostenía consigo mismo entrañaba un tipo de violencia que le llevó a establecer relaciones de dominio y explotación con las personas que le rodeaban. En opinión de Erickson, el combate que Gandhi sostuvo consigo mismo para alcanzar la santidad es la herramienta que nos mantiene cautivos del yugo de la violencia.

Erickson prosigue diciendo: «Mientras sigamos siendo incapaces de aplicar la no violencia (satyagraha) a "la maldad" que se asienta en nuestro interior y sigamos temiendo a nuestros instintos no haremos más que marchitar nuestra sensibilidad, correremos el riesgo de convertimos en criaturas doblemente peligrosas y la no violencia tendrá pocas oportunidades de adquirir una relevancia universal». El argumento central de la tesis de Erickson es que la lucha que Gandhi sostuvo contra su propia sexualidad -una lucha en la que la proyección desempeñó una función muy importante- dañó a otras personas. No podemos por menos que hacernos eco de las reservas con las que George Orwell reflexionaba sobre Gandhi: «No cabe la menor duda de que un santo debe evitar el alcohol, la carne, etcétera, pero, de la misma manera, los seres humanos también deben tratar de evitar la santidad». A fin de cuentas, la santidad constituye una identificación exclusiva con nuestros aspectos «virtuosos» -en tanto que irremisiblemente opuestos a nuestros aspectos «pecaminosos» y, por tanto, sigue alimentando nuestra concepción belicista de la vida. «Gran parte del exceso de violencia que distingue al hombre de los animales -continúa Erickson- son el fruto de métodos educativos pueriles que enfrentan a una parte del ser humano en contra de otras».

Es posible que existan otras alternativas. La bondad puede ser concebida en términos de salud. En inglés, la raíz de la palabra «salud» (health) está relacionada con la de «totalidad» (whole). Desde este punto de vista, la maldad deja de ser algo que debemos destruir violentamente para convertirse en una enfermedad que debemos curar, algo que hay que completar. Sólo haciéndonos seres completos hallaremos el camino que conduce a la paz y al bienestar. Y, para lograrlo, es fundamental que nos reconciliemos con nuestras facetas pecadoras e imperfectas. Erich Neumann considera que uno de los principales objetivos terapéuticos de la psicología profunda descansa en acopiar el «coraje moral necesario para no tratar de ser ni mejor ni peor de lo que uno realmente es». Erickson, por su parte, finaliza su carta a Gandhi diciendo que -como afirma el psicoanálisis -el satyagraha del mahatma debería contemplar la necesidad de un encuentro terapéutico con uno mismo que nos permita «reconciliarnos amablemente con nuestros enemigos internos...»  Sólo de este modo la violencia fragmentadora desaparecerá para dejar paso a la integración.

La bondad no reinará en el mundo cuando haya triunfado sobre el mal, sino cuando nuestro anhelo por el bien deje de estar basado en la derrota del mal. Mientras sigamos entregados a la búsqueda exclusiva de la santidad y no aceptemos humildemente nuestra condición imperfecta será imposible alcanzar la verdadera paz. Fue precisamente santa Teresa de Lisieux quien describió lo difícil que resulta dejar que el espíritu de la paz more en nuestros corazones. «Sólo cuando puedas soportar serenamente el desafío de despreciarte a ti mismo serás para Jesús el más grato de los refugios».

¿Hay alguna diferencia entre el sí y el no?
¿Hay alguna diferencia entre lo bueno y lo malo?
¿Debo temer lo que otros temen? ¡Qué absurdo!
Tener y no tener son las dos caras de una misma moneda.
Lo fácil y lo difícil se complementan mutuamente.
Lo largo y lo breve cooperan entre sí.
Lo alto y lo bajo se sustentan el uno al otro.
El frente y el reverso van siempre juntos.

LAO TSE

jueves, 13 de febrero de 2014

Encuentro con la Sombra, parte 38


28. LA DINÁMICA
FUNDAMENTAL DE
LA MALDAD EN EL
SER HUMANO 
Ernest Becker

Fue profesor de la Universidad de California, Berkeley, de la Universidad Estatal de San Francisco y de la Universidad Simon & Fraser de Canadá. En 1974 recibió el premio Pulitzer por su ensayo The Denial of Death. Entre sus otras obras cabe destacar Birth and Death of Meaning; Revolution in Psychiatry; Angel in Armor; The Structure of Evil y Scape from Evil.

Lo único que tienen en común tres pensadores tan dispares como Otto Rank, Wilhelm Reich y Carl Jung es que todos terminaron disintiendo de Freud. A partir de ese momento, cada uno de ellos desarrolló una teoría y un estilo peculiar que, en ocasiones, se oponía diametralmente al de los otros dos. ¿Acaso hay personajes más distintos, por ejemplo, que Reich y Jung? No obstante, a pesar de las evidentes discrepancias mutuas que presentan entre sí, también podemos advertir una coincidencia esencial en su diagnóstico sobre el origen de la maldad del ser humano, que no es el resultado de una mera coincidencia sino de una sólida labor científica que avala los descubrimientos realizados por estos investigadores.

Rank ya nos había sugerido algo al respecto en sus estudios históricos. Según él, el principal deseo del ser humano es el de perdurar, prosperar y alcanzar algún tipo de inmortalidad. Así pues, sabiéndose mortal sólo anhela negar su propia muerte, una muerte que, por otro lado, le vincula con los aspectos oscuros y animales de la existencia. De este modo, el mismo hecho de querer alejarse de aquélla le conduce a negar éstos. Es por ello que, apenas el hombre desarrolló formas de poder más evolucionadas, las esgrimió como una forma de venganza en contra de los animales -con los que hasta entonces había estado identificado- los representantes de aquello que más temía, la muerte sin nombre y sin rostro.

Ya hemos señalado en otro lugar que todo el edificio conceptual de Rank se asienta en una única piedra angular: el miedo del ser humano a la vida y a la muerte. No merece, pues, la pena que reincidamos aquí en ese punto más que para recordar su origen inconsciente. A fin de cuentas, fue necesario el genio de Freud y de todo el movimiento psicoanalítico para investigar y descubrir que el miedo a la vida y el miedo a la muerte son equivalentes. La clave radica en que los seres humanos no viven de manera continua y evidente atormentados por sus temores. Si lo hicieran así, no podrían seguir manteniendo su aparente ecuanimidad e indiferencia. La función de la represión consiste pues, en sepultar los miedos del hombre a los estratos más
profundos de su psiquismo, confiriendo así a su existencia una apariencia de normalidad. La desesperación, por tanto, sólo aparece de manera ocasional en algunas personas.

Así pues, la represión fue el gran descubrimiento del psicoanálisis, un descubrimiento que nos permite explicar nuestra destreza para permanecer inconscientes de nuestras motivaciones básicas. Sin embargo, tal como demostró Rank, la articulación simbólica de la cultura constituye un antídoto ante el temor ancestral a la muerte. Este antídoto le hace concebir la ilusión de que sus obras perduran más allá de su cuerpo, lo cual le proporciona una despreocupación, confianza, esperanza y alegría que la represión, por sí sola, jamás podría ofrecerle.

Por esas mismas fechas, Wilhelm Reich elaboró todo su sistema basándose en los mismos postulados fundamentales. En La Psicología de Masas del Fascismo, Reich desentraña la mecánica del sufrimiento humano que, según él, se basa en el intento de negar su propia naturaleza animal y ser algo distinto a lo que realmente es. Para Reich, ése es el verdadero origen de todas las enfermedades psicológicas, de la crueldad y de la guerra. Es por ello que el principio fundamental de toda ideología consiste en «la repetición de la misma monótona cantinela: "Nosotros no somos animales..."»
En su libro, Reich trata de explicar el fascismo aduciendo que ése se fundamenta en la predisposición del ser humano a confiar las riendas de su destino a un líder o al estado. Según Reich, esa predisposición encuentra
un excelente caldo de cultivo en la promesa de los políticos de diseñar un nuevo mundo y de elevarnos  por encima de nuestro destino natural. Es, pues, en las promesas de prosperidad e inmunidad que nos ofrece el poder centralizado, donde hallamos la explicación de la relativa facilidad con la que los hombres pasaron de las sociedades igualitarias a las monarquías.

Pero este nuevo orden trajo consigo un sufrimiento masivo y constante que las sociedades primitivas sólo habían tenido que afrontar ocasionalmente y, por lo general, a una escala mucho más reducida. Así pues, la tentativa del ser humano de escapar de las plagas naturales de la existencia obedeciendo a los políticos, de renunciar a su responsabilidad personal y de entregarla a estructuras de poder representativas de la inmortalidad, sólo consiguió atraerle nuevas plagas desconocidas hasta entonces. No en vano Reich acuñó la expresión «traficantes de plagas» para referirse a los políticos porque éstos mienten sobre nuestras posibilidades reales y no dudan en embarcar a la humanidad en sueños inalcanzables y requerir de ella, si llega el caso, hasta el holocausto colectivo.

Cuando depositamos todo nuestra energía vital sobre una mentira y tratamos de vivir en base a ella, pretendiendo que el mundo es lo contrario de lo que realmente es,no hacemos sino prefigurar nuestro propia ruina. La teoría alemana del superhombre -o cualquier otra teoría relativa a la superioridad de un grupo o de una nación sobre el resto- «se origina en el intento inútil de separarnos de los animales». Para ello, lo único que se requiere es proclamar que nuestro grupo es el mejor, el más puro, que ha sido elegido para gozar plenamente de la vida y que es portador de todo tipo de valores eternos. Otros grupos -como los judíos o los gitanos, por ejemplo- son los verdaderos animales, ellos son quienes nos roban, nos contaminan, nos contagian todo tipo de enfermedades y terminan debilitando nuestra fortaleza. Entonces como podemos constatar, por ejemplo, en las escalofriantes páginas del Mein Kampf de Hitler, en donde los judíos aparecen como unos mentirosos contumaces que acechan en el fondo de los callejones oscuros para infectar a las jóvenes vírgenes germanas, acometemos denodadas cruzadas de exterminio para purificar el mundo. Partiendo de estas nociones,  apenas necesitamos mas para llegar a formular una teoría social que explique el fenómeno del chivo expiatorio.

En este punto, Reich se pregunta por qué suelen ignorarse con tanta frecuencia los nombres de los verdaderos benefactores de la humanidad cuando «hasta los mismos niños conocen el nombre de los líderes de la plaga política». En su opinión la respuesta es la siguiente: Las ciencias naturales machacan la conciencia del ser humano repitiéndole de continuo que no es más que un gusano en medio del universo.
Los traficantes de la plaga política, por su parte, reiteran una y otra vez que el hombre no es un animal sino un «zoon politikon», es decir, un ser portador de valores, un «ser moral». ¡Cuánto daño ha causado la teoría platónica del estado! Parece clara, pues, la razón por la que el hombre conoce mejor a los políticos que a los científicos: desprecia su naturaleza y no desea que le recuerden que, en lo esencial, es un animal sexual.

Coincido con Reich en su intento de despojar a la dinámica del mal de todo artificio técnico, porque, como él, considero que no es preciso insistir en este punto. No obstante, si alguien deseara estudiar detalladamente este tipo de información puede recurrir a la abundante literatura psicoanalítica, uno de cuyos logros más importantes es que efectúa afirmaciones simples sobre la condición humana como, por ejemplo, el rechazo del hombre de su propia animalidad y su demostración de que esta negación tiene sus raíces psicológicas en la infancia. Es por ello que el psicoanálisis nos habla de objetos «buenos» y objetos «malos», estados «paranoicos» de desarrollo, «represiones», fragmentos «escindidos» de la mente que constituyen una especie de «enclaves de la muerte», etcétera.

En mi opinión, la obra de Jung -que, con su peculiar estilo científico-poético, introdujo el concepto de «sombra»- representa una síntesis magistral de este tipo de intrincadas investigaciones psicológicas. Hablar de la sombra es otro modo de referirse al sentimiento de ser una criatura inferior, algo que el individuo desea negar a toda costa. Erich Neumann resumió sucintamente la visión de Jung del siguiente modo: La sombra es el otro lado, la expresión de nuestra propia imperfección terrenal, de nuestra negatividad [por ejemplo, el terror ante la fugacidad de la vida y la certeza de la muerte] que se contrapone a los valores absolutos.

Como decía el mismo Jung, la sombra constituye el lado oscuro de nuestra propia mente, «un sentimiento de mezquindad real del que no tenemos más que una leve sospecha». Ante esta situación, el ser humano quiere despojarse de su sentimiento de inferioridad, quiere «saltar por encima de su propia sombra» y el modo más rápido de conseguirlo consiste en «atribuir a los otros toda nuestra mezquindad, negatividad y culpabilidad».
A los seres humanos la culpabilidad nos desagrada, nos abruma, y la sombra cubre literalmente toda nuestra existencia. Neumann acota nuevamente este punto de manera muy acertada: El sentimiento de culpa tiene su origen... en la apercepción de la sombra... Este sentimiento de culpa -basado en la sombra- se descarga del sistema, tanto a nivel individual como colectivo, mediante el mismo fenómeno de proyección de la sombra. La sombra, que se halla en conflicto con los valores conscientes [ya que el rostro de la cultura se opone a la animalidad] no puede ser aceptada como una parte negativa del propio psiquismo, siendo proyectada o transferida, por consiguiente, al mundo externo y experimentada luego como un objeto procedente del exterior. A partir de entonces deja de ser un problema interno para pasar a ser perseguida, combatida y exterminada como si se tratara de un problema «ajeno».

Así pues, Neumann concluye afirmando que la proyección constituye un mecanismo ancestral que pone en funcionamiento el fenómeno del chivo expiatorio, un mecanismo que permite descargar de nuestra mente las fuerzas negativas de la culpabilidad, la inferioridad y la animalidad proyectándolas al exterior y posteriormente tratando de destruirlas simbólicamente en el chivo expiatorio. A la luz de todas estas consideraciones -y de otras muchas que pudieran aducirse al respecto- sólo cabe una posible explicación del genocidio nazi de judíos, gitanos, polacos y tantos otros: la proyección de la sombra. No debemos pues asombrarnos de que Jung observara -incluso de manera más contundente si cabe que Rank o Reich que lo único que funciona mal en el mundo es el ser humano».

miércoles, 12 de febrero de 2014

Encuentro con la Sombra, parte 37



27. REDIMIENDO
NUESTROS DIABLOS Y
NUESTROS DEMONIOS
Stephen A.  Diamond

Licenciado en Psicología; ejerce en Los Altos, California. Entre sus escritos cabe destacar artículos como "The Psychology of Evil", "Rediscovering Rank" y el resumen de la obra de Rollo May "Finding Beauty".

El problema del mal no es nuevo en el campo de la psicología aunque es ciertamente oportuno referirse a él. El mismo Freud, como luego hicieron tantos otros psicólogos y psiquiatras de este siglo, entre los cuales cabe destacar a Jung, Fromm, May, Menninger, Lifton y recientemente M. Scott Peck, se ocupó del tema.
Según Freud, existe un antagonismo constante entre el malvado «instinto de muerte» (Thanatos) y el bondadoso «instinto de vida» (Eros), una especie de duelo en el que el mal siempre termina imperando. Jung, por su parte, empleó «el término [nietzscheano] de "sombra" para referirse a la maldad del individuo y reservó el concepto de "mal" para maldad colectiva». Según este punto de vista -asentado en la tradición individualista del protestantismo suizo- no debemos buscar el origen de lo patológico, de lo negativo y de lo
malo en la cultura sino en la actitud moral del individuo ya que la causa original del mal no radica en la moralidad colectiva pues ésta sólo «se transforma en algo negativo [es decir, en algo malo] cuando el individuo considera sus mandamientos y prohibiciones como algo absoluto e ignora el resto de sus pulsiones».

Al igual que luego hizo Peck, Rollo May sostuvo firmemente que en Estados Unidos tenemos una comprensión muy limitada de la verdadera naturaleza del mal y que, por consiguiente, no estamos en las mejores condiciones de relacionarnos con él. En su obra, May se hace eco de la advertencia de Jung a Europa:
«El mal se ha convertido en una realidad determinante que ya no puede eliminarse del mundo por medio de una simple paráfrasis. A partir de ahora debemos aprender a controlarlo porque va a permanecer junto a nosotros aunque, de momento, resulte difícil concebir cómo podremos convivir con él sin sufrir sus terribles consecuencias».
En opinión de May el término de diablo «es inadecuado porque proyecta el poder fuera del Yo y abre las puertas a todo tipo de proyecciones psicológicas». Es por ello que, siguiendo el ejemplo de su gran maestro y amigo Paul Tillich, May opuso la noción de daimon al símbolo judeocristiano del mal cósmico, el «diablo».

Peck, cuyos escritos han sido comparados con los de May, centra fundamentalmente su atención en el campo de lo teológico y  lo espiritual desde un sistema de creencias convencionalmente cristiano. Peck distingue entre la maldad humana y la maldad demoníaca y considera que la primera es «un tipo específico de enfermedad mental», una forma crónica y solapada de «narcisismo maligno», mientras que, en su opinión, la segunda constituye la consecuencia sobrenatural directa de «estar poseído por demonios inferiores» -o por el mismo Satán- un problema cuyo único tratamiento posible es el exorcismos.

Desde mi punto de vista, el concepto junguiano de sombra y, más concretamente, el conocido modelo de May de lo daimónico, han abierto el camino que nos conduce a una psicología más comprensiva del mal.
Examinemos ahora en detalle el modelo propuesto por May para entender más clara mente sus diferencias con el concepto de Peck.

Diablos, demonios y lo diamónico

Durante mucho tiempo los diablos y los demonios han sido considerados como la causa y la personificación del mal. Según Freud, los pueblos aborígenes proyectaron su hostilidad sobre demonios imaginarios. En su
opinión, «es muy posible que el mismo concepto de demonio esté relacionado, de un modo u otro, con la muerte» y agregó que «el hecho de que los demonios siempre hayan sido considerados como los espíritus de las personas que acaban de morir testimonia claramente la influencia del duelo en el origen de la creencia en los demonios».
Históricamente hablando, los demonios han servido de chivo expiatorio y de receptáculo de todo tipo de impulsos y emociones amenazadoras e inaceptables, especialmente aquellas que tienen que ver con el hecho inexcusable de la muerte. Pero la visión popular y parcial y unilateral de los demonios es psicológicamente simplista e ingenua. Según Freud, los malignos demonios, tan temidos por nuestros antepasados, cumplían con ciertas funciones en el proceso del duelo ya que, una vez afrontados e integrados por el sujeto, acababan siendo «reverenciados como ancestros y eran invocados para que proporcionaran ayuda en los malos momentos».

Refiriéndose a la idea medieval de lo «daimónico», Jung dice que «los demonios son intrusos procedentes del inconsciente, irrupciones espontáneas de complejos del inconsciente en la continuidad del proceso de nuestra conciencia. Los complejos son comparables a demonios que hostigan caprichosamente nuestro pensamiento y nuestra acción. Es por ello que, en la antigüedad y en la Edad Media, las perturbaciones neuróticas agudas eran consideradas como una consecuencia de la posesión».
Antes de la aparición de la filosofía cartesiana en el siglo XVIII y de su consecuente énfasis en el objetivismo científico, se creía a pies juntillas que los desórdenes o la enajenación emocional eran obra de los demonios que habitaban el cuerpo (o el cerebro) inconsciente del infortunado sufriente. Esas imágenes de entidades voladoras invasoras dotadas de poderes sobrenaturales siguen presente en algunos de los eufemismos que
utilizamos para referirnos a la locura («tener murciélagos en el tejado», por ejemplo) y en los delirios paranoicos de hallarse bajo la influencia de extraterrestres procedentes de platillos voladores.

El enfoque cartesiano separó la mente del cuerpo y el sujeto del objeto, rechazó de plano todos los fenómenos subjetivos «irracionales» y sólo consideró «real» a los fenómenos objetivamente mensurables y cuantificables.
Este avance supuso un considerable paso adelante en el desarrollo del pensamiento humano y permitió al Renacimiento tardío desembarazarse -en una clara maniobra de depuración científica- de la superstición, la brujería, la magia y toda la amplia panoplia de criaturas míticas, tanto de signo positivo como negativo, que tan importantes habían sido hasta ese momento. Pero, como declaró May, «al desembarazarnos de las hadas, los duendes y toda su cohorte, terminamos empobreciendo nuestras vidas y el empobrecimiento no es el mejor modo de eliminar la superstición de la mente humana... De ese modo, nuestro cuerpo terminó desencantándose y eso quebró nuestra armonía con la naturaleza y con nosotros mismos».

La dilatada investigación realizada por Jung le llevó a concluir que las poderosas fuerzas arquetípicas del inconsciente «poseen una energía específica que causa o fomenta determinados impulsos o modalidades de conducta, es decir, que bajo determinadas circunstancias constituyen una fuerza posesiva u obsesiva (¡numinosa!). Concebirlas, por tanto, como daimones es algo perfectamente acorde con su naturaleza».
Siguiendo la misma línea, May nos recuerda que el moderno término demonio se deriva de la antigua noción
griega de daimon y utiliza este concepto para elaborar su modelo mitológico de lo daimónico: «Lo diamónico es cualquier función natural -como la sexualidad, el erotismo, la cólera, la pasión y el anhelo de poder, por
ejemplo- que tiene el poder de dominar a la totalidad de la persona. Lo daimónico puede convertise en un acicate para la creación o en un terremoto destructivo y, con mucha frecuencia, en ambas cosas al mismo tiempo. Pero cuando este poder funciona mal y un fragmento termina usurpando el control de toda la personalidad padecemos una "posesión daimónica", el término tradicional con el que se ha denominado a la psicosis a lo largo de la historia. Obviamente, lo daimónico no es una entidad sino una función arquetípica
fundamental de la experiencia humana, una realidad existencial».

Según la discípula de Jung,  Marie-Louise von Franz, «en la Grecia prehelénica -como en Egipto- los demonios formaban parte de una colectividad anónima». Este es también el modo en que May concibe a lo daimónico, una fuerza primordial, indiferenciada e impersonal de la naturaleza. Al igual que ocurría con los demonios primitivos descritos por Freud, para los antiguos griegos el daimon era maligno y creativo y constituía, al mismo tiempo, un motivo de destrucción y una fuente de orientación espiritual. Platón, por ejemplo, utilizaba en ocasiones el término daimon como sinónimo de theos (o dios) y desde su punto de vista el poderoso Eros era también un daimon.
Así pues, los daimones eran buenos o malos, constructivos o destructivos, según la relación que la persona sostuviera con ellos.
Según May, «durante la época helenística y cristiana se acrecentó la división dualista entre los aspectos positivos y negativos de los daimones. Siguiendo esta línea hemos llegado, en la actualidad, a tener una población celestial dividida en dos campos, los ángeles, encabezados por Dios, y los diablos, aliados de Satán. Aunque jamás haya sido expresado racionalmente en estos términos no es difícil adivinar que en aquél tiempo esa fue la manera más sencilla de resistir y vencer al diablo».

Pero quienes siguen perpetuando esta dicotomía artificial no alcanzan a comprender que es imposible conquistar a los llamados diablos y demonios destruyéndolos sino que, por el contrario, debemos aceptarlos y asimilar lo que simbolizan en nuestro Yo y en nuestra vida cotidiana. Esta -que fue una tarea relativamente sencilla para los pueblos primitivos resulta, sin embargo, bastante más difícil de llevar a cabo para los modernos postcristianos, precariamente armados con los «dioses» de la actualidad, la ciencia, la tecnología e incluso las nuevas corrientes religiosas.

Lo daimónico versus el diablo

En la actualidad el diablo ha sido reducido a un concepto muerto despojado de la autoridad de la que un día disfrutó. De hecho, para la mayoría de nosotros Satán ha dejado de ser un símbolo y se ha convertido en un mero signo, el signo de un sistema religioso al que menospreciamos y tachamos de acientífico y supersticioso.
No obstante, vivimos en una época en la que el problema del mal personal y colectivo encabeza con alarmante regularidad los titulares de los periódicos y las cabeceras de los telediarios. El mal se enseñorea por doquier bajo la apariencia de ataques de cólera, rabia, hostilidad, agresividad interpersonal y la denominada violencia gratuita.
«La violencia -escribe May- constituye una deformación de lo daimónico, una especie de "posesión demoníaca" en su aspecto más despiadado. Vivimos en una época de transición en la que los canales normales de expresión de lo daimónico se hallan cerrados, una época, por tanto, en que lo daimónico se expresa de la manera más destructiva».

Estos períodos turbulentos nos obligan a afrontar la cruda realidad del mal. A falta de un mito psicológicamente más adecuado, integrado y significativo, hay quienes se aferran al obsoleto símbolo del diablo para expresar sus inquietantes tropiezos con el aspecto destructivo de lo daimónico. La repentina proliferación de cultos satánicos en la actualidad refleja la emergencia de este antiguo símbolo que suele ir acompañado de una fascinación mórbida por el diablo y la demonología. En mi opinión, no obstante, esta propensión hacia el satanismo constituye un esfuerzo desesperado y erróneo de establecer contacto con el reino de lo transpersonal y dar algún tipo de sentido a nuestra vida. La persecución de objetivos tan legítimos mediante conductas tan perversas -y, en ocasiones, tan mortíferas - manifiesta a todas luces el dilema que nos aflige. Así pues, el problema parece estribar en la rígida división establecida por la tradición religiosa occidental entre el bien y el mal, un dualismo inflexible que condena a lo daimónico como algo exclusivamente maligno, el mismo dualismo erróneo sobre el que, en nuestra opinión, se asienta el pensamiento de Peck.

Necesitamos una nueva concepción de la realidad encarnada por el diablo, un concepto que englobe también los aspectos creativos que conlleva este poder elemental en el que, según Jung, tenía lugar la coincidencia oppositorum. De hecho, en opinión de May, la palabra diablo: Procede del griego diabolos, un término que perdura todavía en la palabra «diabólico».
Es interesante constatar que el significado literal de diabolos es el de «desgarrar» (diabollein).
También resulta muy significativo advertir que diabólico es el antónimo de «simbólico», un término que procede de sym-bollein, que significa «reunir», juntar. Este significado etimológico tiene una importancia extraordinaria en lo que respecta a la ontología del bien y del mal. Lo simbólico es, pues, lo que reúne, lo que vincula, lo que integra al individuo consigo mismo y con el grupo; lo diabólico, por el contrario, es aquello que lo desintegra, aquello que lo mantiene separado. Ambas facetas se hallan presentes en lo daimónico.

La sombra y lo diamónico

Aunque existen importantes similitudes entre el concepto de sombra y el de daimon también existen, no obstante, considerables diferencias entre ellos. La revitalización del modelo de lo daimónico realizada por May constituye un intento de contrarrestar y corregir el dogmatismo, deshumanización, mecanización y abuso que ha hecho la moderna psicología profunda del concepto junguiano de sombra y de su tremenda significación psicológica con respecto a la naturaleza de la maldad del ser humano.
Uno de los principales obstáculos que supone el concepto junguiano de sombra no consiste en la tentación de proyectar el mal sobre una entidad externa -como el diablo, por ejemplo- sino sobre un «"fragmento" relativamente autónomo de la personalidad», llámesele «sombra», «extraño» u «otro». De este modo, en lugar de decir «fue obra del diablo», podemos seguir renunciando a nuestra responsabilidad personal y afirmar que «fue obra de la sombra (o de lo daimónico)». La noción de May de lo daimónico pretende minimizar los estragos causados por esta renuncia a la integridad, libertad y responsabilidad personal conservando «un elemento fundamental, la decisión de trabajar a favor o en contra de la integración del Yo».

Cuando consideramos que lo daimónico es algo maligno (es decir, demoníaco) tratamos de reprimirlo, negarlo, adormecerlo o excluirlo de nuestra conciencia. Pero, de ese modo, no hacemos más que contribuir al proceso del mal potenciando las violentas erupciones de cólera, rabia, destructividad social y todas las diversas psicopatologías que resultan de reafirmar los aspectos más negativos de lo daimónico. En lugar de ello, debemos tratar de integrar constructivamente lo daimónico en nuestra personalidad y participar así positivamente en el proceso de la creatividad.
James Hilman nos recuerda que el encuentro personal de Jung con lo daimónico le persuadió de nuestra «enorme responsabilidad» al respecto. May, al igual que Jung, considera que tenemos la obligación ética y moral de elegir cuidadosamente nuestra respuesta a los frecuentemente ciegos impulsos psicobiológicos de lo daimónico y a asumir con resolución nuestras decisiones más constructivas. Es bien conocido el hecho de que Jung no logró superar la emergencia abrumadora de material procedente del inconsciente mediante la represión o el acting out sino gracias a un compromiso casi religioso con la «imaginación activa», con la observación y con el escrupuloso registro de su experiencia subjetiva. Esta decisión consciente y deliberada
reiterada una y otra vez fue -como dice Hilman- la que terminó convirtiendo finalmente a Jung en un «hombre daimónico».

Según May, la noción de daimon abarca e integra los conceptos junguianos de sombra y de Yo y los arquetipos de anima y animus. Pero, mientras que Jung distingue entre la sombra y el Yo y también establece diferencias entre la sombra personal y la sombra y los arquetipos colectivos, May, por su parte, no lleva a cabo tales distingos. Recordemos la cautela de Marie-Louise von Franz a este respecto: Debemos permanecer escépticos ante cualquier intento de relacionar estas «almas», o «daimones», con los conceptos junguianos de sombra, anima, animus y Yo. Jung solía afirmar que cometeríamos un grave error si supusiéramos que la sombra, el anima (o el animus) y el Yo se encuentran separados en el inconsciente de una persona y se manifiestan en un orden concreto y definido... Si analizamos las distintas personificaciones del Yo entre los daimones de la antigüedad advertiremos que algunos de ellos son una mezcla entre la sombra y el Yo, o entre el animus-anima y el Yo. En otros términos, podríamos decir que representan la «otra» personalidad inconsciente del individuo todavía indiferenciada.

Sin embargo, a pesar de todas estas diferencias la unificadora noción junguiana de sombra nos ayuda a reconciliar la fragmentación impuesta por el conflicto entre opuestos. El hecho de afrontar y asimilar nuestra sombra nos obliga a reconocer la totalidad de nuestro ser, una totalidad que engloba el bien y el mal, lo racional y lo irracional, lo masculino y lo femenino, lo consciente y lo inconsciente. Si comparamos los conceptos psicológicos de sombra y de daimon tenemos la fuerte impresión de que tanto Jung como May están intentando señalar la misma verdad fundamental de la existencia humana. A diferencia de lo que ocurre con el concepto de May de lo daimónico o con la noción junguiana de sombra, sin embargo, el concepto de
Peck de lo «demoníaco» constituye algo exclusivamente negativo, un poder tan vil que en modo alguno puede ser redimido y sólo puede ser exorcisado, expulsado o excluido de la conciencia.

La psicoterapia constituye uno de los posibles caminos que nos conducen a llegar a ponernos de acuerdo con lo daimónico. Cuando asumimos nuestros «demonios» internos -simbolizados por aquellas tendencias que más tememos y rechazamos- los transmutamos en útiles aliados, en energía psíquica renovada y apta para propósitos más constructivos. Este proceso de descubrimiento puede conducirnos a la paradoja con la que tropiezan muchos artistas: Lo que antes habíamos negado y rechazado se convierte en la verdadera fuente redentora de nuestra vitalidad, creatividad y espiritualidad.