martes, 2 de julio de 2019

El Cambio es Hacia Abajo, parte 6


El Animismo no está muerto

Animismo, tal como lo define el diccionario, es la creencia en que todos los objetos poseen una vitalidad natural, es decir, están dotados de almas que moran en ellos. El término se usa para designar la forma más primitiva de religión, la del hombre de la Edad de Piedra. Este espíritu o fuerza se creía que moraba tanto en los seres vivientes como en las rocas, herramientas, ríos y montañas. En esta visión, también reservaba un lugar especial para el espíritu de los muertos, que formaban parte de la comunidad viviente.
La importancia del animismo para lo que aquí nos ocupa es que representaba una forma de vida basada en la fe y en el respeto a la naturaleza. El hombre primitivo sentía que formaba parte de las fuerzas naturales igual que ellas formaban parte de su propio ser. Por lo tanto, no podía actuar destructivamente contra la naturaleza sin ser al mismo tiempo autodestructivo.

Las culturas de la Edad de Piedra fueron paulatinamente reemplazadas. 
Cuanto más se separaba el hombre de la naturaleza y se convertía en la especie dominante de la tierra, más centraba todo sentimiento espiritual en sí mismo. Quizá no negaba su propia espiritualidad, pero si la negaba a cualquier otro. 
Las grandes religiones occidentales que surgieron de este desarrollo representan a un Dios cuyo principal interés son los asuntos humanos. Sólo reconocen al hombre como poseedor de alma, lo cual equivale a asignarle una posición única. Aquí comienza el conflicto entre lo espiritual y lo material. Todo aquello a lo que se niega la espiritualidad se convierte  inevitablemente en inferior.

La idea de un Dios todopoderoso, de sexo masculino, Dios padre, es relativamente reciente y se limita a las religiones de la civilización occidental. En nuestra primera religión, se rendía culto a todos los espíritus de la naturaleza. El politeísmo representaba el culto a dioses y diosas, cada uno asociado con aspectos específicos de la vida humana. La ascensión a la supremacía por parte de un único dios masculino se asociaba con la ascensión al poder por parte de un soberano masculino, el rey todopoderoso, al que se lo consideraba descendiente del dios.  .
A pesar de todo, la persona religiosa no se ha olvidado de su relación con el mundo. El animismo no está del todo muerto, se ha transformado en la devoción al gran espíritu que impregna todas las cosas. La persona religiosa cree que el espíritu que le mueve, es el mismo que late en el mundo.

En lo profundo del vientre

Una persona religiosa se siente parte de una comunidad humana, pertenece a la naturaleza y participa de la unidad con Dios o con el Universo. Toda persona que siente de esta manera es religiosa, sea o no miembro de una iglesia. Puede decirse que todo individuo que tiene sentido de su responsabilidad por sus actos es religioso.
Egoísmo y fe son diametralmente opuestos. A un hombre egoísta sólo le importa su imagen; a uno con fe le importa la vida. Un egoísta se orienta hacia la consecución del poder. Un hombre con fe se orienta hacia el sentido de la vida; y el placer que le da el vivir lo comparte con los que tiene alrededor.  La verdadera fe es una entrega a la vida del espíritu -el espíritu que vive en el cuerpo de la persona- que se manifiesta a través del sentimiento y que se expresa en los movimientos del cuerpo.

La parte inferior del cuerpo es mucho más de naturaleza animal en sus funciones: locomoción, defecación y sexualidad; que la parte superior: pensamiento, lenguaje y manipulación del entorno. Pero es en nuestra naturaleza animal que residen las cualidades del ritmo y de la gracia.
Cuando nos elevamos y alejamos de la mitad inferior del cuerpo, perdemos mucha de nuestra  espontaneidad y  armonía naturales.
Los japoneses, por ejemplo, tienen una palabra, hara, que significa el vientre, pero que también describe a una persona que se halla centrada en esta región. Se dice entonces que tiene hara, es decir, que está equilibrada tanto psicológica como físicamente. Cuando un hombre posee un hara plenamente desarrollado, tiene la fuerza y la precisión de realizar acciones que de otro modo nunca podría conseguir, ni siquiera con la técnica más perfecta, la mayor atención o la más grande fuerza de voluntad. Sólo lo hecho con hara tiene éxito completo.

La mayoría de los occidentales están centrados en la parte superior del cuerpo, principalmente en la cabeza. Reconocemos a la cabeza como el foco del ego, el centro del comportamiento deliberado. En contraste con esto, el centro inferior o pélvico, donde reside el hara, es el centro para la vida inconsciente o instintiva. Cuando comprendemos que no más del 10% de nuestros movimientos son dirigidos conscientemente, y que el 90% son inconscientes, la importancia de este centro se hace evidente. Una analogía aclarará esto. Piense en un caballo y su jinete. El jinete, con su control consciente, funciona como el ego; el caballo proporciona el poder, y unas patas seguras para conducir al jinete a donde quiera ir. Si el jinete se volviera inconsciente, el caballo le traería de vuelta al hogar sano y salvo. Pero si el caballo se viniese abajo, el jinete estaría virtualmente indefenso.

En lo profundo del vientre, se encuentran nuestros sentimientos más profundos: nuestras tristezas y alegrías más hondas, nuestros mayores temores. Las sensaciones dulces y tiernas que acompañan al verdadero amor sexual también se sienten en lo profundo del vientre como un calor que puede extenderse por todo el cuerpo. Los niños experimentan sensaciones agradables en el vientre cuando se hamacan o juegan en el subibaja, de lo que disfrutan tanto. 
En el vientre se aloja tanto la alegría como la tristeza proveniente de la desesperanza cuando no hay armonía. Podemos negar la desesperanza y vivir de una ilusión, pero ésta se derrumbará inevitablemente y hará que el individuo caiga en una depresión; podemos tratar de pasar por encima de la desesperanza, pero esto afecta nuestra sensación de seguridad; o podemos aceptarla y comprenderla, lo que nos libera del temor.

Podemos sentir que no fuimos amados y que podríamos habernos muerto, pero a pesar de que resulta triste tomar conciencia de eso, también podemos darnos cuenta de que no nos morimos. En el caso de un adulto, no ser amado no constituye una sentencia de muerte, si amamos la  vida y le hemos encontrado un sentido. Cuando alguien adopta una actitud de : Si nadie me ama, me voy a morir,   me parece el ejemplo de un individuo patético que tiene tanto temor de vivir como de morir.
El  cultivo de los sentimientos espirituales pertenece al reino de los valores corporales, tales como: el amor, la belleza, la verdad, la libertad y la dignidad, para nombrar algunos. Mientras que los valores del ego o materiales derivan de nuestra relación con  el mundo exterior. Ni el deseo o la ambición de hacerse famoso ni la obsesión de enriquecerse despiertan buenos sentimientos corporales positivos.

Si  la búsqueda de los valores del ego se convierte en la actividad dominante de una cultura, entonces,  se comienzan a depreciar los  valores espirituales, ya que no advertimos su importancia en nuestra vida. 
Necesitamos fe para soltarnos o abandonarnos al cuerpo, a la oscuridad del inconsciente, al submundo de nuestro ser. Pese a que nosotros, hombres modernos, poseemos muchos más conocimientos que los hombres primitivos, tenemos la misma necesidad de que nuestra relación con la naturaleza y el universo sea amigable. Hubo un tiempo en el que percibimos esta armonía, tal vez algunos nos acordemos de la sensación de conexión y certeza que sentimos de niños al experimentar alegría.

En la filosofía y en las religiones  orientales no se establece una separación o disociación entre Dios y la naturaleza, ni entre el espíritu y el cuerpo. Los chinos creen que todos los procesos de la naturaleza y del cosmos están gobernados por la interacción de dos principios o fuerzas: el Ying y el Yang qué, cuando están en equilibrio, garantizan el bienestar del individuo.
El pensamiento oriental se basa en que el hombre no es dueño de su vida, y que está sujeto a fuerzas que no puede controlar. En cambio, para el pensamiento científico occidental, el poder potencial del hombre para controlar la vida es ilimitado. 

La cultura occidental nos alienta a  luchar, a rivalizar, a creer que la voluntad todo lo puede. Sin duda, la voluntad cumple una función muy valiosa en la vida cuando se le utiliza en forma adecuada, es decir,
en situaciones de emergencia en las que se necesita realizar un esfuerzo tremendo para sobrevivir.
Por otro lado,  nos avergüenzan nuestros sentimientos espirituales. La negación del espíritu constituye una característica del individuo narcisista de nuestra época.  Ellos ven al mundo en términos mecanicistas: estimulo y respuesta, acción y reacción, causa y efecto. No dan lugar a los sentimientos; estos son imprecisos, inconmensurables, a menudo impredecibles y obviamente irracionales. Los narcisistas desconocen y niegan la vida del espíritu. Ellos existen   sólo en su mente, están disociados del cuerpo y viven la vida principalmente en su cabeza.

El narcisismo es ajeno a los niños, cuyas vidas giran en torno a la concreción de sus deseos, la alegría de la libertad y los placeres de la autoexpresión.  A los  niños, al igual que a todos, les gusta ser admirados, pero no sacrificarán sus sentimientos para ser especiales o superiores. Son criaturas apasionadas que lo quieren todo, pero no son egocéntricos. Aman y anhelan ser amados porque sus corazones están abiertos.

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