lunes, 18 de noviembre de 2013

Encuentro con la Sombra, parte 7


2. LO QUE SABE LA SOMBRA:
 ENTREVISTA CON JOHN A. SANFORD
D. Patrick Miller

La relación existente entre la sombra y el ego constituye un verdadero problema, un problema que resulta especialmente relevante en la tradición cristiana. Para la Biblia las diferencias existentes entre el bien y el mal son muy claras: en una parte está Dios, que es el bien y en la otra el Diablo, que es el mal. Dios castiga el mal porque desea que el ser humano sea bueno. El Nuevo Testamento sostiene la opinión de que si un individuo cede al mal y lleva a cabo malas acciones su alma inicia un proceso psicológico negativo que termina conduciéndole a la degradación y la destrucción. De acuerdo a ello, el Cristianismo ha promovido el modelo ideal de «ser una buena persona».

Pero la tradición cristiana original reconocía que el mal se halla dentro de cada uno de nosotros, que la oposición y la discordia forma parte integral de cada uno de nosotros. San Pablo, por ejemplo, como buen psicólogo profundo, se daba cuenta de que la sombra se hallaba en su interior, sabía que ésa era su condición, una condición de la que sólo Dios podía salvarle. Por ello dijo: «Porque el bien que quisiera hacer no lo hago, pero el mal que no quisiera hacer lo hago».
Más tarde, sin embargo, esta comprensión profunda se ensombreció y los cristianos terminaron identificándose exclusivamente con el bien y s  dedicaron simplemente a tratar de ser exclusivamente buenos. Pero de ese modo lo único que lograron fue perder rápidamente el contacto con la sombra.

Más tarde -como lamentablemente evidencia la historia de la Edad Media - la Iglesia cometió otro error fatal. A partir de entonces, no sólo eran malas las acciones sino que también lo eran las fantasías y una persona podía ser considerada mala tan sólo por pensar en malas acciones. A partir de ese momento no sólo era pecado el adulterio sino que también lo era pensar en él. Ambos, por tanto, debían ser confesados y perdonados.
Como resultado de todo ello la gente comenzó a negar y a reprimir su vida imaginaria y la sombra fue relegándose cada vez más al mundo subterráneo. De este modo, poco a poco fue abriéndose un verdadero abismo entre el bien y el mal.

El tema de la sombra, pues, no es, en realidad, tan sencillo como parece a simple vista. No se trata simplemente de diferenciar entre el bien y el mal sino que es algo mucho más sutil y complejo.
El elemento femenino podría habernos ayudado a franquear el abismo que parece existir entre la sombra y el ego. La Iglesia Cristiana -que en sus comienzos pareció abanderar una especie de movimiento feminista- muy pronto terminó convirtiéndose en un adalid del patriarcado. De esta manera,
poco a poco el ego y la sombra fueron separándose progresivamente y prepararon el terreno para la aparición del fenómeno que tan bien nos ilustra el relato del Dr. Jekyll y Mr. Hyde.
La historia del Cristianismo es paradigmática a este respecto. Recordemos, si no, cómo los líderes de la Inquisición afirmaban estar haciendo correctamente lo que debían.

Luchar por ser bueno no es más que una pose,es una forma de engañarse uno mismo.
De este modo se desarrolla la persona, la máscara de bondad tras la que intentamos encubrir a nuestro ego. El Dr. Jekyll, por ejemplo, tenía una personalidad muy amable y creía en ella a pies juntillas pero, en realidad, jamás fue una buena persona. Jekyll anhelaba en secreto ser Hyde, pero
nunca quiso desprenderse de la máscara social con la que se había ocultado de la sociedad y de sí mismo. Cuando el brebaje le transformó en su sombra y permitió que ésta saliera a la superficie creyó haber encontrado la respuesta perfecta a su problema, pero entonces era tarde porque su deseo de ser Hyde era ya más fuerte que él.
Es importante comprender la diferencia crucial existente entre la sombra y la verdadera maldad.

Como dijo en cierta ocasión Fritz Kunkel, el secreto es que el mal no hay que buscarlo en la sombra sino en el ego. Para la mayor parte de las personas el mal no radica en alguna instancia arquetípica ubicada más allá del ego sino que precisamente se asienta en él.

Edward C. Whitmont, un analista neoyorquino, ha descrito claramente a la sombra en términos junguianos diciendo que se trata de «todo lo que hemos ido rechazado en el curso del desarrollo de nuestra personalidad por no ajustarse al ego ideal». Si usted ha sido educado en un entorno cristiano en el que el modelo ideal era ser amable, correcto y generoso ha debido reprimir también todas aquellas cualidades que se oponían a esa imagen como la cólera, el egoísmo, las fantasías sexuales, etcétera. Y finalmente todas esas cualidades de las que se ha despojado el individuo se aglutinan en torno a una especie de personalidad secundaria -denominada sombra - que, en el caso de aislarse suficientemente, pueden terminar originando la patología conocida como personalidad múltiple.

Detrás de cualquier caso de personalidad múltiple siempre se halla la sombra. La sombra no siempre es el mal, la sombra es únicamente lo opuesto al ego. Jung dijo que la sombra contiene un noventa por ciento de oro puro. Lo que se ha reprimido encierra una tremenda cantidad de energía y contiene, consecuentemente, un gran potencial positivo. Así pues, por más perturbadora que pueda parecer, la sombra no es intrínsecamente mala. Es más, perfectamente podríamos decir que la negativa del ego a comprender y aceptar la totalidad de nuestra personalidad es más responsable que la misma sombra en la etiología del mal.
La sombra se convierte en algo dañino porque el ego proyecta su propio mal sobre ella.

Si volvemos a ese documento psicológico que se conoce con el nombre de Nuevo Testamento, descubriremos que ahí se dice que el diablo es «el padre de la mentira». Ahora bien, la sombra nunca miente sobre sus motivaciones reales. Es el ego el que lo hace. Es por ello que el éxito de cualquier psicoterapia o confesión religiosa auténtica depende de ser totalmente sinceros con nosotros mismos.

La primera vez que vemos claramente a la sombra nos quedamos espantados. Entonces algunos de nuestros sistemas de defensa egocéntricos pueden saltar en pedazos o disolverse por completo. El resultado puede ser una depresión temporal o un enturbiamiento de la conciencia.
Jung equiparaba el proceso de integración -al que llamaba individuación- al proceso alquímico, uno de cuyos estadios, melanosis, implica el ennegrecimiento de todos los componentes alquímicos del crisol. Este estadio, considerado habitualmente por el ser humano como una especie de fracaso, resulta absolutamente esencial y representa, según Jung, el primer contacto con el inconsciente y, por consiguiente, con la sombra.

Para profundizar realmente en la sombra es necesario movilizar lo que Jung denominaba "Yo", -nuestro centro creativo- y cuando ello ocurre la depresión no puede quedar instalada de manera permanente. Después de eso pueden tener lugar numerosos cambios que asumen aspectos notablemente diferentes según el individuo en cuestión. Entonces comienza a emerger lo que Kunkel denominaba el «centro real» de la personalidad y el ego va estableciendo gradualmente una relación más estrecha con ese centro. Entonces es mucho menos probable que la persona se identifique con el mal porque la integración de la sombra siempre corre pareja a la disolución de la falsa persona. Uno se torna mucho más realista porque ve con más claridad la verdad sobré si mismo y la verdad siempre tiene efectos saludables. No debemos olvidar que la sinceridad constituye la mejor defensa contra el verdadero mal y que dejar de mentirse a uno mismo es el mejor de los amuletos.

No terminamos de darnos cuenta de que nosotros no somos los creadores de los contenidos del ego consciente, sino que éstos surgen de otro lugar sin participación consciente de nuestra parte. El ego prefiere creer que es el artífice de todos nuestros pensamientos pero, aunque no nos percatemos de ello, continuamente nos hallamos bajo la influencia del inconsciente.

En nuestros sueños todo cambia con la aparición del ego onírico. Cuando recordamos un sueño automáticamente lo identificamos con el ego onírico, nos referimos a él como «yo» y decimos «tropecé con un oso, luché con él y luego apareció una bailarina», por ejemplo. Pero la diferencia es que el ego onírico sabe cosas que desconoce el ego vigílico. Podemos, por ejemplo, recordar que durante el sueño hemos estado corriendo e ignorar, sin embargo, algo que nuestro ego onírico conoce muy bien: el motivo de nuestra huida.
Cuando el sol se pone, se manifiesta un dominio invisible en nuestra vida vigílica, aparecen las estrellas y descubrimos que no somos más que una estrella de entre las muchas que brillan en el estrellado firmamento de nuestra alma.

En el sueño la sombra constituye un sistema energético poderoso, al menos como el ego. En el ámbito del sueño los elementos del psiquismo son menos diferentes que en vigilia y el ego onírico puede observarlos, convertirse en ellos o ubicarse en un estado intermedio entre las dos posiciones anteriores.

La sombra es siempre un aspecto del ego y sus cualidades pueden haber formado parte de su estructura. También podríamos decir que la sombra es algo así como el hermano -o la hermana- del ego y no necesariamente una figura siniestra. Por último, también es importante recordar que la sombra siempre tiene motivos para hacer lo que hace, motivos relacionado con alguna cualidad reprimida del ego.

No deberíamos tomar a la ligera el tema de la liberación de la sombra. Es necesario que el trabajo de despliegue y liberación de la hostilidad tenga lugar en el contexto seguro de una relación terapéutica -o en cualquier otra situación controlada- para que la sombra pueda expresarse de manera gradual.
Kunkel hizo la misteriosa afirmación de que «en los momentos decisivos Dios está siempre del lado de la sombra, no del ego» ya que la sombra siempre se halla mucho más próxima al impulso creativo.

Ahora bien, el ego no necesariamente sostiene una actitud egocéntrica. En tal caso estaríamos hablando de algo completamente diferente ya que el ego mantiene una relación creativa sana tanto con la sombra como
con el Yo. El proceso de integración no mengua, pues, al ego, sino que simplemente distiende la firmeza de sus fronteras. Entre un ego fuerte y un ego egocéntrico existe una tremenda diferencia ya que el último es
siempre débil. Así pues, el proceso de individuación que nos permite actualizar nuestro propio potencial real no puede tener lugar sin la presencia de un ego fuerte.

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